sábado, 30 de enero de 2016

Carta de Schrödinger. Alberto Sánchez Argüello.

Mi padre se fue a la guerra cuando éramos muy niños. Pasaron los años sin saber nada de su suerte, hasta que un día nos llegó una carta que ponía el nombre de mi madre con su letra. Ella la miró en silencio y la puso encima del mueble donde se guardaba la vajilla de porcelana. Mi hermanita intentó tomarla pero mi madre le sujeto fuertemente la mano y con su mirada le hizo entender –y a nosotros también- que la carta jamás sería abierta. Aquello se convirtió en nuestro silencio compartido. Por las noches jugábamos a imaginar su contenido: nuestro padre había liderado la batalla final y el enemigo, abatido y humillado -pero admirado por su heroísmo- le había convertido en su rey y ya no podría volver jamás; en otras ocasiones una bala de cañón había atravesado su estómago y con su sangre lograba escribir aquella nota; también lo imaginamos desertor, oculto en alguna isla del pacífico, viviendo a base de agua de coco y peces dorados. O bien secuestrado por un barco pirata que pedía como recompensa cuarenta lingotes de oro. Cuando algún amigo nos preguntaba por nuestro padre, nosotros señalábamos el sobre que se iba tornando amarillo en aquel mueble convertido en altar familiar. Nuestra madre murió después de una larga lucha contra la tuberculosis, decidimos enterrarla con el sobre en su regazo; así la carta dejó de ser un objeto y se convirtió en la herencia que pasamos a nuestros hijos y nietos: todas las historias posibles de nuestro padre.



miércoles, 20 de enero de 2016

Paternidad responsable. Carlos Alfaro.

Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte. 


lunes, 18 de enero de 2016

Heliogábalo. Leo Maslíah.

Es una gran ventaja tener una amante que se llame igual que la mujer de uno, porque así, si uno la nombra dormido, su mujer no sospechará nada, y hasta se dará por aludida, estrechando al esposo entre sus brazos bajo las cálidas sábanas conyugales y dirá “qué, mi amor, qué”. 
El problema es que mi esposa se llama Hermelinda, y ni entre las pocas mujeres que además de ella alguna vez me dieron bola, ni entre las muchas que no, hubo nunca ninguna que portara ése como nombre, ni como segundo nombre, y menos como apodo, y por supuesto tampoco como apellido. 
Pero al promediar la crisis de los treinta años, en uno de esos días en que la compulsión a probar nuevas carnes me parecía cuestión de vida o muerte, cacé la guía telefónica y no paré de leerla hasta encontrar una abonada con el nombre de mi esposa. 
Empecé a discar su número y estaba dispuesto a sorprenderla con una declaración de amor cuando mi visión periférica detectó, al costado de las cifras sobre las que yo fijaba mi atención, una pequeña anormalidad. Corriendo un poco la mirada observé que, en mi entusiasmo, había leído mal: la abonada no se llamaba Hermelinda, sino Hermenegilda. Mi primera reacción fue colgar el tubo, pero enseguida recapacité, considerando que si yo mientras dormía pronunciaba el nombre “Hermenegilda”, mi mujer no podría sospechar nada, y atribuiría la variación en el nombre a los tan comunes procesos de elaboración onírica que uno puede rastrear hasta en los sueños de las mejores familias. 
Así pues, llamé a esa tal Hermenegilda y tuve la suerte de encontrarla. Inventé una historia acerca de que yo era su admirador secreto, que la había visto muchas veces por su barrio (en la guía telefónica, por supuesto, estaba su dirección) pero que nunca me había animado a hablarle, etcétera. Ella me creyó. Con cierta reticencia de su parte al principio, logré que concertáramos una cita. Nos encontramos al día siguiente en un bar, que quedaba lejos tanto de su casa como de la mía. Por supuesto, yo no tenía –antes de verla- la más remota idea de su apariencia física, pero lo que hice fue llegar temprano al bar, sentarme cerca de la puerta y decir “Hermenegilda” a toda mujer que viera entrar sola. En dos o tres casos lamenté que no se llamaran así, pero también me salvé de unas cuantas. Hubo una cuyo aspecto era tan asqueante que casi me inhibió de pronunciar el nombre, pero tuve que hacerlo porque si ésa llegaba a ser Hermenegilda y yo seguía llamando así a otras que fueran llegando después, se me armaba la gorda. 
Bastante gordita resultó ser la verdadera Hermenegilda, pero la amplitud de sus caderas y su número de corpiño la hacían todavía deseable pese a estar al borde de la tercera edad. 
Modestia aparte, tengo que decir que yo le gusté. Nos fuimos pronto del bar y ese día se inició un caluroso romance. Pero al despedirnos ella me informó de cierta circunstancia que dificultaría el vernos con demasiada frecuencia: era casada. Yo le confesé que eso me tomaba por sorpresa, ya que al ver el número del teléfono a su nombre la había dado por soltera, viuda o divorciada. 
-Es que la casa es mía. Yo siempre viví ahí –dijo ella-. José, mi marido, es un tipo que nunca tuvo donde caerse muerto. 
A través de nuestros sucesivos encuentros me fui enterando de que el marido de Hermenegilda, según ella, sólo la quería por su dinero. La vida sexual de la pareja había durado menos que su luna de miel. Y conmigo ella se desquitaba de lo lindo. Hasta que una vez se abrió la puerta de nuestro cuarto de hotel, y entró José con un equipo de fotógrafos y técnicos en grabaciones de video. -Te pesqué, ramera –dijo-. Ahora tengo las pruebas que necesito para pedir el divorcio y quedarme con la mitad de tus bienes. 
-Pero...-balbuceó Hermenegilda- ... ¿Cómo supiste de...nosotros? 
-Entré en sospechas y decidí seguirte querida –contestó José-. Hace varias noches que cuando duermes pronuncias un nombre que no es el mío. 
Efectivamente, yo no me llamo José, como él. Mi nombre es Heliogábalo.

domingo, 17 de enero de 2016

Ensayo. Las microlocas.

El niño se lleva la mano al pecho. Quiere asegurarse de que su corazón está latiendo. Lleva tanto tiempo sin moverse. El fotógrafo hace un gesto y pide paciencia. Quieto, musita el padre. Y la madre suspira, mi niña. Pasan cinco, diez minutos. El teatrillo incluye a papá, mamá, el niño y su hermanita, sentados a la mesa para cenar. Nadie hace el gesto de llevarse el tenedor a la boca. Ninguno sonríe. Y la niña mira a la cámara con los ojos muy abiertos, como si estuviera viva.

sábado, 16 de enero de 2016

El buitre. Franz Kafka.

