sábado, 4 de julio de 2020

Lady Turton. Roald Dahl.

Cuando, ocho años atrás, murió el viejo sir William Turton y su hijo Basil heredó el periódico The Turton Press (además del título), recuerdo que empezaron a hacerse apuestas en Fleet Street sobre cuánto tiempo pasaría antes de que una joven persuadiera al pobre individuo de que ella debía cuidarse de él. Es decir, de él y de su dinero.
El nuevo sir Basil Turton tenía unos cuarenta años y era soltero. Hombre afable y de carácter sencillo; hasta entonces no había demostrado interés por nada que no fueran sus colecciones de pinturas modernas y esculturas. Ninguna mujer le había trastornado, ningún escándalo ni habladuría habían mancillado jamás su nombre. Pero ahora que se había convertido en el propietario de un importante periódico y una gran revista, era preciso que dejara la calma y tranquilidad de la casa de campo de su padre y se estableciera en Londres.
Naturalmente, los buitres empezaron a acecharle y estoy seguro de que no sólo Fleet Street sino la ciudad entera empezó a movilizarse en torno a él. Fue un movimiento lento, deliberado y mortal, y por lo tanto no parecían tanto unos buitres como un puñado de cangrejos tratando de alcanzar un trozo de comida bajo el agua.
Pero, para sorpresa de todos, el hombre demostró ser notablemente evasivo y la lucha continuó hasta la primavera y el principio del verano de aquel año. Yo no conocía a sir Basil personalmente, ni tenía ninguna razón para sentir simpatía hacia él, pero no podía evitar el ponerme repentinamente de parte de los de mi sexo y me alegraba cada vez que lograba salir de alguna trampa.
Luego, hacia el principio de agosto, y aparentemente en respuesta a una secreta señal femenina, las chicas declararon entre sí una suerte de tregua mientras se iban al extranjero y descansaban, con el fin de reagruparse y hacer nuevos planes para el siguiente invierno. Esto fue un error, porque en aquel preciso momento apareció una brillante criatura llamada Natalia o algo así, de quien nadie había oído hablar anteriormente, que llegó del continente europeo, tomó a sir Basil firmemente por la muñeca y lo llevo como un torbellino al Registro Civil de Caxton Hall y se casó con él antes de que nadie, y menos el novio, se diera cuenta de lo que había pasado.
Ya podrán imaginarse que las señoras de Londres estaban indignadas y, naturalmente, se dedicaron a levantar una gran cantidad de cotilleos alrededor de lady Turton: la asquerosa cazadora, la llamaban. Pero no hay necesidad de detenerse en ello. En realidad, para el propósito de mi historia podemos saltarnos los seis años siguientes, lo cual nos trae al presente; exactamente hoy hace una semana, cuando tuve el honor de conocer a Su Señoría por primera vez. Entonces, como ya podrán suponer, no sólo dirigía The Turton Press sino que, como resultado de ello, se había convertido en una fuerza política muy importante en el país. Ya entiendo que otras mujeres hayan sido capaces de hacer lo mismo, pero lo excepcional de este caso era el hecho de que ella fuera extranjera y el que nadie pareciese saber con precisión de qué país procedía: Yugoslavia, Bulgaria o Rusia.
El jueves pasado fui a una cena en casa de un amigo de Londres y mientras charlábamos en el salón antes de la cena, bebiendo martinis y hablando sobre la bomba atómica y sobre el señor Bevan, la doncella abrió la puerta para anunciar al último invitado.
—Lady Turton.
Nadie dejó de hablar, hubiera sido de mala educación, ni se volvieron las cabezas. Solamente nuestras miradas se dirigieron a la puerta, esperando su entrada.
Ella entró aprisa, alta y esbelta, con un traje rojo escarlata que brillaba admirablemente; jovial, tendiendo la mano a su anfitriona. Francamente, debo confesar que era una belleza.
—¡Buenas noches, Milfred!
—¡Mi querida lady Turton, me alegro de que haya venido! Creo que entonces fue cuando dejamos de hablar. Nos volvimos para mirarla, esperando pacientemente ser presentados, como si fuera una reina o una famosa estrella de cine. Sólo que esta vez era más guapa que cualquiera de ellas. Su pelo era negro y, en contraste, tenía uno de esos rostros pálidos, ovalados e inocentes de las flamencas del siglo xv, casi como una Madonna de Memling o Van Eyck; por lo menos ésta fue mi primera impresión. Más tarde, cuando llegó el momento de estrecharnos las manos, me di cuenta de que, excepto en el perfil y el color, estaba muy lejos de parecerse a una madonna, muy lejos de eso.
