viernes, 31 de enero de 2020

La metamorfosis. Slawomir Mrozek.

Este Kafka se habrá creído que sólo a él le ha ocurrido una cosa así. Hablo de Franz Kafka, el literato, ese que se convirtió en bicho y lo describió en una de sus obras. Vaya logro, convertirse en algo asqueroso puede hacerlo cualquiera, pero eso no es motivo suficiente para presumir de ello. Yo, por ejemplo, me convertí una vez en un lagarto y ni se me pasó por la cabeza contarlo. Ahora me arrepiento, porque este Kafka se hizo famoso y yo, en cambio, no mucho...
Lo que sí resulta más difícil es volver a convertirse después en persona. Contaré esta dificultad, aunque no espero que me traiga fama. No hay justicia en este mundo.
Resulta, pues, que fui un lagarto, tal vez no uno de esos que figuran en las clasificaciones oficiales, pero, sin duda, algún tipo de lagarto. Sólo el rabo ya era prueba de ello, por no mencionar otros detalles de mi encarnación de entonces. Mediría como dos metros de largo, era dentado y estaba cubierto de escamas. Si hablo ante todo del rabo es porque era del rabo de lo que más difícil resultaba deshacerse. Una vez ya logrado un aspecto humano visto de frente, seguía pareciendo un lagarto de perfil y por detrás.
Independientemente de su inoportunidad moral, el hecho de tener un rabo era fuente de constante incomodidad práctica. No podía cerrar la puerta detrás de mí como una persona normal, sin volverme hacia ésta. Al cruzar la calle siempre corría el riesgo de que un coche me lo aplastara. Entre la multitud siempre había alguien que me lo pisaba. Pero, sobre todo, sufría anímicamente, puesto que el rabo era el último obstáculo en mi camino hacia una humanidad plena. Y no me hacía ninguna gracia cuando, en el zoológico, los cocodrilos me miraban con complicidad.
¿Qué hacer? Entendí que solo no conseguiría deshacerme del rabo y acudí a unos especialistas. Primero, a aquellos que afirman que la humanidad es cosa del alma. Tienes un alma, eres persona. No tienes, eres un lagarto, o, en el mejor de los casos, una vaca. Afirmaron que aunque tenía un alma, ésta no estaba completamente desarrollada. Durante un tiempo intentaron desarrollármela. Al parecer exageraron ya que empezaron a salirme alas de ángel, mientras que al rabo, ni cosquillas. Aquéllas, unidas al rabo, daban al conjunto un aspecto todavía peor, así que abandoné el tratamiento.
Afortunadamente, no vivimos ya en la Edad Media y existe la alternativa laica. El lagarto, por lo visto, se había convertido en hombre gracias a una cultura mental, sin ninguna metafísica. Me suscribí, pues, a algunas revistas literarias y cada día medía el rabo por si menguaba. Sólo conseguí que empezara a rizarse en espiral. En vez de un rabo sencillo y honrado, tenía ahora un rabo de lagarto en forma de sacacorchos.
Será que lo de la cultura tampoco es cierto. Pero ¿para qué tenemos una teoría social? El hombre se convierte en hombre gracias a que vive en grupo, o sea en sociedad, colabora, mantiene una actividad pública. ¿Y qué más público que la política? Así que fundé mi propio partido político y me convertí en su líder. El rabo quedó como estaba, pero, en cambio, empezó a salirme un hocico de cerdo. Me retiré de la política.
Triste, acongojado, fui de nuevo al zoológico para volver a pensar en todo el asunto. Era un día entre semana, había pocos visitantes y podía contar con relativa soledad. Me detuve delante de la jaula de los lagartos, pero no me estaba destinado gozar de la tranquilidad. Se me acercó un bedel, dio un par de vueltas, se deslizó la gorra del uniforme a un lado y se rascó la cabeza observándome.
¿Usted va aquí?_preguntó finalmente, y añadió, señalando la jaula—: ¿O allí?
¿Yo? Si yo solo pasaba por aquí un momento. Gracias. Ahora mismo sigo paseando.
Y abandoné el zoo.
Desde entonces pienso que Kafka se guardó algo, que no lo contó todo. Si se convirtió en bicho, es porque algo de eso tendría ya de antes, tal vez cuernos o tentáculos, algo de insecto quiero decir. Y tampoco me creo que se transformara en bicho completamente, es evidente que le quedó una mano humana con la que lo narró todo. No se puede llegar a ser nada de lo que no se haya empezado siendo, ni en un sentido ni en otro. Siempre, al principio, hay algo de lo que habrá al final, y da igual por que lado se empiece y por que lado se acabe.
Y, por cierto, los cocodrilos son más educados que las personas. Sólo miran, no hacen preguntas.

 

martes, 28 de enero de 2020

Amor sin desperdicio. Ton Pedraz.

Nos conocimos hurgando entre la basura. El color de tu pelo, rojo como un atardecer en Finisterre, resplandecía revistiendo de púrpura la cúspide del vertedero. Como carta de presentación me arrojaste un insulto y la advertencia de que aquella zona tenía dueña, pero el tetrabrik de vino tinto que te ofrecí sirvió para romper el hielo y para que me invitases a compartir los desperdicios que habías obtenido entre la inmundicia.
Se hizo de noche, nos sorprendió el frío e insinué que durmiésemos juntos en mi cajero. Nos amamos sobre el suelo encarnado de la sucursal, ocultos por un amasijo de cartones y mantas malolientes. Embriagados por el exceso de alcohol te juré amor eterno mientras asegurabas que estábamos hechos uno para el otro.
Desde esa noche todo cambió. Aseguraste que, como la gente tira de todo, todavía estábamos a tiempo de formar una familia. Por eso ahora rebuscamos con los cinco sentidos y con la esperanza puesta en que un día, desde el interior de algún contenedor, surja el llanto de nuestro bebé.

Esta noche te cuento, 2019.
 

domingo, 26 de enero de 2020

Una de estas mañanas me asesiné. Eduardo Galeano.

en algún polvoriento camino de México, y el hecho me produjo una honda impresión.
No ha sido éste el primer crimen que he cometido. Desde que hace setenta y un años nací en Ohio y recibí el nombre de Ambrose Bierce hasta mi reciente deceso, he destripado a mis padres y a diversos familiares, amigos y colegas. Estos conmovedores episodios han salpicado de sangre mis días o mis cuentos, que me da lo mismo: la diferencia entre la vida que viví y la vida que escribí es asunto de los farsantes que en el mundo ejecutan la ley humana, la crítica literaria y la voluntad de Dios.
Para poner fin a mis días, me sumé a las tropas de Pancho Villa y elegí una de las muchas balas perdidas que en estos tiempos pasan zumbando sobre la tierra mexicana. Este método me resultó más práctico que la horca, más barato que el veneno, más cómodo que disparar con mi propio dedo y más digno que esperar a que la enfermedad o la vejez se hicieran cargo de la faena.

 Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.

sábado, 25 de enero de 2020

El reloj de Bagdad. Cristina Fernández Cubas.

Nunca las temí ni nada hicieron ellas por amedrentarme. Estaban ahí, junto a los fogones, confundidas con el crujir de la leña, el sabor a bollos recién horneados, el vaivén de los faldones de las viejas. Nunca las temí, tal vez porque las soñaba pálidas y hermosas, pendientes como nosotros de historias sucedidas en aldeas sin nombre, aguardando el instante oportuno para dejase oír, para susurrarnos sin palabras: “Estamos aquí, como cada noche”. O bien, refugiarse en el silencio denso que anunciaba: “Todo lo que estáis escuchando es cierto. Trágica, dolorosa, dulcemente cierto”. Podía ocurrir en cualquier momento. El rumor de las olas tras el temporal, el paso del último mercancías, el trepidar de la loza en la alacena, o la inconfundible voz de Olvido, encerrada en su alquimia de cacerolas y pucheros: -Son las ánimas, niña, son las ánimas. Más de una vez, con los ojos entornados, creí en ellas.


¿Cuántos años tendría Olvido en aquel tiempo? Siempre que le preguntaba por su edad la anciana se encogía de hombros, miraba con el rabillo del ojo a Matilde y seguía impasible, desgranando guisantes, zurciendo calcetines, disponiendo las lentejas en pequeños montones, o recordaba, de pronto, la inaplazable necesidad de bajar al sótano a por leña y alimentar la salamandra del último piso. Un día intenté sonsacar a Matilde. “Todos los del mundo”, me dijo riendo.
La edad de Matilde, en cambio, jamás despertó mi curiosidad. Era vieja también, andaba encorvada, y los cabellos canos, amarilleados por el agua de colonia, se divertían ribeteando un pequeño moño, apretado como una bola, por el que asomaban horquillas y pasadores. Tenía una pierna renqueante que sabía predecir el tiempo y unas cuantas habilidades más que, con el paso de los años, no logro recordar tan bien como quisiera. Pero, al lado de Olvido, Matilde me parecía muy joven, algo menos sabia y muchos más inexperta, a pesar de que su voz sonara dulce cuando nos mostraba los cristales empañados y nos hacía creer que afuera no estaba el mar, ni la playa, ni la vía del tren, ni tan siquiera el Paseo, sino montes inaccesibles y escarpados por los que correteaban manadas de lobos enfurecidos y hambrientos. Sabíamos -Matilde nos lo había contado muchas veces- que ningún hombre temeroso de Dios debía, en noches como aquéllas, abandonar el calor de su casa. Porque ¿quién, sino un alma pecadora, condenada a vagar entre nosotros, podía atreverse a desafiar tal oscuridad, semejante frío, tan espantosos gemidos procedentes de las entrañas de la tierra? Y entonces Olvido tomaba la palabra. Pausada, segura, sabedora de que a partir de aquel momento nos hacía suyos, que muy pronto la luz del quinqué se concentraría en su rostro y sus arrugas de anciana dejarían paso a la tez sonrosada de una niña, a la temible faz de un supulturero atormentado por sus recuerdos, a un fraile visionario, tal vez a una monja milagrera… Hasta que unos pasos decididos, o un fino taconeo, anunciaran la llegada de incómodos intrusos. O que ellas, nuestras amigas, indicaran por boca de Olvido que había llegado la hora de descansar, de tomarnos la sopa de sémola o de apagar la luz.
Sí, Matilde, además de su pierna adivina, poseía el don de la dulzura. Pero en aquellos tiempos de entregas sin fisuras yo había tomado el partido de Olvido, u Olvido, quizá, no me había dejado otra opción. “Cuando seas mayor y te cases, me iré a vivir contigo.” Y yo, cobijada en el regazo de mi protectora, no conseguía imaginar cómo sería esa tercera persona dispuesta a compartir nuestras vidas, ni veía motivo suficiente para separarme de mi familia o abandonar, algún día, la casa junto a la playa. Pero Olvido decidía siempre por mí. “El piso será soleado y pequeño, sin escaleras, sótano ni azotea.” Y no me quedaba otro remedio que ensoñarlo así, con una amplia cocina en la que Olvido trajinara a gusto y una gran mesa de madera con tres sillas, tres vasos y tres platos de porcelana… O, mejor, dos. La compañía del extraño que las previsiones de Olvido me adjudicaban no acababa de encajar en mi nueva cocina. “Él cenará más tarde”, pensé. Y le saqué la silla a un hipotético comedor que mi fantasía no tenía interés alguno en representarse.
Pero en aquel caluroso domingo de diciembre, en que los niños danzaban en torno al bulto recién llegado, me fijé con detenimiento en el rostro de Olvido y me pareció que no quedaba espacio para una nueva arruga. Se hallaba extrañamente rígida, desatenta a las peticiones de tijeras y cuchillos, ajena al jolgorio que el inesperado regalo había levantado en la antesala. “Todos los años del mundo”, recordé, y, por un momento, me invadió la certeza de que la silla que tan ligeramente había desplazado al comedor no era la del supuesto, futuro y desdibujado marido.


Lo habían traído aquella misma mañana, envuelto en un recio papel de embalaje, amarrado con cordeles y sogas como un prisionero. Parecía un gigante humillado, tendido como estaba sobre la alfombra, soportando las danzas y los chillidos de los niños, excitados, inquietos, seguros hasta el último instante de que sólo ellos iban a ser los destinatarios del descomunal juguete. Mi madre, con mañas de gata adulada, seguía de cerca los intentos por desvelar el misterio. ¿Un nuevo armario? ¿Una escultura, una lámpara? Pero no, mujer, claro que no. Se trataba de una obra de arte, de una curiosidad, de una ganga. El anticuario debía de haber perdido el juicio. O, quizá, la vejez, un error, otras preocupaciones. Porque el precio resultaba irrisiorio para tamaña maravilla. No teníamos más que arrancar los últimos adhesivos, el celofán que protegía las partes más frágiles, abrir la puertecilla de cristal y sujetar el péndulo. Un reloj de pie de casi tres metros de alzada, números y manecillas recubiertos de oro, un mecanismo rudimentario pero perfecto. Deberíamos limpiarlo, apuntalarlo, disimular con barniz los inevitables destrozos del tiempo. Porque era un reloj muy antiguo, fechado en 1700, en Bagdad, probable obra de artesanos iraquíes para algún cliente europeo. Sólo así podía interpretarse el hecho de que la numeración fuera arábiga y que la parte inferior de la caja reprodujera en relieve los cuerpos festivos de un grupo de seres humanos. ¿Danzarines? ¿Invitados a un banquete? Los años habían desdibujado sus facciones, los pliegues de sus vestidos, los manjares que se adivinaban aún sobre la superficie carcomida de una mesa. Pero ¿por qué no nos decidíamos de una vez a alzar la vista, a detenernos en la esfera, a contemplar el juego de balanzas que, alternándose el peso de unos granos de arena, ponía en marcha el carillón? Y ya los niños, equipados con cubos y palas, salían al Paseo, miraban a derecha e izquierda, cruzaban la vía y se revolcaban en la playa que ahora no era una playa sino un remoto y peligroso desierto. Pero no hacía falta tanta arena. Un puñado, nada más, y, sobre todo, un momento de silencio. Coronando la esfera, recubierta de polvo, se hallaba la última sorpresa de aquel día, el más delicado conjunto de autómatas que hubiéramos podido imaginar. Astros, planetas, estrellas de tamaño diminuto aguardando las primeras notas de una melodía para ponerse en movimiento. En menos de una semana conoceríamos todos los secretos de su mecanismo.
Lo instalaron en el descansillo de la escalera, al término del primer tramo, un lugar que parecía construido aposta. Se le podía admirar desde la antesala, desde el rellano del primer piso, desde los mullidos sillones del salón, desde la trampilla que conducía a la azotea. Cuando, al cabo de unos días, dimos con la proporción exacta de arena y el carillón emitió, por primera vez, las notas de una desconocida melodía, a todos nos pareció muchísimo más alto y hermoso. El Reloj de Bagdad estaba ahí. Arrogante, majestuoso, midiendo con su sordo tictac cualquiera de nuestros movimientos, nuestra respiración, nuestros juegos infantiles. Parecía como si se hallara en el mismo lugar desde tiempos inmemoriales, como si él estuviera en su puesto, tal era la altivez de su porte, su seguridad, el respeto que nos infundía cuando, al caer la noche, abandonábamos la plácida cocina para alcanzar los dormitorios del último piso. Ya nadie recordaba la antigua desnudez de la escalera. Las visitas se mostraban arrobadas, y mi padre no dejaba de felicitarse por la astucia y la oportunidad de su adquisición. Una ocasión única, una belleza, una obra de arte.