Había un buitre, picoteándome los pies. Ya había desgarrado los zapatos y los calcetines, y ahora picaba ya la carne de los pies. Siempre picaba, volaba varias veces inquieto a mi alrededor y proseguía el trabajo. Pasó un señor por mi lado, miró un rato y preguntó por qué toleraba yo al buitre.
−Estoy indefenso −le dije− llegó y comenzó a picar, entonces quise, naturalmente, espantarle, incluso intenté ahogarlo, pero un animal así tiene mucha fuerza; como quería saltarme a la cara, decidí sacrificar mis pies. Ya están prácticamente destrozados.
−No entiendo que se deje atormentar de ese modo, un tiro y el buitre está listo.
−¿Así de fácil? -dije yo-. ¿Podría hacerlo usted?
−Encantado −dijo el señor−, sólo tengo que ir a casa y traer mi escopeta. ¿Puede esperar una media hora?
−No lo sé −dije, y me puse rígido por el dolor− Pero, por favor, inténtelo por todos los medios.
−Bien −dijo el señor−, me daré prisa.
El buitre nos había escuchado durante la conversación, mirándonos sucesivamente a uno y a otro. Entonces me di cuenta de que lo había entendido todo, salió volando, se paró a cierta distancia y se inclinó para tomar impulso, luego introdujo el pico en mi boca como un lancero y me atravesó. Mientras caía hacia atrás, sentí, liberado, cómo se ahogaba sin salvación en mis entrañas, inundado en la sangre que se derramaba a torrentes.






domingo, 10 de enero de 2016

Estética. Agustín Martínez Valderrama.

Existe cierto dilema entre arrojar a un niño o a un viejo desde un séptimo piso. Dejando a un lado meras consideraciones éticas (que si uno tiene toda la vida por delante, que si otro por detrás…) la duda reside en la estética del vuelo. El niño, por naturaleza, se precipitará con gracia, cierta ingenuidad y hasta incluso alegría, ejecutando durante la vertical multitud de figuras y acrobacias de indescriptible belleza. Asimismo, el viejo, prescindiendo de florituras, realizará un ejercicio impecable, sobrio: un clavado sin tirabuzón. Sin duda, ambos recibirán los vítores de más estrépito, las puntuaciones más altas. Todo lo contrario —aquí no hay dilema alguno— que el individuo de mediana edad. Y su caer triste, atolondrado, de aspavientos y hormigas muertas.

sábado, 9 de enero de 2016

Expedición tercera, o los dragones de la probabilidad. Stanislaw Lem.