Las aletas de la nariz, por ejemplo, eran muy raras, bastante abiertas, relucientes y excesivamente arqueadas. Esto le daba a la nariz un terrible aspecto, que tenía cierto parecido a la de un potro salvaje.
Y los ojos, al mirarlos de cerca, no eran grandes y redondos, como los que los pintores atribuían a las madonnas, sino alargados y medio cerrados; casi sonrientes, medio adustos y bastante vulgares; así que de una manera o de otra le daban un aire delicadamente disipado, es más, no miraba directamente. Su mirada se acercaba a uno lentamente y como de costado, de tal forma que ponía nervioso. Intenté ver su color, creo que era gris pálido, pero no estoy seguro.
Después fue llevada a la otra parte de la habitación para ser presentada a otras personas. Yo me quedé mirándola. Ella se sentía consciente del éxito y del modo en que aquellos londinenses hablaban de ella.
«Aquí estoy yo —parecía decir—, hace pocos años que llegué a este país, pero ya soy más rica y poderosa que cualquiera de vosotros.»
Caminaba triunfalmente.
Pocos minutos más tarde pasamos a cenar y, con gran sorpresa, me encontré sentado a la derecha de Su Señoría. Supongo que nuestra anfitriona había hecho esto como una deferencia hacia mí, pensando que me proporcionaría tema para la columna social que escribo cada día en el periódico de la tarde. Me senté, dispuesto a participar en una comida interesante, pero la famosa lady no reparó siquiera en mi presencia; estuvo todo el tiempo hablando con el hombre de su izquierda, su anfitrión, hasta que al fin, cuando estaba acabando de tomar el helado, se volvió repentinamente, cogió mi tarjeta y leyó mi nombre. Luego, con aquella curiosa mirada suya, como de través, me miró a la cara. Yo le sonreí y le hice un pequeño saludo. Ella no me sonrió, pero empezó a dispararme preguntas, bastante personales: trabajo, edad, familia, cosas así, mientras yo contestaba lo mejor que podía.
Durante esta inquisición se enteró, entre otras cosas, de que yo era un amante de la pintura y la escultura.
—Puede venir alguna vez a nuestra casa de campo y verá la colección de mi esposo.
Lo dijo casualmente, como una simple norma de educación; pero deben comprender que en mi trabajo no puedo permitirme el lujo de perder una oportunidad como ésta.
—¡Qué amable, lady Turton! Me encantaría. ¿Cuándo puedo ir?
Levantó la cabeza y dudó unos instantes. Luego se encogió de hombros y dijo:
—No importa, cualquier día.
—¿Qué tal el próximo fin de semana? ¿Le parece bien? Sus ojos semicerrados descansaron un momento en los míos y luego se separaron.
—Supongo que sí, si lo desea, no me importa.
Así fue como el sábado siguiente por la tarde me encontré conduciendo mi coche por la carretera de Wooton, con mi maleta en el coche. Ustedes seguramente pensarán que forcé un tanto mi invitación, pero de otra forma no la hubiera conseguido.
Aparte del aspecto profesional, personalmente me apetecía ver la casa. Como ya saben, Wooton es una de las casas más importantes del primitivo Renacimiento inglés. Al igual que sus hermanas, Longleat, Wodlaton y Montacute, fue construida en la última mitad del siglo XVI, cuando por primera vez la casa de un señor importante pudo ser decorada como mansión confortable, no como un castillo, y cuando un grupo de arquitectos, como John Thorpe y los Smithson, empezaron a construir casas maravillosas por todo el país. Está al sur de Oxford, cerca de una pequeña ciudad llamada Princes Risborought, no muy lejos de Londres.
Al entrar por las puertas enrejadas, el cielo se cubría en lo alto y la tarde invernal empezaba a caer.