Olvido se negó a limpiarlo. Pretextó vértigos, jaquecas, vejez y reumatismo. Aludió a problemas de la vista, ella que podía distinguir un grano de cebada en un costal de trigo, la cabeza de un alfiler en un montón de arena, la china más minúscula en un puñado de lentejas. Encaramarse a una escalerilla no era labor para una anciana. Matilde era mucho más joven y llevaba, además, menos tiempo en la casa. Porque ella, Olvido, poseía el privilegio de la antigüedad. Había criado a las hermanas de mi padre, asistido a mi nacimiento, al de mis hermanos, ese par de pecosos que no se apartaban de las faldas de Matilde. Pero no era necesario que sacase a relucir sus derechos, ni que se asiera con tanta fuerza de mis trenzas. “Usted, Olvido, es como de la familia”. Y, horas más tarde, en la soledad de la alcoba de mis padres: “Pobre Olvido. Los años no perdonan”.
No sé si la extraña desazón que iba a adueñarse pronto de la casa irrumpió de súbito, como me lo presenta ahora la memoria, o se se trata, quizá de la deformación que entraña el recuerdo. Pero lo cierto es que Olvido, tiempo antes de que la sombra de la fatalidad se cerniera sobre nosotros, empezó a adquirir actitudes de felina recelosa, siempre con los oídos alerta, las manos crispadas, atenta a cualquier soplo de viento, al menor murmullo, al chirriar de las puertas, al paso del mercancías, del rápido, del expreso, o al cotidiano trepidar de las cacerolas sobre las repisas. Pero ahora no eran las ánimas que pedían oraciones ni frailes pecadores condenados a penar largos años en la tierra. La vida en la cocina se había poblado de un silencio tenso y agobiante. De nada servía insistir. Las aldeas, perdidas entre montes, se habían tornado lejanas e inaccesibles, y nuestros intentos, a la vuelta del colegio, por arrancar nuevas historias se quedaban en preguntas sin respuestas, flotando en el aire, bailoteando entre ellas, diluyéndose junto a humos y suspiros. Olvido parecía encerrada en sí misma y, aunque fingía entregarse con ahínco a fregar los fondos de las ollas, a barnizar armarios y alacenas, o a blanquear las junturas de los mosaicos, yo la sabía rezando el comedor, subiendo con cautela los primeros escalones, deteniéndose en el descansillo y observando. La adivinaba observando, con la valentía que le otorgaba el no hallarse realmente allí, frente al péndulo de bronce, sino a salvo, en su mundo de pucheros y sartenes, un lugar hasta el que no llegaban los latidos del reloj y en el que podía ahogar, con facilidad, el sonido de la inevitable melodía.
Pero apenas hablaba. Tan sólo en aquella mañana ya lejana en que mi padre, cruzando mares y atravesando desiertos, explicaba a los pequeños la situación de Bagdad, Olvido se había atrevido a murmurar: “Demasiado lejos”. Y luego, dando la espalda al objeto de nuestra admiración, se había internado por el pasillo cabeceando enfurruñada, sosteniendo una conversación consigo misma.
-Ni siquiera deben de ser cristianos -dijo entonces.
En un principio, y aunque lamentara el súbito cambio que se había operado en nuestra vida, no concedí excesiva importancia a los desvaríos de Olvido. Los años parecían haberse desplomado de golpe sobre el frágil cuerpo de la anciana, sobre aquellas espaldas empeñadas en curvarse más y más a medida que pasaban los días. Pero un hecho fortuito terminó de sobrecargar la enrarecida atmósfera de los últimos tiempos. Para mi mente de niña, se trató de una casualidad; para mis padres, de una desgracia; para la vieja Olvido, de la confirmación de sus oscuras intuiciones. Porque había sucedido junto al bullicioso grupo sin rostro, ante el péndulo de bronce, frente a las manecillas recubiertas de oro. Matilde sacaba brillo a la cajita de astros, al Sol y a la Luna, a las estrellas sin nombre que componían el diminuto desfile, cuando la mente se le nubló de pronto, quiso aferrarse a las balanzas de arena, apuntalar sus pies sobre un peldaño inexistente, impedir una caída que se presentaba inevitable. Pero la liviana escalerilla se negó a sostener por más tiempo aquel cuerpo oscilante. Fue un accidente, un desmayo, una momentánea pérdida de conciencia. Matilde no se encontraba bien. Lo había dicho por la mañana mientras vestía a los pequeños. Sentía náuseas, el estómago revuelto, posiblemente la cena de la noche anterior, quién sabe si una secreta copa traidora al calor de la lumbre. Pero no había forma humana de hacerse oír en aquella cocina dominada por sombríos presagios. Y ahora no era sólo Olvido. A los innombrables temores de la anciana se había unido el espectacular terror de Matilde. Rezaba, conjuraba, gemía. Se las veía más unidas que nunca, murmurando sin descanso, farfullando frases inconexas, intercambiándose consejos y plegarias. La antigua rivalidad, a la hora de competir con su arsenal de prodigios y espantos, quedaba ya muy lejos. Se diría que aquellas historias, con las que nos hacían vibrar de emoción, no eran más que juegos. Ahora, por primera vez, las sentía asustadas.
Durante aquel invierno fui demorando, poco a poco, el regreso del colegio. Me detenía en las plazas vacías, frente a los carteles del cine, ante los escaparates iluminados de la calle principal. Retrasaba en lo posible el inevitable contacto con las noches de la casa, súbitamente tristes, inesperadamente heladas, a pesar de que la leña siguiera crujiendo en el fuego y de que de la cocina surgieran aromas a bollo recién hecho y a palomitas de maíz. Mis padres, inmersos desde hacía tiempo en los preparativos de un viaje, no parecían darse cuenta de la nube siniestra que se había introducido en nuestro territorio. Y nos dejaron solos. Un mundo de viejas y niños solos. Subiendo la escalera en fila, cogidos de la mano, sin atrevernos a hablar, a mirarnos a los ojos, a sorprender en el otro un destello de espanto que, por compartido, nos obligara a nombrar lo que no tenía nombre. Y ascendíamos escalón tras escalón con el alma encogida, conteniendo la respiración en el primer descansillo tomando carrerilla hasta el rellano, deteniéndonos unos segundos para recuperar aliento, continuando silenciosos los últimos tramos del camino, los latidos del corazón azotando nuestro pecho, unos latidos precisos, rítmicos, perfectamente sincronizados. Y, ya en el dormitorio, las viejas acostaban a los pequeños en sus camas, niños olvidados de su capacidad de llanto, de su derecho a inquirir, de la necesidad de conjurar con palabras sus inconfesados terrores. Luego nos daban las buenas noches, nos besaban en la frente y, mientras yo prendía una débil lucecita junto al cabezal de mi cama, las oía dirigirse con pasos arrastrados hacia su dormitorio, abrir la puerta, cuchichear entre ellas, lamentarse, suspirar. Y después dormir, sin molestarse en apagar el tenue resplandor de la desnuda bombilla, sueños agitados que pregonaban a gritos el silenciado motivo de sus inquietudes diurnas, el Señor In-nombrado, el Amo y Propietario de nuestras viejas e infantiles vidas.
La ausencia de mis padres no duró más que unas semanas, tiempo suficiente para que, a su regreso, encontraran la casa molestamente alterada. Matilde se había marchado. Un mensaje, una carta del pueblo, una hermana doliente que reclamaba angustiada su presencia. Pero ¿cómo podía ser? ¿Desde cuándo Matilde tenía hermanas? Nunca hablaba de ella pero conservaba una hermana en la aldea. Aquí estaba la carta: sobre la cuadrícula del papel una mano temblorosa explicaba los pormenores del imprevisto. No tenían más que leerla. Matilde la había dejado con este propósito: para que comprendieran que hizo lo que hizo porque no tenía otro remedio. Pero era una carta sin franqueo. ¿Cómo podía haber llegado hasta la casa? La trajo un pariente. ¿Y esa curiosa y remilgada redacción? Mi madre buscaba entre sus libros un viejo manual de cortesía y sociedad. Aquellos billetes de pésame, de felicitación, de cambio de domicilio, de comunicación de desgracias. Esa carta la había leído ya alguna vez. Si Matilde quería abandonarnos no tenía necesidad de recurrir a ridículas excusas. Pero ella, Olvido, no podía contestar. Estaba cansada, se sentía mal, había aguardado a que regresaran para declararse enferma. Y ahora, postrada en el lecho de su dormitorio, no deseaba otra cosa que reposar, que la dejaran en paz, que desistieran de sus intentos por que se decidiera a probar bocado. Su garganta se negaba a engullir alimento alguno, a beber siquiera un sorbo de agua. Cuando se acordó la conveniencia de que los pequeños y yo misma pasáramos unos días en casa de lejanos familiares y subí a despedirme de Olvido, creí encontrarme ante una mujer desconocida. Había adelgazado de manera alarmante, sus ojos parecían enormes, sus brazos, un manojo de huesos y venas. Me acarició la cabeza casi sin rozarme, esbozando una mueca que ella debió de suponer sonrisa, supliendo con el brillo de su mirada las escasas palabras que lograban aflorar a sus labios. “Primero pensé que algún día tenía que ocurrir”, masculló “que unas cosas empiezan y otras acaban...” Y luego, como presa de un pavor invencible, asiéndose de mis trenzas, intentando escupir algo que desde hacía tiempo ardía en su boca y empezaba ya a quemar mis oídos: “Guárdate. Protégete… ¡No te descuides ni un instante!”.


Siete días después, de regreso a casa, me encontré con una habitación sórdidamente vacía, olor a desinfectante y colonia de botica, el suelo lustroso, las paredes encaladas, ni un solo objeto ni una prenda personal en el armario. Y, al fondo, bajo la ventana que daba al mar, todo lo que quedaba de mi adorada Olvido: un colchón desnudo, enrollado sobre los muelles oxidados de la cama.
Pero apenas tuve tiempo de sufrir su ausencia. La calamidad había decidido ensañarse con nosotros, sin darnos respiro, negándonos un reposo que iba revelándose urgente. Los objetos se nos caían de las manos, las sillas se quebraban, los alimentos se descomponían. Nos sabíamos nerviosos, agitados, inquietos. Debíamos esforzarnos, prestar mayor atención a todo cuanto hiciéramos, poner el máximo cuidado en cualquier actividad por nimia y cotidiana que pudiera parecernos. Pero, aun así, a pesar de que lucháramos por combatir aquel creciente desasosiego, yo intuía que el proceso de deterioro al que se había entregado la casa no podía detenerse con simples propósitos y buenas voluntades. Eran tantos los olvidos, tan numerosos los descuidos, tan increíbles las torpezas que cometíamos de continuo, que ahora, con la distancia de los años, contemplo la tragedia que marcó nuestras vidas como un hecho lógico e inevitable. Nunca supe si aquella noche olvidamos retirar los braseros, o si lo hicimos de forma apresurada, como todo lo que emprendíamos en aquellos días, desatentos a la minúscula ascua escondida entre los faldones de la mesa camilla, entre los flecos de cualquier mantel abandonado a su desidia… Pero nos arrancaron del lecho a gritos, nos envolvieron en mantas, bajamos como enfebrecidos las temibles escaleras, pobladas, de pronto, de un humo denso, negro, asfixiante. Y luego, ya a salvo, a pocos metros del jardín, un espectáculo gigantesco e imborrable. Llamas violáceas, rojas, amarillas, apagando con su fulgor las primeras luces del alba, compitiendo entre ellas por alcanzar las cimas más altas, surgiendo por ventanas, hendiduras, claraboyas. No había nada que hacer, dijeron, todo estaba perdido. Y así, mientras, inmovilizados por el pánico, contemplábamos la lucha sin esperanzas contra el fuego, me pareció como si mi vida fuera a extinguirse en aquel preciso instante, a mis escasos doce años, envuelta en un murmullo de lamentaciones y condolencias, junto a una casa que hacía tiempo había dejado de ser mi casa. El frío del asfalto me hizo arrugar los pies. Los noté desmesurados, ridículos, casi tanto como las pantorrillas que asomaban por las perneras de un pijama demasiado corto y estrecho. Me cubrí con la manta y, entonces, asestándome el tiro de gracia, se oyó la voz. Surgió a mis espaldas, entre baúles y archivadores, objetos rescatados al azar, cuadros sin valor, jarrones de loza, a lo sumo un par de candelabros de plata.
Sé que, para los vecinos congregados en el Paseo, no fue más que la inoportuna melodía de un hermoso reloj. Pero, a mis oídos, había sonado como unas agudas, insidiosas, perversas carcajadas.