Trurl y Clapaucio eran alumnos del gran Cerebrón Emtadrata, quien durante cuarenta y
siete años había enseñado en la Escuela Superior de Neántica la Teoría General de
Dragones. Como sabemos, los dragones no existen. Esta constatación simplista es, tal
vez, suficiente para una mentalidad primaria, pero no lo es para la ciencia. La Escuela
Superior de Neántica no se ocupa de lo que existe; la banalidad de la existencia ha sido
probada hace demasiados anos para que valiera la pena dedicarle una palabra más. Así
pues, el genial Cerebrón atacó el problema con métodos exactos descubriendo tres
clases de dragones los iguales a cero, los imaginarios y los negativos. Todos ellos, como
antes dijimos, no existen, pero cada clase lo hace de manera completamente distinta. Los
dragones imaginarios y los iguales a cero, a los que los profesionales llaman imaginontes
y ceracos, no existen, pero de modo mucho menos interesante que los negativos. Desde
hace mucho tiempo se conoce en la dragonología una paradoja, consistente en el hecho
de que, si se herboriza a dos negativos (operación correspondiente en el álgebra de
dragones a la multiplicación en la aritmética corriente), se obtiene como resultado un
infradragón en la cantidad 0,6 aproximadamente. A raíz de este fenómeno, el mundillo de
los especialistas se dividía en dos campos, de los cuales uno sostenía que se trataba de
la parte de dragón contando desde la cabeza, y el segundo afirmaba que había que
contar desde la cola. Trurl y Clapaucio tuvieron el gran mérito de esclarecer lo erróneo de
ambas teorías. Fueron ellos quienes aplicaron por vez primera el cálculo de
probabilidades en esta rama de ciencia, creando, gracias a ello, la dragonología
probabilística. Esta última demostró que el dragón era termodinámicamente imposible
sólo en el sentido estadístico, al igual que los elfos, duendes, gnomos, hadas, etc. Los
dos científicos calcularon en base a la fórmula general de la improbabilidad los
coeficientes del duendismo, de la elfiación, etc. La misma fórmula demuestra que para
presenciar la manifestación espontánea de un dragón, habría que esperar dieciséis
quintocuatrillones de heptillones de años más o menos. No cabe duda de que el problema
hubiera quedado corno un simple curiosum matemático, si no fuera por la conocida pasión
constructora de Trurl, quien decidió investigar la cuestión empíricamente. Y puesto que se
trataba de fenómenos improbables, inventó un amplificador de la probabilidad y lo
comprobó, primero en el sótano de su casa, luego en un Polígono Dragonifero especial,
Dragoligón, costeado por la Academia.
Las personas no iniciadas en la teoría general de la improbabilidad preguntan hasta
hoy día por qué, de hecho, Trurl probabilizó al dragón y no al elfo o al gnomo. Lo hacen
por ignorancia, ya que no saben que el dragón es, sencillamente, más probable que el
gnomo. Es posible que Trurl haya querido avanzar más en sus experimentos con el
amplificador, pero ya en el primero sufrió graves contusiones, puesto que el dragón, en
vías de virtualización, quiso merendárselo. Por fortuna Clapaucio, presente en la
experimentación, redujo la probabilidad y el dragón desapareció. Varios científicos
volvieron a hacer luego los experimentos con un dragotrón, pero, como les faltaba rutina y
sangre fría, una buena parte de prole dragonera logró la libertad (no sin hacer antes a sus
creadores muchos chichones y cardenales). Se descubrió, a raíz de esos
acontecimientos, que los abyectos monstruos existían de manera muy diferente de como
lo hacían, por ejemplo, armarios, cómodas o mesas, ya que lo que más caracteriza a un
dragón una vez realizado, es su notable naturaleza probabilística. Si se da caza a un
dragón de esta clase, y sobre todo con batida, el cerco de cazadores con el arma pronta
para disparar encuentra solamente un sitio quemado y maloliente en el suelo, dado que el
dragón, al verse en dificultades, escapa del espacio real refugiándose en el configurativo.
Siendo una bestia obtusa y de cortos alcances, lo hace, evidentemente, por puro instinto.
Las personas de pocas luces no pueden entender. cómo ocurre la cosa y a veces piden a
gritos que se les muestre esa clase de espacio. Si se portan así, es porque no saben que
también los electrones (cuya existencia no niega nadie que esté en su juicio) se mueven
únicamente en el espacio configurativo, dependiendo su suerte de las ondas de
probabilidad. Por otra parte, hay quien prefiere creer en los dragones antes que en los
electrones, ya que estos últimos no suelen (por lo menos cuando están solos) querer
comerse a nadie.
Un colega de Trurl, Harboriceo Cibr, fue el primero en establecer los cuantos del
dragón y encontrar la unidad llamada el dracónido, que sirve para calibrar los contadores
de dragones, e incluso calculó la curvatura de su cola, lo que por poco casi le cuesta la
vida. Sin embargo, estos progresos en la dragonología dejaban indiferentes a las masas
atribuladas por los dragones. Las bestias hacían muchísimo daño pateando y quemando
las cosechas y desvelando con sus rugidos a la gente atemorizada. Por si esto fuera
poco, su insolencia era tan inmensa, que de vez en cuando se atrevían a exigir un tributo
de jóvenes vírgenes. ¿Qué les importaba a los desgraciados que los dragones de Trurl,
siendo indeterministas y por tanto no locales, se comportaran conforme a la teoría,
aunque contra toda la decencia? ¿Qué más les daba que la curvatura de la cola estuviera
estudiada y calculada, si los monstruos devastaban las cosechas a golpe de cola? No nos
extrañemos, pues, si la masa, en vez de reconocer el enorme valor de los extraordinarios
logros de Trurl, se los reprochó. El descontento se hizo patente cuando un grupo de
individuos, particularmente ignorantes en materia científica, osó levantar la mano al
insigne constructor, dejándolo bastante maltrecho. Pero Trurl, respaldado por su amigo
Clapaucio, persistió en su trabajo de investigación, obteniendo nuevos éxitos al demostrar
que el grado de existencia del dragón dependía de su humor y del estado de saturación
general. El axioma sucesivo evidenciaba el hecho de que el único método seguro de su
liquidación era la reducción de su probabilidad a cero, e incluso a los valores negativos.
En todo caso, estas investigaciones exigían mucho trabajo y tiempo. Mientras tanto, los
dragones ya realizados disfrutaban de la libertad aterrorizando a la gente y devastando
planetas y lunas. ¡Y se multiplicaban, que era lo más terrible! El hecho dio a Clapaucio la
ocasión de publicar un brillante opúsculo bajo el título de «Transmutación covariante de
dragones en dragoncillos, o sea un caso particular de transmutación de estados
