domingo, 29 de abril de 2018

Atila. José de la Colina.

Batalló con sus huestes en estepas fogosas o heladas y en praderas y en bosques umbríos, fue el terror de sus tiempos y venció a reinos de Oriente y Occidente, pero, como por donde pisaba su caballo no volvía a brotar la hierba, descubrió un día que el verdadero, obstinado e invencible perseguidor era el Desierto.

José de la Colina. Yo también soy Sherezade, 2016.
 

sábado, 28 de abril de 2018

La montaña. Enrique Anderson Imbert.

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
-¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

 

jueves, 26 de abril de 2018

El ángel. Ángel Olgoso.

Dispuesto a ahorcarme, até unas tiras de sábana a los barrotes y anudé el otro extremo en torno a mi cuello de convicto reincidente. «No servirá de nada», dijo una voz. Había decidido acabar con todo, soledad, goteo del tiempo, celdas de castigo, vueltas ciegas al patio, relectura de cada libro de la biblioteca de la cárcel. «Le digo que no servirá de nada —resopló el ángel—, aún no ha llegado la hora de recoger el conjunto de tus ruinas». Su aspecto reglamentario, como bañado en talco, y la autoridad de aquel fanal luminoso en mitad de la noche sugerían que podía no ser parte de mi instante de locura. Lo dejé hablar. En un tono de superioridad amistosa, me instruyó en el bien y el mal, aclaró que no esperaba recompensa alguna por todos sus desvelos conmigo y me reveló, incluso, la jerarquía de la Organización (nueve órdenes de tres tríadas cada una: serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles). Lo que me persuadió finalmente de no consumar el suicidio no fue, sin embargo, su familiaridad con mis intimidades, con mi vida de crimen y desórdenes, sino la visión de sus alas un poco maltrechas, desflecadas, y en su cuerpo las cicatrices de antiguas luchas.

La máquina de languidecer. Ángel Olgoso. 2009.
 

miércoles, 25 de abril de 2018

Catgut. Anna Gavalda.

