viernes, 31 de julio de 2020

1492. Sin Colón, ni gazpacho ni cigarrito. Nieves Concostrina.

Hay vicios cuyo origen tienen día, mes y año. El 6 de noviembre de 1492 Cristóbal Colón anotó en su diario la primera referencia al tabaco de la que tenemos noticias. Pero el almirante no fumaba. Fue uno de sus marineros, Rodrigo de Jerez, que como su propio nombre indica era de Ayamonte (Huelva), quien pasó a la historia por ser el primer europeo que fumó, que le gustó, que se enganchó y que tuvo que pasar el síndrome de abstinencia en la cárcel.
A Cristóbal Colón se le pueden echar en cara muchas cosas, y una de ellas, y visto lo visto con la distancia de cinco siglos, es haber traído el tabaco de América. Sin Colón no habría sido posible el gazpacho, ni la tortilla de patatas, pero lo malo es que con los tomates y las papas también vino el tabaco. Aquel 6 de noviembre Colón escribió que mucha gente, hombres y mujeres, iban con un tizón en las manos; un tizón relleno de hierbas que chupeteaban con fruición y que luego les hacía expulsar humo por la boca. Y eso lo apuntó en su diario porque así se lo explicaron dos de los hombres a los que envió a darse un garbeo.
El tabaco lo descubrieron en Cuba, cómo no. Hacía apenas un mes que Colón y sus chicos habían llegado al Caribe y andaban de isla en isla bicheando, oliendo a ver si daban con las especias que buscaban, pimienta y canela sobre todo. Cuando recalaron en Cuba, Colón hizo lo habitual: enviar a dos de sus hombres de avanzadilla a que se dieran una vuelta por la isla y luego le contaran qué se cocía y de qué iban los indios. Aquellos dos comisionados fueron Luis de Torres y Rodrigo de Jerez, que allá donde paraban, entre fiestas y agasajos, les ofrecían un tizón para que lo chuparan.
Cuando volvieron al campamento base ya iban fumando como carreteros, y a Colón le explicaron cómo era ese tizón más o menos con estas palabras: «Unas hierbas secas, metidas en una cierta hoja, también seca, que los indios encienden por una parte y por la otra chupan o sorben para dentro el humo». Eso lo traslada Colón a su diario y pasa a ser la primera descripción de la acción de fumar y de lo que es un cigarro.
Comprobaron también que todo lo que se puede hacer con el tabaco ya lo habían chequeado los indios. Unos fumaban las hierbas envueltas, otros las mascaban, los sacerdotes inhalaban el humo con pipa para comunicarse con los dioses, y los de más allá machacaban la hoja hasta pulverizarla para poder esnifarla en plan medicinal, exactamente lo mismo que se hacía en Europa siglo y pico después, solo que lo llamaban rapé.
La planta del tabaco vino a España en el regreso del primero de los viajes de Colón. Llegó en la carabela la Niña con Rodrigo de Jerez, que fue el que empezó a extender el vicio en su pueblo, en Ayamonte, con la tontería de hacer demostraciones de cómo liarse un puro. El pionero Rodrigo está tan aceptado mundialmente como el primer fumador moderno, que en Nicaragua hay una marca de puros que se llama así, Rodrigo de Jerez.
Los ayamontinos, por tanto, fueron los primeros en España en echarse un pitillito. Hubo cierta alarma en el pueblo, y alguno de sus paisanos lo denunció ante la Inquisición por hacer brujería, porque solo el diablo podía dar a un hombre el poder de echar humo por la boca. La Inquisición estuvo de acuerdo en que aquello era cosa del demonio y lo metió en prisión. Siete años de cárcel por fumar le cayeron a Rodrigo de Jerez. Cuando salió, sin embargo, media España estaba fumando. La vida es muy injusta, y ser precursor en algo, lo que sea, acarrea sus riesgos.
El vicio no tardó en extenderse por Europa. Dicen que ningún otro hábito se ha propagado tanto ni tan rápido. Dos siglos después de aquel primer cigarrito de Rodrigo de Jerez toda la humanidad conocía el tabaco y todo el mundo, de toda condición, tenía acceso a él. Al principio se extendió con la excusa de que el tabaco tenía un uso terapéutico, pero la disculpa se desmontó sola en cuanto se demostró que seguían fumando los que supuestamente ya se habían curado. Se enganchó todo el mundo.
La incongruencia llega ahora: si resulta que la Inquisición fue la primera liga anti-tabaco por considerar eso de fumar una práctica diabólica y procedente de una cultura salvaje, ¿cómo es posible que en menos de cien años, en Roma, estuvieran todos fumados? Pues porque hubo un cardenal que se llamaba Próspero Santacroce que introdujo el tabaco en 1585 y en todos los huertos de los monasterios se cultivaba la planta. Al principio porque eran unas hierbitas que curaban cosas, pero acabaron todos enviciados. Se les prohibió fumar durante los oficios porque las iglesias estaban llenas de humo, pero muchos no aguantaban una misa de dos horas sin salir a fumar a la mitad. El franciscano Giuseppe da Convertino disculpaba a todos los fumetas porque decía que libraba a los religiosos de la tentación de la carne.
¿Y qué fue del otro fumador? ¿De Luis de Torres, el colega de Rodrigo de Jerez? Pues seguramente no le hubiera importado morir de cáncer de pulmón porque, seguro, habría vivido más. A Luis de Torres lo mataron los indios.
Fue uno de los treinta y nueve hombres que Colón dejó en el Fuerte Navidad con el encargo de ir haciendo amigos con la población local porque, debido a la pérdida de la nao Santa María, no entraban todos los tripulantes en las dos carabelas que regresaban a España. Pero resultó que aquella delegación, en vez de hacer amigos en las Indias, lo hicieron con las indias y acabaron inflando a los indios. Cuando Colón volvió en su segundo viaje estaban todos fritos. Seguramente Luis de Torres murió fumando, pero no por fumar.
En Europa el tabaco ganó tantos adictos en tan poco tiempo que los gobiernos intervinieron para prohibirlo. Pero luego esos mismos gobiernos se percataron de su torpeza y rectificaron. Si eso le gustaba a tanta gente, en vez de prohibirlo, mejor clavar unos impuestos y engordar el erario. Y así, de la noche a la mañana, se pasó de la represión a bendecir el rentable vicio de fumar.
Los indios consideraban el tabaco una hierba sagrada. Y las haciendas públicas, también.