prohibidos por la física a otros prohibidos por la policía». El opúsculo tuvo mucha
resonancia en el mundo científico, donde nadie se había olvidado todavía de un dragón
policial, muy famoso, con cuya ayuda los valientes constructores vengaron el infortunio de
sus llorados compañeros en la persona del perverso rey Cruelio. ¡Y cuáles no fueron las
perturbaciones cuando se supo que un constructor, un tal Basileo Emerdiano, viajaba por
toda la Galaxia, provocando con su mera presencia la aparición de dragones en los
lugares donde nunca nadie los había visto antes. Cuando el desespero general y el
estado de catástrofe nacional llegaban al cenit, Basileo pedía audiencia al rey del país en
cuestión y, después de un largo regateo para obtener unos honorarios astronómicos, se
comprometía a exterminar a los monstruos, lo que siempre cumplía puntualmente. Nadie
sabía cómo lo hacía, porque siempre actuaba a escondidas y solo. Por otra parte, siempre
daba la garantía del éxito de su dragonólisis en el sentido solamente estadístico.
Desde que un cierto monarca recurrió al mismo método, pagándole con unos ducados
que sólo eran buenos estadísticamente, solía comprobar con todo descaro, usando el
agua regia, la naturaleza del metal de las monedas con que se le pagaba. Así las cosas,
Trurl y Clapaucio se encontraron una tarde soleada y, naturalmente, hablaron del asunto.
—¿Has oído hablar de ese Basileo? —preguntó Trurl.
—Claro que si.
—¿Y qué te parece?
—No me gusta esa historia.
—A mí tampoco. ¿Qué opinas de él?
—Creo que se sirve de un amplificador.
—¿De la probabilidad?
—Sí. O bien de un sistema razonador.
—O de un generador de dragones.
—¿Te refieres al dragotrón?
—Si.
—En efecto, es posible.
—¡Hombre! Si fuera de veras así —exclamó Trurl— sería una canallada! Significaría,
en cierto modo, que él se lleva los dragones consigo a los planetas, con la única salvedad
de que se hallan en estado potencial, con la probabilidad cercana al cero. Una vez bien
instalado y ambientado, va aumentando la probabilidad, la aumenta y la eleva a potencias
basta que llegue casi a la seguridad y, naturalmente, sucede una virtualización,
concretización y totalización plena y manifiesta.
—Seguro. Probablemente rasca en la matriz las letras «gón» y pone «cula». Así
obtiene un «Drácula». ¡Dragón vampiro! ¿Te das cuenta?
—Sí. Creo que no puede existir cosa más terrible que un dragón vampiro. ¡Qué horror!
—Y, dime, ¿crees que los anula luego con un retrocreador aniquilante, o sólo
disminuye momentáneamente la probabilidad y se marcha con la pasta?
—Es difícil de decir. Pero si sólo los desprobabilizara, sería una canallada todavía más
gorda, ya que, tarde o temprano, las cerofluctuaciones tienen que conducir a la activación
de la dragomatriz, ¡y ya tenemos toda la historia vuelta a empezar!
—Sí, pero entonces él y el dinero están ya lejos... —gruñó Clapaucio.
—¿A ti no te parece que deberíamos escribir una carta avisando a la Oficina Principal
de Regulación de Dragones?
—¡Eso sí que no! Al fin y al cabo, puede que no lo haga. No tenemos ninguna prueba ni
seguridad de ninguna clase. Ten en cuenta que las fluctuaciones estadísticas ocurren a
veces incluso sin un amplificador. Antaño no había matrices ni amplificadores, a pesar de
lo cual a veces aparecían dragones. Accidentalmente.
—Tal vez tengas razón... —dijo Trurl— y, sin embargo... ¡Fíjate que, en este caso,
aparecen tan sólo cuando él llega al planeta!
—Es cierto. En cualquier caso, escribir sería una incorrección: no se puede denunciar a
un colega. Sea como fuere, somos de la misma profesión. ¿Y si tomáramos algunas
medidas por nuestra cuenta?
—Podría hacerse.
—De acuerdo, pues. Opino igual. A ver, ¿qué hacemos?
Aquí los dos insignes dragonólogos se enfrascaron en una discusión profesional
incomprensible para toda persona ajena al ramo, ya que sólo oiría palabras enigmáticas,
por el estilo de: «contador de dragones», «transformación descolada», «débil influencia
dragonística», «difracción y dispersión de dragones», «dragón duro», «dragón blando»,
«espectro discontinuo del basilisco», «dragón en estado de excitación», «aniquilación de
una pareja de dragones de signos vampíricos opuestos en un campo de vector e
inducción caóticos», etc.
El resultado de ese análisis exhaustivo del fenómeno fue una nueva expedición, tercera
en el orden, para la cual los dos constructores se prepararon con mucho esmero, sin
olvidarse de cargar su nave con multitud de aparatos complicados. Entre los más
importantes figuraban un difusador y un cañón que disparaba anticabezas.
Durante el viaje, mientras aterrizaban en Encia, Pencia y Cerulea, comprendieron que,
a menos de cortarse en pedazos, no les sería posible rastrear todo el terreno infestado
por la plaga. La solución más sencilla era, evidentemente, trabajar por separado. Por
tanto, después de celebrar un consejo de planificación, cada uno se marchó en dirección
opuesta. Clapaucio pasó mucho tiempo laborando en Prestopondia, contratado por el
emperador Extrandalio Ampetricio, que prometió darle a su hija por esposa si liberaba al
país de los monstruos. Los dragones de probabilidad más elevada se paseaban incluso
por las calles de la capital del imperio, y los virtuales pululaban por doquier en cantidades
escalofriantes. Aunque, conforme a la opinión de personas del montón y de cortos
alcances, los dragones virtuales «no existían», es decir, su existencia no era
concretamente «comprobable», ni tampoco hacían nada para manifestarse, los cálculos
de Cibr-Trurl-Clapaucio-Minogo demostraban incontestablemente (sobre todo la ecuación
de la onda dragonística) que un basilisco pasaba del espacio configurativo al real con la
misma facilidad con que el hombre pasa de una habitación de su casa a la otra. Por
consiguiente, por poco que aumentara la probabilidad, uno podía toparse con un dragón y
hasta un superdragón en su propia vivienda, su sótano o su jardín.
En vez de perseguir a cada bestia por separado (lo que en cualquier caso hubiera
tenido poca eficacia), Clapaucio, como un verdadero científico que era, actuó con método
y lógica: colocó en las plazas y jardines de aldeas y ciudades unos autorreductores
probabilísticos y, al poco tiempo, no quedaba títere con cabeza entre la estirpe
dragoniana. Tras embolsarse los honorarios, un diploma honorífico y una copa grabada a
su nombre, Clapaucio arrancó el vuelo para reunirse con su amigo. Por el camino
vislumbró un planeta donde alguien le llamaba con signos angustiosos. Pensando que tal
vez era Trurl que se encontraba en apuros aterrizó. Resultó que los que le llamaban eran
habitantes de Truilofora, súbditos del rey Pstricio. Era un pueblo terriblemente