Al principio nada estaba previsto así. Había contestado a un anuncio de La Semaine Vétérinaire para una sustitución de dos meses, en agosto y septiembre. Y luego el tío que me contrató se mató en la carretera volviendo de vacaciones. Afortunadamente, no había nadie más en el coche.
Y me quedé. Incluso compré la casa. Es una buena clientela. A los normandos les cuesta pagar, pero acaban haciéndolo.
Los normandos son como todos los catetos. Las opiniones, una vez que se les meten en la cabeza, ahí se quedan para siempre… y una mujer, para los animales, mala cosa. Para alimentarlos, para ordeñarlos y para limpiar la mierda, vale. Pero para las inyecciones, los partos, los cólicos y las metritis, está por ver.
Se vio. Después de varios meses de calibrar, terminaron por ofrecerme esa copita en la mesa de la cocina.
Por supuesto, durante las mañanas, no hay problemas. Atiendo en la consulta. Me traen sobre todo perros y gatos. Varios casos: me lo traen para pincharlo porque el padre es incapaz de hacerlo y el animal sufre demasiado, me lo traen para curarlo porque éste es bueno para la caza o, ya menos frecuente, me lo traen para la vacuna, y entonces, es un parisino.
Lo peor al principio eran las tardes. Las visitas. Los establos. Los silencios. Hay que verla trabajar, luego ya se dirá. Cuánta desconfianza y, me imagino yo, cuantas burlas por la espalda. Sí que he debido dar motivos de risa en el café con mis prácticas y mis guantes estériles. Además, me llamo Pernil. Doctora Pernil. Vaya descojone.
Terminé por olvidar mis fotocopias y mi teoría, esperé en silencio yo también, delante del animal, a que el propietario me escupiera pedazos de explicación para ayudarme.
Y luego, sobre todo, y es gracias a lo que estoy todavía aquí, me compré unas pesas.
Ahora, si tuviera que dar algún consejo (con todo lo que ha ocurrido me extrañaría que me pidiera alguien alguno) a un joven que quisiera ser veterinario rural, le diría: músculo, mucho músculo. Es lo más importante. Una vaca pesa entre quinientos y ochocientos kilos, un caballo entre setecientos kilos y una tonelada. Eso es todo.
Imaginaos una vaca que tiene problemas para parir. Por supuesto es de noche, hace mucho frío, el establo está sucio y apenas hay luz.
Bueno.
La vaca sufre, el granjero está triste, la vaca es su ganapán. Si el veterinario le sale más caro que el precio de la carne que va a nacer hay que pensárselo… tú dices:
―El ternero está mal colocado. Hay que darle la vuelta y saldrá solo.
El establo se anima, han sacado de la cama al mayor y detrás de él ha venido la hermana pequeña. Para una vez que ocurre algo.
Mandas atar al animal. Bien atado. Nada de patadas. Te desnudas, te quedas en camiseta. Hace frío de golpe. Buscas un grifo y te lavas bien las manos con un trozo de jabón que anda por ahí. Te pones los guantes que te llegan hasta debajo de los sobacos. Con la mano izquierda te apoyas en la vulva enorme y adelante.
Vas a buscar el ternero de setenta o sesenta kilos al fondo de la matriz y le das la vuelta. Con una sola mano.
Lleva tiempo pero lo haces. Después, te acuerdas de tus pesas cuando te tomas un calvados, al calorcito, para recuperarte.
Otra vez, el ternero no saldrá, hay que abrir y es más caro. El tío te mira y según tu mirada tomará una decisión. Si tu mirada inspira confianza y si haces un gesto hacia tu coche como para coger el material, dirá que sí.
Si tu mirada está vuelta hacia los otros animales y si haces un gesto pero como para irte, dirá que no.
Otra vez también, el ternero está ya muerto y no hay que lastimar a la novilla, entonces se le corta en trocitos y se sacan uno después de otro, siempre con el guante.
Luego, de vuelta a casa, pero con tristeza.
Han pasado los años y estoy lejos de haber terminado de pagar todo, pero me van las cosas bastante bien.
Cuando murió, compré la granja del tío Villemeux y la arregle un poco.
Conocí a alguien y luego se marchó. Por mis manos en forma de palas, me imagino.
Recogí dos perros, el primero vino solo hasta mi casa y la debió de encontrar buena, el segundo vivió lo peor antes de que yo lo adoptara. Por supuesto, el que manda es el segundo. También hay unos cuantos gatos por aquí. No los veo nunca, pero la comida desaparece. Me gusta mi jardín, es un poco salvaje pero hay algunos rosales antiguos que están ahí antes que yo y que no exigen nada. Son muy hermosos.
El año pasado compré muebles de jardín de madera de teca. Carísimos, pero al parecer envejecerán bien.
Cuando se presenta la ocasión salgo con Marc Pardini que es profesor de no sé qué en el colegio de al lado. Vamos al cine o a cenar. Se hace el intelectual conmigo y me hace gracia porque, es verdad, me he vuelto súper paleta. Me presta libros y discos.
Cuando se presenta la ocasión, me acuesto con él. Siempre sale bien.
Ayer por la noche sonó el teléfono. Era la Billebaudes, la granja de la carretera de Tianville. El tío me habló de algo que iba mal y que no podía esperar.
Decir que me costó ir es poco decir. Había estado de guardia el fin de semana anterior, y llevaba trece días trabajando sin interrupción. Hable un poquito con mis perros. Cualquier cosa, es para oír mi voz, y me hice un café negro como el carbón.
Nada más quitar la llave del contacto, supe que nada saldría bien. La casa estaba a oscuras y el establo en silencio.
Metí un ruido tremendo golpeando la puerta de chapa ondulada como para despertar al mundo entero pero era demasiado tarde.
Me dijo: el culo de mi vaca está bien, ¿pero el tuyo cómo está? ¿Tienes tú un culo? Cuentan por aquí que no eres una mujer de verdad, que eres más bien un poco marimacho, es lo que dicen por aquí, sabes. Entonces nosotros les dijimos que lo comprobaríamos nosotros mismos.
Y todo lo que decía hacía reír a los otros dos.
Yo miraba fijamente sus uñas mordidas hasta hacerse sangre. ¿Crees que me lo habría hecho sobre una paca de paja? No, estaba demasiado borracho como para agacharse sin caerse. En la lechería me placaron contra una cuba helada. Había una especie de tubo acodillado que me machacaba la espalda. Era patético verles impacientes con la bragueta.
Todo era patético.
Me hicieron un daño horrible. Así, no quiero decir nada, pero lo repito para aquellos que me hayan oído mal: me hicieron un daño horrible.
Al tío de las Billebaudes la eyaculación lo despejó de golpe.
Bueno, doctora, esto ha sido para divertirnos, ¿eh? No solemos tener ocasiones de divertirnos por aquí, hay que comprendernos, y aquí, mi cuñado, es su despedida de soltero, ¿verdad Manu?
Manu ya estaba durmiendo y el colega de Manu empezó a pimplar otra vez.
Yo le dije al tío, claro, claro. Incluso bromeé un poco con él hasta que me ofreciera la botella. Era aguardiente de ciruela.
El alcohol los había vuelto inofensivos pero les administré a cada uno una dosis de Ketamine. No quería que movieran un músculo. Quería estar bien tranquilita.
Me puse guantes estériles y lo limpié todo bien con Betadine.
Después, estiré la piel del escroto. Con la hoja del bisturí hice una pequeña incisión. Saqué los testículos. Corté. Ligué el epidídimo y el vaso sanguíneo con catgut nº 3,5. Volví a meter los testículos en las bolsas y lo cosí con un punto por encima. Un trabajo muy limpio.
Al que me llamó por teléfono y que fue el más violento porque se siente aquí en su casa, le trasplanté su par de huevos encima de la nuez.
Eran casi las seis cuando pasé por casa de mi vecina. La señora Brudet, setenta y dos años, de pie desde hacía tiempo, toda acartonada pero animosa.
―Me voy a tener que ausentar seguramente, señora Brudet, necesito alguien que cuide de mis perros y de los gatos.
―¿No será nada grave, espero?
―No lo sé.
―Los gatos, encantada, aunque me parece a mí que no es bueno cebarlos así. Que cacen ratones, que es lo que tienen que hacer. Los perros ya me cuesta más porque son gordos, pero si no va a ser mucho tiempo, me los quedaré.
―Le voy a firmar un talón para la comida.
―Está bien. Déjelo detrás de la tele. ¿No será nada grave, espero?
―Nahnahnahnah ―dije sonriendo.
Ahora estoy sentada en la mesa de la cocina. Me he hecho otro café y me estoy fumando un cigarro. Aguardo al coche de la policía.
Sólo espero que no pongan la sirena.