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.
 

jueves, 30 de julio de 2020

Capítulo 4: El día decimonono. Ursula K. Le Guin.

Una historia oriental de Karhide, tal como fue contada en el hogar Gorinherin por Tobord Chorhava, y registrada por G. A. 93/1492.

El señor Berosti rem ir Ipe vino a la fortaleza Dangerm y ofreció cuarenta berilos y medio año de la cosecha de sus huertas como precio de una profecía, y el precio era adecuado. Se hizo la pregunta al tejedor Odren, y la pregunta era: ¿En qué día moriré?
Los profetas se reunieron y fueron juntos a la oscuridad. Al fin de la oscuridad Odren dijo la respuesta: Morirás en odstred (el día decimonono de cualquier mes).
—¿En qué mes? ¿Dentro de cuántos años? —gritó Berosti, pero el lazo estaba roto, y no había respuesta. Berosti corrió entrando en el círculo y tomó al tejedor Odren por el cuello sofocándolo y gritando que si no recibía otra respuesta le quebraría el pescuezo al tejedor. Llegaron otros que lo apartaron y lo sujetaron, aunque Berosti era un hombre fuerte. Luchó entre las manos que lo sostenían y gritó:
—¡Dame esa respuesta!
—Ya ha sido dada, y el precio ha sido pagado. Vete —dijo Odren.
Furioso, Berosti rem ir Ipe regresó a Charude, el tercer dominio de la familia, un sitio mísero en el norte de Osnoriner, que Berosti había empobrecido todavía más para pagar el precio de una profecía. Se encerró en las habitaciones fortificadas, las más altas de la Torre del Hogar, y no salió de allí, por causa de amigos o de enemigos, en tiempos de recoger o de sembrar, de kémmer a aplazamiento, todo ese mes y el próximo, y así pasaron seis meses, y diez meses, y Berosti continuaba encerrado como un prisionero en aquellas habitaciones, esperando. En onnederhad y odstred (los días decimoctavo y decimonono del mes) no comía, no bebía, y no dormía.
El kemmerante de Berosti por amor y votos era Herbor del clan Gueganner. Herbor llegó a la fortaleza Dangerm en el mes de grende y le dijo al tejedor:
—Quiero una profecía.
—¿Qué tienes para dar? —preguntó Odren, pues vio que el hombre estaba pobremente vestido y mal trazado, y que el trineo era viejo, y todo en él necesitaba algún remiendo.
—Daré mi vida —dijo Herbor.
—¿No tienes algo más, mi señor? —le preguntó Odren, hablándole ahora como a un hombre de la nobleza—, ¿ninguna otra cosa?
—No tengo nada más —dijo Herbor—, pero no sé si mi vida tiene aquí algún valor para vosotros.
—No —dijo Odren—, no tiene valor para nosotros.
Entonces Herbor cayó de rodillas, golpeado por la vergüenza y el amor, y le gritó a Odren:
—Te ruego que respondas a mi pregunta. ¡No es para mí!
—¿Para quién entonces? —preguntó el tejedor.
—Para mi señor y kemmerante, Ashe Berosti —dijo el hombre, y sollozó—. No tiene amor ni alegría, ni señorío desde que vino aquí y le dieron esa respuesta que no es una respuesta. Morirá de eso.
—Sí, claro está, ¿de qué muere un hombre sino de su propia muerte? —preguntó el tejedor Odren. Pero viendo la pasión de Herbor se sintió conmovido, y dijo al fin—: Buscaré una respuesta a tu pregunta, Herbor, y no pediré precio. Pero recuérdalo, siempre hay un precio. Quien pregunta paga lo que tiene que pagar.
Herbor se llevó las manos de Odren a los ojos, en señal de gratitud, y los profetas se reunieron y entraron en la oscuridad. Herbor fue con ellos e hizo la pregunta, y la pregunta decía: ¿Cuánto vivirá Ashe Berosti Tem ir ipe? Pues Herbor pensaba que de este modo le dirían el número de días, de años, y que ese conocimiento daría una cierta paz al amado Ashe. Luego los profetas se movieron en la oscuridad y al fin Odren gritó de dolor, como si se hubiese quemado en algún fuego: ¡Más que Herbor de Gueganner!
No era la respuesta que Herbor esperaba, pero era la que había obtenido, y siendo de corazón paciente volvió al hogar de Charude, cruzando las nieves de Grende. Entró en el dominio, fue a las fortificaciones y subió a la torre, y allí encontró al kemmerante Berosti, pálido y distraído como siempre, sentado junto al fuego de cenizas, los brazos descansando sobre una mesa de piedra roja, la cabeza hundida entre los hombros.
—Ashe —dijo Herbor—, he estado en la fortaleza de Dangerm y los profetas me respondieron. Les pregunté cuánto vivirías y la respuesta fue: Berosti vivirá más que Herbor.
Berosti alzó la cabeza, lentamente, como si se le hubieran endurecido las vértebras del cuello, y dijo:
—¿Les preguntaste entonces cuándo moriré?
—Les pregunté cuánto vivirás.
—¿Cuánto? ¡Idiota! Tenías una pregunta para los profetas y no les preguntaste cuándo voy a morir, el día, el mes, el año, cuántos días me quedan, ¡y les preguntaste cuánto! ¡Oh idiota, condenado idiota, más que tú, sí, más que tú! —Berosti alzó la mesa de piedra como si hubiese sido una lámina de hojalata y la arrojó sobre la cabeza de Herbor. Herbor cayó, con la piedra encima. Berosti se quedó allí de pie, un rato, confundido, y al fin levantó la piedra, y vio que Herbor tenía el cráneo destrozado. Puso de nuevo la piedra sobre el pedestal, se acostó junto al hombre muerto, y le echó los brazos alrededor, como si estuvieran en kémmer. Así los encontró la gente de Charude cuando irrumpieron en el cuarto de la Torre. Berosti se había vuelto loco, y tuvieron que encerrarlo, pues se pasaba las horas buscando a Herbor, a quien imaginaba en algún sitio del dominio. Vivió así un mes, y luego se suicidó ahorcándose, en ostred, el día decimonono del mes de dern.