supersticioso, supeditado a unas creencias primitivas; su religión, la pneumatología
draconiana, afirmaba que los dragones aparecían en castigo de pecados y que tenían
almas, pero impuras. Clapaucio pronto se dio cuenta de la insensatez (para usar un
término suave) de toda discusión con los dracólogos del reino, ya que los únicos métodos
que aplicaban para combatir la plaga se limitaban a quemar incienso en los lugares
infestados y repartir reliquias, de modo que optó por efectuar sondajes en el terreno.
Sobre el planeta vivía en aquel momento un solo monstruo, pero perteneciente a la clase
más terrorífica de todas, los Abyectaurios Draculeos. Cuando el científico ofreció sus
servicios al rey, éste le contestó de manera evasiva, sin concretar nada: se notaba la
influencia que sobre él ejercía la absurda doctrina, según la cual las causas de la
aparición de dragones no eran de este mundo. Al estudiar la prensa local, Clapaucio se
percató de una curiosa falta de unanimidad: mientras unos consideraban al Abyectosauria
como un ejemplar único, otros la tomaban por un ser múltiple, capaz de encontrarse en
varios sitios a la vez. El hecho le dio que pensar, aunque no le extrañó demasiado, puesto
que la localización de aquellas asquerosas bestias dependía de las llamadas anomalías
draconianas, por cuya causa algunos ejemplares, ante todo los distraídos, quedan a
veces «chapuceados» en el espacio, lo que no es otra cosa que un simple efecto isóspino
de amplificación del momento cuántico. Así como una mano, al emerger del agua,
muestra encima de la superficie cinco dedos aparentemente independientes e
individualizados, igual los dragones, al emerger del espacio configurativo al real, parecen
alguna vez múltiples a pesar de ser uno solo. En el transcurso de una audiencia sucesiva,
Clapaucio preguntó al rey si, por casualidad, Trurl no estaba en el planeta. ¡Cuál no fue su
sorpresa cuando oyó que sí, en efecto, que su colega había estado hacía poco en Pstricia
y que incluso se había comprometido a anular al Abyectosauria, había cobrado una suma
a cuenta de los honorarios y se había marchado a unas montañas cercanas, donde se
había visto a la dragona repetidas veces. Al día siguiente regreso, pidió que se le
completara el pago, enseñando como una prueba fehaciente de su éxito cuarenta y cuatro
colmillos de dragón. Sin embargo, surgieron ciertas complicaciones y el pago fue retenido
hasta que se aclarara el asunto. Al parecer, el hecho enfureció a Trurl de tal manera que
en público y en voz alta dijo sobre el monarca cosas rayanas en ultraje a la majestad; acto
seguido, se alejó en una dirección desconocida, y no se le volvió a ver más. No así la
Abyectosauria, que, ni corta ni perezosa, hizo al poco tiempo un nuevo acto de presencia,
dedicándose a devastar, más cruelmente todavía, pueblos y ciudades sumidos en el
terror.
Clapaucio encontró la historia bastante confusa, pero le era difícil poner en tela de
juicio la veracidad de las palabras pronunciadas por la boca del rey. Preocupado, cargó su
mochila con unos productos dragonicidas de gran potencia y emprendió una marcha
solitaria hacia las montañas, cuya nevada sierra se elevaba majestuosamente por la parte
este del horizonte.
Pronto vio en las rocas las primeras huellas del monstruo. Aunque no las hubiera
advertido, le hubiera avisado de su presencia el característico tufo a gases de azufre.
Intrépido, prosiguió el camino, alerta y pronto a hacer uso del arma colgada del hombro,
observando continuamente su contador de dragones, cuya manecilla, después de
haberse mantenido en el cero durante un buen rato, empezó a agitarse de manera
inquietante, para colocarse lentamente, como si tuviera que vencer una resistencia
invisible, cerca del número 1. Ahora Clapaucio ya no podía dudar: la Abyectosauria
estaba rondando por allí. Era un hecho verdaderamente sorprendente: a Clapaucio no le
cabía en la cabeza que Trurl, su compañero de todas las hazañas y científico de gran
renombre, hubiera podido cometer un error en sus cálculos y dejar escapar viva a la
bestia. Quien conociera a Trurl, sabía que esta eventualidad era tan inverosímil como el
hecho de que volviera a la corte sin haber cumplido su cometido y exigiera el pago por lo
que no había hecho.
Al poco rato topó en el camino con una columna de indígenas, cuyas miradas llenas de
inquietud y la manera de andar en una apretada fila demostraban que tenían miedo. En
fila india, doblados bajo el peso de los fardos que transportaban sobre sus espaldas,
ascendían lentamente por la ladera de la montaña. Después de saludarles, Clapaucio les
hizo parar y preguntó a su guía qué hacían y adónde iban.
—Digno señor —contestó aquél, un funcionario de estado de rango inferior enfundado
en una casaca remendada—, llevamos el tributo al dragón.
—¿El tributo? ¡Oh, sí, claro! ¿Y de qué consta ese tributo?
—De lo que le apetece al dragón, señor: oro, piedras preciosas, perfumes extranjeros y
un sinfín de otras cosas, todas muy caras.
Aquí el asombro de Clapaucio creció vertiginosamente, ya que los dragones nunca
exigían semejantes ofrendas, sobre todo ni los perfumes incapaces de vencer su hedor
natural, ni dinero que no necesitaban para nada.
—¿Y vírgenes no pide el dragón, buen hombre? —volvió a preguntar.
—No, señor. Antes si, lo hacía. Aún el año pasado se las llevaban, diez, una docena,
según se le antojaba. Pero desde que vino aquí uno de fuera, quiero decir un extranjero,
señor, y se puso a andar por las montañas solito, con cajas y aparatos... —aquí el
hombrecillo interrumpió la frase, fijando la inquieta mirada en los instrumentos y armas de
Clapaucio, entre los cuales destacaba el enorme dial del contador de dragones con su
tictac quedo y su manecilla roja moviéndose sobre la esfera blanca.
—¡Pero si lo tenía todo igualito que su excelencia! —dijo con un temblor en la voz—.
Las mismas cosas llevaba encima y... lo mismo...
—Lo compré de ocasión en un mercado de viejo —cortó Clapaucio para mitigar el
recelo de su interlocutor—. Y dígame, amigo, ya que hablamos de ello, ¿no sabe por
casualidad qué se hizo de aquel extranjero que andaba por ahí?
—¿Qué se hizo de él? Ay, no lo sabemos, señor. Bueno, verá, fue así. Una vez, hará
unas dos semanas... ¿digo bien, compadre Barbarón? ¿Hará unas dos semanas, poco
más o menos?
—Pues si, compadre, decís bien, eso será. Unas dos semanas o cuatro. Tal vez seis.
—Eso. Pues se llegó al pueblo, entró en casa, comió, pagó bien, eso si, dio las gracias,
no puede decirse nada, miró por todas partes, golpeó las paredes, charló amablemente,
preguntó por los precios del año pasado, dispuso los aparatos en la mesa grande, leyó en