 Quisiera que alguien me esperara en algún lugar. Anna Gavalda, 2010.

martes, 24 de abril de 2018

La mano de Dios. Francisco Rodríguez Criado.

Después de la cena, mamá nos leía un fragmento de la Biblia. Y digo “cena” por decir algo, en verdad pasábamos hambre, mucha hambre, apenas daba la economía para unos vasos de leche caliente y un par de galletas. La tía a veces nos traía pan y mantequilla, y otras veces era el propio azar quien nos suministraba unas porciones de falsas ilusiones que echarnos al estómago.
Un día Javier anunció que en la radio un escritor organizaba un concurso de relatos breves. Diez líneas como máximo. El premio consistía en cinco libros y un jamón de bellota. Nuestros rostros escuálidos centellearon de repente, más por el jamón que por los libros. “Yo escribiré la primera línea -dijo papá-, y vosotros el resto. Ya es hora de que hagáis algo de provecho.” Pusimos manos a la obra. Mamá, la segunda línea; Rosario, la tercera, Pepe, la cuarta; Isabel, Javier, Nacho y Augusto escribieron la quinta, sexta, séptima y octava. ¿Y la siguiente? Miramos a la perra, que encogió el rabo y huyó a otra habitación. Convencimos a un tipo que pasaba cada semana por casa para que escribiera la siguiente línea. Mamá, entre dientes, le llamaba “el acreedor”, y yo daba por hecho que un acreedor era el devoto de una religión diferente a la católica. El hombre tenía una letra firme y regular, se notaba que comía de lo lindo. Después observamos embelesados el papel garabateado. “Vamos a dormir -dijo papá-. Y así pensamos detenidamente la última línea”. Mamá, religiosa en la desesperación, dijo: “Ya está, sólo falta la mano de Dios y el jamón es nuestro”. He de decir que nadie durmió aquella noche, de pura concentración intelectual.
A la mañana siguiente sucedió el milagro. Cuando mamá se levantó para mirar si había algo en el frigorífico, encontró que alguien que firmaba como La Mano de Dios había finalizado el relato (con cierto estilo celestial, dicho sea de paso). Botamos de alegría.
El día del concurso escuchamos el programa, todos apiñados alrededor de la radio. No ganamos. Ni siquiera se nos mencionó. Quizá nos faltaba talento literario…
Ahora seguimos pasando hambre. Pero al menos ya sabemos que Dios no existe.