La mano izquierda de la oscuridad

miércoles, 29 de julio de 2020

La bella durmiente. Slawomir Mrozek.

Tendida sobre un lecho rebosante de flores, bajo una campana de cristal, dormía la Bella Durmiente. Era bella, buena y juiciosa, pero su belleza, su bondad y su buen juicio dormían con ella. Existía, pero dormía, así que era como si no existiese. A través de la campana transparente sólo era visible su belleza, no las cualidades de su carácter. Desde tiempo inmemorial estaba sumida en un sueño profundo, rodeada de unos afables gnomos que la defendían de los bandidos y los animales salvajes. Ellos sabían que sólo un Príncipe Errante tenía derecho a acercarse a ella. Pero no era seguro que el Príncipe llegara, ni tampoco que no llegara. Cuál fue la alegría de los fieles gnomos, pues, al ver una mañana de mayo al Príncipe que, por un feliz azar, se había dejado caer por aquellos parajes. «¡Aquí! ¡Aquí!», se pusieron a llamarlo y en seguida quitaron la campana de cristal. El Príncipe se acercó. Miró y vio lo hermosa que era la Bella Durmiente. Dejándose llevar por un impulso poderoso, se inclinó y depositó un beso sobre sus pálidos labios rosados. Exactamente como estaba previsto. La Bella Durmiente abrió los ojos, se despertó y vio al Príncipe inclinado sobre ella. Le rodeó el cuello con los brazos, mientras los gnomos bailaban a su alrededor de alegría. Y también de contento, porque había acabado su guardia junto a la Bella Durmiente y por fin podrían dedicarse a sus cosas. Los gnomos se habían alejado saltando de júbilo, mientras el Príncipe seguía entre los brazos de la Bella Durmiente y ella continuaba abrazándole. Hasta que a él empezó a dolerle la espalda, de modo que inadvertidamente se sentó en el borde del lecho de cristal; pero como seguía inclinado sobre ella y por ella abrazado, le era imposible cambiar del todo de posición. Así que transcurrído un tiempo preguntó: —¿Y ahora qué? —Ahora quedaremos así para siempre —contestó la Bella Durmiente. —¿Para siempre? —se sorprendió el Príncipe. —Por supuesto. ¿No es por eso por lo que me has despertado depositando un beso en mis pálidos labios rosados? —Pero mi querida Bella Durmiente, ¿y no nos aburriremos? —No entiendo de qué hablas. Pero si la felicidad es esto. El Príncipe calló confuso y no discutió más, porque no quería quedar mal. Pero al cabo de un tiempo volvió a intentarlo, esta vez tratando de presentar su punto de vista subjetivo como una verdad objetiva. —Verás, mi querida Bella Durmiente, desde el punto de vista subjetivo estoy totalmente de acuerdo contigo, pero objetivamente las cosas están así: yo soy un Príncipe Errante, programado, es decir, destinado a recorrer el mundo en busca de Bellas Durmientes. Cada vez que veo una Bella Durmiente, me acerco y deposito un beso en sus pálidos labios rosados. Entonces ella se despierta, pero lo que pasa después ya no es de mi incumbencia. Así que yo tendría que ponerme de nuevo en camino. —¿De qué Bellas Durmientes me estás hablando? Pero si soy yo la Bella Durmiente. —¡Oh, sí! Por supuesto. Es decir, Bella, evidentemente, pero ya no Durmiente. Tú ya no duermes, mientras que otras, pobrecitas, siguen durmiendo profundamente esperando que alguien las despierte. —¿Qué otras?—preguntó la Bella Durmiente en un tono tal que el Príncipe prefirió no desarrollar el tema. —Las que sean. No tiene importancia. A la Bella Durmiente le bastó esta respuesta incompleta, porque como ya se ha dicho era juiciosa. Sólo que ahora fue ella la que intentó presentar al Príncipe su punto de vista subjetivo de una manera objetiva: —Tienes razón en eso de que soy Bella pero ya no Durmiente. Pero al fin y al cabo has sido tú quien me ha despertado, y ahora ya no volveré a dormir. De modo que si tú ahora te marchas y no te puedo tener más entre mis brazos, ¿quién seré yo y qué será de mí? El Príncipe se puso triste. —Realmente es un problema y cada vez estoy más convencido de que este cuento está muy mal escrito. El autor nos ha programado de una manera que todo cuadra hasta cierto momento, pero después empiezan las contradicciones. Quedémonos, pues, en esta posición y tal vez el autor se dé cuenta, borre, añada o cambie algo... Y quizá la cosa se aclare... Eso dijo el Príncipe, aunque la espalda le dolía cada vez más; sin embargo entendía la situación de la Bella Durmiente y simpatizaba de veras con ella. Así que seguían igual; pero ni la Bella Durmiente era feliz, porque no tenía la seguridad de que seguirían así para siempre, ni tampoco el Príncipe, porque no estaba seguro de que sólo sería por un tiempo. Hasta que al cabo el Príncipe dijo: —Me gustaría fumar, pero se me han acabado las cerillas. ¿Me permites que vaya un momento a por ellas? —Pero ¿volverás? —preguntó la Bella Durmiente, ya que era juiciosa. —Claro que volveré. Sólo voy a por cerillas y en seguida estoy de vuelta. Tengo unas ganas bárbaras de fumar. La Bella Durmiente se quedó pensativa. Por un lado su buen juicio le imponía escepticismo, por otro su bondad—y como se ha dicho era buena—hacía que le diese pena el Príncipe atormentado por la avidez de nicotina. ¿Cómo se puede torturar así al amado? Y dijo con tristeza, pues el buen juicio y la bondad no se ponían de acuerdo: —Ve. Y el Príncipe se marchó. Era verdad que tenía ganas de fumar y que necesitaba cerillas, en este sentido era sincero. En cuanto a lo demás... Tenía la esperanza de que gracias a esta verdad parcial podría apagar sus remordimientos de conciencia respecto a todo el asunto. Porque todo lo demás era mentira. Así que el Príncipe tenía la esperanza de que con una verdad parcial compensaría en su conciencia la mentira total. Pero era una esperanza infundada. Hasta qué punto era infundada su esperanza lo supo en seguida. Porque como castigo fue convertido en un repugnante sapo. Y seguirá siendo un sapo hasta que —ya según otro cuento— encontrará a cierta Bella de tan buen corazón que, haciendo caso omiso de la asquerosidad del batracio, depositará con sus pálidos labios rosados un beso sobre el pustuloso morro. Sólo entonces volverá a convertirse en Príncipe. 

