sábado, 25 de enero de 2020

El reloj de Bagdad. Cristina Fernández Cubas.

Nunca las temí ni nada hicieron ellas por amedrentarme. Estaban ahí, junto a los fogones, confundidas con el crujir de la leña, el sabor a bollos recién horneados, el vaivén de los faldones de las viejas. Nunca las temí, tal vez porque las soñaba pálidas y hermosas, pendientes como nosotros de historias sucedidas en aldeas sin nombre, aguardando el instante oportuno para dejase oír, para susurrarnos sin palabras: “Estamos aquí, como cada noche”. O bien, refugiarse en el silencio denso que anunciaba: “Todo lo que estáis escuchando es cierto. Trágica, dolorosa, dulcemente cierto”. Podía ocurrir en cualquier momento. El rumor de las olas tras el temporal, el paso del último mercancías, el trepidar de la loza en la alacena, o la inconfundible voz de Olvido, encerrada en su alquimia de cacerolas y pucheros: -Son las ánimas, niña, son las ánimas. Más de una vez, con los ojos entornados, creí en ellas.


¿Cuántos años tendría Olvido en aquel tiempo? Siempre que le preguntaba por su edad la anciana se encogía de hombros, miraba con el rabillo del ojo a Matilde y seguía impasible, desgranando guisantes, zurciendo calcetines, disponiendo las lentejas en pequeños montones, o recordaba, de pronto, la inaplazable necesidad de bajar al sótano a por leña y alimentar la salamandra del último piso. Un día intenté sonsacar a Matilde. “Todos los del mundo”, me dijo riendo.
La edad de Matilde, en cambio, jamás despertó mi curiosidad. Era vieja también, andaba encorvada, y los cabellos canos, amarilleados por el agua de colonia, se divertían ribeteando un pequeño moño, apretado como una bola, por el que asomaban horquillas y pasadores. Tenía una pierna renqueante que sabía predecir el tiempo y unas cuantas habilidades más que, con el paso de los años, no logro recordar tan bien como quisiera. Pero, al lado de Olvido, Matilde me parecía muy joven, algo menos sabia y muchos más inexperta, a pesar de que su voz sonara dulce cuando nos mostraba los cristales empañados y nos hacía creer que afuera no estaba el mar, ni la playa, ni la vía del tren, ni tan siquiera el Paseo, sino montes inaccesibles y escarpados por los que correteaban manadas de lobos enfurecidos y hambrientos. Sabíamos -Matilde nos lo había contado muchas veces- que ningún hombre temeroso de Dios debía, en noches como aquéllas, abandonar el calor de su casa. Porque ¿quién, sino un alma pecadora, condenada a vagar entre nosotros, podía atreverse a desafiar tal oscuridad, semejante frío, tan espantosos gemidos procedentes de las entrañas de la tierra? Y entonces Olvido tomaba la palabra. Pausada, segura, sabedora de que a partir de aquel momento nos hacía suyos, que muy pronto la luz del quinqué se concentraría en su rostro y sus arrugas de anciana dejarían paso a la tez sonrosada de una niña, a la temible faz de un supulturero atormentado por sus recuerdos, a un fraile visionario, tal vez a una monja milagrera… Hasta que unos pasos decididos, o un fino taconeo, anunciaran la llegada de incómodos intrusos. O que ellas, nuestras amigas, indicaran por boca de Olvido que había llegado la hora de descansar, de tomarnos la sopa de sémola o de apagar la luz.
Sí, Matilde, además de su pierna adivina, poseía el don de la dulzura. Pero en aquellos tiempos de entregas sin fisuras yo había tomado el partido de Olvido, u Olvido, quizá, no me había dejado otra opción. “Cuando seas mayor y te cases, me iré a vivir contigo.” Y yo, cobijada en el regazo de mi protectora, no conseguía imaginar cómo sería esa tercera persona dispuesta a compartir nuestras vidas, ni veía motivo suficiente para separarme de mi familia o abandonar, algún día, la casa junto a la playa. Pero Olvido decidía siempre por mí. “El piso será soleado y pequeño, sin escaleras, sótano ni azotea.” Y no me quedaba otro remedio que ensoñarlo así, con una amplia cocina en la que Olvido trajinara a gusto y una gran mesa de madera con tres sillas, tres vasos y tres platos de porcelana… O, mejor, dos. La compañía del extraño que las previsiones de Olvido me adjudicaban no acababa de encajar en mi nueva cocina. “Él cenará más tarde”, pensé. Y le saqué la silla a un hipotético comedor que mi fantasía no tenía interés alguno en representarse.