 

domingo, 22 de abril de 2018

Una casa llena de sillas. Antonio Báez.

Invité a una mujer a subir a mi casa. Tenía las piernas tatuadas, los brazos, los hombros y el cuello. No todos los hombres son capaces de invitar a una mujer llena de tatuajes a subir a su casa. Era una mujer grande, muy blanca de piel y con el pelo negro como el azabache. A pesar de su aspecto apocalíptico me pareció una mujer muy tierna, casi infantil. Y eso incentivó aún más mi deseo. Mientras íbamos en el ascensor hojeando una revista entre risas pensé en ella desnuda, como vulgarmente se suele decir, a cuatro patas. Deseaba ver los tatuajes que mantenía ocultos mientras la penetraba. No puedo saber qué es lo que a ella se le pasaba por la cabeza. Podría preguntárselo. Ir a la cafetería en la que la abordé, donde no es extraño que se encuentre en este momento, y decirle: estoy escribiendo sobre nosotros y me gustaría conocer tus pensamientos en el ascensor aquella tarde en que subiste por primera vez a mi casa. Estoy seguro de que me los contaría. Quizás lo haga un día de estos, aunque este relato ya esté terminado. Podré rehacerlo, añadir lo que ella me cuente, pero por ahora voy a seguir, aunque sea con esa laguna. La besé precipitadamente y con torpeza. Ella fue un ángel. Comprendió la situación enseguida y se abrazó a mí. No llegamos a desnudarnos, pues actuamos con la urgencia del deseo, como mínimo con la del mío. Aplacado el furor amoroso hubo un momento en el que no supimos qué decir o hacer, ella miró el techo y yo miré la puerta. Luego puso la boca con forma de o mayúscula, así, O. Como si hubiese un agujero allí que dejase ver el piso de arriba y, en el techo de este, otro agujero dejase ver el siguiente piso y así sucesivamente hasta llegar a un espléndido cielo. A mí la puerta, sin embargo, me pareció una montaña en la que me sería imposible excavar un túnel. Ya se vería. Ella accionó la cerradura con gran suavidad y me dedicó una sonrisa. Una vez entré en una casa en la que sólo había sillas, todo el espacio estaba ocupado por sillas, lo que dificultaba mucho moverse de una habitación a otra, me dijo. Te acompaño, le dije. Encerrados en el ascensor nos apresuramos de nuevo a amarnos con frensesí, con la ropa puesta. Y luego volvimos a enmudecer. Ella miró al frente en aquel espacio claustrofóbico, yo al techo, sudando. Una vecina nos encontró así al abrir la puerta, casi como estatuas de sal. Dio un respingo hacia atrás y nosotros aprovechamos para salir al rellano. Al día siguiente me invitó ella a su casa. Me pareció que tenía una enorme serpiente descansando en el centro de la cama, así que le propuse que nos arrojaramos al suelo, donde manifestamos una gran voracidad del uno por el otro. Luego ella se asomó a la ventana y me mostró en su espalda desnuda un dragón tatuado. Advertí que la serpiente de la cama era sólo un estampado de la colcha. Le conté mi confusión y con los espamos de su risa todos los seres maravillosos dibujados en su cuerpo empezaron a cobrar vida. Mientras me trababa con sus piernas, sujeto contra el suelo, comencé a ver que en el techo se abría un agujero y en el piso de arriba se abría otro y así sucesivamente, hasta llegar a un cielo espléndido. A última hora decidimos salir y de nuevo probamos nuestros deseos dentro del ascensor. Volví a mi casa de madrugada y caí en la cama como un saco. Al despertar al día siguiente me encontré todas las habitaciones llenas de sillas, lo que dificultó muchísimo mi salida para salir a tomarme un bocadillo a la cafetería de la esquina, donde la mujer, subida a un taburete, dejaba ver sobre su lechoso y espléndido muslo el trazo de un nuevo tatoo. Hasta ahí llega esta historia, hasta lo que pensé en aquel momento: santo cielo, cómo me gusta. Le guiñe un ojo y me siguió a la calle. No sé lo que a ella se le pasaba por la cabeza, porque, la verdad sea dicha, hablábamos poco, pero le puedo preguntar un día de estos para ponerlo en este relato como final.