las esferas y se lo apuntó todo, cosa por cosa, con tanta premura que le temblaban las
manos. en una libreta pequeña, roja, que llevaba en un bolsillo, luego sacó aquel ter...,
¿cómo se dice, compadre? el ter..., temper... no me sale la palabra...
—¡El termómetro, alcaide!
—¡Eso mismo! Sacó, pues, ese termómetro y dijo que era contra los dragones. Lo
metió en un sitio, en otro, escribió otra vez en la libreta, metió los aparatos en un saco, se
cargó el saco sobre la espalda, se despidió y se marchó. Y ya no volvimos a verle, señor.
Lo que pasó, solamente, es que aquella misma noche hubo un ruido muy grande, como
un trueno. pero lejos, como si fuese tras el pico de Midragor, es aquél, fíjese cerca de
aquel otro que es como una cabeza de halcón y se llama Pstriciano por el nombre de Su
Majestad el rey, al otro lado, aquel que tiene otro muy cerca, como si fueran, con permiso,
dos posaderas, aquél se llama la Pacusta, y es porque una vez...
—Dejemos los picos en paz, mi buen indígena —cortó Clapaucio—; así pues, dice que
durante la noche hubo como un gran trueno. ¿Qué pasó luego?
—Luego ya nada más, señor. Cuando aquel estruendo, la casa se ladeó y me caí del
catre al suelo. Pero ya tengo costumbre, porque cuando la dragona toca a veces de culo a
la casa, le hace saltar a uno más todavía. Para decirle, por ejemplo, el hermano de
Barbarón, aquí presente, se cayó dentro de la tina de la ropa, porque justo hacían la
colada, cuando se le antojó a la dragona rascarse la barriga contra la esquina de la casa...
—¡Al grano, alcaide, al grano! —exclamó Clapaucio—. Estábamos en que tronó, usted
fue a parar al suelo, ¿y qué más?
—Ya le he dicho que no hubo más. Si hubiera algo, tendría de qué hablar, pero si no
hay nada, no hay nada y no vale la pena gastar saliva. ¿No es verdad, compadre
Barbarón?
—Mucha razón tenéis, compadre alcaide.
Clapaucio se despidió con un gesto de cabeza y se apartó; la columna de porteadores
reanudó su fatigosa marcha resollando por el peso del tributo que llevaban para el dragón.
El constructor conjeturaba que lo depositarían en alguna cueva indicada por el monstruo,
pero no quería hacer más preguntas, tanto le había extenuado la conversación con el
alcaide y su compadre. Por otra parte, había oído antes cómo un hombre decía al otro
que el dragón escogió un sitio que estaba cerca para él y para nosotros...».
Clapaucio se puso a su vez en camino, andando a buen paso y orientándose según las
reacciones de un dragoindicador que se había colgado del cuello. No se olvidaba tampoco
de consultar el contador, pero éste marcaba continuamente ocho décimas de dragón.
—¿Será un dragón particularmente discreto, o quién sabe qué? —se preguntaba
Clapaucio, mientras ascendía la pendiente, deteniéndose de vez en cuando para respirar,
ya que los rayos del sol quemaban como el fuego, el calor hacía temblar el aire por
encima de los peñascos ardientes y en todo el contorno no había ni rastro de vegetación;
sólo la tierra calcinada y resquebrajada en los huecos de las rocas y pedregales
interminables y candentes que se extendían hasta los majestuosos picos.
Pasó una hora, el sol bajó del cenit a la otra mitad del cielo, y Clapaucio seguía
caminando, subiendo entre piedras y rocas, hasta que llegó a un terreno de barrancos
estrechos y grietas llenas de frescor y oscuridad. La manecilla roja avanzó hasta la rayita
nueve bajo el número uno y se detuvo, temblando.
El científico dejó su mochila sobre una roca plana y empezó a sacar la
desdragonadora, cuando el indicador se agitó violentamente; cogió su reductor de la
probabilidad y oteó con atención los alrededores. Desde las rocas en que se encontraba,
su vista alcanzaba el fondo del barranco, donde algo se estaba moviendo.
«¡No cabe duda, es ella!», pensó, puesto que el monstruo era una hembra.
Se le ocurrió que tal vez por eso, por ser una hembra, no exigía doncellas. Sin
embargo, anteriormente se las hacía traer. Extraño. ¡Muy extraño! Pero ahora, lo que
importaba era tener buen pulso y apuntar con esmero ¡y todo terminaría bien!, pensó, y,
por si acaso, volvió a abrir la mochila para extraer su dracodestructor, cuyo émbolo
enviaba a los dragones a la inexistencia. Se asomó por encima de la roca. En el fondo del
barranco, por el lecho seco del torrente, avanzaba una dragona de colosal tamaño, gris
pardusca, con flancos hundidos como si padeciera hambre. Las ideas se agolparon
caóticamente en el cerebro de Clapaucio. ¿Cuál era el proceder más eficaz? ¿Aniquilarla,
tal vez, gracias al cambio de signo de la matriz dragoniana del positivo al negativo, de
modo que la probabilidad estadística de desdragón venciera a la de dragón? ¡Pero cuán
arriesgado era, teniendo en cuenta que un movimiento casi imperceptible podía causar un
cambio de consecuencias catastróficas: fueron muchos los que en circunstancias
semejantes obtuvieron en vez de desdragón, desazón! ¿Cómo se puede hacer depender
de tan pocas letras cosas tan grandes? Además, una desprobabilización total haría
imposible la investigación de la naturaleza de la Abyectosauria. Clapaucio vacilaba, hecho
un mar de dudas, teniendo ante los ojos de su imaginación el agradable cuadro de una
enorme piel de dragón extendida en su estudio entre la ventana y la biblioteca. Pero no
era el momento de soñar, aunque otra eventualidad (la de donar un ejemplar de gustos
tan especiales a un dragozoo) se le ocurrió mientras se arrodillaba; incluso tuvo tiempo de
pensar qué trabajito científico tan bien hecho se podía confeccionar, si se lo basaba en
una pieza bien conservada, de modo que pasó el fusil con el reductor a su mano
izquierda, y cogió con la derecha un trabuco cargado con una anticabeza, apuntó
cuidadosamente y apretó el gatillo.
¡Un estruendo de mil demonios! Una nube de humo nacarado rodeó la boca del cañón
y a Clapaucio, que por un momento perdió al monstruo de vista, pero el humo se dispersó
en seguida.
Las viejas leyendas cuentan sobre dragones multitud de cosas que no son ciertas.
Dicen, por ejemplo, que algunos de ellos llegan a tener siete cabezas. En realidad esto no
ocurre jamás. El dragón sólo puede tener una cabeza, ya que la presencia de dos
conduce infaliblemente a violentos altercados y peleas. Los pluritestas (nombre que les
dieron los científicos) se extinguieron a causa de contiendas internas. Estos monstruos,
de naturaleza obtusa y terca, no soportan la menor oposición, y por eso la posesión de
dos cabezas en un solo cuerpo lleva a una muerte rápida: cada una, queriendo perjudicar
a la otra, se niega a tomar alimento, e incluso se abstiene de respirar. Se puede adivinar
fácilmente cuál es el resultado. Este, precisamente, fue el fenómeno aprovechado por