 

martes, 28 de julio de 2020

Embargo. José Saramago.

Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha bordeada de coches aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo… El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un suave movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar en la fila. Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.
Había pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía “agotada”, y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.


Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de “agotada”. A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.
Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.
Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse, y deliraba un poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.
La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.

Casi un objeto, 1983.

lunes, 27 de julio de 2020

El canalón. Heinrich Böll.

Estuvieron despiertos mucho rato, fumando, mientras el viento se paseaba por la casa, arrancando pedazos de pared y haciendo caer piedras; del piso de arriba saltaban trozos de revoque que se estrellaban en la planta baja con estrépito.
Él sólo veía de la mujer una tenue silueta, un contorno rojizo, cada vez que se avivaban las brasas de los cigarrillos: la suave curva de sus pechos bajo la tela del camisón y el perfil de su cara en reposo. Al ver la fina hendidura de sus labios, aquella leve entalladura de su rostro, sintió una oleada de ternura. Habían sujetado bien las mantas a los lados, y se apretaban uno contra otro. Aquella noche no tendrían frío. Los postigos golpeaban y por los cristales rotos de las ventanas silbaba el viento. Lo que se oía arriba, entre los restos del tejado, eran verdaderos aullidos, y en algún sitio algo batía con fuerza contra una pared, algo duro y metálico, y ella murmuró:
—Es el canalón. Hace tiempo que está suelto. —Le asió la mano y prosiguió en voz baja— Aún no había estallado la guerra, yo ya vivía aquí, y cada vez que llegaba a casa y veía ese trozo de canalón colgando pensaba: «Tienen que mandarlo reparar». Pero no lo mandaron reparar. Colgaba torcido, uno de los ganchos se había caído. Yo lo oía golpear cuando hacía viento, lo oía las noches de tormenta, desde esta cama. Vino la guerra y siguió igual. En la pared se veían las marcas del agua, un reguero blanco con los bordes gris oscuro, de arriba a abajo, cerca de la ventana y, a derecha e izquierda, unas manchas redondas, con el centro blanco y aros grises alrededor. Después, me fui muy lejos, trabajé en Turingia y en Berlín, y cuando la guerra terminó y yo regresé, el canalón seguía igual. Media casa se había hundido, yo había estado lejos, había visto mucho sufrimiento, muerte y sangre. Me dispararon con ametralladoras desde unos aviones y pasé miedo, mucho miedo… y, mientras, ese pedazo… de zinc seguía colgando, echando la lluvia al vacío… porque la pared se había caído. Las tejas saltaron por los aires, los árboles fueron derribados, el yeso se desprendió de las paredes, cayeron bombas, muchas bombas, y ese pedazo de zinc seguía colgado de un solo gancho, sin ser alcanzado ni arrancado por la presión de las explosiones.
Su voz se hizo más suave, casi cantarina, y ella seguía oprimiéndole la mano.
—Mucho ha llovido durante estos seis años —dijo—. Mucha gente ha muerto, muchas catedrales se han hundido; pero cuando regresé el canalón seguía ahí, y las noches de viento lo oía golpear. ¿Me creerás si te digo que me gustaba?
—Sí —dijo él.
El viento había cesado, la noche estaba serena y el frío se hacía sentir. Se subieron las mantas y metieron los brazos. En la oscuridad ya no se divisaba nada, ni su perfil veía él, aunque la tenía tan cerca que sentía su respiración: el soplo ligero y cálido de su aliento era tranquilo y regular, y él pensó que se habría dormido. Pero, de pronto, dejó de percibirlo y buscó sus manos. Ella las asió con fuerza y él notó su calor y pensó que aquella noche no tendría que pasar frío.
De pronto, se dio cuenta de que ella estaba llorando. No se oía nada, sólo por el movimiento de la cama dedujo que ella se frotaba la cara con la mano izquierda, pero tampoco podía precisarlo y, sin embargo, sabía que lloraba. Se inclinó sobre ella y volvió a sentir su aliento, que parecía resbalarle por la piel como un suave fluido. Ni siquiera cuando le rozó la fría mejilla con la punta de la nariz pudo ver algo.
—Anda, échate —dijo ella en voz baja—. Vas a coger frío.
Él no se movía, quería verla, pero no vio nada hasta que, de pronto, ella abrió los ojos. Entonces vio el brillo de sus ojos y el débil fulgor de las lágrimas.
Ella estuvo llorando mucho rato. Él le tomó la mano y volvió a arrebujarse en la manta. Y le sostuvo la mano hasta que sintió que ella aflojaba la presión de los dedos y se soltaba lentamente. Él le rodeó entonces los hombros con el brazo, la atrajo hacia sí y también se quedó dormido y durante el sueño sus alientos se entremezclaban como caricias…

El legado. La herida y otros relatos. 1983.
 

domingo, 26 de julio de 2020

Tenía la espalda inquieta. (La tía Charo). Ángeles Mastrietta.

