Nunca las temí ni nada hicieron ellas por amedrentarme. Estaban ahí,
junto a los fogones, confundidas con el crujir de la leña, el sabor
a bollos recién horneados, el vaivén de los faldones de las viejas.
Nunca las temí, tal vez porque las soñaba pálidas y hermosas,
pendientes como nosotros de historias sucedidas en aldeas sin nombre,
aguardando el instante oportuno para dejase oír, para susurrarnos
sin palabras: “Estamos aquí, como cada noche”. O bien,
refugiarse en el silencio denso que anunciaba: “Todo lo que estáis
escuchando es cierto. Trágica, dolorosa, dulcemente cierto”. Podía
ocurrir en cualquier momento. El rumor de las olas tras el temporal,
el paso del último mercancías, el trepidar de la loza en la
alacena, o la inconfundible voz de Olvido, encerrada en su alquimia
de cacerolas y pucheros: -Son las ánimas, niña, son las ánimas.
Más de una vez, con los ojos entornados, creí en ellas.
¿Cuántos años
tendría Olvido en aquel tiempo? Siempre que le preguntaba por su
edad la anciana se encogía de hombros, miraba con el rabillo del ojo
a Matilde y seguía impasible, desgranando guisantes, zurciendo
calcetines, disponiendo las lentejas en pequeños montones, o
recordaba, de pronto, la inaplazable necesidad de bajar al sótano a
por leña y alimentar la salamandra del último piso. Un día intenté
sonsacar a Matilde. “Todos los del mundo”, me dijo riendo.
La edad de Matilde,
en cambio, jamás despertó mi curiosidad. Era vieja también, andaba
encorvada, y los cabellos canos, amarilleados por el agua de colonia,
se divertían ribeteando un pequeño moño, apretado como una bola,
por el que asomaban horquillas y pasadores. Tenía una pierna
renqueante que sabía predecir el tiempo y unas cuantas habilidades
más que, con el paso de los años, no logro recordar tan bien como
quisiera. Pero, al lado de Olvido, Matilde me parecía muy joven,
algo menos sabia y muchos más inexperta, a pesar de que su voz
sonara dulce cuando nos mostraba los cristales empañados y nos hacía
creer que afuera no estaba el mar, ni la playa, ni la vía del tren,
ni tan siquiera el Paseo, sino montes inaccesibles y escarpados por
los que correteaban manadas de lobos enfurecidos y hambrientos.
Sabíamos -Matilde nos lo había contado muchas veces- que ningún
hombre temeroso de Dios debía, en noches como aquéllas, abandonar
el calor de su casa. Porque ¿quién, sino un alma pecadora,
condenada a vagar entre nosotros, podía atreverse a desafiar tal
oscuridad, semejante frío, tan espantosos gemidos procedentes de las
entrañas de la tierra? Y entonces Olvido tomaba la palabra. Pausada,
segura, sabedora de que a partir de aquel momento nos hacía suyos,
que muy pronto la luz del quinqué se concentraría en su rostro y
sus arrugas de anciana dejarían paso a la tez sonrosada de una niña,
a la temible faz de un supulturero atormentado por sus recuerdos, a
un fraile visionario, tal vez a una monja milagrera… Hasta que unos
pasos decididos, o un fino taconeo, anunciaran la llegada de
incómodos intrusos. O que ellas, nuestras amigas, indicaran por boca
de Olvido que había llegado la hora de descansar, de tomarnos la
sopa de sémola o de apagar la luz.
Sí, Matilde, además
de su pierna adivina, poseía el don de la dulzura. Pero en aquellos
tiempos de entregas sin fisuras yo había tomado el partido de
Olvido, u Olvido, quizá, no me había dejado otra opción. “Cuando
seas mayor y te cases, me iré a vivir contigo.” Y yo, cobijada en
el regazo de mi protectora, no conseguía imaginar cómo sería esa
tercera persona dispuesta a compartir nuestras vidas, ni veía motivo
suficiente para separarme de mi familia o abandonar, algún día, la
casa junto a la playa. Pero Olvido decidía siempre por mí. “El
piso será soleado y pequeño, sin escaleras, sótano ni azotea.” Y
no me quedaba otro remedio que ensoñarlo así, con una amplia cocina
en la que Olvido trajinara a gusto y una gran mesa de madera con tres
sillas, tres vasos y tres platos de porcelana… O, mejor, dos. La
compañía del extraño que las previsiones de Olvido me adjudicaban
no acababa de encajar en mi nueva cocina. “Él cenará más tarde”,
pensé. Y le saqué la silla a un hipotético comedor que mi fantasía
no tenía interés alguno en representarse.