Pero en aquel caluroso domingo de diciembre, en que los niños danzaban en torno al bulto recién llegado, me fijé con detenimiento en el rostro de Olvido y me pareció que no quedaba espacio para una nueva arruga. Se hallaba extrañamente rígida, desatenta a las peticiones de tijeras y cuchillos, ajena al jolgorio que el inesperado regalo había levantado en la antesala. “Todos los años del mundo”, recordé, y, por un momento, me invadió la certeza de que la silla que tan ligeramente había desplazado al comedor no era la del supuesto, futuro y desdibujado marido.


Lo habían traído aquella misma mañana, envuelto en un recio papel de embalaje, amarrado con cordeles y sogas como un prisionero. Parecía un gigante humillado, tendido como estaba sobre la alfombra, soportando las danzas y los chillidos de los niños, excitados, inquietos, seguros hasta el último instante de que sólo ellos iban a ser los destinatarios del descomunal juguete. Mi madre, con mañas de gata adulada, seguía de cerca los intentos por desvelar el misterio. ¿Un nuevo armario? ¿Una escultura, una lámpara? Pero no, mujer, claro que no. Se trataba de una obra de arte, de una curiosidad, de una ganga. El anticuario debía de haber perdido el juicio. O, quizá, la vejez, un error, otras preocupaciones. Porque el precio resultaba irrisiorio para tamaña maravilla. No teníamos más que arrancar los últimos adhesivos, el celofán que protegía las partes más frágiles, abrir la puertecilla de cristal y sujetar el péndulo. Un reloj de pie de casi tres metros de alzada, números y manecillas recubiertos de oro, un mecanismo rudimentario pero perfecto. Deberíamos limpiarlo, apuntalarlo, disimular con barniz los inevitables destrozos del tiempo. Porque era un reloj muy antiguo, fechado en 1700, en Bagdad, probable obra de artesanos iraquíes para algún cliente europeo. Sólo así podía interpretarse el hecho de que la numeración fuera arábiga y que la parte inferior de la caja reprodujera en relieve los cuerpos festivos de un grupo de seres humanos. ¿Danzarines? ¿Invitados a un banquete? Los años habían desdibujado sus facciones, los pliegues de sus vestidos, los manjares que se adivinaban aún sobre la superficie carcomida de una mesa. Pero ¿por qué no nos decidíamos de una vez a alzar la vista, a detenernos en la esfera, a contemplar el juego de balanzas que, alternándose el peso de unos granos de arena, ponía en marcha el carillón? Y ya los niños, equipados con cubos y palas, salían al Paseo, miraban a derecha e izquierda, cruzaban la vía y se revolcaban en la playa que ahora no era una playa sino un remoto y peligroso desierto. Pero no hacía falta tanta arena. Un puñado, nada más, y, sobre todo, un momento de silencio. Coronando la esfera, recubierta de polvo, se hallaba la última sorpresa de aquel día, el más delicado conjunto de autómatas que hubiéramos podido imaginar. Astros, planetas, estrellas de tamaño diminuto aguardando las primeras notas de una melodía para ponerse en movimiento. En menos de una semana conoceríamos todos los secretos de su mecanismo.