Conduje lentamente por el largo sendero, intentando captar los alrededores tanto como fuera posible, sobre todo el famoso jardín, del cual había oído hablar tanto. Debo confesar que era una vista impresionante. Por todas partes había masas de tejos, cortados en diferentes formas, muy cómicas todas ellas: gallinas, palomas, botellas, botas, sillones, castillos, hueveras, linternas, viejas con meticulosas enaguas, grandes columnas, algunas coronadas por una pelota, otras por tejas y hongos. En la creciente oscuridad, el verde se había convertido en negro, de tal forma que cada figura, cada árbol, tomaba una forma escultural, oscura y suave. En un momento dado vi una pradera en forma de tablero de ajedrez gigante, en el que cada ficha era un tejo maravillosamente recortado. Detuve el coche para dar un paseo y cada figura era dos veces más alta que yo. Comprobé que el juego —rey, reina, peón, alfil, caballo y torre— estaba completo y listo para iniciar la partida.
En la curva siguiente, vi la gran casa gris; frente a ella un espacioso porche rodeado de una balaustrada con pequeños pabellones en sus esquinas. Sobre los pilares de la balaustrada había obeliscos de piedra; la influencia italiana en la mente Tudor; y un tramo de escalones de metro y medio de ancho, que llevaban a la casa.
Al entrar en la explanada, vi con súbito desagrado que en el centro del surtidor había una gran estatua de Epstein. Era preciosa, desde luego, pero no estaba en consonancia con los alrededores. Al subir la escalera de la puerta central, volví la vista y vi que en todas las pequeñas praderas y terracitas había estatuas modernas y curiosas esculturas de todas clases. En la distancia creí reconocer el estilo de Gaudier Breska, Brancusi, Saint-Gaudens, Henry Moore, y Epstein de nuevo.
La puerta me fue franqueada por un joven criado que me condujo a mi habitación, situada en el primer piso.
—Su Señoría —explicó— está descansando, así como los otros invitados; pero bajarán al salón dentro de una hora, vestidos para la cena.
En mi oficio es preciso ir muchos fines de semana a grandes casas. Yo paso alrededor de cincuenta sábados y domingos al año en casa de otras personas, y en consecuencia soy muy sensible a las atmósferas poco agradables. Puedo decir si son agradables o no en el momento en que entro por la puerta, y ésta era de las que no me gustaban. El lugar señalaba tormenta, en el aire flotaba una atmósfera de conflictos o algo parecido. Lo presentía incluso mientras gozaba de un delicioso baño. No pude evitar el empezar a desear que nada malo ocurriera antes del lunes.
Lo primero, aunque fue más una sorpresa que una cosa desagradable, ocurrió diez minutos más tarde.
Yo estaba sentado en la cama poniéndome los calcetines cuando la puerta se abrió y un hombrecillo entró en la habitación. Era el mayordomo, explicó, y su nombre era Jelks. Me dijo que esperaba que estuviera cómodo y si tenía todo lo que necesitaba.
Yo le respondí afirmativamente.
Dijo que haría todo lo posible para que tuviera un fin de semana agradable. Le di las gracias y esperé a que se marchara. El dudó un momento y luego, con voz entrecortada, me pidió permiso para mencionar un asunto algo delicado. Yo le dije que hablara.
Para ser franco, era acerca de las propinas. El asunto de las propinas le hacía sentirse muy desgraciado.
¡Oh! ¿Y por qué era eso?
Bueno, si realmente quería saberlo, no le gustaba la idea de que sus invitados se creyeran en la obligación de darle propina al dejar la casa. Era un procedimiento indigno para el que daba y para el que recibía. Además, él se daba cuenta de la angustia que a veces se creaba en las mentes de los invitados como yo —y que perdonase la libertad— que podrían verse obligados por culpa de los convencionalismos a dar más de lo que ellos podían gastar.
Hizo una pausa. Sus cautelosos ojos me observaban. Yo le murmuré que no tenía por qué preocuparse en lo que a mí se refería.
Por el contrario, dijo, esperaba sinceramente que no le daría ninguna propina al terminar el fin de semana.
—Bueno —dije yo—, no discutamos acerca de ello: cuando llegue el momento ya veremos lo que hacemos.
—¡Por favor, señor, insisto!
Acordamos lo que él quería.
Me dio las gracias y se aproximó un par de pasos hacia mí. Luego inclinó la cabeza hacia un lado, cruzó las manos delante de él como un cura y encogió los hombros en gesto de disculpa. Sus ojos pequeños y duros todavía me miraban. Yo esperé, con un calcetín puesto y el otro en las manos, tratando de adivinar lo que querría ahora.