Euforio Bondal para su invento de trabuco anticabeza. Se dispara al dragón, alojado en su
corpachón una pequeña cabecita electrónica, fácil de manejar, y al momento se originan
disputas. y escenas violentas. En consecuencia, el dragón se queda inmóvil y tieso en un
sitio, como si le diera parálisis, durante un día, una semana, un mes, incluso hubo casos
en que sucumbía al agotatamiento sólo al cabo de un año. Cuando se halla en este
estado, se puede hacer con él lo que se quiera.
Sin embargo, el dragón alcanzado por el disparo de Clapaucio se comportó de manera
muy extraña. Bien es verdad que se enderezó sobre las patas traseras con un rugido que
hizo caer de la montaña una avalancha de piedras, que batió con la cola las rocas de sílex
con tanta fuerza que el olor y los destellos de chispas llenaron todo el barranco, pero
después se rascó la oreja, carraspeó y prosiguió tranquilamente la marcha (con la única
diferencia de que había acelerado y pasado al trote). Sin dar crédito a sus propios ojos,
Clapaucio corrió por la cresta peñascosa buscando un atajo hacia la salida del barranco lo
que ahora se le dibujaba en la mente ya no era algún que otro trabajito científico o artículo
en el «Almanaque Dragonero», sino, por lo menos, una monografía sobre papel vitela,
con los retratos del dragón y del autor.
Al llegar a la punta, se acurrucó detrás de unas rocas, se acercó al ojo su
lanzaimprobabilidad, apuntó e hizo funcionar los desposibilidadores. La culata le tembló
en la mano, del arma recalentada se desprendió un vaho de neblina, el dragón se rodeó
de un halo como la luna que pronostica el mal tiempo, pero no se esfumó. Clapaucio
volvió a la carga para hacer la existencia del monstruo imposible. La intensidad de la
imposibilitatividad creció tanto, que una mariposa que volaba por allí empezó a emitir en
alfabeto Morse el «Segundo Libro de la Selva», entre las anfractuosidades de las rocas se
materializaron sombras de hadas, brujas y espectros, y el poderoso ruido de cascos al
galope anunciaba que se estaban acercando unos centauros, sacados de la imposibilidad
por la tremenda tensión del arma. Sin embargo, el dragón, como si no hubiera ocurrido
nada, se sentó pesadamente, bostezó y empezó a rascarse con fruición la colgante
papada con las patas traseras. El arma sobrecalentada quemaba los dedos de Clapaucio,
quien seguía apretando febrilmente el gatillo; el científico nunca había vivido nada
semejante: las piedras cercanas, no muy grandes, se elevaban libremente en el aire, y el
polvo que el dragón echaba al rascarse de debajo del trasero, formó, en vez de posarse,
unas letras bien legibles: SU SEGURO SERVIDOR.
Oscureció, el día daba paso a la noche, grandes peñascos calcáreos fueron a dar un
paseo charlando en voz baja de sus cosas; en una palabra, un milagro seguía al otro,
pero la espantosa bestia que reposaba a treinta pasos de Clapaucio no quería
desaparecer. Clapaucio tiró el lanzador, sacó del bolsillo una granada antidragona y,
encomendando su alma a la Gran Madre de Transformaciones Irreversibles, la lanzó
sobre el monstruo. Resonó un estruendo ensordecedor, unos fragmentos de piedra
volaron al aire junto con la cola del dragón; este último gritó en voz completamente
humana «¡Socorro!» y galopó directamente hacia Clapaucio, quien, viendo la muerte tan
próxima, saltó de su escondrijo blandiendo una corta pica de antimateria. Se aprestaba ya
a tirarla, cuando oyó otros gritos:
—¡Quieto! ¡Quieto! ¡No me mates!
«¿Será el dragón quien habla? —pensó Clapaucio—. No, me estoy volviendo loco...»
Sin embargo, preguntó:
—¿Quién habla? ¿Es el dragón?
—¡Al cuerno con el dragón! ¡Soy yo!
En efecto, en medio de la nube de polvo apareció Trurl, tocó el cuello del monstruo, dio
la vuelta a una cosa, y el gigante cayó lentamente de rodillas, inmovilizándose con un
chirrido prolongado.
—¿Qué es esta mascarada? ¿Qué significa? ¿De dónde ha salido este dragón? ¿Qué
hacías dentro de él? —le abrumó a preguntas Clapaucio.
Trurl se sacudía el polvo de la ropa, tratando de calmar con los gestos a su amigo.
—De dónde, qué, dónde, cómo.. ¿Quieres dejarme hablar? Yo aniquilé al dragón y el
rey no quiso pagarme...
—¿Por qué?
—Debió de ser por tacañería, no lo sé. Dijo que era por culpa de la burocracia, que
debía confeccionarse un protocolo formal de la vista de los hechos, mediciones, autopsia,
reunión del consejo del Instituto Nacional, que aquí, que allá, etc. El celador superior del
Tesoro dijo que no sabía cómo efectuar el pago, que no era asunto del fondo de salarios,
ni del impersonal; en una palabra, aunque yo pedía, insistía, iba de caja en caja, del rey al
consejo, nadie quería atenderme. Incluso, cuando me obligaron a producir una biografía
con fotos, fui adonde el dragón, pero, ¡ca! Estaba ya en un estado irreversible. Lo
despellejé, corté unas ramas de avellano, encontré luego un viejo poste de telégrafos y no
necesité gran cosa más; lo rellené y... me puse a fingir...
—¡No puede ser! ¿Recurriste a un truco tan bajo? ¿Tú? Pero, para qué, en el fondo, si
no te han pagado. No entiendo nada.
—¡Qué tonto eres, hombre! —Trurl se encogió de hombros con conmiseración—. ¿Y
los tributos que no paran de traerme? Ya cobré más de lo que me correspondía.
—¡Oh, claro! —la luz de la verdad iluminó a Clapaucio. Sin embargo, añadió—: Pero
está feo obligar...
—¿Qué tiene de feo? Por otra parte, ¿qué daño hice? Me paseaba por las montañas y
de noche rugía un poco. Estoy terriblemente cansado... —suspiró, sentándose al lado de
Clapaucio.
—¿De qué? ¿De rugir?
—No; verdaderamente, no entiendes nada. Seguro que no es de rugir. Cada noche
tengo que acarrear sacos de oro desde la gruta convenida, allá arriba —indicó con la
mano una loma lejana—. Me preparé allí una pista de despegue. ¡Ya te quisiera ver a ti
transportando fardos tan pesados durante noches enteras! ¡Verías lo que significa!
Comprende: este dragón también tiene lo suyo; la piel sola pesa unas dos toneladas, y yo
he de llevarla encima, rugir, patear, todo el día; ¡y después, en vez de des. cansar, esa
tarea agotadora! Me alegro de que hayas llegado, estaba ya más que harto...
—Está bien. Dime, solamente, ¿por qué este dragón, mejor dicho este fantasmón
relleno, no desapareció cuando disminuí la probabilidad hasta los milagros? —quiso
todavía saber Clapaucio. Trurl carraspeó, un tanto confuso.
—Es gracias a mi prudencia —aclaró—. Al fin y al cabo, aquí podía meter baza algún
cazador tonto, por ejemplo Basileo, así que instalé dentro, bajo la piel, unas pantallas
antiprobabilisticas. Y ahora, ven. Quedan allí todavía unos sacos de platino. Es lo más
pesado de todo, ya no tenía ganas de llevarlos yo solo. ¿Ves qué bien? Me ayudarás.