Pero en aquel
caluroso domingo de diciembre, en que los niños danzaban en torno al
bulto recién llegado, me fijé con detenimiento en el rostro de
Olvido y me pareció que no quedaba espacio para una nueva arruga. Se
hallaba extrañamente rígida, desatenta a las peticiones de tijeras
y cuchillos, ajena al jolgorio que el inesperado regalo había
levantado en la antesala. “Todos los años del mundo”, recordé,
y, por un momento, me invadió la certeza de que la silla que tan
ligeramente había desplazado al comedor no era la del supuesto,
futuro y desdibujado marido.
Lo habían traído
aquella misma mañana, envuelto en un recio papel de embalaje,
amarrado con cordeles y sogas como un prisionero. Parecía un gigante
humillado, tendido como estaba sobre la alfombra, soportando las
danzas y los chillidos de los niños, excitados, inquietos, seguros
hasta el último instante de que sólo ellos iban a ser los
destinatarios del descomunal juguete. Mi madre, con mañas de gata
adulada, seguía de cerca los intentos por desvelar el misterio. ¿Un
nuevo armario? ¿Una escultura, una lámpara? Pero no, mujer, claro
que no. Se trataba de una obra de arte, de una curiosidad, de una
ganga. El anticuario debía de haber perdido el juicio. O, quizá, la
vejez, un error, otras preocupaciones. Porque el precio resultaba
irrisiorio para tamaña maravilla. No teníamos más que arrancar los
últimos adhesivos, el celofán que protegía las partes más
frágiles, abrir la puertecilla de cristal y sujetar el péndulo. Un
reloj de pie de casi tres metros de alzada, números y manecillas
recubiertos de oro, un mecanismo rudimentario pero perfecto.
Deberíamos limpiarlo, apuntalarlo, disimular con barniz los
inevitables destrozos del tiempo. Porque era un reloj muy antiguo,
fechado en 1700, en Bagdad, probable obra de artesanos iraquíes para
algún cliente europeo. Sólo así podía interpretarse el hecho de
que la numeración fuera arábiga y que la parte inferior de la caja
reprodujera en relieve los cuerpos festivos de un grupo de seres
humanos. ¿Danzarines? ¿Invitados a un banquete? Los años habían
desdibujado sus facciones, los pliegues de sus vestidos, los manjares
que se adivinaban aún sobre la superficie carcomida de una mesa.
Pero ¿por qué no nos decidíamos de una vez a alzar la vista, a
detenernos en la esfera, a contemplar el juego de balanzas que,
alternándose el peso de unos granos de arena, ponía en marcha el
carillón? Y ya los niños, equipados con cubos y palas, salían al
Paseo, miraban a derecha e izquierda, cruzaban la vía y se
revolcaban en la playa que ahora no era una playa sino un remoto y
peligroso desierto. Pero no hacía falta tanta arena. Un puñado,
nada más, y, sobre todo, un momento de silencio. Coronando la
esfera, recubierta de polvo, se hallaba la última sorpresa de aquel
día, el más delicado conjunto de autómatas que hubiéramos podido
imaginar. Astros, planetas, estrellas de tamaño diminuto aguardando
las primeras notas de una melodía para ponerse en movimiento. En
menos de una semana conoceríamos todos los secretos de su mecanismo.
Lo instalaron en el
descansillo de la escalera, al término del primer tramo, un lugar
que parecía construido aposta. Se le podía admirar desde la
antesala, desde el rellano del primer piso, desde los mullidos
sillones del salón, desde la trampilla que conducía a la azotea.