Tenía la espalda inquieta y la nuca de porcelana. Tenía un pelo castaño y subversivo, y una lengua despiadada y alegre con la que recorría la vida y milagros de quien se ofreciera.
A la gente le gustaba hablar con ella, porque su voz era como lumbre y sus ojos convertían en palabras precisas los gestos más insignificantes y las historias menos obvias.
No era que inventara maldades sobre los otros ni que supiera con más precisión los detalles de un chisme. Era sobre todo que descubría la punta de cada maraña, el exacto descuido de Dios que coronaba la fealdad de alguien, la pequeña imprecisión verbal que volvía desagradable un alma cándida.
A la tía Charo le gustaba estar en el mundo, recorrerlo con sus ojos inclementes y afilarlo con su voz apresurada. No perdía el tiempo. Mientras hablaba, cosía la ropa de sus hijos, bordaba iniciales en los pañuelos de su marido, tejía chalecos para todo el que tuviera frío en el invierno, jugaba frontón con su hermana, hacía la más deliciosa torta de elote, moldeaba buñuelos sobre sus rodillas y discernía la tarea que sus hijos no entendían.
Nunca la hubiera avergonzado su pasión por las palabras si una tarde de junio no hubiese aceptado ir a unos ejercicios espirituales en los que el padre dedicó su plática al mandamiento «No levantarás falsos testimonios ni mentirás». Durante un rato el padre habló de los grandes falsos testimonios, pero cuando vio que con eso no atemorizaba a su adormilada clientela, se redujo a satanizar la pequeña serie de pecados veniales que se originan en una conversación sobre los demás, y que sumados dan gigantescos pecados mortales.
La tía Charo salió de la iglesia con un remordimiento en la boca del estómago. ¿Estaría ella repleta de pecados mortales, producto de la suma de todas esas veces en que había dicho que la nariz de una señora y los pies de otra, que el saco de un señor y la joroba de otro, que el dinero de un rico repentino y los ojos inquietos de una mujer casada? ¿Podría tener el corazón podrido de pecados por su conocimiento de todo lo que pasaba entre las faldas y los pantalones de la ciudad, de todas las necedades que impedían la dicha ajena y de tanta dicha ajena que no era sino necedad? Le fue creciendo el horror. Antes de ir a su casa pasó a confesarse con el padre español recién llegado, un hombre pequeño y manso que recorría la parroquia de San Javier en busca de fieles capaces de tenerle confianza.
En Puebla la gente puede llegar a querer con más fuerza que en otras partes, sólo que se toma su tiempo. No es cosa de ver al primer desconocido y entregarse como si se le conociera de toda la vida. Sin embargo, en eso la tía no era poblana. Fue una de las primeras clientas del párroco español. El viejo cura que le había dado la primera comunión, murió dejándola sin nadie con quien hacer sus más secretos comentarios, los que ella y su conciencia, destilaban a solas, los que tenían que ver con sus pequeños extravíos, con las dudas de sus privadísimas faldas, con las burbujas de su cuerpo y los cristales oscuros de su corazón.
—Ave María Purísima —dijo el padre español en su lengua apretujada, más parecida a la de un cantante de gitanerías que a la de un cura educado en Madrid.
—Sin pecado concebida —dijo la tía, sonriendo en la oscuridad del confesionario, como era su costumbre cada vez que afirmaba tal cosa.
—¿Usted se ríe? —preguntó el español adivinándola, como si fuera un brujo.
—No padre —dijo la tía Charo temiendo los resabios de la Inquisición.
—Yo sí —dijo el hombrecito—, y usted puede hacerlo con mi permiso. No creo que haya un saludo más ridículo. Pero dígame: ¿cómo está? ¿Qué le pasa hoy tan tarde?
—Me pregunto, padre —dijo la tía Charo—, si es pecado hablar de los otros. Usted sabe, contar lo que les pasa, saber lo que sienten, estar en desacuerdo con lo que dicen, notar que es bizco el bizco y renga la renga, despeinado el pachón, y presumida la tipa que sólo habla de los millones de su marido. Saber de dónde sacó el marido los millones y con quién más se los gasta. ¿Es pecado, padre? —preguntó la tía.
—No hija —dijo el padre español—. Eso es afán por la vida. ¿Qué ha de hacer aquí la gente? ¿Trabajar y decir rezos? Sobra mucho día. Ver no es pecado, y comentar tampoco. Vete en paz. Duerme tranquila.
—Gracias padre —dijo la tía Charo y salió corriendo a contárselo todo a su hermana.
Libre de culpa desde entonces, siguió viviendo con avidez la novela que la ciudad le regalaba. Tenía la cabeza llena con el ir y venir de los demás, y era una clara garantía de entretenimiento. Por eso la invitaban a tejer para todos los bazares de caridad, y se peleaban más de diez por tenerla en su mesa el día en que se jugaba canasta. Quienes no podían verla de ese modo, la invitaban a su casa o iban a visitarla. Nadie se decepcionaba jamás de oírla, y nadie tuvo nunca una primicia que no viniera de su boca.
Así corrió la vida hasta un anochecer en el bazar de Guadalupe. La tía Charo había pasado la tarde lidiando con las chaquiras de un cinturón y como no tenía nada nuevo que contar se limitó a oír.
—Charo, ¿tú conoces al padre español de la iglesia de San Javier? —le preguntó una señora, mientras terminaba el dobladillo de una servilleta.
—¿Por qué? —dijo la tía Charo, acostumbrada a no soltar prenda con facilidad.
—Porque dicen que no es padre, que es un republicano mentiroso que llegó con los asilados por Cárdenas y como no encontró trabajo de poeta, inventó que era padre y que sus papeles se habían quemado, junto con la iglesia de su pueblo, cuando llegaron los comunistas.
—Cómo es díscola alguna gente —dijo la tía Charo y agregó con toda la autoridad de su prestigio—: El padre español es un hombre devoto, gran católico, incapaz de mentir. Yo vi la carta con que el Vaticano lo envió a ver al párroco de San Javier. Que el pobre viejito se haya estado muriendo cuando llegó, no es culpa suya, no le dio tiempo de presentarlo. Pero de que lo mandaron, lo mandaron. No iba yo a hacer mi confesor a un farsante.
—¿Es tu confesor? —preguntó alguna en el coro de curiosas.
—Tengo ese orgullo —dijo la tía Charo, poniendo la mirada sobre la flor de chaquiras que bordaba, y dando por terminada la conversación.
A la mañana siguiente se internó en el confesionario del padre español.
—Padre, dije mentiras —contó la tía.
—¿Mentiras blancas? —preguntó el padre.
—Mentiras necesarias —contestó la tía.
—¿Necesarias para el bien de quién? —volvió a preguntar el padre.
—De una honra, padre —dijo la tía.
—¿La persona auxiliada es inocente?
—No lo sé, padre —confesó la tía.
—Doble mérito el tuyo —dijo el español—. Dios te conserve la lucidez y la buena leche. Ve con él.
—Gracias, padre —dijo la tía.
—A ti —le contestó el extraño sacerdote, poniéndola a temblar.