 

sábado, 21 de abril de 2018

Cuerpos. Franco Vaccarini.

Hoy tuve una revelación. Tal vez por las drogas – medicadas por algunos achaques circunstanciales – aunque sospecho que, en todo caso, las drogas corrieron las cortinas de un ojo de buey oculto en la pared y puedo ver más allá.
Sin misterios, lo diré: la Muerte no mata.
Somos nosotros los distraídos que olvidamos nuestros cuerpos, los dejamos tirados por ahí, en la calle, en la cama, sobre un avión caído, entre las balas del enemigo.
Ella pasa, protectora, piadosa, y se los lleva al orfanato de los cuerpos perdidos.
Y nunca, nunca más los encontramos.

 

jueves, 19 de abril de 2018

La memoria del mundo. Pedro Ugarte.

Después de la Gran Detonación llegaron las plagas, las guerras y el hambre. En unos pocos meses millones de seres humanos desaparecieron y sólo con el tiempo pequeñas partidas de supervivientes lograron vencer el miedo y la desconfianza, llegar a acuerdos e iniciar la tarea titánica de levantar de nuevo la civilización.
Aún no somos más de mil personas, pero ya ha pasado lo peor. Así lo demuestra que la mitad de la colonia esté compuesta por jóvenes y niños, nacidos después de la explosión. En ellos depositamos la esperanza de un mundo mejor. Entre nosotros, los mayores, se reparten las tareas y reconquistamos poco a poco parcelas de bienestar. Hay ingenieros que construyen generadores, pequeños talleres de metalurgia. Tienen los conocimientos, pero aún hacen falta herramientas y materias primas. Con el tiempo, construyen ingenios que recuerdan vagamente antiguas comodidades. Hay una precaria instalación de electricidad, bombas para extraer el agua. Uno de sus últimos éxitos ha sido construir departamentos estancos que con el tiempo podrían cumplir la función de conservar alimentos con el frío. También hay médicos, juristas y contables. Atienden a los más débiles, organizan los almacenes, distribuyen los recursos. Minuciosos artesanos comienzan a elaborar toda clase de instrumentos y algún viejo agricultor ordena seleccionar semillas y extender las plantaciones. La colonia, a pesar de las penalidades del principio, por fin no pasa hambre.
Por las noches, rodeando enormes hogueras, hablamos de los viejos tiempos y recordamos con nostalgia las delicias del antiguo bienestar. Un hombre anciano y justo ha sido elegido como jefe. En una emulación de la antigua democracia, hemos acordado que cada cuatro años su puesta deba someterse a elección. Alguien que trabajó como abogado está redactando ahora lo que se convertirá en nuestra ley principal.
- Pero aún hace falta otra cosa –dijo una noche el jefe. Y al hacerlo me miró-: Debemos recuperar la memoria.
- ¿La memoria? –repetí, sintiéndome elegido.
- La memoria del mundo.
En pocos días, el jefe y su consejo definieron el proyecto. Cierto, la raza humana había conseguido sobrevivir, pero era necesario que también sobrevivieran su historia y su cultura. Si queríamos reinstaurar la civilización, debíamos conservar memoria del pasado, el enorme patrimonio que el ser humano había aquilatado a lo largo de los siglos. También había que dejar constancia de los errores, para que no volvieran a repetirse. El anciano sabía que, antes del holocausto, yo era aficionado a los libros y que había escrito algunas cosas.
- Esa será tu labor –me dijo, ante el fuego de la hoguera y poniendo a toda la comunidad por testigo-: recuperar la memoria del mundo. Has leído muchos libros. Eres lo suficientemente viejo como para recordar las cosas del pasado, y lo suficientemente joven como para tener tiempo de escribirlo.
Aturdido, comprendí cuál iba a ser mi misión. A partir de entonces abandonaría los campos de cereal y me quedaría en la aldea, con los ancianos y los niños. Me proveyeron de plumas, de un líquido entintado y del rudimentario papel que habíamos empezado a elaborar.
- A partir de ahora escribe –dijo el anciano- Escribe todo lo que recuerdes.
Hombres y mujeres salían a cazar, a cultivar o a construir nuevos artefactos. Las personas más ancianas cuidaban de los niños y les daban enseñanza. Pero a mí se me asignó una labor vasta e imposible: debía recordarlo todo. Debía escribir sobre las antiguas libertades, recordar la historia de los pueblos y con él las acciones heroicas y el horror de los tiranos. Comprendí la envergadura de la tarea y sentí vértigo. Cierto, yo había leído mucho, antes del holocausto, cuando aún existían libros. Pero cuántos poemas podría recordar. Qué despojos del latín o del griego podría rescatar del olvido. Qué podría escribir sobre filosofía china o sobre la conquista de América. Los persas. Los vikingos. Los etíopes. Cómo lograr que no se disolvieran para siempre cosas de las que no sabía nada: la literatura húngara, la civilización de los mayas. Los títulos de las novelas, ¿tenía sentido recordarlos? ¿Tenía sentido resumir en un papel la trama de una obra de teatro, el azar de un argumento, el nombre de un solo personaje que pudiera salvar del olvido? Y la música: tararear melodías, transcribirlas. Qué pálido reflejo de Mozart podía rescatar mi garganta. Tenía que salvar a Don Quijote, al capitán Akab, al rey Lear y a la duquesa de Guermantes. Y tenía que salvar a Kublai Khan, a Alejandro Magno, a Jesús de Nazaret y a Thomas Jefferson.
Cada mañana veía partir a los agricultores, los ingenieros, los maestros. Yo me quedaba en la choza, persuadido de que mi misión era inagotable e imprecisa, y que moriría con la amargura de saberla incompleta. La noche antes de empezar, lloré en mi lecho, sabiendo que aquella tarea, innecesaria para la supervivencia de nuestro pueblo, era de algún modo mucho más importante. Pero, por mucho que escribiera, apenas lograría rescatar una porción insignificante de la vasta memoria del planeta.
Y una luminosa mañana, mientras oía las alegres voces de los niños que se dirigían a la escuela, di la espalda al mundo, me senté a la mesa que habían traído el día anterior los carpinteros, mojé en tinta la pluma y comencé a escribir.