Lo que quería pedir —dijo bajito, tan bajito ahora que su voz era como la música de un concierto, oída desde lejos— era que en vez de propina le diera el treinta y tres coma tres por ciento de mis ganancias en las cartas, en todo el fin de semana. Si perdía no tendría que pagar nada.
Lo dijo todo tan suave, tranquila y rápidamente, que ni tan siquiera me sorprendió.
—¿Se juega mucho a las cartas, Jelks?
—Sí, señor, mucho.
—¿No cree que el treinta y tres coma tres es demasiado?
—No lo creo, señor.
—Le daré un diez por ciento.
—No, señor, eso no.
Examinaba las uñas de mi mano izquierda y arqueaba las cejas.
—Bien, entonces el quince. ¿De acuerdo?
—Treinta y tres coma tres, señor. Es muy razonable. Después de todo, señor, yo no sé siquiera si es usted un buen jugador o sea que lo que estoy haciendo es, y no quiero ser personal, apostar por un caballo que nunca he visto correr.
Sin duda ustedes pensarán que nunca debí empezar a regatear con el mayordomo y quizá tengan razón, pero soy una persona muy liberal y siempre trato de ser afable con la clase baja. Aparte de esto, cuanto más pensaba en ello, más me convencía a mí mismo de que era una oferta que ningún deportista podía rehusar.
—De acuerdo, Jelks, como quiera.
—Gracias, señor.
Se dirigió hacia la puerta andando despacio, pero cuando tenía la mano puesta en el pomo se volvió:
—¿Le puedo dar un consejo, señor?
—¿Qué es?
—Simplemente decirle que Su Señoría tiende a pujar muy alto.
Bueno, esto era demasiado. Estaba tan asustado que dejé caer el calcetín. Después de todo, una cosa es tener un pequeño arreglo deportivo con el mayordomo acerca de las propinas; pero cuando trata de conchabarse contigo para sacarle dinero a la anfitriona ha llegado el momento de pararle los pies.
—Bueno, Jelks, ya está bien.
—No se ofenda, señor, lo que quiero decir es que puede jugar contra Su Señoría. Ella siempre juega con el comandante Haddock.
—¿Con el comandante Haddock? ¿Jack Haddock?
—Sí, señor.
Observé un tono de burla en los labios de Jelks al hablar de ese hombre, y todavía era peor con lady Turton. Cada vez que decía «Su Señoría» los labios se le curvaban como si estuviera chupando un limón, y había una inflexión en su voz sutilmente jocosa.
—Ahora me debe perdonar, señor. Su Señoría bajará a las siete en punto, así como el comandante Haddock y los otros.
Salió silenciosamente igual que había entrado, dejando una sensación de gran tranquilidad en el cuarto.
Un poco después de las siete, bajé al salón principal. Lady Turton se levantó a saludarme- tan bella como siempre.
—No estaba muy segura de que viniera —dijo con voz curiosamente saltarina—. ¿Cuál es su nombre, por favor?
—Me temo que le tomé la palabra, lady Turton; espero que no la haya retirado.
—No, claro que no —dijo—. Hay cuarenta y siete dormitorios en la casa. Este es mi marido.
Un hombre pequeño salió por detrás de ella y dijo:
—Me alegro de que haya podido venir. Tenía una sonrisa agradable y al darme la mano sentí el roce de la amistad en los dedos.
—Y ésta es Carmen La Rosa —continuó Lady Turton.
Era una mujer que parecía como si tuviera algo que ver con los caballos. Se inclinó hacia mí y, aunque mi mano estaba a medio camino para estrechar la suya, ella no me la tendió, forzándome a hacer un falso movimiento con esa mano en dirección a la nariz.
—¿Está resfriado? Lo siento.
No me gustó miss Carmen La Rosa.
—Y éste es Jack Haddock.
Yo conocía a ese hombre ligeramente. Era director de compañías (a saber qué significará eso) y un miembro muy conocido en sociedad. Su nombre había salido varias veces en mis columnas, pero nunca me había gustado y ello era debido principalmente a que detesto a la gente que lleva los títulos militares en su vida privada, especialmente comandantes y coroneles. Con el traje de etiqueta y su cara muy de hombre, sus cejas negras y dientes grandes y blancos, parecía tan guapo que resultaba casi indecente. Tenía una manera muy estudiada de levantar el labio superior cuando sonreía enseñando los dientes. Me tendió la mano.