Aquella misma madrugada se urdió la ingenua conspiración de la desmemoria. De la vida en el pueblo recordaríamos sólo el mar, los paseos por la playa, las casetas listadas del verano. Fingí adaptarme a los nuevos tiempos, pero no me perdí detalle, en los días inmediatos, de todo cuanto se habló en mi menospreciada presencia. El anticuario se obstinaba en rechazar el reloj aduciendo razones de dudosa credibilidad. El mecanismo se hallaba deteriorado, las maderas carcomidas, las fechas falsificadas… Negó haber poseído, alguna vez, un objeto de tan desmesurado tamaño y redomado mal gusto, y aconsejó a mi padre que lo vendiera a un trapero o se deshiciera de él en el vertedero más próximo. No obedeció mi familia al olvidadizo comerciante, pero sí, en cambio, adquirió su pasmosa tranquilidad para negar evidencias. Nunca más pude yo pronunciar el nombre prohibido sin que se culpase a mi fantasía, a mi imaginación, o a las inocentes supersticiones de ancianas ignorantes. Pero la noche de San Juan, cuando abandonábamos para siempre el pueblo de mi infancia, mi padre mandó detener el coche de alquiler en las inmediaciones de la calle principal. Y entonces lo vi. A través del humo, de los vecinos, de los niños reunidos en torno a las hogueras. Parecía más pequeño, desamparado, lloroso. Las llamas ocultaban las figuras de los danzarines, el juego de autómatas se había desprendido de la caja, y la esfera colgaba, inerte, sobre la puerta de cristal que, en otros tiempos, encerrara un péndulo. Pensé en un gigante degollado y me estremecí. Pero no quise dejarme vencer por la emoción. Recordando antiguas aficiones, entorné los ojos.
Ella estaba allí. Riendo, danzando, revoloteando en torno a las llamas junto a sus viejas amigas. Jugueteaba con las cadenas como si estuvieran hechas de aire y, con sólo proponérselo podía volar, saltar, unirse sin ser vista al júbilo de los niños, al estrépito de petardos y cohetes. “Olvido”, dije, y mi propia voz me volvió a la realidad.
Vi cómo mi padre reforzaba la pira, atizaba el fuego y regresaba jadeante al automóvil. Al abrir la puertecilla, se encontró con mis ojos expectantes. Fiel a la ley del silencio, nada dijo. Pero me sonrió, me besó en las mejillas y, aunque jamás tendré ocasión de recordárselo, sé que su mano me oprimió la nuca para que mirara hacia el frente y no se me ocurriera sentir un asomo de piedad o tristeza.


Aquélla fue la última vez que, entornando los ojos, supe verlas.

Foto: Cristina Fernández Cubas.
 

viernes, 24 de enero de 2020

En la sierra. Arturo Barea.

Esto fue en el primer otoño de la guerra.
El muchacho -veinte años- era teniente; el padre, soldado, por no abandonar al hijo. En la Sierra dieron al hijo un balazo, y el padre le cogió a hombros. Le dieron un balazo de muerte. El padre ya no podía correr y se sentó con su carga al lado.
-Me muero, padre, me muero.
El padre le miró tranquilamente la herida mientras el enemigo se acercaba. Sacó la pistola y le mató.
A la mañana siguiente, fue a la cabeza de una descubierta y recobró el cadáver del hijo abandonado en mitad de las peñas. Lo condujo a la posición. Le envolvieron en una bandera tricolor y le enterraron.
Asistió el padre al entierro. Tenía la cabeza descubierta mientras tapaban al hijo con la tierra aterronada, dura de hielo.
La cabeza era calva, brillante, con un cerquillo de pelos canos alrededor. Con la misma pistola hizo saltar la tapadera brillante de la calva.
Quedó el cerquillo de pelo gris rodeando un agujero horrible de sangre y de sesos.
Le enterraron al lado del hijo.
El frío de la Sierra hacía llorar a los hombres.

Valor y miedo, 1938.
 

martes, 21 de enero de 2020

La mosca que soñaba que era un águila. Augusto Monterroso.

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca y por eso volaba tanto , y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes sobre la almohada.

La oveja negra y otras fábulas, 1969.
 

viernes, 17 de enero de 2020

Habitaciones sin alma. Juan José Millás.

Llego a la habitación de un hotel de nivel medio que tiene todo lo que se le supone: la cama, desde luego, las mesillas de noche, una mesa, una tele, y hasta una butaca en la que descansar o leer. No hay en ella, digamos, nada raro, distinto a aquellas otras habitaciones en las que he pasado tantas noches. Sin embargo, me dan ganas de dar la vuelta y salir corriendo. No lo hago. Coloco disciplinadamente la maleta sobre el mueble destinado a ello y la abro para que respire, pero lo dejo todo dentro, como con miedo a que la ropa se contamine de la atmósfera reinante. De todos modos, me acerco al armario, corro la puerta y lo huelo conteniendo el ataque de angustia que se anuncia desde el estómago. Un armario vacío, con perchas tristes, tristísimas, perchas como costillas sin carne. Hay en la parte de debajo de este vacío de madera una caja fuerte de hierro con la puerta abierta. Me acerco a la ventana, descorro las cortinas, y miro afuera. Aunque la habitación no da a un aparcamiento (lugar triste donde los haya), se observa un paisaje ciudadano que conduce también a la desolación. Como ha comenzado a anochecer, acciono todos los interruptores, todos, provocando una sensación contradictoria, pues cuantas más luces se encienden más oscura está la habitación. Los vatios se restan en vez de sumarse.
Te dices: “Total, por una noche…”, que viene a ser como decir en la ruleta rusa: “Total, por una bala…” Esa bala te puede matar. Esa habitación puede permanecer en la memoria el resto de tu vida. No hay nada peor que abandonar una habitación de hotel llevándosela dentro. Pero la cuestión es ésta: ¿por qué este cuarto, siendo idéntico a tantos otros por los que he pasado, me provoca una tristeza infinita? ¿Por qué este cuarto de baño, que posee una disposición habitual, da miedo? ¿Es distinto el bidé, la ducha, el retrete, el secador del pelo? Pues la verdad, no. Lo que le ocurre a esta habitación, en fin, es que carece de alma. De hecho, si me miro en el espejo, me devuelve el rostro de un individuo también desalmado porque se trata de un espejo afligido, enlutado, incapaz de reflejar otra cosa que no sea el dolor. ¿Cómo se le insufla el alma a la habitación de un hotel? Ni idea. Bastante tiene el viajero con que no le arrebate la propia.

Articuentos escogidos, 2012.
 

jueves, 16 de enero de 2020

El retorno. Roberto Bolaño.

Tengo una buena y mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura. Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.
Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.
En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.
Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble.
Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.
Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber qué venía después. Cuando uno se muere el mundo real se mueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tú sabes que son tus gafas las que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.
Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver.
Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera desmadejado del todo, o como si no hubiera muerto de un paro cardíaco sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que hacía era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacía la respiración artificial ( o se la hacía a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de seguridad ordenaba que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba definitivamente muerto.
Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabía, y después llegó el juez y sólo entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehículo y me perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.
Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a ciencia cierta no podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sábana y en otra habitación sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mí me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba más aburrido.
Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un bestiario fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable frecuencia acudí.
Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron) y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa, rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenía nada claro en aquel instante.
Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron, entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era un depósito en donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los seguí.
Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenía una ventanita de cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.
En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché cómo el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como sería deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.
Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y lo que hice fue seguir reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante, se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.
Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca, al principio presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.
Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla. Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.
Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.
No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé en confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.
El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirió, que se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.
Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una casa como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.
Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del ascensor se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabía muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.
Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.
A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras eléctricas, un piano, un saxo algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.
Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.
Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo me levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.
Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí sí que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber vendido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.
Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se incorporó y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.
Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.
En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto me sentí tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que muy asustado no se le veía.
No hay problema, dije conciliador, está perdonado.
Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como alma que lleva el diablo.
No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé, vi que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el término exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.
Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o quimérica.
Aquí estoy, dije.
Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendí y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun estaba con él, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es más, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.
Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y yo estaba cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.
Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una habitación revestida de una capa de cemento, donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tercer nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo. Todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.
Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y procedió a pedirme perdón, con pocas y medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta. En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.
Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.
Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo más desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el más grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras oía una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principal se deslizaron las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.
Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí razonablemente felices.
Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó qué debía hacer. Después de todo, el cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo él. Mi decisión hacía rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario, dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres, que entraron sin decir una palabra.
Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver. Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto por la funda de la morgue. Vi cómo lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche. Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.
Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.

 

martes, 14 de enero de 2020

Pérdidas. Elisa de Armas.

Julia se acomoda en su asiento. Frente a ella duerme una pareja madura. La cabeza de ella traquetea abandonada en el hombro de su compañero. Julia, con disimulo, los contempla. Tras tres matrimonios, ninguno duradero, sabe que no está hecha para compartir una vida; sí momentos, intensos tal vez, pero pasajeros. Se conoce y se acepta, pero a veces siente envidia de quienes son capaces de recorrer juntos su camino. Abre un libro. Se concentra en la lectura hasta que una sacudida del vagón la hace levantar la vista. Sus vecinos también la han advertido: ella se agita en sueños y él, sin despertarse, con la precisión que da la costumbre, le pasa el brazo detrás de los hombros y la estrecha contra sí. A través de la ventanilla la luz vespertina baña de placidez sus rostros.
El tren comienza a desacelerar. La mujer abre los ojos. Su expresión se tiñe de sorpresa e, inmediatamente, de azoro.
Disculpe, por favor… es que…
Nada que disculpar, señora −responde él, sobresaltado−. Espere, le bajo la maleta.
Julia la ve salir, sonrojada, nerviosa, recién expulsada del paraíso. Después mira al hombre un instante, lo justo para ver cómo lo estremece una desolación infinita.

Esta noche te cuento. Septiembre, 2018.
 

lunes, 13 de enero de 2020

Contracuento de hadas I. Diego Muñoz Valenzuela.

Con el tiempo el príncipe ha engordado debido a la gula, el alcoholismo y la fiesta permanente. Ahora tiene una barriga gigantesca y una papada descomunal. Las piernas raquíticas apenas son capaces de sostenerlo. Hipa constantemente producto de una borrachera consuetudinaria.
"Dios mío", se dice con amargura la infanta, "ha terminado por convertirse en un sapo, igual que al inicio". Y concluye que la historia es circular.

 

domingo, 12 de enero de 2020

Bucle. Luis Pérez Ortiz.

Cuando iba a cruzarme con aquella chica sentí la urgencia de inventar algo para hablar con ella.
¿Alicia?, pregunté al llegar a su altura. Tono dubitativo, anticipando que podía tratarse de un error.
No me llamo Alicia, dijo. En sus labios una sonrisa esbozada. Por cortesía tan solo, lo sé, pero el gesto la volvía aún más encantadora.
Perdona la confusión, pero eres casi idéntica a una compañera de Facultad.
Pensé que iba a preguntar qué Facultad, o aclararme cuál era su nombre, o lo que ella había estudiado, pero mantuvo en silencio la sonrisa, dispuesta a reanudar la marcha.
Entonces di un giro a la invención.
Es que Alicia murió hace años y por eso… por un momento yo…
Esta vez hubo impacto.
Mientras me deleitaba explorando el ámbar de sus ojos a la vez que improvisaba el drama de Alicia, me preguntaba cómo haría si más adelante nos encontrábamos juntos con antiguos compañeros de la Universidad y ella se interesaba por Alicia.
Imaginé a Alicia desde cien ángulos y fijé una infinidad de detalles.
Con el tiempo, mi novia de ojos ambarinos y yo nos encontramos con viejos compañeros universitarios. Al surgir la pregunta por Alicia, mis descripciones y relatos eran tan vívidos, tan verosímiles, que los compañeros acababan corroborándolos como recuerdos vagamente comunes.
Fue el comienzo de una compleja e incesante maquinación, sin posible marcha atrás. Para tener cubiertos cuantos interrogantes pudieran surgir, había construido en mi mente una casa natal para Alicia, un colegio de monjas, una familia numerosa y una enfermedad trágica, en la que me volví experto.
Amo a mi esposa, y la luz ambarina de sus ojos me sigue estremeciendo como aquel primer día. Pero comprendo los celos que al pasar los años han germinado en ella. Porque, es verdad, Alicia me tiene cada día más enganchado. 

 

sábado, 11 de enero de 2020

Baby Schiaffino. Alfredo Bryce Echenique.

A Delia Saravia de Massa
Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
J. L. Borges.