Lo instalaron en el descansillo de la escalera, al término del primer tramo, un lugar que parecía construido aposta. Se le podía admirar desde la antesala, desde el rellano del primer piso, desde los mullidos sillones del salón, desde la trampilla que conducía a la azotea. Cuando, al cabo de unos días, dimos con la proporción exacta de arena y el carillón emitió, por primera vez, las notas de una desconocida melodía, a todos nos pareció muchísimo más alto y hermoso. El Reloj de Bagdad estaba ahí. Arrogante, majestuoso, midiendo con su sordo tictac cualquiera de nuestros movimientos, nuestra respiración, nuestros juegos infantiles. Parecía como si se hallara en el mismo lugar desde tiempos inmemoriales, como si él estuviera en su puesto, tal era la altivez de su porte, su seguridad, el respeto que nos infundía cuando, al caer la noche, abandonábamos la plácida cocina para alcanzar los dormitorios del último piso. Ya nadie recordaba la antigua desnudez de la escalera. Las visitas se mostraban arrobadas, y mi padre no dejaba de felicitarse por la astucia y la oportunidad de su adquisición. Una ocasión única, una belleza, una obra de arte.


Olvido se negó a limpiarlo. Pretextó vértigos, jaquecas, vejez y reumatismo. Aludió a problemas de la vista, ella que podía distinguir un grano de cebada en un costal de trigo, la cabeza de un alfiler en un montón de arena, la china más minúscula en un puñado de lentejas. Encaramarse a una escalerilla no era labor para una anciana. Matilde era mucho más joven y llevaba, además, menos tiempo en la casa. Porque ella, Olvido, poseía el privilegio de la antigüedad. Había criado a las hermanas de mi padre, asistido a mi nacimiento, al de mis hermanos, ese par de pecosos que no se apartaban de las faldas de Matilde. Pero no era necesario que sacase a relucir sus derechos, ni que se asiera con tanta fuerza de mis trenzas. “Usted, Olvido, es como de la familia”. Y, horas más tarde, en la soledad de la alcoba de mis padres: “Pobre Olvido. Los años no perdonan”.
No sé si la extraña desazón que iba a adueñarse pronto de la casa irrumpió de súbito, como me lo presenta ahora la memoria, o se se trata, quizá de la deformación que entraña el recuerdo. Pero lo cierto es que Olvido, tiempo antes de que la sombra de la fatalidad se cerniera sobre nosotros, empezó a adquirir actitudes de felina recelosa, siempre con los oídos alerta, las manos crispadas, atenta a cualquier soplo de viento, al menor murmullo, al chirriar de las puertas, al paso del mercancías, del rápido, del expreso, o al cotidiano trepidar de las cacerolas sobre las repisas. Pero ahora no eran las ánimas que pedían oraciones ni frailes pecadores condenados a penar largos años en la tierra. La vida en la cocina se había poblado de un silencio tenso y agobiante. De nada servía insistir. Las aldeas, perdidas entre montes, se habían tornado lejanas e inaccesibles, y nuestros intentos, a la vuelta del colegio, por arrancar nuevas historias se quedaban en preguntas sin respuestas, flotando en el aire, bailoteando entre ellas, diluyéndose junto a humos y suspiros. Olvido parecía encerrada en sí misma y, aunque fingía entregarse con ahínco a fregar los fondos de las ollas, a barnizar armarios y alacenas, o a blanquear las junturas de los mosaicos, yo la sabía rezando el comedor, subiendo con cautela los primeros escalones, deteniéndose en el descansillo y observando. La adivinaba observando, con la valentía que le otorgaba el no hallarse realmente allí, frente al péndulo de bronce, sino a salvo, en su mundo de pucheros y sartenes, un lugar hasta el que no llegaban los latidos del reloj y en el que podía ahogar, con facilidad, el sonido de la inevitable melodía.
Pero apenas hablaba. Tan sólo en aquella mañana ya lejana en que mi padre, cruzando mares y atravesando desiertos, explicaba a los pequeños la situación de Bagdad, Olvido se había atrevido a murmurar: “Demasiado lejos”. Y luego, dando la espalda al objeto de nuestra admiración, se había internado por el pasillo cabeceando enfurruñada, sosteniendo una conversación consigo misma.
-Ni siquiera deben de ser cristianos -dijo entonces.