Cuando, al cabo de unos días, dimos con la proporción exacta de
arena y el carillón emitió, por primera vez, las notas de una
desconocida melodía, a todos nos pareció muchísimo más alto y
hermoso. El Reloj de Bagdad estaba ahí. Arrogante, majestuoso,
midiendo con su sordo tictac cualquiera de nuestros movimientos,
nuestra respiración, nuestros juegos infantiles. Parecía como si se
hallara en el mismo lugar desde tiempos inmemoriales, como si él
estuviera en su puesto, tal era la altivez de su porte, su seguridad,
el respeto que nos infundía cuando, al caer la noche, abandonábamos
la plácida cocina para alcanzar los dormitorios del último piso. Ya
nadie recordaba la antigua desnudez de la escalera. Las visitas se
mostraban arrobadas, y mi padre no dejaba de felicitarse por la
astucia y la oportunidad de su adquisición. Una ocasión única, una
belleza, una obra de arte.
Olvido se negó a
limpiarlo. Pretextó vértigos, jaquecas, vejez y reumatismo. Aludió
a problemas de la vista, ella que podía distinguir un grano de
cebada en un costal de trigo, la cabeza de un alfiler en un montón
de arena, la china más minúscula en un puñado de lentejas.
Encaramarse a una escalerilla no era labor para una anciana. Matilde
era mucho más joven y llevaba, además, menos tiempo en la casa.
Porque ella, Olvido, poseía el privilegio de la antigüedad. Había
criado a las hermanas de mi padre, asistido a mi nacimiento, al de
mis hermanos, ese par de pecosos que no se apartaban de las faldas de
Matilde. Pero no era necesario que sacase a relucir sus derechos, ni
que se asiera con tanta fuerza de mis trenzas. “Usted, Olvido, es
como de la familia”. Y, horas más tarde, en la soledad de la
alcoba de mis padres: “Pobre Olvido. Los años no perdonan”.
No sé si la extraña
desazón que iba a adueñarse pronto de la casa irrumpió de súbito,
como me lo presenta ahora la memoria, o se se trata, quizá de la
deformación que entraña el recuerdo. Pero lo cierto es que Olvido,
tiempo antes de que la sombra de la fatalidad se cerniera sobre
nosotros, empezó a adquirir actitudes de felina recelosa, siempre
con los oídos alerta, las manos crispadas, atenta a cualquier soplo
de viento, al menor murmullo, al chirriar de las puertas, al paso del
mercancías, del rápido, del expreso, o al cotidiano trepidar de las
cacerolas sobre las repisas. Pero ahora no eran las ánimas que
pedían oraciones ni frailes pecadores condenados a penar largos años
en la tierra. La vida en la cocina se había poblado de un silencio
tenso y agobiante. De nada servía insistir. Las aldeas, perdidas
entre montes, se habían tornado lejanas e inaccesibles, y nuestros
intentos, a la vuelta del colegio, por arrancar nuevas historias se
quedaban en preguntas sin respuestas, flotando en el aire,
bailoteando entre ellas, diluyéndose junto a humos y suspiros.
Olvido parecía encerrada en sí misma y, aunque fingía entregarse
con ahínco a fregar los fondos de las ollas, a barnizar armarios y
alacenas, o a blanquear las junturas de los mosaicos, yo la sabía
rezando el comedor, subiendo con cautela los primeros escalones,
deteniéndose en el descansillo y observando. La adivinaba
observando, con la valentía que le otorgaba el no hallarse realmente
allí, frente al péndulo de bronce, sino a salvo, en su mundo de
pucheros y sartenes, un lugar hasta el que no llegaban los latidos
del reloj y en el que podía ahogar, con facilidad, el sonido de la
inevitable melodía.
Pero apenas hablaba.
Tan sólo en aquella mañana ya lejana en que mi padre, cruzando
mares y atravesando desiertos, explicaba a los pequeños la situación
de Bagdad, Olvido se había atrevido a murmurar: “Demasiado lejos”.
Y luego, dando la espalda al objeto de nuestra admiración, se había
internado por el pasillo cabeceando enfurruñada, sosteniendo una
conversación consigo misma.
-Ni siquiera deben
de ser cristianos -dijo entonces.
En un principio, y
aunque lamentara el súbito cambio que se había operado en nuestra
vida, no concedí excesiva importancia a los desvaríos de Olvido.