—Espero que diga cosas buenas de nosotros en su columna.
—Lo tendrá que hacer —dijo lady Turton—, porque si no yo diré cosas feas de él, en mi primera página.
Yo me reí, pero lady Turton, el comandante Haddock y Carmen La Rosa se volvieron de espaldas y se sentaron de nuevo en el sofá. Jelks me dio una bebida y sir Basil me llevó a la otra parte de la habitación para conversar un rato con él.
A cada momento lady Turton llamaba a su esposo para pedirle algo: otro martini, un cigarrillo, un cenicero, un pañuelo, y cuando él se iba a levantar de la silla se le anticipaba Jelks, solícito y atento a todos los detalles.
Era evidente que Jelks adoraba a su dueño y era fácil de ver que odiaba a su esposa. Cada vez que él hacía algo por ella, el mayordomo se erguía y en su rostro asomaba un gesto de desprecio.
En la cena, la anfitriona sentó a sus dos amigos a su lado. Este arreglo nos dejaba a sir Basil y a mí en la otra parte de la mesa, donde pudimos continuar nuestra agradable conversación acerca de pintura y escultura.
Naturalmente, ahora veía claro que el comandante estaba enamorado de Su Señoría, y también, aunque odio tener que decirlo, La Rosa quería cazar el mismo pájaro.
Todas estas locuras parecían deleitar a la anfitriona, pero no al marido. Me daba cuenta de que él estaba pendiente de ellos todo el tiempo, mientras hablábamos; a menudo su mente se alejaba de la conversación y se cortaba a la mitad de una frase, mientras sus ojos se dirigían a la otra parte de la mesa, deteniéndose patéticamente en aquella adorable cabeza de pelo negro y las pestañas curiosamente aleteantes. Parecía haberse dado cuenta de cómo coqueteaba ella, cómo dejaba su mano descuidada en el brazo del comandante mientras hablaban y cómo la otra mujer, la que debía tener algo que ver con los caballos, decía a cada momento:
—¡Natalia! ¡Oye, Natalia, escúchame!
—Mañana me tiene que enseñar las esculturas que hay en el jardín —propuse yo.
—Naturalmente —dijo él—, lo haré con mucho gusto.
Miró otra vez a su esposa, sus ojos tenían una mirada suplicante y triste. Era un hombre tan bueno y tan pasivo, que aun en esos momentos no había rastro de ira en él, ni veía peligro de una explosión.
Después de cenar fuimos a jugar a las cartas. Yo tenía por compañera a miss Carmen La Rosa contra el comandante Haddock y lady Turton. Sir Basil se sentó silenciosamente en el sofá con un libro en las manos.
No hubo nada digno de mención en el juego: fue rutinario y monótono, pero sobre todo Jelks se puso muy pesado. Se pasó toda la noche deambulando por allí, vaciándonos ceniceros, trayéndonos bebidas y mirando nuestras cartas. Se notaba que era corto de vista y dudo que pudiera ver nuestros juegos porque, por si no lo saben, les diré que aquí en Inglaterra nunca se ha permitido a los mayordomos llevar gafas ni, ya puestos a prohibir, bigote. Es una regla inalterable y muy acertada también, aunque no estoy muy seguro del porqué de esta prohibición. Supongo que el bigote les haría parecer unos caballeros y las gafas resultaban cosa de americanos, en cuyo caso me gustaría saber qué pasa con nosotros. De todas formas, Jelks estuvo muy pesado toda la noche y también lady Turton, a la cual llamaban constantemente por asuntos de la prensa.
A las once en punto levantó los ojos de sus cartas y dijo:
—Basil, ya es hora de que te vayas a la cama.
—Sí, querida, ya voy.
Cerró el libro y estuvo un momento mirando el juego.
—¿Cómo va eso? —preguntó.
Nadie se dignó contestarle, así que yo le dije:
—Muy bien, es una bonita partida.
—Me alegro. Jelks les cuidará y les dará lo que deseen.
—Jelks también puede irse a la cama —dijo ella.
A mi lado oía respirar por la nariz al comandante Haddock y el sonido de las cartas al caer, una por una, en la mesa, y los pasos de Jelks sobre la alfombra.
—¿No quiere que me quede, señora?
—No. Váyase a la cama, y tú también, Basil.