 

miércoles, 18 de abril de 2018

Ciclo de vida. Alberto Sánchez Argüello.

Mi hija está llorando. Cada noche es igual, cerca de las tres de la mañana la despierta una pesadilla recurrente. Retiro los cables y me levanto con dificultad. El piso está frío y las gotas de aceite se pegan a mis pies.
Ella está sentada en su cama, sollozando. Le ofrezco agua pero ella solo quiere que la abrace. Nos quedamos un tiempo ahí, ella respirando con dificultad, yo cabeceando somnoliento. Me cuenta que soñó que vivíamos dentro de un laboratorio, que éramos robots, programados para repetir todas las noches la misma rutina. Yo le acaricio la cabeza y le digo que es tarde. Le limpio las lágrimas y le coloco la sábana encima. Me quedo a su lado hasta que deja de mover los pies.
Cuando estoy seguro que se ha vuelto a dormir, abro la pequeña compuerta de su pecho para retirar la batería y ponerla a cargar en el baño. De nuevo en el pasillo,le hago una seña a las cámaras para que limpien el aceite, luego me enchufo al panel de mi cama y me vuelvo a dormir.

 

martes, 17 de abril de 2018

Semos malos. Salarrué.

Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.
-Dicen quen Honduras abunda la plata.
-Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen...
-Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.
-¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.
-Apechálo, no siás bruto.
«Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.
El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.
-¡Tata: brán tamagases?...
-Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
-Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
-Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
-Es que currucado no me puedo dormir luego.
-Estírate, pué...
-No puedo, tata, mucho yelo...
-¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.
Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.
Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».
-Te dijo ques fológrafo.
-¿Vos bis visto cómo lo tocan?
-iAjú!... En los bananales los ei visto...
-¡Yastuvo!...
La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.
Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...
Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.
Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.
Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.
Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron...
Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:
-Semos malos.
Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.