Los años parecían haberse desplomado de golpe sobre el frágil
cuerpo de la anciana, sobre aquellas espaldas empeñadas en curvarse
más y más a medida que pasaban los días. Pero un hecho fortuito
terminó de sobrecargar la enrarecida atmósfera de los últimos
tiempos. Para mi mente de niña, se trató de una casualidad; para
mis padres, de una desgracia; para la vieja Olvido, de la
confirmación de sus oscuras intuiciones. Porque había sucedido
junto al bullicioso grupo sin rostro, ante el péndulo de bronce,
frente a las manecillas recubiertas de oro. Matilde sacaba brillo a
la cajita de astros, al Sol y a la Luna, a las estrellas sin nombre
que componían el diminuto desfile, cuando la mente se le nubló de
pronto, quiso aferrarse a las balanzas de arena, apuntalar sus pies
sobre un peldaño inexistente, impedir una caída que se presentaba
inevitable. Pero la liviana escalerilla se negó a sostener por más
tiempo aquel cuerpo oscilante. Fue un accidente, un desmayo, una
momentánea pérdida de conciencia. Matilde no se encontraba bien. Lo
había dicho por la mañana mientras vestía a los pequeños. Sentía
náuseas, el estómago revuelto, posiblemente la cena de la noche
anterior, quién sabe si una secreta copa traidora al calor de la
lumbre. Pero no había forma humana de hacerse oír en aquella cocina
dominada por sombríos presagios. Y ahora no era sólo Olvido. A los
innombrables temores de la anciana se había unido el espectacular
terror de Matilde. Rezaba, conjuraba, gemía. Se las veía más
unidas que nunca, murmurando sin descanso, farfullando frases
inconexas, intercambiándose consejos y plegarias. La antigua
rivalidad, a la hora de competir con su arsenal de prodigios y
espantos, quedaba ya muy lejos. Se diría que aquellas historias, con
las que nos hacían vibrar de emoción, no eran más que juegos.
Ahora, por primera vez, las sentía asustadas.
Durante aquel
invierno fui demorando, poco a poco, el regreso del colegio. Me
detenía en las plazas vacías, frente a los carteles del cine, ante
los escaparates iluminados de la calle principal. Retrasaba en lo
posible el inevitable contacto con las noches de la casa, súbitamente
tristes, inesperadamente heladas, a pesar de que la leña siguiera
crujiendo en el fuego y de que de la cocina surgieran aromas a bollo
recién hecho y a palomitas de maíz. Mis padres, inmersos desde
hacía tiempo en los preparativos de un viaje, no parecían darse
cuenta de la nube siniestra que se había introducido en nuestro
territorio. Y nos dejaron solos. Un mundo de viejas y niños solos.
Subiendo la escalera en fila, cogidos de la mano, sin atrevernos a
hablar, a mirarnos a los ojos, a sorprender en el otro un destello de
espanto que, por compartido, nos obligara a nombrar lo que no tenía
nombre. Y ascendíamos escalón tras escalón con el alma encogida,
conteniendo la respiración en el primer descansillo tomando
carrerilla hasta el rellano, deteniéndonos unos segundos para
recuperar aliento, continuando silenciosos los últimos tramos del
camino, los latidos del corazón azotando nuestro pecho, unos latidos
precisos, rítmicos, perfectamente sincronizados. Y, ya en el
dormitorio, las viejas acostaban a los pequeños en sus camas, niños
olvidados de su capacidad de llanto, de su derecho a inquirir, de la
necesidad de conjurar con palabras sus inconfesados terrores. Luego
nos daban las buenas noches, nos besaban en la frente y, mientras yo
prendía una débil lucecita junto al cabezal de mi cama, las oía
dirigirse con pasos arrastrados hacia su dormitorio, abrir la puerta,
cuchichear entre ellas, lamentarse, suspirar. Y después dormir, sin
molestarse en apagar el tenue resplandor de la desnuda bombilla,
sueños agitados que pregonaban a gritos el silenciado motivo de sus
inquietudes diurnas, el Señor In-nombrado, el Amo y Propietario de
nuestras viejas e infantiles vidas.
