Este Kafka se habrá creído
que sólo a él le ha ocurrido una cosa así. Hablo de Franz Kafka,
el literato, ese que se convirtió en bicho y lo describió en una de
sus obras. Vaya logro, convertirse en algo asqueroso puede hacerlo
cualquiera, pero eso no es motivo suficiente para presumir de ello.
Yo, por ejemplo, me convertí una vez en un lagarto y ni se me pasó
por la cabeza contarlo. Ahora me arrepiento, porque este Kafka se
hizo famoso y yo, en cambio, no mucho...
Lo
que sí resulta más difícil es volver a convertirse después en
persona. Contaré esta dificultad, aunque no espero que me traiga
fama. No hay justicia en este mundo.
Resulta,
pues, que fui un lagarto, tal vez no uno de esos que figuran en las
clasificaciones oficiales, pero, sin duda, algún tipo de lagarto.
Sólo el rabo ya era prueba de ello, por no mencionar otros detalles
de mi encarnación de entonces. Mediría como dos metros de largo,
era dentado y estaba cubierto de escamas. Si hablo ante todo del rabo
es porque era del rabo de lo que más difícil resultaba deshacerse.
Una vez ya logrado un aspecto humano visto de frente, seguía
pareciendo un lagarto de perfil y por detrás.
Independientemente
de su inoportunidad moral, el hecho de tener un rabo era fuente de
constante incomodidad práctica. No podía cerrar la puerta detrás
de mí como una persona normal, sin volverme hacia ésta. Al cruzar
la calle siempre corría el riesgo de que un coche me lo aplastara.
Entre la multitud siempre había alguien que me lo pisaba. Pero,
sobre todo, sufría anímicamente, puesto que el rabo era el último
obstáculo en mi camino hacia una humanidad plena. Y no me hacía
ninguna gracia cuando, en el zoológico, los cocodrilos me miraban
con complicidad.
¿Qué
hacer? Entendí que solo no conseguiría deshacerme del rabo y acudí
a unos especialistas. Primero, a aquellos que afirman que la
humanidad es cosa del alma. Tienes un alma, eres persona. No tienes,
eres un lagarto, o, en el mejor de los casos, una vaca. Afirmaron que
aunque tenía un alma, ésta no estaba completamente desarrollada.
Durante un tiempo intentaron desarrollármela. Al parecer exageraron
ya que empezaron a salirme alas de ángel, mientras que al rabo, ni
cosquillas. Aquéllas, unidas al rabo, daban al conjunto un aspecto
todavía peor, así que abandoné el tratamiento.
Afortunadamente,
no vivimos ya en la Edad Media y existe la alternativa laica. El
lagarto, por lo visto, se había convertido en hombre gracias a una
cultura mental, sin ninguna metafísica. Me suscribí, pues, a
algunas revistas literarias y cada día medía el rabo por si
menguaba. Sólo conseguí que empezara a rizarse en espiral. En vez
de un rabo sencillo y honrado, tenía ahora un rabo de lagarto en
forma de sacacorchos.
Será
que lo de la cultura tampoco es cierto. Pero ¿para qué tenemos una
teoría social? El hombre se convierte en hombre gracias a que vive
en grupo, o sea en sociedad, colabora, mantiene una actividad
pública. ¿Y qué más público que la política? Así que fundé mi
propio partido político y me convertí en su líder. El rabo quedó
como estaba, pero, en cambio, empezó a salirme un hocico de cerdo.
Me retiré de la política.
Triste,
acongojado, fui de nuevo al zoológico para volver a pensar en todo
el asunto. Era un día entre semana, había pocos visitantes y podía
contar con relativa soledad. Me detuve delante de la jaula de los
lagartos, pero no me estaba destinado gozar de la tranquilidad. Se me
acercó un bedel, dio un par de vueltas, se deslizó la gorra del
uniforme a un lado y se rascó la cabeza observándome.
—¿Usted
va aquí?_preguntó finalmente, y añadió, señalando la jaula—:
¿O allí?
—¿Yo?
Si yo solo pasaba por aquí un momento. Gracias. Ahora mismo sigo
paseando.
Y
abandoné el zoo.
Desde
entonces pienso que Kafka se guardó algo, que no lo contó todo. Si
se convirtió en bicho, es porque algo de eso tendría ya de antes,
tal vez cuernos o tentáculos, algo de insecto quiero decir. Y
tampoco me creo que se transformara en bicho completamente, es
evidente que le quedó una mano humana con la que lo narró todo. No
se puede llegar a ser nada de lo que no se haya empezado siendo, ni
en un sentido ni en otro. Siempre, al principio, hay algo de lo que
habrá al final, y da igual por que lado se empiece y por que lado se
acabe.
Y,
por cierto, los cocodrilos son más educados que las personas. Sólo
miran, no hacen preguntas.
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