Bueno, claro, eso... Pero la vida también, hombre, y para qué negarlo, la vida le andaba dando toda clase de satisfacciones últimamente, para qué negarlo, su primer puesto en el extranjero, toda clase de satisfacciones, el comienzo de una brillante carrera diplomática. Y en Buenos Aires nada menos, pudo haber sido cualquier otra ciudad inferiorísima a Lima, pero no: nada menos que Buenos Aires y mira la suerte que hemos tenido de encontrar este departamento, precioso, ¿no? Media hora más y estaría camino de la Embajada, allá su despacho, su refinada atención a los problemas diarios, una cierta elegancia en la manera de atender al público, aquel encanto que se desprende de la belleza muy a la moda de las corbatas de sus compañeros de trabajo. «Un buen grupo, de lo mejorcito que ha salido de la Academia Diplomática», le había dicho él a Ana, al cabo de su primera semana de trabajo. Y no se equivocaba, «se equivocaba la paloma», sonrió, pensando en el poema que cantaba Bola de Nieve la otra noche, ves: por ejemplo eso, el haberlos llevado a una boite, el haberlos querido iniciar en la vida nocturna de Buenos Aires, qué más prueba de la alegre disposición de sus compañeros de trabajo, del optimismo y la excelente disposición que se adivinaba en sus corbatas, cualquier pretexto era bueno para salir a divertirse, se había casado seis meses antes de que lo destacaran a Buenos Aires y sin embargo ése fue el pretexto que dieron sus compañeros para invitarlos: su reciente, su flamante matrimonio, casi siete meses hacía de la boda, pero ellos insistieron en llamarlo flamante. Bueno, todo es relativo... ¿relativos también entonces su bienestar, su alegría actual? Colgó la toalla en la percha al darse cuenta de que se había estado secando más de lo necesario, y dudó calato frente al espejo que lo retrataba de cuerpo entero: barriga en su sitio, ninguna tendencia a la acumulación de grasa. Lo otro: siempre había sido más bien bajo, una empinadita pero la disimuló con una media vuelta realmente necesaria ya que tenía que coger la caja de talco, volvió a lo del espejo para talquearse la entrepierna, un sector de su cuerpo que siempre lo había dejado ampliamente satisfecho, ¿no...? Silbó para no sentir pena, también en talquearse se estaba demorando más de lo necesario. Bloqueó una idea agradeciéndole a su entrepierna por lo bien que le iba en su matrimonio, la contempló agradecido por la parte que le correspondía en todo eso, sí, su flamante matrimonio con Ana, Baby Schiaffino fue testigo... Abriendo la puerta del baño porque el duchazo caliente había dejado mucho vaho, bloqueó otra idea pero segundos más tarde estaba silbando mientras cogía el peine, para que Ana, allá afuera, lo escuchara silbar en el preciso instante en que volvía a pensar tranquilo: bueno, claro, eso...
Pero nada, hombre: él tenía esa «gran capacidad». Ahora, por ejemplo, acababa de desayunar con Ana, y más de lo que conversaron durante ese desayuno nadie conversa durante el desayuno, ni hablar. Ana le había contado uno por uno sus proyectos para el día y él le había estado hablando de la Embajada, de lo que le esperaba en un día como hoy. Definitivamente, él tenía esa «gran capacidad», y contando con ella partiría esa mañana a su despacho de segundo secretario para realizar su trabajo de inolvidable eficiencia, todo tal como correspondía a la brillante carrera diplomática que estaba iniciando. Sabe Dios por qué su chaleco gris claro le dio un optimismo que no hizo más que aumentar en el instante en que se puso de pie para besar a Ana y partir. Hasta la puerta llegó con la profunda e higiénica satisfacción que le dio el contemplar la impecabilidad de unas uñas que coronaban un par de manos francamente finas y largas para su contextura y estatura. Pero entonces, junto a la puerta, se dio con la mesita en que Ana había depositado la carta para no olvidarla cuando saliera.
Sra. Baby Schiaffino de Boza
Blas Cerdeña 799
San Isidro
Lima, Perú.