Mujeres de ojos grandes, 1990.

sábado, 25 de julio de 2020

El zorro es más sabio. Augusto Monterroso.

Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dice voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro. Desde ese momento el Zorro se dijo con razón satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer.”
Y no lo hizo.

La oveja negra y otras fábulas. 1969.

viernes, 24 de julio de 2020

El hombre es lo que viste. Richard Matheson.

Salí a la terraza para escapar de la cháchara de los asistentes al cóctel.
Me senté en un rincón oscuro, estiré las piernas y suspiré, mortalmente aburrido.
La puerta de la terraza volvió a abrirse. Un hombre salió tambaleándose del molesto alboroto, fue dando traspiés hasta la barandilla y se quedó contemplando la ciudad.
-¡Dios mío! -exclamó, pasándose una mano temblorosa por el cabello ralo.
Sacudió la cabeza con cansancio y miró la luz de la azotea del Empire State. Después se volvió con un gemido y se me acercó dando tumbos. Tropezó con mis zapatos y estuvo a punto de caer de bruces.
-¡Uf! -farfulló, derrumbándose en otra silla-. Perdone, caballero.
-No tiene importancia -le respondí.
-¿Me permite que abuse un momento de su amabilidad? -me preguntó.
Iba a contestar, pero no me dio tiempo.
-Escuche -dijo, moviendo un dedo bastante gordo-. Voy a contarle una historia imposible.
Se inclinó haci mí en la oscuridad y me miró lo mejor que pudo con unos ojos nublados por los martinis. Después volvió a reclinarse jadeando entre vapores etílicos y eructó.
-Escúcheme bien -dijo-. No se engañe. Pasan cosas muy extrañas en este mundo. Cree que estoy borracho, y tiene toda la razón. Pero ¿por qué? Nunca lo adivinaría.- Tras una breve pausa prosiguió, desesperado-: mi hermano... Ya no es un hombre.
-Fin de la historia -aventuré.
-Todo comenzó hace un par de meses. Es el director de publicidad de la agencia Jewnkins. Un tipo de primera. Bueno, quiero decir que... lo era -dijo entre sollozos-. De primera -murmuró.
Se sacó un pañuelo del bolsillo de la pechera y se sonó ruidosamente con un trompetazo que me hizo estremecer.
-Todos acudían a él. Se sentaba en su despacho sin quitarse el sombrero, con los zapatos relucientes sobre la mesa. "¡Charlie, danos una idea!", le gritaban. Él hacía girar el sombrero una vuelta completa (lo llamaba su sombrero de pensar) y decía: "Chicos, esto es así". Y de sus labios brotaban las ideas más increíbles que pueda imaginarse. ¡Qué hombre!
Se quedó mirando la luna con los ojos desorbitados y volvió a sonarse.
-¿Y?
-Qué hombre -repitió-. El mejor del negocio. "Dale su sombrero y..." Era una broma, claro. O eso creeíamos.
Suspiré.
-Era un tipo gracioso -dijo mi interlocutor-. Un tipo gracioso.
-¡Ja! -dije.
-Era un figurín; eso es lo que era. Los trajes tenían que ser perfectos. El sombrero tenía que ser perfecto. Los zapatos, los calcetines..., todo hecho a medida. Ya le digo. Recuerdo una vez que mi señora y yo fuimos al campo con Charlie y Miranda, su muejr. Hacía calor y me quité el abrigo, pero ¿se lo quitó él? ¡No señor! "Un hombre no es un hombre sin su abrigo", decía. Fuimos a un sitio precioso, con un arroyo y una zona con hierba para sentarse. Hacía un calor espantoso. Miranda y mi esposa se quitaron los zapatos y metieron los pies en el agua. Al cabo de un poco, yo también. ¡Pero él! ¡Ja!
-¡Ja!
-Él no -continuó-. Allí estaba yo, sin zapatos ni calcetines, con los pantalones y la camisa arremangados y los pies en el agua, como un crío. Charlie nos miraba, divertido, de punta en blanco. Lo llamamos: "Venga, Charlie, ¡quítate los zapatos!". Pero nos dijo: "No, no. Un hombre no es un hombre sin sus zapatos. Descalzo no podría ni andar". Miranda se enfadó. "A veces no sé si estoy casada con un hombre o con un ropero", nos dijo. Así era él -suspiró-, así era.
-Fin de la historia -dije.
-No -continuó, estremecido de horror, supongo-. Ahora viene lo más terrible. Ya le he contado lo de su ropa. Era muy maniático. Hasta la ropa interior tenía que sentarle a la perfección.
-Hum -dije.
-Un día, en la oficina -prosiguió con la voz convertida en un murmullo de asombro-, le quitaron el sombrero para gastarle una broma. Charlie fingió que no podía pensar, o eso parecía. Casi no podía hablar; solo farfullaba. No dejaba de decir "Sombrero, sombrero" y de mirar por la ventana. Lo llevé a casa. Miranda y yo lo metimos en la cama y, mientras hablábamos en el salón, oímos un golpe tremendo. Corrimos al dormitorio. Charlie estaba en el suelo. Lo ayudamos a levantarse. Se le doblaban las piernas. "¿Qué pasa?", le preguntamos. "Zapatos, zapatos", decía. Lo sentamos en la cama. Cogió los zapatos, pero se le cayeron de las manos. "Guantes, guantes", dijo. Nos quedamos mirándolo. "¡Guantes!", chilló. Miranda estaba asustada. Le buscó unos guantes y se los dejó en el regazo. Él se los puso despacio y con dificultad. Después se agachó y se puso los zapatos. Se levantó y paseó por la habitación como si estuviera comprobando que le aguantaran los pies. "Sombrero", dijo. Fue hasta el armario y se puso uno. Y entonces, ¿puede creérselo?, nos soltó: "¿A quién se le ha ocurrido la genial idea de traerme a casa? Tengo trabajo y además tengo que despedir al cabrón que me ha robado el sombrero". Y volvió a la oficina. ¿Se lo puede creer? -me preguntó.
-¿Por qué no? -respondí, un poco harto.