La ausencia de mis
padres no duró más que unas semanas, tiempo suficiente para que, a
su regreso, encontraran la casa molestamente alterada. Matilde se
había marchado. Un mensaje, una carta del pueblo, una hermana
doliente que reclamaba angustiada su presencia. Pero ¿cómo podía
ser? ¿Desde cuándo Matilde tenía hermanas? Nunca hablaba de ella
pero conservaba una hermana en la aldea. Aquí estaba la carta: sobre
la cuadrícula del papel una mano temblorosa explicaba los
pormenores del imprevisto. No tenían más que leerla. Matilde la
había dejado con este propósito: para que comprendieran que hizo lo
que hizo porque no tenía otro remedio. Pero era una carta sin
franqueo. ¿Cómo podía haber llegado hasta la casa? La trajo un
pariente. ¿Y esa curiosa y remilgada redacción? Mi madre buscaba
entre sus libros un viejo manual de cortesía y sociedad. Aquellos
billetes de pésame, de felicitación, de cambio de domicilio, de
comunicación de desgracias. Esa carta la había leído ya alguna
vez. Si Matilde quería abandonarnos no tenía necesidad de recurrir
a ridículas excusas. Pero ella, Olvido, no podía contestar. Estaba
cansada, se sentía mal, había aguardado a que regresaran para
declararse enferma. Y ahora, postrada en el lecho de su dormitorio,
no deseaba otra cosa que reposar, que la dejaran en paz, que
desistieran de sus intentos por que se decidiera a probar bocado. Su
garganta se negaba a engullir alimento alguno, a beber siquiera un
sorbo de agua. Cuando se acordó la conveniencia de que los pequeños
y yo misma pasáramos unos días en casa de lejanos familiares y subí
a despedirme de Olvido, creí encontrarme ante una mujer desconocida.
Había adelgazado de manera alarmante, sus ojos parecían enormes,
sus brazos, un manojo de huesos y venas. Me acarició la cabeza casi
sin rozarme, esbozando una mueca que ella debió de suponer sonrisa,
supliendo con el brillo de su mirada las escasas palabras que
lograban aflorar a sus labios. “Primero pensé que algún día
tenía que ocurrir”, masculló “que unas cosas empiezan y otras
acaban...” Y luego, como presa de un pavor invencible, asiéndose
de mis trenzas, intentando escupir algo que desde hacía tiempo ardía
en su boca y empezaba ya a quemar mis oídos: “Guárdate.
Protégete… ¡No te descuides ni un instante!”.
Siete días después,
de regreso a casa, me encontré con una habitación sórdidamente
vacía, olor a desinfectante y colonia de botica, el suelo lustroso,
las paredes encaladas, ni un solo objeto ni una prenda personal en el
armario. Y, al fondo, bajo la ventana que daba al mar, todo lo que
quedaba de mi adorada Olvido: un colchón desnudo, enrollado sobre
los muelles oxidados de la cama.
Pero apenas tuve
tiempo de sufrir su ausencia. La calamidad había decidido ensañarse
con nosotros, sin darnos respiro, negándonos un reposo que iba
revelándose urgente. Los objetos se nos caían de las manos, las
sillas se quebraban, los alimentos se descomponían. Nos sabíamos
nerviosos, agitados, inquietos. Debíamos esforzarnos, prestar mayor
atención a todo cuanto hiciéramos, poner el máximo cuidado en
cualquier actividad por nimia y cotidiana que pudiera parecernos.