Bueno, claro eso... Pero él tenía esa «gran capacidad» y gracias a ella pudo cerrar rápidamente la puerta y partir a la Embajada. Una vez allá, la brillante carrera que estaba empezando captó durante largo rato toda su atención y anduvo de cosa en cosa, de asunto en asunto con una diligencia envidiable. Era despierto, era inteligente, era eficiente, leía en tres idiomas y tenía su cultureta, había sido un buen alumno de la Academia Diplomática, era cortés, hasta fino, y lo cierto es que aunque era más bien bajo, la ropa le quedaba pintada porque tenía un buen sastre y vestía con una elegante discreción. De estas muchas virtudes, algunas las trajo al mundo y otras las aprendió en la vida. Y ahora precisamente estaba sirviéndose de ellas con profunda conciencia de su utilización, tal vez era de eso de lo que consistía su «gran capacidad». O era tal vez de otra cosa, de algo que le volvió a fallar aquella mañana en el instante en que salía del despacho del cónsul: se quedó parado mirando con cara de despiste total a un peruano que andaba esperando por algo de su pasaporte. «¿Por qué mierda le escribí eso a Baby?», murmuró retorciendo desesperado la boca, pero otra llamada del cónsul a su despacho lo salvó recuperándolo para su brillante carrera.
Almorzó con el cónsul y con el encargado de negocios en un restaurante de por ahí cerca y por la tarde empezó a trabajar como cualquier otro día. Pero algo en ese apagón otoñal que pegó el sol, hacia las cuatro, lo entristeció profundamente. Siguió trabajando, claro, pero muy consciente de que para ello se estaba valiendo de la eficiencia que cierta práctica le daba. Interiormente sentía en cambio que continuaba entristeciendo como la tarde, sabía que en poco rato iba a terminar con su trabajo y qué otra alternativa entonces más que la de regresar a casa y comprobar que Ana ya se había llevado la carta. Se estremeció ante la imagen de Baby leyéndola en la cama, llegando a esas ridículas líneas finales, sonriendo al leerlas, fuiste y serás mi más grande (amo) amiga, por supuesto que seguro había tachado mal lo de amor en vez de amiga, tremendo lapsus ¿no?, imbécil, te juro que nuestra amistad perdurará en lo más profundo..., se crispaba, se encogía todito al recordar, ¡a santo de qué por Dios santo!, Baby le había escrito tres líneas de pésame tres meses después de la muerte de su padre, Baby se cagaba probablemente en el pasado, Baby no era sensible, ni siquiera inteligente, eso no fue más que un mito creado por sus amigos porque era bellísima y en vez de querer casarse muy pronto prefería ir a la universidad y conversaba libremente con los hombres, pura pose, le había escrito tan sólo porque estaba en cama con siete meses de embarazo y se aburría, y él salir con toda esa rimbombancia, fuiste y serás (amo) amiga te juro amistad perdurará..., «Ridículo», se dijo «por algo te llamaban Taquito, Taquito Carrillo. Taquito Taquito Taquito—, se repitió en voz alta, añorando aquellos momentos en que su «gran capacidad»... Selló un documento que definitivamente no debía sellar.
Su «gran capacidad»... Estaba pensando en aquellas palabras y sentía como que iba a pensar en tantas otras cosas, ahora. Ana estaba en casa de Raquelita por lo del bendito té aquel y antes de las ocho no regresaría. Sin querer, encendiendo primero la lámpara al pie del sillón en el que se instaló al llegar, y luego la luz indirecta del bar para servirse un whisky, logró una atmósfera muy propicia para el amor o para el recuerdo, bastante atangada en todo caso, había un resultado cinematográfico en el salón de su departamento. Era realmente un precioso departamento y Ana lo había terminado de decorar con verdadera prolijidad utilizando algunos regalos de matrimonio y otras cosas compradas en Buenos Aires. Pero mientras se servía el whisky, pudo comprobar que la mayor parte de los objetos permanecían en una especie de respetuosa penumbra, lograda sin ninguna determinación precisa. Hizo tintinear los hielos como si estuviera llamando a los ocultos objetos y, al fondo, sobre una pequeña mesa redonda, apareció la cigarrera de plata que Baby Schiaffino le había regalado por su matrimonio. Por lo menos dos veces habría podido impedir que esa carta se enviara. ¿Por qué no lo hizo anoche, por ejemplo, cuando al cerrarla se dio cuenta súbitamente de lo ridícula, de lo extemporánea que era? ¿Por qué no la cogió esta mañana, al partir a la oficina, diciéndole simplemente a Ana que él iba a pasar delante del mismo buzón? «¿Por qué la he mandado?», se preguntó en voz alta, como pidiéndose una explicación. Su respuesta fue un sorbo de whisky cuyo sabor permaneció largo rato en su boca. Le encantaba su departamento, le encantaba contemplarlo desde ahí, apoyado en su bar, bebiendo una copa. No era la primera vez que lo hacía mientras esperaba que Ana regresara de la calle, y no era tampoco la primera vez que se imaginaba que en vez de Ana, era Baby Schiaffino la que llegaba de la calle...
Pero él tenía esa «gran capacidad», y probablemente la había tenido desde que las cosas empezaron a marchar mal en cuarto de media, fue en cuarto de media que tantas cosas cambiaron, en cuarto de media que Rony Schiaffino trajo la fotografía de su hermana al internado causándole una angustia tan distinta a todo lo que había sentido con Carmen... Carmen... Sí... Tantas cosas le ocurrieron aquel año, fue como la inauguración de toda una nueva zona de sus sentimientos, como la falta de todo lo antiguo, tanto más simple, tanto más puro, como si una serie de derrotas a todo nivel y la inauguración del sufrimiento lo hubiesen obligado a un cambio externo, a ese defensivo cambio de carácter que se expresaría en adelante por una actitud sonriente y un hablar más de la cuenta que con el tiempo desembocarían en lo que ya para siempre sería su «gran capacidad». A Carmen la había querido con el amor más puro e increíble que conoció en el mundo, la había querido cogiéndole tan sólo la mano y la había querido sobre todo con una estatura normal. Pero uno tiene catorce, quince, dieciséis años y llega ese tiempo en que entre los compañeros unos crecen más, otros menos, y de repente uno de ellos nada, nada hasta el punto en que un día sales pensativo y triste porque hace dos meses ya que Carmen te puso los cuernos y Carlos Saldívar inaugura también lo de Taquito Carrillo, Taquito. Casi puede ponerle fecha a cosas que sin embargo sucedieron a lo largo de varios meses. La forma en que había querido a Carmen, por ejemplo, duró mucho tiempo pero sólo un día fue suficiente, pues tuvo que haber un día, un momento, una especie de cataplum en que algo se vino abajo al comprender de golpe que Carmen también había crecido, crecido física y mentalmente, y que teniendo su edad era mayor que él y buscaba otro hombre mayor. Tuvo que haber ese momento en que todo se acabó con Carmen mientras él miraba la fachada del colegio comprendiendo que estaba profundamente solo, sin amigos porque ella le robaba todas las salidas, acaparaba todo su tiempo libre de estudiante interno, gracias a Dios que allí estaba Lucho, esa especie de silencioso entendedor que le sonrió, le conversó, lo invitó, lo presentó a otros amigos, hasta le escribió aquel verano desde su hacienda. Llámalo tu primer gran amigo y recuerda ahora sus cualidades, su nobleza sobre todo... una amistad que perdurará en lo más profundo...
Aquello fue otra tarde junto a la piscina. Taquito acababa de fumar un escondido cigarrillo y se acercó optimista al grupo que rodeaba a Rony Schiaffino. Rony era aún un chiquillo y andaba buscando protección porque era algo afeminado y en el colegio lo fregaban duro, le metían la mano y cosas por el estilo. Tenía que atraer la simpatía de la gente y qué mejor medio que conseguirse un cuñado entre los grandes, entre los poderosos, un cuñado tipo Lucho, alguien que te protegiera con sólo su presencia. Por eso trajo la foto al colegio, y acababa de pasar de mano en mano cuando Taquito se acercó al grupo y trató de mirarla de la misma manera en que todos la habían mirado. La foto había sido tomada en la piscina de su hacienda, sobre un pequeño trampolín y ahí estaba Baby sentada, una pierna extendida, la otra recogida, un traje de baño gris en la foto blanco y negro donde la pierna recogida triunfaba muy blanca sobre lo demás, los senos también, todo esto hasta un punto casi desagradable, no, muy agradable, lo desagradable era que poco rato después algunos en ese grupo estarían masturbándose en sus baños y tú, Taquito, tú sentiste por primera vez en tu vida que querías ir también a tu baño, que nunca habías ido también a tu baño, que te pasabas la vida prisionero a una obligación ya antigua, que debía ser agradable, que tenía que sértelo, pero qué desagradable que todo fuera tan público, tan popular, tan fácil y agradable.
No, eso no te gustaba, es verdad. Pero ya no era tampoco la época en que podías quedarte callado cuando algo no te gustaba. Esos tiempos, esos años se parecían tanto a los westerns. Piensa en Lucho, él podía quedarse callado y dejar que sus gestos, sus ojos, sus medidas sonrisas dejaran ampliamente satisfecho a todo el mundo. Exacto a los westerns: Gary Cooper era siempre el más alto, el que menos hablaba y, al final, siempre el que salía matando a más gente. Ése no era tu caso, tú tenías que hablar y ¡cómo habías aprendido a hablar! Pero hablabas vacío de historias y eso era triste. Por supuesto que sólo tú, tal vez Lucho también, sabías que eso era triste, te sentías triste por la noche, en la cama, cuando el día se terminaba en un duro y sincero enfrentamiento con la almohada. Eso era triste pero también es cierto que ya andabas formando tu «gran capacidad». ¡Cuánto sonreías! ¡Qué fácil era! Pedro hablaba de tres baños en una sola tarde, tú contabas que cuatro. Gran competencia entre Carlos y Raúl, quién llegaba más lejos con la lechada, tres metros, eso no es nada, decías tú, te sonreías, yo mandé una a cuatro metros la otra tarde. Se creía o no se creía, qué importaba, lo importante es que había que estar presente, había que contar, había que ser igual si no mejor, eso era lo importante y por eso tú tenías que pasarte la vida inventando proezas para contar en los recreos, en las horas libres antes y después de la comida, ya casi habías creado una costumbre, cosas como el poder exorcizante de la palabra, pero esa tarde después de la foto, después de Baby Schiaffino en ropa de baño, realmente quisiste estar solo en tu baño, estar solo y sentirte enfermo, por una vez en la vida iba a haber un acuerdo entre la realidad y lo contado, y por primera vez en la vida no quisiste contar nada aquella tarde sino que te escondiste entre los árboles nocturnos más allá de la piscina, como si hubieras querido de una vez por todas agarrarte a golpes con la soledad, como si hubieras sabido de antemano que no era necesario repetir esa historia en voz alta para ponerte a llorar.
Una semana después Rony Schiaffino vino a quejarse donde Lucho. Qué podía hacer Lucho más que darle un buen consejo: no se anda enseñando la foto de la hermana en ropa de baño. Le habían robado la foto al pobre Rony. Todos se rieron con el asunto, quién había sido el gran pajero que se la había timplado. Pero la cosa no pasó de ahí, mujeres más calatas aún no faltaban en periódicos y revistas y hasta había la posibilidad de ver la chola del director bañándose desnuda de vez en cuando, eso hasta Lucho lo había intentado. Sólo el padre Manrique supo quién se la había robado y hubo conversaciones, largos diálogos sobre sexo y pecado, a veces parecían inútiles porque Taquito se confesaba una semana un día sí y otro no, a veces llenaban al padre de esperanzas porque Taquito se pasaba tres semanas sin confesarse. Pero lo cierto es que el día en que Taquito conoció a Baby Schiaffino, llevaba contados cuarenta y siete pajazos con su foto colocada sobre la repisa del baño.
Baby Schiaffino lo curó. Lo curó hasta el extremo de que una vez se pasó siete semanas sin confesar ese pecado, y además esa vez fue con una foto de Debra Paget y no fue nunca más con la foto de Baby. ¿Por qué? Demasiada belleza, indudablemente. Demasiada belleza respirando junto a él, hablándole, estudiando con él los sábados por la tarde, sentada falda contra pantalón en una carpeta doble, los sábados por la tarde, y sobre todo, hablándole de libros: literatura, psicología especialmente. No cabe la menor duda de que algo sucedió, de que algo le sucedió desde aquella noche en que a la tercera vuelta al parque Salazar, Rony Schiaffino, más pegajoso que una mosca, le presentó a su hermana. Los dos dijeron mucho gusto y todo eso y en realidad la cosa no estaba saliendo muy bien hasta el momento en que Baby le preguntó si había leído La agonía del cristianismo. Taquito bendijo el progresismo del padre Manrique y respondió que sí. Entonces Baby quiso sentarse, eso de dar vueltas como una tonta, dijo, a mí lo que me gusta es sentarme con una persona y conversar. Y allí, conversando, era muchísimo mejor que en la foto. Era muy rubia y había algo espontáneo y terriblemente bello en la forma en que sus cabellos caían sobre sus hombros. Tenía una boca atrevida, tal vez el secreto de su éxito, y cuando hablaba lo hacía clavándote sus dos ojazos verdes, exaltadamente verdes en los cuales estaba contenido, sin sufrimiento alguno, todo lo que era por aquella época: una colegiala demasiado hermosa y grande ya para el uniforme del Villa María, orgullosa hasta el extremo de desearse intocable, preocupada por la existencia de otras mujeres bellas en el mundo hasta el extremo de desear pegarles (pero un día trató de hacerlo y mientras atenazaba a la otra chica sintió tanto placer que aflojó las piernas y se dejó pegar y luego, tirada en el suelo y abandonada, trató sin lograrlo de llorar, para que algo le dijeran también sus sentimientos), respirando a gritos una sensualidad que dominaba feliz y que sin embargo parecía siempre a punto de desbocarse. Pero no: no porque Baby Schiaffino acababa de descubrir las posibilidades muy particulares de la conversación y estaba convirtiéndolas en el arte de agotar a un hombre, no con argumentos y razones sino con palabras y gestos cargados de muslo, de senos, de labios y dientes, de la inquietud de unas piernas que no cesaba de volver a cruzar, fatigándose también ella para poder dormir después tranquila, pero siempre menos, fatigándose siempre menos. Y en eso consistía su estilo y su triunfo.
Ésa fue la muchacha que Taquito Carrillo conoció una noche de mayo, y que en pocos meses logró alejarlo definitivamente del abandono de los baños escolares. El padre Manrique no podía creerlo, de la misma manera como no podía creer, o más bien comprender, que su penitente alumno se encontrara muchas veces más preocupado que antes, como si el descubrimiento de una muchacha que insistía en calificar de ideal lo hubiera lanzado sin embargo a otra empresa marcada por la soledad y el desasosiego.
Padre Manrique —trató de explicarle un día—, hay algo que me preocupa seriamente: Cada vez que salgo con Baby Schiaffino termino agotado, casi deshecho, y sin embargo siempre quiero volverla a ver.
Y cómo no iba a querer verla, frecuentar con ella las plateas de los cines a los cuales sus compañeros asistían también con sus primeras enamoradas. Verla y ser visto con ella, exhibirse con Baby, poder contar después en el colegio los plancitos que tiraban en el sofá de su casa, claro que esto último nunca fue verdad, pero a quién le constaba, quién lo iba a poner en duda si por todas partes él y Baby aparecían juntos, interesadísimos el uno en el otro. Baby había encontrado el compañero ideal, hablador, alegoso como él solo, pero siempre dispuesto a callar y darle la razón al fin. Compañero ideal, inteligente y lector, con él se podía hablar de cosas serias, discutir la quinta sinfonía de Beethoven y la existencia de Dios, que siempre, por lo demás, terminaba existiendo, con él se podía intercambiar libros y estudiar los sábados por la tarde, el resto qué importaba, qué importaba por ejemplo que la gente empezara a decir que eran enamorados a punto de tanto andar juntos sábados y domingos, cada vez que él salía del internado. Baby estaba dispuesta a convertirse en una mujer interesante y qué más interesante que saber que la gente hablaba de ella a sus espaldas, qué cosa más interesante que ser alta y guapísima y darse el lujo de tener un enamorado bajito y con fama de medio pesadote, Baby Schiaffino tiene personalidad, eso iba a decir la gente, sí, eso. Por lo demás Taquito no era su enamorado y si con el tiempo podría llegar a serlo fue un problema que Baby simplemente nunca se planteó.