En un principio, y aunque lamentara el súbito cambio que se había operado en nuestra vida, no concedí excesiva importancia a los desvaríos de Olvido. Los años parecían haberse desplomado de golpe sobre el frágil cuerpo de la anciana, sobre aquellas espaldas empeñadas en curvarse más y más a medida que pasaban los días. Pero un hecho fortuito terminó de sobrecargar la enrarecida atmósfera de los últimos tiempos. Para mi mente de niña, se trató de una casualidad; para mis padres, de una desgracia; para la vieja Olvido, de la confirmación de sus oscuras intuiciones. Porque había sucedido junto al bullicioso grupo sin rostro, ante el péndulo de bronce, frente a las manecillas recubiertas de oro. Matilde sacaba brillo a la cajita de astros, al Sol y a la Luna, a las estrellas sin nombre que componían el diminuto desfile, cuando la mente se le nubló de pronto, quiso aferrarse a las balanzas de arena, apuntalar sus pies sobre un peldaño inexistente, impedir una caída que se presentaba inevitable. Pero la liviana escalerilla se negó a sostener por más tiempo aquel cuerpo oscilante. Fue un accidente, un desmayo, una momentánea pérdida de conciencia. Matilde no se encontraba bien. Lo había dicho por la mañana mientras vestía a los pequeños. Sentía náuseas, el estómago revuelto, posiblemente la cena de la noche anterior, quién sabe si una secreta copa traidora al calor de la lumbre. Pero no había forma humana de hacerse oír en aquella cocina dominada por sombríos presagios. Y ahora no era sólo Olvido. A los innombrables temores de la anciana se había unido el espectacular terror de Matilde. Rezaba, conjuraba, gemía. Se las veía más unidas que nunca, murmurando sin descanso, farfullando frases inconexas, intercambiándose consejos y plegarias. La antigua rivalidad, a la hora de competir con su arsenal de prodigios y espantos, quedaba ya muy lejos. Se diría que aquellas historias, con las que nos hacían vibrar de emoción, no eran más que juegos. Ahora, por primera vez, las sentía asustadas.
Durante aquel invierno fui demorando, poco a poco, el regreso del colegio. Me detenía en las plazas vacías, frente a los carteles del cine, ante los escaparates iluminados de la calle principal. Retrasaba en lo posible el inevitable contacto con las noches de la casa, súbitamente tristes, inesperadamente heladas, a pesar de que la leña siguiera crujiendo en el fuego y de que de la cocina surgieran aromas a bollo recién hecho y a palomitas de maíz. Mis padres, inmersos desde hacía tiempo en los preparativos de un viaje, no parecían darse cuenta de la nube siniestra que se había introducido en nuestro territorio. Y nos dejaron solos. Un mundo de viejas y niños solos. Subiendo la escalera en fila, cogidos de la mano, sin atrevernos a hablar, a mirarnos a los ojos, a sorprender en el otro un destello de espanto que, por compartido, nos obligara a nombrar lo que no tenía nombre. Y ascendíamos escalón tras escalón con el alma encogida, conteniendo la respiración en el primer descansillo tomando carrerilla hasta el rellano, deteniéndonos unos segundos para recuperar aliento, continuando silenciosos los últimos tramos del camino, los latidos del corazón azotando nuestro pecho, unos latidos precisos, rítmicos, perfectamente sincronizados. Y, ya en el dormitorio, las viejas acostaban a los pequeños en sus camas, niños olvidados de su capacidad de llanto, de su derecho a inquirir, de la necesidad de conjurar con palabras sus inconfesados terrores. Luego nos daban las buenas noches, nos besaban en la frente y, mientras yo prendía una débil lucecita junto al cabezal de mi cama, las oía dirigirse con pasos arrastrados hacia su dormitorio, abrir la puerta, cuchichear entre ellas, lamentarse, suspirar. Y después dormir, sin molestarse en apagar el tenue resplandor de la desnuda bombilla, sueños agitados que pregonaban a gritos el silenciado motivo de sus inquietudes diurnas, el Señor In-nombrado, el Amo y Propietario de nuestras viejas e infantiles vidas.