Pero, aun así, a pesar de que lucháramos por combatir aquel
creciente desasosiego, yo intuía que el proceso de deterioro al que
se había entregado la casa no podía detenerse con simples
propósitos y buenas voluntades. Eran tantos los olvidos, tan
numerosos los descuidos, tan increíbles las torpezas que cometíamos
de continuo, que ahora, con la distancia de los años, contemplo la
tragedia que marcó nuestras vidas como un hecho lógico e
inevitable. Nunca supe si aquella noche olvidamos retirar los
braseros, o si lo hicimos de forma apresurada, como todo lo que
emprendíamos en aquellos días, desatentos a la minúscula ascua
escondida entre los faldones de la mesa camilla, entre los flecos de
cualquier mantel abandonado a su desidia… Pero nos arrancaron del
lecho a gritos, nos envolvieron en mantas, bajamos como enfebrecidos
las temibles escaleras, pobladas, de pronto, de un humo denso, negro,
asfixiante. Y luego, ya a salvo, a pocos metros del jardín, un
espectáculo gigantesco e imborrable. Llamas violáceas, rojas,
amarillas, apagando con su fulgor las primeras luces del alba,
compitiendo entre ellas por alcanzar las cimas más altas, surgiendo
por ventanas, hendiduras, claraboyas. No había nada que hacer,
dijeron, todo estaba perdido. Y así, mientras, inmovilizados por el
pánico, contemplábamos la lucha sin esperanzas contra el fuego, me
pareció como si mi vida fuera a extinguirse en aquel preciso
instante, a mis escasos doce años, envuelta en un murmullo de
lamentaciones y condolencias, junto a una casa que hacía tiempo
había dejado de ser mi casa. El frío del asfalto me hizo arrugar
los pies. Los noté desmesurados, ridículos, casi tanto como las
pantorrillas que asomaban por las perneras de un pijama demasiado
corto y estrecho. Me cubrí con la manta y, entonces, asestándome el
tiro de gracia, se oyó la voz. Surgió a mis espaldas, entre baúles
y archivadores, objetos rescatados al azar, cuadros sin valor,
jarrones de loza, a lo sumo un par de candelabros de plata.
Sé que, para los
vecinos congregados en el Paseo, no fue más que la inoportuna
melodía de un hermoso reloj. Pero, a mis oídos, había sonado como
unas agudas, insidiosas, perversas carcajadas.
Aquella misma
madrugada se urdió la ingenua conspiración de la desmemoria. De la
vida en el pueblo recordaríamos sólo el mar, los paseos por la
playa, las casetas listadas del verano. Fingí adaptarme a los nuevos
tiempos, pero no me perdí detalle, en los días inmediatos, de todo
cuanto se habló en mi menospreciada presencia. El anticuario se
obstinaba en rechazar el reloj aduciendo razones de dudosa
credibilidad. El mecanismo se hallaba deteriorado, las maderas
carcomidas, las fechas falsificadas… Negó haber poseído, alguna
vez, un objeto de tan desmesurado tamaño y redomado mal gusto, y
aconsejó a mi padre que lo vendiera a un trapero o se deshiciera de
él en el vertedero más próximo. No obedeció mi familia al
olvidadizo comerciante, pero sí, en cambio, adquirió su pasmosa
tranquilidad para negar evidencias. Nunca más pude yo pronunciar el
nombre prohibido sin que se culpase a mi fantasía, a mi imaginación,
o a las inocentes supersticiones de ancianas ignorantes. Pero la
noche de San Juan, cuando abandonábamos para siempre el pueblo de mi
infancia, mi padre mandó detener el coche de alquiler en las
inmediaciones de la calle principal. Y entonces lo vi. A través del
humo, de los vecinos, de los niños reunidos en torno a las hogueras.
Parecía más pequeño, desamparado, lloroso. Las llamas ocultaban
las figuras de los danzarines, el juego de autómatas se había
desprendido de la caja, y la esfera colgaba, inerte, sobre la puerta
de cristal que, en otros tiempos, encerrara un péndulo. Pensé en un
gigante degollado y me estremecí. Pero no quise dejarme vencer por
la emoción. Recordando antiguas aficiones, entorné los ojos.
Ella estaba allí.
Riendo, danzando, revoloteando en torno a las llamas junto a sus
viejas amigas. Jugueteaba con las cadenas como si estuvieran hechas
de aire y, con sólo proponérselo podía volar, saltar, unirse sin
ser vista al júbilo de los niños, al estrépito de petardos y
cohetes. “Olvido”, dije, y mi propia voz me volvió a la
realidad.
Vi cómo mi padre
reforzaba la pira, atizaba el fuego y regresaba jadeante al
automóvil. Al abrir la puertecilla, se encontró con mis ojos
expectantes. Fiel a la ley del silencio, nada dijo. Pero me sonrió,
me besó en las mejillas y, aunque jamás tendré ocasión de
recordárselo, sé que su mano me oprimió la nuca para que mirara
hacia el frente y no se me ocurriera sentir un asomo de piedad o
tristeza.
Aquélla fue la
última vez que, entornando los ojos, supe verlas.
Foto: Cristina Fernández Cubas.
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