-Bueno -dijo-, supongo que se imagina el resto. Aquel día, justo antes de que me fuera, Miranda me comentó: "¿Por eso se mueve tan poco en la cama, el muy vago? ¿Voy a tener que ponerle un sombrero todas las noches?". Aquello me incomodó, claro. -Hizo una pausa y suspiró-. Las cosas fueron de mal en peor a partir de entonces. Sin sombrero, Charlie era incapaz de pensar. Sin zapatos, no podía nadar. Sin guantes no podía mover los dedos. Llevaba guantes incluso en verano. Los médicos lo dejaron por imposible. Hubo incluso un psiquiatra que se fue de vacaciones después de hablar con él.
-Termine -dije-, tengo que irme.
-No hay mucho más -repuso-. Las cosas siguieron empeorando. Charlie tuvo que contratar a un hombre para que lo vistiera. Miranda se hartó de él y se trasladó a la habitaciónde invitados. Mi hermano estaba perdiéndolo todo. Entonces, una mañana... -Se estremeció-. Fui a visitarlo para ver cómo estaba y me encontré la puerta del piso abierta de par en par. Entré corriendo. Aquello estaba silencioso como una tumba. Llamé al ayudante. Nada. Entré en el dormitorio y allí estaba Charlie, tumbado en la cama como un cadáver, farfullando. Sin decir palabra, cogí un sombreroy se lo puse. "¿Dónde está tu ayudante? ¿Dónde está Miranda?", le pregunté. Me miró; le temblablan los labios. "Charle, ¿qué pasa?", le pregunté. "Mi traje se ha ido a trabajar esta mañana", gimotéo. Supuse que se había vuelto loco. Estaba histérico. "Mi traje de rayas grises. El que llevaba ayer. Mi ayuda de cámara se ha puesto a gritar y me ha despertado. Estaba mirando el armario. Yo también he mirado y... ¡Dios mío! Delante del espejo, mi ropa interior estaba colocándose. Una camisa blanca ha volado hasta la camiseeta y se ha puesto encima de ella, los pantalones se han subido, encima de la camisa se ha puesto un abrigo, una corbata se ha anudado, los calcetines y los zapatos se han colocado en la boca de las perneras. El abrigo ha levantado un brazo, ha cogido un sombrero del estante del armario y lo ha colocado en el aire, allí donde habría estado la cabeza de haberla tenido. Después, el sombrero se ha movido en un saludo. "Esto es así, Charlie", ha dicho una voz y ha soltado una carcajada infernal. El traje se ha marchado y mi ayuda de cámara ha huido. Miranda no está."
-Cuando Charlie terminó de contármelo, le quité el sombrero para que pudiera desmayarse y llamé a una ambulancia.
El hombre se rebulló en la silla.
-Eso fue la semana pasada -dijo-. Todavía tiemblo al recordarlo.
-¿Eso es todo? -pregunté.
-Casi -repondió-. Me dicen que Charle está cada vez más débil. Sigue en el hospital. Se queda sentado en la cama con el sombrero gris calado hasta las orejas, murmurando para sí. No puede hablar, ni siquiera con el sombrero puesto. -Se enjugó el sudor de la cara-. Pero eso no es lo peor -prosiguió entre sollozos-. Me han dicho que Miranda está... -Tragó saliva-. Que está saliendo con el traje. Les dice a todos sus amigos que esa maldita cosa tiene mas sex-appeal del que Charlie tuvo nunca.
-¡No! -dije yo.
-Sí -me confirmó él-. Miranda está ahí dentro. Ha llegado hace un rato.
Volvió a sumirse en una meditación silenciosa.
Yo me levanté y me desperecé. Intercambiamos una mirada y cayó en redondo, desmayado.
Lo dejé ahí. Entré en la habitación a recoger a Miranda y nos fuimos.

 

miércoles, 22 de julio de 2020

El Horla. Guy de Maupassant.

8 de mayo.
¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tumbado en la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, abriga y sombrea por completo. Me gusta esta comarca, y me gusta vivir en ella porque aquí tengo mis raíces, esas profundas y delicadas raíces que unen a un hombre a la tierra en que han nacido y muerto sus abuelos, que lo unen a lo que se piensa y se come, tanto a las costumbres como a los alimentos, a las locuciones locales, a las entonaciones de los campesinos y a los olores del suelo, de los pueblos y del aire mismo.
Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.
A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.
¡Qué hermosa mañana!
A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.
Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.


12 de mayo.
Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase que el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.
¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza… con nuestro olfato, más débil que el del perro… con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.
¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!


16 de mayo.
Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.


18 de mayo.
Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.


25 de mayo.
¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo… ¿de qué?… Hasta ahora nunca sentía temor por nada… abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho… escucho… ¿qué?… ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mi, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.
Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo… lo comprendo y lo sé… y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta… con todas sus fuerzas para estrangularme.
Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!
Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.
Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.