Cuentos de barro. Salvador Salazar Arrué (Salarrué), 1933.
 

domingo, 15 de abril de 2018

De la oftalmología. Eugenio Mandrini.

Él era uno de esos predestinados que ven más allá. No desde el balcón de los dioses, sino desde aquí, desde este lugar común llamado Tierra.
Él, como ejemplo, veía el dolor (para ser más preciso: el temblor) del bosque cuando al amanecer los pájaros lo abandonan para entrar en el aire.
También, al encenderse la luz, él veía cómo las sombras se contorsionaban (en realidad, se resistían) en ese fugaz y fulminante instante antes de desaparecer.
Y si, por caso, en el horizonte aparecía una veladura, él, de una sola mirada, sabía si aquello era un remolino de niebla, la polvareda de una estampida, una invasión enemiga o un espejismo.
Hasta llegó a ver, cierta vez, frente al espejo, el lento trazado de un lápiz invisible, o dicho de otro modo, el nacimiento de una arruga.
Y sin embargo no vio llegar al dulce animal amargo del amor, y eso que este animal, antes de dar el salto y atraparlo, lo miró hondo a los ojos.

 

jueves, 12 de abril de 2018

Hatuey. Eduardo Galeano.

En estas islas, en estos humilladeros, son muchos los que eligen su muerte,
ahorcándose o bebiendo veneno junto a sus hijos. Los invasores no pueden evitar esta venganza, pero saben explicarla: los indios, tan salvajes que piensan que todo es común, dirá Oviedo, son gente de su natural ociosa e viciosa, e de poco trabajo... Muchos dellos por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron con sus propias manos.
Hatuey, jefe indio de la región de la Guahaba, no se ha suicidado. En canoa
huyó de Haití, junto a los suyos, y se refugió en las cuevas y los montes del oriente de Cuba.
Allí señaló una cesta llena de oro y dijo:
Éste es el dios de los cristianos. Por él nos persiguen. Por él han muerto
nuestros padres y nuestros hermanos. Bailemos para él. Si nuestra danza lo
complace, este dios mandará que no nos maltraten.
Lo atrapan tres meses después. Lo atan a un palo.
Antes de encender el fuego que lo reducirá a carbón y ceniza, un sacerdote le
promete gloria y eterno descanso si acepta bautizarse. Hatuey pregunta:
En ese cielo, ¿están los cristianos?
Sí.
Hatuey elige el infierno y la leña empieza a crepitar.

Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano.
 

miércoles, 11 de abril de 2018

Hambre. Fernando Iwasaki.

Cuando los otros niños regresan a casa y el parque se queda solo, mamá reparte la comida y me pide que sea más educado. Creo que a mamá no le gusta cómo come papá, que chupa los huesos hasta dejarlos limpitos. Pero yo no podría comer así porque mamá sólo me da los pescuezos, las vísceras y otras presas sin importancia. Si me diera una pata seguro que me la comería como papá, porque ya me han salido los dientes y no soporto que me den lo que nadie quiere. Mamá dice que cuando sea capaz de cazar mis propios niños podré comer lo que me dé la gana, así que mañana lo intentaré con ese rubito que juega en la arena, mientras su niñera se morrea con el novio.

 

martes, 10 de abril de 2018

Enma Zunz. Jorge Luis Borges.

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer – ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

 

lunes, 9 de abril de 2018

Amor a primera vista. Virginia G. Dorta.

El gigante subió a la colina y gritó: ¡Quiero una doncella! El pueblo se estremeció, tiempo hacía que no oían esos gritos desgarradores.
El gigante se sentó en su piedra favorita y esperó.
Por la ladera subía una joven deliciosa, tan delicada y etérea que pensó se quebraría sólo de mirarla, ¡era tan distinta a las anteriores! La joven avanzó, con sus trenzas de fuego y sus ojos de obsidiana. Lo miró y el gigante se derritió. Una bola de carne y sangre quedó en el suelo.
La doncella gritó: ¡Quiero un gigante!

 

jueves, 5 de abril de 2018

La última oveja. Ana María Shua.