La ausencia de mis padres no duró más que unas semanas, tiempo suficiente para que, a su regreso, encontraran la casa molestamente alterada. Matilde se había marchado. Un mensaje, una carta del pueblo, una hermana doliente que reclamaba angustiada su presencia. Pero ¿cómo podía ser? ¿Desde cuándo Matilde tenía hermanas? Nunca hablaba de ella pero conservaba una hermana en la aldea. Aquí estaba la carta: sobre la cuadrícula del papel una mano temblorosa explicaba los pormenores del imprevisto. No tenían más que leerla. Matilde la había dejado con este propósito: para que comprendieran que hizo lo que hizo porque no tenía otro remedio. Pero era una carta sin franqueo. ¿Cómo podía haber llegado hasta la casa? La trajo un pariente. ¿Y esa curiosa y remilgada redacción? Mi madre buscaba entre sus libros un viejo manual de cortesía y sociedad. Aquellos billetes de pésame, de felicitación, de cambio de domicilio, de comunicación de desgracias. Esa carta la había leído ya alguna vez. Si Matilde quería abandonarnos no tenía necesidad de recurrir a ridículas excusas. Pero ella, Olvido, no podía contestar. Estaba cansada, se sentía mal, había aguardado a que regresaran para declararse enferma. Y ahora, postrada en el lecho de su dormitorio, no deseaba otra cosa que reposar, que la dejaran en paz, que desistieran de sus intentos por que se decidiera a probar bocado. Su garganta se negaba a engullir alimento alguno, a beber siquiera un sorbo de agua. Cuando se acordó la conveniencia de que los pequeños y yo misma pasáramos unos días en casa de lejanos familiares y subí a despedirme de Olvido, creí encontrarme ante una mujer desconocida. Había adelgazado de manera alarmante, sus ojos parecían enormes, sus brazos, un manojo de huesos y venas. Me acarició la cabeza casi sin rozarme, esbozando una mueca que ella debió de suponer sonrisa, supliendo con el brillo de su mirada las escasas palabras que lograban aflorar a sus labios. “Primero pensé que algún día tenía que ocurrir”, masculló “que unas cosas empiezan y otras acaban...” Y luego, como presa de un pavor invencible, asiéndose de mis trenzas, intentando escupir algo que desde hacía tiempo ardía en su boca y empezaba ya a quemar mis oídos: “Guárdate. Protégete… ¡No te descuides ni un instante!”.


Siete días después, de regreso a casa, me encontré con una habitación sórdidamente vacía, olor a desinfectante y colonia de botica, el suelo lustroso, las paredes encaladas, ni un solo objeto ni una prenda personal en el armario. Y, al fondo, bajo la ventana que daba al mar, todo lo que quedaba de mi adorada Olvido: un colchón desnudo, enrollado sobre los muelles oxidados de la cama.
Pero apenas tuve tiempo de sufrir su ausencia. La calamidad había decidido ensañarse con nosotros, sin darnos respiro, negándonos un reposo que iba revelándose urgente. Los objetos se nos caían de las manos, las sillas se quebraban, los alimentos se descomponían. Nos sabíamos nerviosos, agitados, inquietos. Debíamos esforzarnos, prestar mayor atención a todo cuanto hiciéramos, poner el máximo cuidado en cualquier actividad por nimia y cotidiana que pudiera parecernos. Pero, aun así, a pesar de que lucháramos por combatir aquel creciente desasosiego, yo intuía que el proceso de deterioro al que se había entregado la casa no podía detenerse con simples propósitos y buenas voluntades. Eran tantos los olvidos, tan numerosos los descuidos, tan increíbles las torpezas que cometíamos de continuo, que ahora, con la distancia de los años, contemplo la tragedia que marcó nuestras vidas como un hecho lógico e inevitable. Nunca supe si aquella noche olvidamos retirar los braseros, o si lo hicimos de forma apresurada, como todo lo que emprendíamos en aquellos días, desatentos a la minúscula ascua escondida entre los faldones de la mesa camilla, entre los flecos de cualquier mantel abandonado a su desidia… Pero nos arrancaron del lecho a gritos, nos envolvieron en mantas, bajamos como enfebrecidos las temibles escaleras, pobladas, de pronto, de un humo denso, negro, asfixiante. Y luego, ya a salvo, a pocos metros del jardín, un espectáculo gigantesco e imborrable. Llamas violáceas, rojas, amarillas, apagando con su fulgor las primeras luces del alba, compitiendo entre ellas por alcanzar las cimas más altas, surgiendo por ventanas, hendiduras, claraboyas. No había nada que hacer, dijeron, todo estaba perdido. Y así, mientras, inmovilizados por el pánico, contemplábamos la lucha sin esperanzas contra el fuego, me pareció como si mi vida fuera a extinguirse en aquel preciso instante, a mis escasos doce años, envuelta en un murmullo de lamentaciones y condolencias, junto a una casa que hacía tiempo había dejado de ser mi casa. El frío del asfalto me hizo arrugar los pies. Los noté desmesurados, ridículos, casi tanto como las pantorrillas que asomaban por las perneras de un pijama demasiado corto y estrecho. Me cubrí con la manta y, entonces, asestándome el tiro de gracia, se oyó la voz. Surgió a mis espaldas, entre baúles y archivadores, objetos rescatados al azar, cuadros sin valor, jarrones de loza, a lo sumo un par de candelabros de plata.
