Existe cierto dilema entre arrojar a un niño o a un viejo desde un séptimo piso. Dejando a un lado meras consideraciones éticas (que si uno tiene toda la vida por delante, que si otro por detrás…) la duda reside en la estética del vuelo. El niño, por naturaleza, se precipitará con gracia, cierta ingenuidad y hasta incluso alegría, ejecutando durante la vertical multitud de figuras y acrobacias de indescriptible belleza. Asimismo, el viejo, prescindiendo de florituras, realizará un ejercicio impecable, sobrio: un clavado sin tirabuzón. Sin duda, ambos recibirán los vítores de más estrépito, las puntuaciones más altas. Todo lo contrario —aquí no hay dilema alguno— que el individuo de mediana edad. Y su caer triste, atolondrado, de aspavientos y hormigas muertas.
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