Taquito en cambio como loco: soy su enamorado pero por el momento que nadie lo sepa porque es a escondidas de sus padres, amores prohibidos, comprende, hermano, y no le digas a nadie, como loco Taquito y lleno de confianza porque en el colegio seguía contando lo de los plancitos en el sofá, siempre con la esperanza de que las voces no llegaran hasta donde Baby. Y si llegaban qué diablos, Baby comprendería, las malas lenguas, la envidia de unos cuantos resentidos, enemigos nunca faltan, no, nada pasaría nunca. Mientras tanto él preparaba su camino, todo era cuestión de saber esperar, de saber encontrar el momento, de seguir viendo a Baby hasta que un día, por cualquier motivo, la conversación derivaría hacia algún tema parecido al amor y entonces él empezaría diciendo Baby, gracias a ti he olvidado a Carmen.
Pero había problemas que superar. El primero fue el asunto ése del baile. Sucedió, tenía que suceder: ya él lo había probado mil veces pero por más que trataba no lograba cogerle el ritmo a nada, ni al bolero siquiera, al merengue ni hablar, simplemente no podía, no había nacido para bailar y los esfuerzos de Baby iban a resultar inútiles. Pero cómo decirle, cómo negarse a tan generoso ofrecimiento, Baby estaba dispuesta a enseñarle a bailar y, como siempre, él no tuvo más que aceptar. Para qué, fue humillante, muy humillante. Sábado tras sábado Baby lo tuvo en sus brazos, lo apretó, lo movió, le dio vueltas como a un muñeco. Y nada, él no respondía, a duras penas si logró aprender a bailar mal el bolero con ella. Pero la poca satisfacción que eso pudo causarle se derrumbó ante la evidencia de una cosa que sí que lo molestaba: aquella intimidad del salón oscureciendo en casa de Baby y él que nunca supo sacar partido de la situación, nunca se atrevió a nada, a pegársela un poquito más, a apretarla un poquito, tenía los senos, los brazos, las maravillosas caderas de Baby prácticamente entre sus manos, y sin embargo siempre esa sensación de fatiga, no, de fatiga no, de desasosiego, peor todavía, de nostalgia y de pena, de pena y de algo que nunca quiso aceptar, la abrupta soledad de aquella tarde en que sintió que estaba ante una inalcanzable dimensión de la belleza.
Pero eso los sábados y/o domingos. Otra cosa eran el lunes, el martes, allá en el colegio: se la había bailado riquísimo en su casa, apenas una lamparita encendida y sus padres en vermouth, el mayordomo, la cocinera, la chola, todo el mundo en la cocina y ellos solitos en el salón, había tal lujo de detalles en las descripciones de Taquito que hasta el mismo Lucho empezó a escucharlo con atención, por lo pronto salía con ella siempre y eso ya era algo. Algo también eran los encuentros de Taquito con su almohada, a veces hasta le daba manotazos para que se callara, para que no jodiera, déjame dormir tranquilo, le decía casi, al apagar la luz, y la verdad es que con el tiempo Taquito Carrillo empezó a dormirse sonriente, plagado de aventuras con Baby Schiaffino, como si él fuera el mayor embaucado en aquel oscuro negocio de su carácter que con el tiempo se iba transformando en su «gran capacidad».
«Gran capacidad de asimilación», había señalado un cronista deportivo, refiriéndose a la resistencia a los golpes que poseía Archie Town, un boxeador norteamericano que andaba por entonces en Lima. Y Taquito había sentido que eso se le parecía aunque en su caso era también algo más, era contar una mentira alegre y sentir la alegría de la verdad, y era sobre todo sonreír cuando las cosas le salían mal como si en alguna región ignorada del alma le estuvieran saliendo bien, sonreír sonreír, sonreírle siempre a la vida porque la vida no está a la altura de lo que uno espera, la vida es en el fondo triste pero existía felizmente la vida con la gente, mentira y sonrisas, sonrisa y mentiras. Y eso tenía que ser verdad, Taquito lo sabía, lo sentía hasta tal extremo que una tarde un alfiler de la inteligencia le incrustó la convicción de que tanto besuqueo tumultuoso con Baby Schiaffino, tanto feroz manoseo en el sofá de su casa lo estaban convirtiendo en un hombre experimentado en la vida y en el amor.
Y sin embargo no eran épocas fáciles. Los dos, Baby y él, estaban por terminar el colegio y pronto arrancaría todo el asunto de las fiestas de promoción. Por supuesto que Baby aceptó encantada ir con él, pero en cambio no le dijo ni pío de invitarlo a la suya. Qué pasaba. No lo entendía muy bien. Lo lógico era que Baby lo llevara de pareja, aunque claro, por supuesto, él no sabía bailar, seguro que por eso Baby no lo iba a escoger, a ella le gustaba bailar y ya bastante se había sacrificado pasándose noches enteras sentada conversando con él, él sólo la sacaba cuando tocaban un bolero. La fiesta de promoción era otra cosa, allí todo el mundo era enamorado o iba a divertirse como loco. Y eso de divertirse y de bailar frenéticamente a Baby le encantaba, tenía el ritmo en la sangre, se movía como negra, casi daba vergüenza verla cuando alguien los interrumpía en plena conversación y la sacaba a bailar un calypso, un mambo, un rock. Baby se volvía loca, a una aguda quebrada de cintura del tipo una agudísima de Baby, le pedía que qué con la cara, los ojos, la boca, se despeinaba, se hacía ver grandaza en el centro de la pista, prácticamente se abría campo a caderazos, sólo Taquito sabía que tanta locura era calculada, bastaba ver la tranquilidad con que luego volvía y continuaba hablándole de La rebelión de las masas, por ejemplo.
No lo invitaría, pues, y en efecto no lo invitó. Sonrisas y una nueva mentira y llegó la noche de la promoción de Baby y Taquito estuvo genial, eso sí que era tener lo que se llama clase. A las ocho en punto ya estaba donde Baby conversando con todo el mundo y listo a recibir con bromas y comentarios al suertudo de Cuqui Suero, tercer año de agronomía, un tipazo y de los pintones además, hasta lo abrazó como a viejo amigo al verlo entrar a la casa, medio muñequeado el pobre frente a los padres de Baby, crecido ante las circunstancias, él con esa familia estaba como en su casa, y ni hablar de que fue el primero en gritar ¡guapísima!, no bien apareció Baby en la escalera. Pero ahí cambiaron las cosas, él bajó los ojos y Cuqui los mantuvo fijos: era más que obvio que, bajo el escotado traje color turquesa, Baby, agrandadísima, había dejado sus senos en completa libertad. Bueno, había llegado la hora de partir, no correr mucho en el auto, que no volvieran muy tarde, y Taquito sonriendo como si al mismo tiempo dijera consejos de madre, tonteras de la vieja, y tiene usted toda la razón señora. Pero cuando la pareja desapareció las cosas se deterioraron momentáneamente, algo así como qué diablos hago yo aquí, y ahora qué. Eso sólo un instante sin embargo, al minuto ya estaba de nuevo feliz porque el padre de Baby le acababa de ofrecer un whisky, tenía su encanto lo de quedarse conversando con los viejos, demostraba madurez, aunque claro, mucho no podía durar. Y poco rato después Taquito tuvo que enfrentarse con la calle vacía, a las nueve de la noche de una maravillosa noche de diciembre. Inmediatamente supo que iba a hacerlo, ni siquiera se preguntó si era alegre o triste, sólo sintió que iba a hacerlo porque así se le había ocurrido y porque era más fuerte que él. Carro no le faltaría porque acababa de aprobar con muy buenas notas todos sus exámenes y su padre le prestaría el suyo siempre que se lo pidiera. Comió pues con sus viejos y luego subió a su dormitorio contándose la mentira de que iba a probarse el smoking. Después de todo, por qué no, dentro de tres días era su fiesta de promoción y por qué no. Pero a escondidas se lo quedó puesto y a escondidas partió en el auto y casi a escondidas estuvo dando vueltas por Lima hasta que, a las dos de la mañana, ya era hora.
Pepe —dijo, apoyándose matador en la barra del Ed’s Bar—, sírveme una menta, por favor. Vengo de la promoción del Villa María y estoy agotado —luego se desanudó la corbata de lazo para mostrar fatiga y para conversar mejor, quería comentar la fiesta con Pepe.
Tres días después hizo exactamente lo mismo terminada su fiesta de promoción. Y entonces sí que más que nunca lo de la fiesta de Baby le supo a verdad, acababa de vivirlo, ¿no?
Algo muy positivo ocurrió luego: Cuqui Suero no volvió, él había temido lo contrario, hasta había preparado toda una historia acerca de su ruptura con Baby, pero no fue necesario, el asunto no pasó de acompañarla a su fiesta de promoción, claro, él había tenido razón: si Baby lo invitó fue porque era guapo y rubio y mayor, pero sobre todo porque era un gran bailarín. O sea que el asunto podía seguir viento en popa durante el verano, y desde luego iba a ser así porque los dos habían decidido presentarse a la Universidad Católica, primero de Letras, y decidieron estudiar juntos para el examen de ingreso, a fines del verano. Y entre sesión y sesión de estudios, en las que conversaban tanto que él quedaba completamente agotado, playa. Eso mismo, la playa, la Herradura a la hora de almuerzo, el chófer de Baby los llevaba a golpe de una, había que ver a Taquito feliz llegando a las Gaviotas, bajando del carro al lado de ella, internándose en la arena hasta encontrar el lugar apropiado para instalarse. Él iba en camisa y ropa de baño pero Baby nada, a duras penas una toalla cubriendo algo lo mucho que su bikini deja descubierto. Y se la quitaba en la vereda, no bien salida del auto, las escaleras las bajaba ya calatita y todos a mirar: Baby Schiaffino, la gran novedad de la temporada, llegaba a la Herradura, y a su lado, importantísimo, nada despreciado, todo lo contrario, muy atendido en su conversación, Taquito Carrillo, envidia del mundo entero. Al menos él lo creía así, al comienzo, aunque eso tampoco duró mucho. Uno por uno los galifardas, los matadores miraflorinos le echaron ojo. Chany, Danny y Vito aparecieron triunfales en las cercanías con sus trusas chiquititas y sus músculos tipo academia de los hermanos Rodríguez, salud y figura en tres meses. Giraban en torno a la presa y los círculos eran cada vez más pequeños. Baby como si nada, conversa y conversa con Taquito hasta que llegaba el momento en que se metía al agua. Silencio en las Gaviotas, ojos masculinos atentos en aquella elegante sección de la Herradura, tremendo lomazo. Pero ella ni caso, se incorporaba, vamos Taquito, le decía, a veces hasta se desperezaba abriendo estirados los brazos, ajustando las nalgas, un delicioso cuarto de minuto en que sus muslos se endurecían blancos y en que sus senos se alzaban hasta apuntar al sol. Tocaban el agua y sentían frío, Baby daba saltitos torpona, riquísima, y al lado él, juguetón, amenazador, a que te echo agua, íntegras las Gaviotas al acecho, celosas las mujeres, Chany, Danny y Vito musculosísimos, era la vida feliz de Taquito Carrillo.
La corta vida feliz, diría Hemingway, porque una de esas tardes apareció por ahí el Negro Calín, un maldito el zambo, para qué apareció. Pero así es la vida y tanta carga biográfica como la que traía el tal Calín no podía menos que interesar a una mujer interesante, ya Baby había oído hablar de él además, y había intervenido en su favor sin haberlo visto, estaban predestinados a conocerse, ella simplemente tenía que salvarlo. Y es que así no podía continuar Calín, malo no podía ser, en el fondo seguro que era bueno, lo que pasaba es que había tenido mala suerte en la vida. Claro que todo lo del burdel y lo de que tenía una puta que le daba plata y que no podía acostarse con sus amigos, pero aun eso tenía que ser por falta de cariño, por falta de padres, porque a cualquiera le pasa que un día se roba el carro de su padrino y atropella borracho a una mujer. Baby lo defendió ardorosamente ante sus amigas, habló con coraje y con experiencia de la vida, y ahora que lo tenía ahí en la playa no podía menos que sentir deseos de conocerlo, personalidad no le faltaba.
Taquito, anda tráelo y preséntamelo.
Encantado, Baby; ¿sabes que está en segundo de Letras? Nos podrá hablar de la universidad.
Está repitiendo segundo, anda, apúrate.
Fue un rápido traspaso de poderes y los amores de Baby y Calín, célebres en Miraflores y San Isidro, duraron hasta que Baby llegó a tercero de Letras y Calín siguió repitiendo segundo. Un rápido traspaso de poderes si es que de poderes se podía hablar en el caso de Taquito, pero en algo se parecía el asunto a todo eso porque lo que sí es verdad es que Taquito no cayó en desgracia y que se convirtió más bien en el favorito del favorito. Baby encantada, había encontrado a la horma de su zapato, al malísimo y mal afamado Calín, un tipo que llegaba a la facultad con tufo de pisco, mal dormido, y que sostenía con voz aguardentosa que en esta vida lo importante no es ser rico ni maceteado ni pintón, se trata simplemente de saber cachar. Fue el gran amor, el escándalo, y Taquito, convertido en el más grande admirador de la vida dura, mala, heroica de Calín y, al mismo tiempo, en el más ferviente defensor de la pareja, encontró una especie de nuevo destino en la constante lucha por la reputación de ambos y en un incesante ir y venir del burdel a casa de Baby, buscando mediante recados y mensajes, la siempre deseada reconciliación que seguía a una nueva pelea a muerte de la pareja. No había paz, con las justas aprobaron sus exámenes de ingreso los dos, con Calín había llegado el desorden, el desconcierto, la misma Baby andaba vacilante, su orgullo perdía terreno y no había conversación que terminara con Calín, al día siguiente se presentaba nuevamente a su casa oliendo a licor y la dejaba tirada en su sofá, despeinada, preocupada, agotada. Definitivamente el tipo le estaba haciendo un daño horrible, la estaba corrompiendo, Lima entera tenía que ver con el asunto, ya los padres de Baby no sabían cómo reaccionar, hasta temían que Baby cometiera una locura si le prohibían que continuara viendo al tal Calín. Cambiaron de táctica, le abrieron las puertas de su casa de par en par, lo invitaron a la hacienda, lo recomendaron al padre Manrique para que lo aconsejara, pero todo fue inútil. Innegable que Calín iba por el mal camino, a Baby le podía causar un trauma espantoso, no la dejaba estudiar en paz y en la hacienda la mantuvo como atontada, completamente dominada, era el diablo en persona. Pero eso parecía ser lo que ella quería, al menos así lo pensaba Taquito que mantenía una fidelidad absoluta al nuevo ídolo y al mismo tiempo una total sumisión a cada capricho de Baby. También él partió a la hacienda arriesgando perder más de una semana de clases y para qué sirvió todo eso. Calín en vez de tratar de ganarse a los padres hizo un infierno de la estadía, y de pronto, una noche, todo fue demasiado para Taquito y fue entonces que ocurrieron aquellos tristes sucesos que pusieron punto final a la invitación.
Baby nunca los mencionó, nunca le agradeció su inútil coraje, y en las mil ocasiones que el futuro les dio para hablar con toda sinceridad, nunca hizo la menor alusión a todo aquello. Es muy posible que el ambiente tuviera algo que ver con lo ocurrido, la hacienda con su inmensa casona colonial, sus finísimos alazanes, sus vastos campos de algodón que se extendían hasta aquella hermosa y soleada playa en la que Baby y Calín solían pasar horas enteras completamente solos. Pero había también algo de influencia cinematográfica en el asunto. Una tarde, por ejemplo, Calín y Baby cabalgaron hasta la playa y allí él la obligó a bajarse del caballo y a meterse al mar vestida. Salieron del agua con las ropas empapadas, pegadas al cuerpo, Baby temblando de frío y de miedo porque hacía ya una media hora que Calín se limitaba a darle órdenes y prácticamente no le hablaba. De pronto un beso y mientras la besaba la pierna por detrás, una zancadilla y Baby al suelo con él encima, le dolió, la hizo sufrir pero ella era una mujer orgullosa y nunca iba a hacerle ver que se estaba muriendo de miedo. Las olas que llegaban a la orilla los cubrieron muchas veces entre las pequeñas rocas incrustadas en la arena, y hubo un momento en que hasta el propio Calín sintió que estaba muy cerca del amor, ante una mujer casi tan valiosa como una puta, en todo caso.
Pero si el peor cine mejicano parecía haberse apoderado del alma de Calín, la moderna epopeya del western iba poco a poco enraizando en Taquito. Algo había en el ambiente aquella noche que los dos partieron a tomarse unos tragos en el tambo de la hacienda. La reunión familiar acababa de terminar en la terraza de la casona. Los padres de Baby se habían marchado a acostarse sin lograr romper para nada una tensión que los seguidos estornudos de su hija no hacían más que aumentar, cada estornudo hablaba de gritos de la larga ausencia de la pareja por la tarde y de la aguda preocupación de la señora cuando encontró la ropa de ambos empapada en el baño. Hasta Taquito andaba un poco silencioso esa noche en la terraza, y nunca se logró crear un verdadero diálogo. Baby los acompañó un rato más pero de pronto Calín dijo que la hora de los hombres había llegado y le hizo una seña para que se fuera a la cama. Ella obedeció cansada y silenciosa pero antes de marcharse se acercó donde él para darle un beso. Taquito recordó emocionado a Gary Cooper y se alejó rápidamente en dirección al tambo para que no lo fueran a besar a él también. «Te espero allá», le dijo a Calín, mientras se dirigía hacia la cancha de fútbol bordeada de rancherías. Al fondo, entre la oscuridad total, se podía ver la luz del tambo.