Para poder dormirme, cuento ovejitas. Las ocho primeras saltan ordenadamente por encima del cerco. Las dos siguientes se atropellan, dándose topetazos. La número once salta más alto de lo debido y baja planeando. A continuación saltan cinco vacas, dos de ellas voladoras. Las sigue un ciervo y después otro. Detrás de los ciervos viene corriendo un lobo. Por un momento la cuenta vuelve a regularizarse: un ciervo, un lobo, un ciervo, un lobo. Una desgracia: el lobo número treinta y dos me descubre por el olfato. Inicio rápidamente la cuenta regresiva. Cuando llegue a uno, ¿logrará despertarme la última oveja?


miércoles, 4 de abril de 2018

Cuento de arena. Jairo Aníbal Niño

Un día la ciudad desapareció. De cara al desierto y con los pies hundidos en la arena, todos comprendieron que durante treinta largos años habían estado viviendo en un espejismo.


martes, 3 de abril de 2018

Axolotl. Julio Cortázar.

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas… Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Final del juego. Julio Cortázar, 1956.

lunes, 2 de abril de 2018

La hidra de Lerna. Borges y Margarita Guerrero.

Tifón (hijo disforme de la Tierra y del Tártaro) y Equidna, que era mitad hermosa mujer y mitad serpiente, engendraron la hidra de Lerna. Cien cabezas le cuenta Diódoro el historiador; nueve, la Biblioteca de Apolodoro. Lempriére nos dice que esta última cifra es la más recibida; lo atroz es que, por cada cabeza cortada, dos le brotaban en el mismo lugar. Se ha dicho que las cabezas eran humanas y que la del medio era la eterna. Su aliento envenenaba las aguas y secaba los campos. Hasta cuando dormía, el aire ponzoñoso que la rodeaba podía ser la muerte de un hombre. Juno la crió para que se midiera con Hércules.
Esta serpiente parecía destinada a la eternidad. Su guarida estaba en los pantanos de Lerna. Hércules y Yolado la buscaron; el primero le cortó las siete cabezas y el otro fue quemando con una antorcha las heridas sangrantes. A la última cabeza, que era inmortal, Hércules la enterró bajo una gran piedra, y donde la enterraron estará ahora, odiando y soñando.
En otras aventuras con otras fieras, las flechas que Hércules mojó en la hiel de la hidra causaron heridas mortales.
Un cangrejo, amigo de la hidra, mordió durante la pelea el talón del héroe. Éste lo aplastó con el pie. Juno lo subió al cielo, y ahora es una constelación y el signo de cáncer.

Libro de los seres imaginarios. Borges y Margarita Guerrero, 1957.
 

domingo, 1 de abril de 2018

La viuda. Ramón Quinchiyao Figueroa.

La viuda, entre suspiro y suspiro me miraba desde el otro lado del ataúd. Y entre suspiro y sollozo se nos fue la noche.
Al llegar la helada mañana, unas tristes mujeres ingresaron silenciosamente a la humilde habitación, y con delicadeza y suma rapidez procedieron a apagar las velas y a retirar las escasas flores marchitas que yacían junto al lecho mortuorio.
Seguidamente los amigos, vecinos, familiares y parientes del difunto tomaron la urna y la fueron retirando respetuosamente de la pequeña habitación. Tras ello, uno a uno, los pocos acompañantes compungidos y cabizbajos fuimos saliendo.
La viuda comenzó a caminar lentamente tras el cortejo; yo cogí un puñado de velas con mi mano derecha, luego junté ambas manos bajo mi manta, cruzadas por delante de mi pelvis y me fui tras los pasos de la dolida comitiva. En el estrecho umbral alcanzo a la mujer; mi ancho pecho toca la espalda de la viuda. Ella quiere salir, yo también, ella intenta avanzar y yo la imito en el movimiento, ella frena de golpe, y mi cuerpo inadvertido se estrella íntegro contra la retaguardia de la viuda. Un clavo negro semidoblado se ha enganchado en su oscuro abrigo. Ella quiere salir, yo también, pero el clavo resiste. Ella que tira y yo que empujo con mi cuerpo el cuerpo de la mujer. Por fin la viuda, volteando la cabeza, con lánguida mirada y con la voz sospechosamente ahogada me dice:
Don Alejo, espérese un momento, enterremos primero al finao.

Cordilleranos. Cuentos y relatos de la montaña, Ramón Quinchiyao Figueroa, 2000.