Sé que, para los vecinos congregados en el Paseo, no fue más que la inoportuna melodía de un hermoso reloj. Pero, a mis oídos, había sonado como unas agudas, insidiosas, perversas carcajadas.


Aquella misma madrugada se urdió la ingenua conspiración de la desmemoria. De la vida en el pueblo recordaríamos sólo el mar, los paseos por la playa, las casetas listadas del verano. Fingí adaptarme a los nuevos tiempos, pero no me perdí detalle, en los días inmediatos, de todo cuanto se habló en mi menospreciada presencia. El anticuario se obstinaba en rechazar el reloj aduciendo razones de dudosa credibilidad. El mecanismo se hallaba deteriorado, las maderas carcomidas, las fechas falsificadas… Negó haber poseído, alguna vez, un objeto de tan desmesurado tamaño y redomado mal gusto, y aconsejó a mi padre que lo vendiera a un trapero o se deshiciera de él en el vertedero más próximo. No obedeció mi familia al olvidadizo comerciante, pero sí, en cambio, adquirió su pasmosa tranquilidad para negar evidencias. Nunca más pude yo pronunciar el nombre prohibido sin que se culpase a mi fantasía, a mi imaginación, o a las inocentes supersticiones de ancianas ignorantes. Pero la noche de San Juan, cuando abandonábamos para siempre el pueblo de mi infancia, mi padre mandó detener el coche de alquiler en las inmediaciones de la calle principal. Y entonces lo vi. A través del humo, de los vecinos, de los niños reunidos en torno a las hogueras. Parecía más pequeño, desamparado, lloroso. Las llamas ocultaban las figuras de los danzarines, el juego de autómatas se había desprendido de la caja, y la esfera colgaba, inerte, sobre la puerta de cristal que, en otros tiempos, encerrara un péndulo. Pensé en un gigante degollado y me estremecí. Pero no quise dejarme vencer por la emoción. Recordando antiguas aficiones, entorné los ojos.
Ella estaba allí. Riendo, danzando, revoloteando en torno a las llamas junto a sus viejas amigas. Jugueteaba con las cadenas como si estuvieran hechas de aire y, con sólo proponérselo podía volar, saltar, unirse sin ser vista al júbilo de los niños, al estrépito de petardos y cohetes. “Olvido”, dije, y mi propia voz me volvió a la realidad.
Vi cómo mi padre reforzaba la pira, atizaba el fuego y regresaba jadeante al automóvil. Al abrir la puertecilla, se encontró con mis ojos expectantes. Fiel a la ley del silencio, nada dijo. Pero me sonrió, me besó en las mejillas y, aunque jamás tendré ocasión de recordárselo, sé que su mano me oprimió la nuca para que mirara hacia el frente y no se me ocurriera sentir un asomo de piedad o tristeza.


Aquélla fue la última vez que, entornando los ojos, supe verlas.

Foto: Cristina Fernández Cubas.
 

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