Ahí estaba el negro Coronado y otros negros con quienes ya en noches anteriores habían conversado largo. Dominaban un poco el ambiente, apoyados en el mostrador atendido por una japonesa a la cual era más que obvio que ya Calín le había echado el ojo. Pero eso seguro ocurría aún más tarde de la hora de los hombres, a la hora de los hombres solos y silenciosos, una parte de la noche que Taquito a duras penas si lograba adivinar tirado en su cama, pensando más que nada que estaba arriesgando su año a punto de perder tantas clases en la universidad. Los negros le llamaban Negro a Calín, y entre ellos había surgido una especie de solidaridad que se manifestaba más que nada en un callado desprecio por los cholos que bebían en las dos o tres mesitas dispersas que había en el tambo. Taquito saludó a todo el mundo y anunció la pronta llegada de su amigo. En efecto, al cabo de un momento apareció Calín.
Cosas se han oído decir», sonrió el negro Coronado, abrazándolo con un estilo bastante gangsteril, una especie de abrazo ritual que sellaba pactos y que ya Taquito había observado en las relaciones de su amigo con otros hombres de su mundo. Luego vinieron copas y copas de pisco, cigarrillos negros, discusiones sobre gallos de pelea, y de pronto sobre algo que Taquito nunca se hubiera imaginado en esas circunstancias: sobre la hija del patrón. —Cosas se han oído decir», repitió el negro Coronado.
Tanta copa de pisco había sido demasiado para Taquito, y al principio no lograba entender muy bien de qué se trataba todo el asunto. Pero un esfuerzo y nuevas copas de pisco lograron darle una lucidez muy especial, la suficiente como para irse enfureciendo de verdad por primera vez en mil años a medida que Calín avanzaba con su cruel historia. Todo terminaba por la tarde, en la playa. Ahí pidió chepa la hijita del patrón y supo para siempre lo que era un hombre, un verdadero hombre y no esos cojuditos con que tanto solía andar en sus fiestas. Había sido sólo cuestión de trabajarla bonito, usted sabe, compadre, no hay mujer imposible sino mal trabajada... No tuvieron tiempo de soltar la carcajada los compadres, fue cosa de un segundo y vino de donde menos se lo esperaban, vino de un Taquito inflado de westerns y de rabia. Pero la sorpresa de Calín duró menos aún, ni siquiera se limpió el pisco que acababan de arrojarle a la cara. También los negros ya habían abierto cancha.
La versión oficial fue que se había torcido un pie y que, al caer, todo el peso de su cuerpo había ido a dar sobre su brazo derecho. El mismo Taquito fue el primero en contarla, a la mañana siguiente, cuando los padres de Baby lo llevaron quejándose de dolor al hospital más cercano y luego a Lima, porque no confiaban en el enyesado del primer médico de pueblo. Pero Baby tenía sus sospechas y no se iba a quedar sin saber la verdad. Por lo pronto a Calín no le dirigió la palabra durante el desayuno y, a eso de las doce, apareció furiosa en el tambo, con sus pantalones de montar, su fuete y todo, y gritó a la japonesa hasta que ésta le confesó que el señor Calín le había sacado la mugre a su amigo. Y ahí la cosa empezó a parecerse a Chicago con sus gángsters. No más westerns para Taquito y no más cine mejicano del más malo para Calín y Baby. Los tres andaban ahora en época de treguas y conversaciones, sufrían y al mismo tiempo les encantaba, calculaban. Mientras tanto la facultad andaba movida con lo de las elecciones a delegados de año y Baby conversaba con todo el mundo sobre posibles resultados, hasta proponía tachar a un catedrático cada vez que veía a Calín aparecer por los rincones, estaba interesadísima, no cesaba de hablar y discutir. Con Taquito como siempre, cordialidad total, pero sobre lo del brazo enyesado ni una palabra, como si nada hubiera ocurrido. Así hasta que un día llegó el primer mensaje de Calín: no había probado un trago en una semana, juraba nunca más volver a ver a su puta y lo mismo en cuanto al billar ya que éste sólo le servía de antesala mientras abrían el burdel. Quería la paz y pedía por favor que fuera para el veintitrés porque el veintitrés era el día en que murió su madre. No. No habría la tal paz mientras Calín no le pidiera disculpas a Taquito delante de ella. Ésas fueron las condiciones impuestas por Baby. Taquito se puso feliz, nada deseaba más que volver al régimen anterior, no soportaba la actual tensión y la verdad es que de rencoroso él no tenía nada, él sólo deseaba la felicidad de Baby. Pero una tarde, poco antes del día veintitrés, Baby volteó a mirar si Calín estaba mirándola desde el fondo del patio de Letras y de pronto, al verlo, sintió un profundo desencanto. Allá estaba parado conversando con tres más de su collera, pero sin puta, sin burdel, sin billar en la Victoria desde hace varios días, qué aburrido. Y como que lo dejó de querer inmensamente.
Pero no por eso dejó de asistir a la cita del veintitrés. Se sentía obligada, después de todo Calín era muy sentimental y era el día en que murió su madre, esas cosas se respetan y seguro que se parecen tanto a la música que tocan en los prostíbulos. Y además el montaje era genial, la organización perfecta, Baby no podía dejar de aceptar que todo el asunto la intrigaba enormemente y que la hacía sentirse importantísima. Como testigo iba a asistir a la comida en que se sellaría la paz, en que Calín y Taquito se abrazarían delante de los amigos que cada uno había invitado, luego de haberse propuesto los brindis apropiados. Y todo en un chifa del barrio chino, en pleno Capón nocturno, realmente era una situación digna de una mujer como ella, a qué otra muchacha de Lima se le presentaría una ocasión semejante, iba a beber con hombres, entre hombres, de hombre a hombre. La cita era a las nueve de la noche y todos fueron puntualísimos. Taquito llegó en el carro de su papá, trayendo a un compañero de facultad. Al instante, Calín y sus compinches bajaron del carro de su padrino, y a Baby la trajo su chófer que se quedó esperando en la esquina. Minutos después ya estaban sentados en un compartimiento bastante amplio y empezaron a pedir grandes cantidades de cerveza, comida en abundancia, y unos cuantos aperitivos mientras se viene lo bueno. Calín sólo conversaba con los suyos, mientras que Baby, Taquito y el otro compañero formaban grupo aparte. Una guinda sirvió para el primer brindis y fue, como era de esperarse, por la madre de Calín, que en paz descanse. Ni hablar de la bajada de cabeza que pegaron todos, respetuosísimos. Pero luego vino el impasse y se jodió la cosa. Uno de los compinches del grupo ofensor sugirió brindar por la belleza y la bondad de Baby y Taquito, ¡claro!, ya iba a alzar su copa pero ahí no más se quedó al ver que ella permanecía fría e inmóvil, eso era chantaje, querían ganarles la mano con adulaciones. Con su silencio Baby dejó muy bien establecido que hasta que no llegara el gran abrazo reconciliador ellos permanecerían alejados. Y este abrazo no podía venir sino de la iniciativa de Calín, el gran ofensor. Y tú, Taquito, ni te muevas hasta que yo no te lo diga, pareció indicarle con la mirada.
Eso se trajo abajo todo el asunto durante una media hora más o menos. Reinaba el silencio mientras comían y cada grupo se servía cerveza de acuerdo a sus necesidades, no compartían ni la sal. Pero el tiempo iba pasando y a Baby la cara de rabia de Calín empezó a gustarle cada vez más, casi como en los viejos tiempos, algo tenía en sus ojos, algo terriblemente atractivo, ni más ni menos que si hubiera vuelto a las andadas, cada vez que él no la veía, ¡paf!, le echaba su miradita. Y eso la hizo pensar y pensar hasta que de pronto se encontró en un callejón sin salida. En efecto, por un lado no podía amistar con Calín si él no le prometía nunca más volver a los billares y a los prostíbulos de la Victoria, pero, ¿acaso el otro día no había sentido que un Calín bueno era poco digno de su amor? Ya sabía: ésa iba a ser su gran noche. No bien se produjera el gran abrazo para el cual se había asistido a esa comida, ella abandonaría la cena diciéndole a Calín que para ella simplemente todo había terminado, que había perdido la fe en él. En ésas andaba Baby cuando Calín propuso un brindis por la única mujer que había amado en su vida, por la única que lo había sabido amar y comprender. Fue igualito que en la ranchera, con el llanto en los ojos alcé mi copa y brindé por ella. Y en este caso ella también quiso quedarse cuando vio su tristeza, pero nada. Baby no alzaría una copa más mientras no se desagraviara a Taquito. Fue media hora más ya sin comida pero con ingentes cantidades de cerveza y por último una botella de pisco para el gran brindis. Baby se sintió triunfal. Calín cedía, sin trampas ni astucias ni falsos brindis lo había hecho llegar exactamente al punto en que quería verlo. Y ahora estaba parado y ella lo estaba queriendo menos, casi nada porque estaba de pie, la cabeza gacha, bastante avergonzado porque seguro por primera vez en su vida iba a pedirle perdón a alguien. Taquito se incorporó al escuchar que pronunciaba su nombre y que brindaban por él con palabras de desagravio. Fue en ese instante, Baby lo deduciría después, que Calín la miró un segundo y le entendió los ojos verdes, triunfales, sonrientes. Bajó su copa y dijo que no podía haber brindis sin previo abrazo. Baby lo quiso menos todavía mientras se acercaba a abrazar a Taquito pero ahí acabó tanto desamor, ahí resurgió nuevamente Calín en todo su esplendor y lo que estuvo a punto de ser el gran abrazo se convirtió en fracción de segundo en una especie de gruñido de tigre, raaajjj, un zarpazo terrible, desconcierto general, Taquito se cubría la cara ensangrentada, los compinches de Calín maniataban a su compañero, mientras Baby sentía nuevamente que era inevitable obedecer y se dejaba arrastrar hasta la calle por un hombre que se la podía llevar a cualquier parte aquella noche.
Pero el tiempo que todo lo borra, dice el tango, y en el caso de Calín esta ley pareció cumplirse inexorablemente desde aquel mes de diciembre en que Baby y Taquito aprobaron su segundo año de Letras y él lo volvió a repetir por tercera vez. Todos como que cambiaron, como que maduraron, y Calín simplemente empezó a perder atractivo. Sus prostibularias historias cesaron de interesarles a unos compañeros que también ya habían hecho sus pininos en los burdeles de la ciudad y que, más de una vez, habían amanecido borrachos en las cantinas mal afamadas de Lima. Y ahora todos pasaban a tercero de Letras, a primero de Derecho, todos empezaban a trabajar en el estudio de papá y a tener su carro propio y a soñar con un lujoso porvenir en el que tipos como Calín no tenían ningún lugar, hasta lo empezaron a ver con algo de pordiosero, como a alguien que los incomodaba con sus sentimientos bastante huachafos y sus problemas absurdamente turbios. De pronto no fue más uno de los suyos sino una especie de huérfano empobrecido y sin un porvenir brillante como el de ellos, de golpe un consenso general decidió tácitamente que en sus futuras casas de Miraflores, de San Isidro, de Monterrico un tipo así no tenía cabida. Qué se iba a hacer, se cansaron de los bajos mundos, de sus mediocres leyes, algo mejor los esperaba, y tal vez todo el asunto quedó sellado una mañana en que Raúl Nieto apareció en la facultad diciendo que qué tanto burdel ni malanoche, seguro que Calín se acostaba tempranito como todos y que antes de venir a clases hacía gárgaras de pisco para llegar apestando a licor como si hubiera pegado la gran trasnochada. Risa general, olvido y vacío en torno a un héroe en desgracia que no tuvo más remedio que irse a buscar su nueva clientela entre los que recién ingresaban a la facultad. Y Baby simplemente lo mandó al diablo.
En cambio Taquito era un hombre nuevo, un flamante miembro de la Academia Diplomática, un entusiasta admirador de Baby de siempre, de la antigua compañera con quien tantos buenos momentos había pasado. Y era, sobre todo, un hombre dispuesto a triunfar en la vida, a hacer una brillante carrera y a hablar en adelante con palabras mayores. Una mañana se levantó, se puso su primer terno con chaleco y, parado frente a un espejo, llegó a casa de Baby y pidió su mano. Sus padres se la concedieron encantados.
Pero claro... siempre aquella pequeña diferencia con la realidad. Y la realidad era que Baby había entrado de cabeza en el gran mundo limeño. Para nada lo había excluido, por supuesto, pero por otro lado ahora salía con tres de los solteros más cotizados de la ciudad. El primero buenmocísimo, un escandinávico y rubio arquitecto cuyo nombre aparecía en casi todas las construcciones de los barrios elegantes. El segundo no paraba hasta conde español y, en cuanto al tercero, abogadazo de nota, era la primera vez que Baby salía con un hombre que pasaba los cuarenta y, lo que es más, experimentado hasta las sienes plateadas. A todos los abrazó Taquito en casa de ella, con todos discutió y a todos los vio partir noche tras noche llevándosela a algún restaurante carísimo.
Pero un día sucedió algo que lo convenció definitivamente de que, en el fondo, era a él a quien Baby amaba. Fue una noche en que no tenía nada que hacer. La llamó por teléfono para ver si podía ir a conversar un rato a su casa, y ella le dijo que desgraciadamente había quedado en salir a comer con el conde español. «Espera», agregó, «si quieres lo llamo y le digo que lo dejemos para otra noche». Taquito se quedó cojudo de felicidad, llenecito de esperanzas, y lo único que atinó a decir fue que no tenía un céntimo para invitarla. Pero Baby tenía demasiada clase como para que eso le importara y una hora después estaban comiendo en la Pizzería de Miraflores. De ahí pasaron al Ed’s Bar, todo pagado por ella. Taquito la sacó a bailar un slow y le pegó la cara. Media hora más tarde Frank Sinatra estaba cantando Thosefingers in my hand, y Baby le confesó que para ella los hombres más atractivos del mundo eran Frank Sinatra y Antonio Ordóñez.
Menudo problema para Taquito el de parecerse a tremendos tipazos. Pero se vio varias películas de Sinatra y decidió que colocándose un sombrero de lado (con lo cual se convirtió en el hazmerreír de medio Lima), sonriendo de cierta manera y utilizando determinadas expresiones en inglés era posible parecerse al artista, crear un ambiente psicológico parecido al que se desprendía de sus actuaciones en el cine. Esto y whisky porque Sinatra era de los que se tomaban sus buenos tragos no sólo en el cine sino también en la vida real. Faltaba solamente que llegara la ocasión. Whisky, sentimientos latinos, modismos norteamericanos, sombrero ladeado, Baby sucumbiría.
Y qué mejor oportunidad que la que ahora se le presentaba con la fiesta de la Beba Aizcorbe. Ni hablar del peluquero. Él conocía bien esa casa inmensa, de enormes salones archimodernos y ventanales que daban sobre un jardín que seguramente estaría más alumbrado que Beverly Hills para la ocasión. Unos cuantos whiskies antes de la fiesta, justo los necesarios para llegar en forma, para entrar encantado de la vida, saludando a todo el mundo y presentándose finalmente donde Baby con más cancha que Sinatra en Paljoey, cuando apareció en casa de la multimillonaria Rita Hayworth. Perfecto. No podía fallar. Taquito se anduvo entrenando toda la semana, y el sábado a las siete en punto de la noche ya estaba sentado en el Blackout, pidiendo su primer whisky. Ahí hubo un decaimiento. El primer whisky no le hizo el efecto deseado, la verdad es que no le hizo ningún efecto estimulante y el segundo y el tercero lo mismo que el primero, como si nada. Se metió el cuarto a eso de las ocho y otra vez como si fuera agua. El quinto lo mismo y así el sexto y el séptimo, cosa rara en él, pero de pronto el octavo se le trepó hasta el cielo. Tuvo que tener cuidado para no tambalearse al salir pero con un pequeño esfuerzo logró dominarse y utilizar los efectos del licor exactamente para los fines deseados. Entró, pues, a la fiesta tal como lo había planeado, hasta lanzó el sombrero al aire y embocó en una percha, igualito que en el cine, lo único malo es que de repente no supo en qué película estaba y como que se le mezclaron todas. Mejor aún, ése era el verdadero Sinatra, el de todas sus películas, así era el personaje. A Baby la saludó desde lejos haciéndole adiós con la corbata y cuando llegó donde ella le golpeó afectuosamente la mejilla y se echó un poquito para atrás, ni más ni menos que el cantante entonando Cheek to cheek. Baby lo miraba entre asombrada y sonriente y sobre la marcha se dio cuenta de que había bebido algo más de la cuenta. Pero él dale con que dónde está el bar, whisky on the rocks quería, y tú, beautiful one, me vas a acompañar a buscarlo porque no te voy a dejar sola en este barrio mal poblado. Baby lo seguía, lo acompañaba y, por último, le dijo que de acuerdo, que estaba dispuesta a instalarse en uno de los taburetes del bar siempre y cuando hubiese una botella de oporto, porque ella sólo bebía oporto.