2 de junio.
Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio, me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.
De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.
Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el resto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.
Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.


3 de junio.
He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.


2 de julio.
Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel que no conocía.
¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.
Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.
Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!
—Es un lugar muy ventoso, señor —me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.
El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.
Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.
—¿Cree usted en eso? —pregunté al monje.
—No sé —me contestó.
Yo proseguí:
—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
—¿Acaso vemos —me respondió— la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.
Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.


3 de julio.
Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
—¿Qué tiene, Jean?
—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.
Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.


4 de julio.
Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.


5 de julio.
¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!
Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed, bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.
Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces… yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible ánima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.
¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.


6 de julio.
Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!


10 de julio.
Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo…
El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido— toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.
El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.
El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.
Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.
Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción. ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!…
Partiré inmediatamente hacia París.


12 de julio.
París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura.
Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théâtre-Français. Se representaba una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.
En lugar de concluir con estas simples palabras: «Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas», nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.


14 de julio.
Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: «Diviértete». Y se divierte. Se le dice: «Ve a combatir con tu vecino». Y va a combatir. Se le dice: «Vota por el emperador». Y vota por el emperador. Después: «Vota por la República». Y vota por la República.
Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.


16 de julio.
Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.
Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.
—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza —decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural, las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él". Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados.
Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
—¿Quiere que la hipnotice, señora?
—Sí; me parece bien.
Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.
Al cabo de diez minutos dormía.
—Póngase detrás de ella —me dijo el médico.
Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: «Esto es un espejo; ¿qué ve en él?».
—Veo a mi primo —respondió.
—¿Qué hace?
—Se atusa el bigote.
—¿Y ahora?
—Saca una fotografía del bolsillo.
—¿Quién aparece en la fotografía?
—Él, mi primo.
¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.
—¿Cómo aparece en ese retrato?
—Se halla de pie, con el sombrero en la mano.
Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.
Las damas decían espantadas: «¡Basta! ¡Basta, por favor!».
Pero el médico ordenó: «Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje». Luego la despertó.
Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?
Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.
No bien regresé me acosté.
Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi mucamo y me dijo:
—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.
Me vestí de prisa y la hice pasar.
Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:
—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.
—¿De qué se trata, prima?
—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.
—Pero cómo, ¿tan luego usted?
—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.
Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.
Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.
Sabía que era muy rica y le dije:
—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? —Reflexioné—. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?
Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:
—Sí… sí… estoy segura.
—¿Le ha escrito?
Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.
—Sí, me escribió.
—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.
—Recibí su carta esta mañana.
—¿Puede enseñármela?
—No, no… contenía cosas íntimas… demasiado personales… y la he… la he quemado.
—Así que su marido tiene deudas.
Vaciló una vez más y luego murmuró:
—No lo sé.
Bruscamente le dije:
—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.
Dio una especie de grito de desesperación:
—¡Ay! ¡Por favor! ¡Se lo ruego! Trate de conseguirlos…
Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.
—¡Ay! Le suplico… si supiera cómo sufro… los necesito para hoy.
Sentí piedad por ella.
—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted!
—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa? —le pregunté entonces.
—Sí.
—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?
—Sí.
—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.
Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:
—Pero es mi esposo quien me los pide.
Durante una hora traté infructuosamente de convencerla.
Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:
—¿Se ha convencido ahora?
—Sí, no hay más remedio que creer.
—Vamos a ver a su prima.
Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.
Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:
—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.
Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.
—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana.
Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.
Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.


19 de julio.
Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: «Quizá».


21 de julio.
Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino… pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.


30 de julio.
Ayer he regresado a casa. Todo está bien.


2 de agosto.
No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.


4 de agosto.
Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El mucamo acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.


6 de agosto.
Esta vez no estoy loco. ¡He visto… he visto… he visto!... Ya no puedo dudar… ¡he visto!... Todavía tengo frío hasta en las uñas… el miedo me penetra hasta la médula… ¡ he visto!
A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.
Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.
Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones.
Pero ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo…


7 de agosto.
Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.
Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama «demencia».
Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.
Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.
Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.
Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.


8 de agosto.
Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.
Sin embargo he podido dormir.


9 de agosto.
Nada ha sucedido, pero tengo miedo.


10 de agosto.
Nada: ¿qué sucederá mañana?


11 de agosto.
Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.


12 de agosto, 10 de la noche.
Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?


13 de agosto.
Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.


14 de agosto.
¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.
De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!


15 de agosto.
Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?
Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.


16 de agosto.
Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: «¡Vamos a Ruán!».
Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.
Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: «¡A la estación!» y grité —no dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: «A casa», y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.


17 de agosto.
¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.
Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho.
No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.
¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.
Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.
Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.
Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos, que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido… la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.
Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!
Entonces, mañana… pasado mañana o cualquiera de estos… podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?


18 de agosto.
He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento…


19 de agosto.
¡Ya sé… ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: «Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.
»El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo, a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores».
¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh Dios mío!
Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.
Ha venido aquél que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquél que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquél a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión… ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el… el… ¿cómo se llama?… el… parece que me gritara su nombre y no lo oyese… el… sí… grita… Escucho… ¿cómo?… repite… el… Horla… He oído… el Horla… es él… ¡el Horla… ha llegado!…
¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos; el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!
No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica… yo también quiero… yo podría hacer lo mismo… pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros… Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!».
Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio… Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.
¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.
Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?
¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!
Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo… va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados…
¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!


19 de agosto.
Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!… Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.
Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.
Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.
Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.
Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien… se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!… ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.
Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.
¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.


20 de agosto.
¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance? ¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No… no… decididamente no. Pero entonces… ¿qué haré entonces?


21 de agosto.- He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa…


10 de septiembre.
Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido… ha sucedido… pero ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.
Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.
De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.
Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascendió por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!…
Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!». Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.
La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!
De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno…
¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?
¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?
¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquél que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquél que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.
No… no… no hay duda, no hay duda… no ha muerto… entonces tendré que suicidarme…

Imagen extraída de la edición ilustrada de El Horla y otros cuentos de Mauro Cascioli. Editorial Zorro Rojo.