Ciberíada, Stanislaw Lem, 1965.

martes, 5 de enero de 2016

La cita de su vida. Andrés Neuman.

El lunes sueña con la cita. El martes se entusiasma pensando que se acerca. El miércoles comienza el nerviosismo. El jueves es todo preparativos, revisa su vestuario, va a la peluquería. El viernes lo soporta como puede, sin salir de casa. El sábado, por fin, se echa a la calle con el corazón rebosante. Durante toda la mañana del domingo llora sin consuelo. Cuando nota que vuelve a soñar, ya es lunes y hay trabajo.

lunes, 4 de enero de 2016

Teoría del cangrejo. Julio Cortázar.

Habían levantado la casa en el límite de la selva, orientada al sur para evitar que la humedad de los vientos de Marzo se sumara al calor que apenas mitigaba la sombra de los árboles. Cuando Winnie llegaba 

Dejó el párrafo en suspenso, apartó la máquina de escribir y encendió la pipa. Winnie. El problema, como siempre, era Winnie. Apenas se ocupaba de ella la fluidez se coagulaba en una especie de

Suspirando, borró en una especie de, porque detestaba las facilidades del idioma, y pensó que ya no podría seguir trabajando hasta después de cenar; pronto llegarían los niños de la escuela y habría que ocuparse de los baños, de prepararles la comida y ayudarlos en sus 

¿Por qué en mitad de una enumeración tan sencilla habría como un agujero, una imposibilidad de seguir? Le resultaba incomprensible, puesto que habría escrito pasajes mucho más arduos que se armaban sin ningún esfuerzo, como si de alguna manera estuvieran ya preparados para incidir en el lenguaje. Por supuesto, en casos así lo mejor 

Tirando el lápiz, se dijo que todo se volvía demasiado abstracto; los por supuesto, los en esos casos, la vieja tendencia a huir de situaciones definidas. Tenía la impresión de alejarse cada vez más de las fuentes, de organizar puzzles de palabras que a su vez 

Cerró bruscamente el cuaderno y salió a la veranda. 

Imposible dejar esa palabra, veranda.

sábado, 2 de enero de 2016

El vaso azul. Luis García Montero.

Hay gustos para todo. Hay distancias para todo. Nos pasamos buena parte de la vida alejándonos en los almanaques y en los mapas de las cosas que nos hacen por dentro. La lejanía es una de las principales cuerdas que sostienen nuestra manera de ser. La memoria se llena de ritos, detalles magnificados, insistencias, porque necesitamos alargar esa cuerda y sentirnos leales al viajero que dijo adiós en una habitación de hotel, o se tomó el último café con un amigo, o se despidió de una ciudad a la orilla de un río, cuando las últimas palabras de la conversación y las primeras ventanas del anochecer se reflejaban en las aguas del tiempo.

Los años pasan, erosionan los muros, se llevan cuerpos, monumentos pesados, agendas cargadas de obligaciones, acontecimientos solemnes. Y, mientras, quedan flotando alguno detalles frágiles, como el vaso azul que me regaló mi amigo Rahim. Pero se va a romper en la maleta, le dije, procurando evitar su compra. Qué iba a hacer yo con una cerámica vidriada, repleta de atauriques y filigranas de oro, muy al sur de mis gustos del sur. Pero las cosas y las personas llegan a nosotros en las manos seguras de la casualidad. No conviene ser inflexibles, debemos dejar que la vida haga su propia colección, juntando la casualidad y nuestros gustos.

Rahim fue el encargado de acompañarme durante la semana que estuve en Bagdad y en Babilonia, a finales de los años ochenta, como invitado a un festival de poesía. Bagdad y Babilonia eran dos palabras legendarias, desbordadas por un presente sin mucha delicadeza. Menos antiguos palacios y mezquitas monumentales, había de todo en sus calles: un dictador muy fotografiado, mucho whisky en la cafetería del hotel y en los restaurantes, mujeres que vivían con libertad, hábitos occidentales en las tiendas y un hormiguero de gente que intentaba sobrevivir en medio de los semáforos, los tenderetes, las chilabas y la política internacional. Todo parecía muy sólido y mi vaso azul iba a romperse en la maleta.

Se acabaron los ochenta, llegó 1991 con sus inviernos, empezaron a caer las bombas sobre Bagdad. La muerte acumuló trabajo en los primeros años del siglo XXI, y la ciudad se convirtió en un paisaje desolado de humos, casas en ruina, escombros y cadáveres. Ha desaparecido todo, menos la gente que mata o que sufre, las aguas del río Tigris, mucho más asustadas que antes, y el vaso azul de Rahim, que vigila con sus filigranas de oro desde una estantería de mi casa. Cuando estalló la primera Guerra del Golfo intenté informarme del destino de Rahim, pues nos habíamos hecho muy amigos en las calles de Badgad, y de la suerte de Teresa, con la que había paseado junto a las orillas del río. Fue imposible encontrar sus rastros humanos debajo de los humos, de las desolaciones polvorientas.

Como me gusta sostener la cuerda de la lejanía y procuro ser leal a mis recuerdos, la memoria se me llena de ritos. Desde entonces, tengo la costumbre de cortar un pequeño pico de la página del periódico donde leo noticias de la barbarie, y lo echo dentro del vaso de Rahim. Empecé con los desastres de Irak, pero luego amplié mi homenaje de papel a todos los rincones del mundo en los que la violencia hace saltar por los aires los paseos de la gente en las orillas de la vida. Se trata de una cursilada, ya lo sé. Pero lo cuento porque me emociona la fragilidad del vaso azul, humilde, feo, sentimental, dispuesto a sobrevivir en las tormentas del tiempo, igual que la dignidad humana sobrevive en medio de la barbarie. Lo cuento porque ayer un pico colmó el vaso y decidí quemar el contenido amargo de estos años de historia para empezar de nuevo. Temblaron en el fuego nombres propios, ciudades, países, fronteras, campos de refugiados, aeropuertos, embajadas, domicilios particulares, ojos de niño, humillaciones de mujer y muchas palabras escritas para explicar que asesinamos porque somos asesinos y nos dolemos porque tenemos sentimientos. Es una cursilería, ya lo sé, pero esta mañana, después de la ceniza, he empezado de nuevo.






Una forma de resistencia. Luis García Montero. (2012)