Se estaban pegando la gran tranca juntos, por lo menos eso es lo que él creía y dale con servirse otro whisky sin darse cuenta de que Baby aún no pasaba de la primera copa. «Armemos la gran juerga», gritaba Taquito, «Let’spaint the town», y sentía en lo más profundo de su corazón que estaba igualito a Sinatra cantando Island of Caprí, hasta le parecía escuchar a la orquesta de Billy May acompañándolo. Media hora más tarde tenía a Baby abrazada, encantada de estar con él, y cada vez que ella le celebraba una de sus salidas en inglés él la traía riéndose hacia su cuerpo y ahí la escondía un ratito contra su hombro. Luego volteaba a mirar hacia la terraza donde tanta gente bailaba pero en una de ésas como que vio doble y casi se viene abajo del taburete. «Un momento», dijo, «no te cases en mi ausencia, Baby.» En realidad lo que quiso fue ir en busca de un disco de Sinatra para darle ambiente al asunto, pero en el camino no tuvo más remedio que desviarse violentamente para ir a parar al baño. Se sintió pésimo y, cuando regresó, como que ya no sabía muy bien dónde estaba, se tropezó demasiadas veces antes de llegar donde Baby y una vez a su lado comprendió que le era simplemente imposible volver a subirse al taburete. Pero aceptó feliz el whisky que ella le dio y continuó conversando hasta que de pronto supo que estaba pegándole un rodeo enorme al asunto de la declaración amorosa y que Baby lo escuchaba muy seria. Tuvo la certeza de que Baby le estaba prestando toda la atención del mundo.
Y para siempre guardó la absoluta certeza de que si alguna vez en la vida ella le había hecho caso había sido precisamente esa noche. Pero hasta ahí los recuerdos. Lo demás se le borró desesperadamente y, al despertar el domingo, lo hizo con la total convicción de que algo había sucedido, no necesariamente malo pero sí insuficiente. Sólo Baby podía saber qué había ocurrido, ella le contaría, si ya eran enamorados se dejaría coger de la mano esa tarde, y sin embargo tanto dolor de cabeza y esa espantosa sensación de que lo de anoche no había sido más que un borrón al cual una sensación de inseguridad añadía casi obligatoriamente algo de cuenta nueva.
Fue como se lo esperaba. Vio a Baby, hizo alusión a lo de anoche y, como ella se limitara a sonreír indicando casi que nada había pasado, ya no encontró el coraje para tomarla por la mano y comprobar si algo había pasado. Podían ser dos cosas: que Baby le había dicho que no y que Baby, al comprobar que estaba borracho, había optado por no darle importancia al asunto en cuyo caso qué otra solución quedaba más que la de empezar de nuevo.
La feria de octubre fue la ocasión. Venían toros y toreros españoles y Taquito la invitó a ver las dos corridas del ídolo Ordóñez. Por supuesto que antes se leyó completitas las obras de Gregorio Corrochano y, en lo referente a La estética de Ordóñez, prácticamente se la aprendió de paporreta. A Acho llegó con puro y sombrero cordobés lo cual le valió más de un silbidito tipo hojita-de-té, pero qué diablos si Baby sabía compartir a fondo los verdaderos ambientes y eso precisamente era lo que él le estaba creando. La tarde se presentó perfecta.
Ordóñez, con un faenón de dos orejas y rabo, le dio tanto ambiente al asunto como la música de Sinatra le había dado antes a su encarnación del famoso cantante. La gente gritaba en la plaza, oles a granel, flores en el ruedo, pero Taquito, muy entendido, sabía en qué consiste la seriedad de un torero de Ronda y entre toro y toro le explicaba a Baby cuál era la exacta diferencia entre la escuela rondeña y la sevillana. Realmente la llegó a interesar, y terminada la corrida, ella aceptó gustosa seguir escuchándolo mientras tomaban un par de oportos en el bar del Bolívar. El embrujo se había creado, Baby estaba nuevamente cerquísima de él.
Y en la fiesta de Luz María Aguirre, Taquito, con la serenidad y elegancia de una verónica de Ordóñez, con un solo whisky bien saboreado, le iba a hablar definitivamente de sus sentimientos. No había miedo, no había cortedad posible, como en la escuela rondeña con el mínimo de pases el bello animal se aproximaría ya dominado a la hora de la verdad. Frases seguras, palabras bien dichas, una fina atención a sus deseos, un oporto traído a tiempo, una majestuosa calma serían los equivalentes de una breve y grande faena. El lugar era propicio. Se habían instalado al borde de una gran terraza que se elevaba un metro sobre el jardín. Abajo, en el tabladillo, bailaban las parejas y ellos, allí al borde, conversaban tranquilos, casi graves. Taquito hasta se sorprendía de lo bien que Baby se ajustaba a las circunstancias que él iba creando. Así hasta que llegó el momento en que ella tuvo su oporto y él su whisky. No; esta vez no iba a llegar intempestivamente y con la ayuda de copas a lo que quería; esta vez sin confusión ni engaños era él quien iba a encontrar el momento apropiado, con coraje, con hombría. Y ahora es cuando, ahora en que la orquesta estaba tocando un hermoso pasodoble, ahora en que Baby, volteando ligeramente para observar a las parejas, le había mostrado como nunca la desesperante dimensión de su belleza a los veintiún años. Ordóñez-Taquito se apoyó sólidamente sobre el espaldar de su asiento y echó una bocanada de humo antes de empezar a hablar, Baby, ha llegado el momento en que tenemos que ver muy claro en nuestros sentimientos... Eso es lo que estaba diciendo, apoyándose cada vez más en el espaldar para poder seguir el humo que se elevaba ayudándolo a hablar. No se dio cuenta Taquito de que los muebles suelen ser muy livianos en las terrazas y a punta de apoyarse se fue de espaldas, desapareciendo bruscamente de su declaración de amor.
Ésa fue la última tentativa que hizo por acercarse a la verdad, a lo que debía y tenía que ser la verdad. Dos veces se había acercado y las dos veces algo había ocurrido pero también algo había sido dicho. Entonces ¿por qué no reaccionaba Baby? Taquito llegó a pensar que era por insensible o por falta de inteligencia; cualquier otra persona se habría dado cuenta, habría hecho una alusión al asunto, se habría sentido aludida. Pero por esas épocas andaba demasiado embobado como para dar rienda suelta a tan negativos pensamientos. Qué quedaba más que seguir, seguir viendo a Baby, seguir saliendo con ella cuando no tenía cita con alguno de los tres solteros incansables con que salía a cada rato. Volvió a abrazarse con todos, volvió a compartir sus risas y optimismos, habló en público de los «lazos inseparables» que lo unían a Baby, pero en una comida de ex alumnos de su colegio bebió un poco más de la cuenta y extrañó profundamente las épocas en que hablaba a solas con el padre Manrique.
Sin embargo la vida empezó a darle grandes satisfacciones. De la Academia Diplomática se graduó con excelentes notas y dónde se ha visto un diplomático triste. Estaba tan contento con sus ocupaciones que en el fondo a lo mejor ni quería a Baby. La continuaba viendo, eso sí. Con ella iba a todas partes y ella era su compañera infalible cada vez que salía con algún amigo y su novia. Porque por esa época sus amigos empezaron a tener novias, a regalar anillos con brillantes y hasta a casarse. Ya no salían con amigas o enamoradas, ahora el asunto era con la novia, hasta con la esposa. «No, conmigo no es la cosa», dijo un día Taquito, cuando le preguntaron que cuándo iba a sentar cabeza. Lo dijo sin pensar, casi como un reflejo defensivo y de golpe descubrió que su frase le había encantado. Hombre, por qué no. Por qué no ser como el arquitecto y el conde y el abogadazo. Eso. La soltería, la soltería le caía de perilla, estaba perfectamente de acuerdo con su carácter y aquello de convertirse en un soltero cotizado e incasable le pareció una idea muy atractiva. «Sale con Baby pero ése no se casa nunca.» Exactamente. Era justo lo que iba a decir la gente sobre él, y qué mejor que tener fama de hombre de mundo, de solterón inconquistable.
Debutó feliz Taquito en su nuevo personaje. Se mandó hacer cuatro ternos a la medida y con ayuda de su papá hasta se compró su carrito sport. A Baby la llevaba a la playa y era lindo ver sus cabellos volando al viento. Por las noches la invitaba al cine, a un bar de moda, a un restaurante y era realmente cojonudo parecerles a otros algo que hasta entonces otros le habían parecido a él. Cojonudo sentirme medio playboy. De humor andaba como nunca, todo lo tomaba a broma si Baby le decía, por ejemplo, esta noche no puedo salir contigo, él sobre la marcha le contestaba cuál de los tres, gringa, ¿el de las sienes plateadas, el arquitecto o el condecito? Pero un día ella le dijo que ninguno de los tres y entonces sí que se quedó desconcertado y triste.
En efecto, era uno nuevo y, lo peor, era el último. También lo saludó aspaventosamente, también lo abrazó cuando le tomó confianza, pero esta vez no era como las otras y muy pronto supo Taquito que el personaje tipo playboy acababa de derretirse ante la presencia del hombre que verdaderamente lo iba a apartar de Baby Schiaffino. Sintió de golpe que vivía en un mundo en el que todos habían nacido para casarse y que ahí el único que no iba a casarse nunca era él. Lo de Baby se veía venir, se había enamorado, Taquito se dio cuenta desde el día en que le presentó a Ignacio Boza, un hombre que era la encarnación de la madurez y que se afeitaba dos veces al día. Qué importaba que fuera un tipo con un brillante porvenir político, que añadiera una nueva dimensión a la curiosidad intelectual de Baby. Muchas cosas antes habían despertado su interés pero ahora estaba simple y llanamente enamorada.
Y sin embargo no lo excluyó. Por el contrario, lo llamaba cuando estaba sola, hasta lo invitaba a salir con ellos dos. Taquito encantado. Se hizo íntimo de Ignacio Boza y nunca se sintió de más acompañándolos. Muchos sábados pasaron sentados en la terraza de un club, hablando de política, de libros, y bebiendo la infalible copa de oporto de Baby. Pero una tarde, saliendo del Regatas, a Taquito se le vino a la cabeza una idea de lo más triste, de golpe se le ocurrió que estaban en una tira cómica y que Ignacio lo llevaba a todas partes metido en el bolsillo interior del saco; a veces lo mostraba y otras lo escondía. Esa noche soñó con Baby.
Después, durante el año y medio que transcurrió hasta el matrimonio de Baby, Taquito logró componer la realidad hasta el punto en que sus calladas esperanzas renacieron mezclando su nueva alegría con una sincera aflicción por el trágico destino que aguardaba a Ignacio Boza. En efecto, una noche se durmió con una fe terrible en aquel infarto que en medio de tantos ajetreos políticos sorprendería a su amigo, causándole repentinamente la muerte. Pero nada ocurrió hasta el día en que Baby recibió su flamante anillo de compromiso, quedando fijada la fecha de la boda para unos meses más tarde. Tirado en su cama, otra noche, semanas antes de la celebración, Taquito volvió a inferir en la realidad, aliviándose extrañamente. El avión que llevaba a la pareja en su viaje de luna de miel se estrellaba al aterrizar, dejando un trágico saldo de muertos y heridos. Tiempo más tarde, Baby, desengañada pero joven siempre y con toda una vida por delante, se sobreponía a tan terrible tragedia y encontraba otra vez el calor de la ilusión en el descubrimiento de un viejo afecto, el único real ahora, sólido y sincero como para durar ya para siempre.
En la otra realidad Taquito fue testigo de la novia, despidió con aplausos a la pareja cuando huyó del banquete de bodas, y cenó con ella un mes más tarde, al regreso de la luna de miel en Nassau. Pero en aquella ocasión fueron cuatro y no tres los comensales. Ana, prima por Adán de Baby, acompañaba a Taquito, dejándose coger la mano dulcemente. Todo había sucedido el mismo día del matrimonio cuando él, luego de haber almorzado en la mesa de honor, se lanzó algo turbado por tanto champán en busca de gente con quien comentar la radiante belleza de la novia. A las seis de la tarde la fiesta seguía y Taquito, sin saber muy bien cómo, conversaba encantado de la vida con una muchacha que le confesó haber oído hablar mucho de él, de su vieja amistad con su prima Baby. Horas después ambos cenaban en la Taberna y de ahí pasaban al Mon chéri. Una mezcla de champán, vino y whisky logró que se pareciera increíblemente a su prima y, a eso de las dos de la mañana, Taquito, entre borracho, sentimental y profundamente solo, soltó la más larga y paporreteada declaración de amor. Ana lo escuchó conmovida. Cosas como que algún día sería la esposa del embajador del Perú en Washington le encantaron, aunque de vez en cuando tenía que corregirlo porque él en lugar de Ana le decía Baby.
Taquito amaneció feliz y desasosegado al mismo tiempo. Tenía una enamorada, iba a tener una novia, iba a casarse, todo como todo el mundo. Y sin embargo nada correspondía a su realidad, ni siquiera sabía si quería a Ana. Pero se tomó un par de alka-zeltzers por lo de las muchas copas, y de entre las burbujas le fue viniendo el recuerdo de aquel extraño itinerario de sus sentimientos que lo había llevado a amar (porque ahora tenía que amarla) a una muchacha que se parecía a Baby... sólo que menos interesante, rubia, bonita... sólo que más llenita, narigoncita, bajita... Pero esta tarde tenía cita con Ana. Dejó el vaso y se metió a la ducha para cantar a gritos y salir transformado en un personaje feliz, que tenía una enamorada, que iba a tener novia, que iba a casarse, todo como todo el mundo. De la ducha salió corriendo y no paró hasta que dio con una florería y ordenó una docena de rosas rojas para la señorita Ana Vélez. Y corriendo, silbando y tarareando llegó feliz donde su gran amor, a las seis en punto. Tal como habían quedado.
Baby fue testigo de su boda y también él partió a Nassau en viaje de luna de miel. Su próximo nombramiento a Buenos Aires era ya casi seguro pero sólo el día en que vio el documento firmado por el ministro sintió que la vida lo estaba recompensando en todo sentido y que la realidad empezaba a corresponder con total precisión al más exigente de sus deseos. Ana era una esposa ideal... menos interesante rubia bonita, más llenita narigoncita bajita... y con ella... Bastaba ver lo bien que lo acompañaba a las reuniones a que su carrera lo obligaba, bastaba ver lo bien que había arreglado y decorado su flamante departamento, qué bien quedaba la cigarrera que les regaló Baby sobre la mesita...
Tenías cara de estar pensando en las musarañas —le dijo Ana, acercándose para besarlo.
A Taquito le costó trabajo captar que regresaba del té en casa de Raquelita.
Estaba pensando en las musarañas —dijo.
Sigue pensando otro ratito, amor. Sírvete otro whisky si quieres. Tengo que confesarte algo pero prométeme que me perdonaras.
¿Qué ha pasado?
Nada. No te asustes; no es nada que no tenga solución inmediata. Me olvidé de echar tu carta para Baby al buzón pero en este instante voy. En cinco minutos estoy de regreso.
Okay.
Y se quedó parado, como esperando la vergüenza que iba a sentir... fuiste y serás mi más grande (amo) amiga una amistad que perdurará en lo más profundo...
Entonces hizo algo muy triste. Se sirvió otro whisky, y sacando una botella que siempre solía tener, le invitó una copa de oporto a Baby.
Padre Manrique —sollozó, apoyando la cabeza sobre su vaso de whisky—: Hay algo que quisiera explicarle. Yo nunca salí con Baby Schiaffino... No sé bien cómo decirlo. Trate de comprender. Nunca salí con Baby Schiaffino. Nunca salí con ella. Yo salía al lado de Baby Schiaffino...
Después regresó Ana menos interesante bonita rubia más llenita narigoncita bajita y le agradeció que la estuviera esperando con una copa servida porque afuera hacía frío.
Tienes un marido que piensa en todo —dijo.
Y un rato más tarde ella continuaba muy contenta porque tenía un marido que pensaba en todo y luego comieron y más de lo que conversaron durante esa comida nadie conversa durante la comida. Definitivamente, él tenía esa «gran capacidad».

La felicidad ja, ja. 1974.