—Sí, querida, buenas noches. Buenas noches a todos. Jelks le abrió la puerta y salió lentamente, seguido de su mayordomo.
Tan pronto terminó la siguiente jugada, dije que yo también quería irme a la cama.
—Muy bien —dijo lady Turton—, buenas noches. Fui a mi habitación, cerré la puerta con pestillo, tomé mi píldora y me acosté.
A la mañana siguiente, domingo, me levanté y vestí hacia las diez y luego bajé a desayunar. Sir Basil estaba allí frente a mí. Jelks le servía riñones asados, con jamón y tomate frito. Se alegró de verme y me sugirió que en cuanto hubiera terminado de desayunar, daríamos un largo paseo por los alrededores. Yo mostré mi agrado por esta sugerencia.
Media hora más tarde salimos. Me sentí muy reconfortado de alejarme de aquella casa y salir al aire libre. Era uno de esos días buenos que aparecen a veces a mitad del invierno, después de una noche de lluvia copiosa, con un sol resplandeciente y ni un soplo de viento. Los árboles desnudos estaban muy bellos a la luz del sol. Todavía caían gotas de las ramas y todo en derredor. Las manchas de humedad titilaban con resplandores de diamantes. El cielo estaba tachonado de nubéculas.
—¡Qué día tan maravilloso!
—Sí, es fantástico.
Ya no volvimos a hablar durante el paseo; no era necesario; pero me llevó por todas partes y lo vi todo: el ajedrez gigante y el resto de aquellas maravillas. Las casitas del jardín, los estanques, las fuentes, los laberintos de los niños, los bosquecillos, las viñas y los árboles nectarianos; y naturalmente, las esculturas. La mayoría de los escultores europeos contemporáneos estaban allí, en bronce, granito, piedra caliza y madera; y aunque era muy bonito verlos erguirse al sol, a mí me parecía que estaban fuera de lugar en una mansión tan clásica.
—¿Descansamos aquí un poquito? —dijo sir Basil, después de haber andado más de una hora.
Nos sentamos en un banco, junto al estanque de lirios de agua, lleno de carpas. Encendimos sendos cigarrillos. Estábamos algo separados de la casa, en un montículo que se levantaba sobre los alrededores, y desde allí veíamos los jardines que se extendían, debajo de nosotros, como un dibujo de los viejos libros de arquitectura jardinera; con setos, praderas, terrazas y fuentes formando un bonito y original dibujo de cuadros y círculos.
—Mi padre compró esta casa antes de nacer yo —dijo sir Basil—, he vivido aquí toda mi vida y me la conozco palmo a palmo. Cada día me gusta más.
—Debe de ser maravillosa en verano.
—Sí lo es. Debería venir a verla en mayo o junio. ¿Me promete que vendrá?
—Sí, claro —dije yo—. Me encantaría venir.
Mientras hablaba estaba observando la figura de una mujer vestida de rojo, moviéndose por entre las flores en la distancia. La veía por encima de una gran extensión de césped, con su peculiar modo de andar. Al llegar a la pradera torció hacia la izquierda, pasó por debajo de unos tejos y llegó a una pradera más pequeña que era circular y tenía en su centro una escultura.
—El jardín es más moderno que la casa —dijo sir Basil—; fue plantado en el siglo XVIII por un francés llamado Beaumont, el mismo que hizo Levens, en Westmoreland. Tuvo doscientos cincuenta hombres trabajando aquí, durante un año seguido.
La mujer del vestido rojo se había reunido ahora con un hombre. Estaban cara a cara, a un metro de distancia, justo en el centro del jardín de aquella pequeña pradera, aparentemente conversando. El hombre tenía un objeto negro en su mano.
—Si le interesa, le enseñaré las cuentas que Beaumont le presentaba al viejo duque, mientras estaban haciendo las obras.
—Me gustaría mucho verlas. Deben de ser interesantes.
—Pagaba a sus trabajadores cada día y trabajaban diez horas.
En la claridad del día, no era difícil seguir los movimientos y gestos de las figuras de la pradera. Ahora se habían vuelto hacia la escultura y la señalaban como burlándose de ella, probablemente riéndose de su forma. Vi que se trataba de una escultura de Henry Moore hecha de madera, un fino objeto de singular belleza que tenía dos o tres orificios y un número de extraños miembros salientes.
—Cuando Beaumont plantó los tejos para el ajedrez gigante y todas las otras cosas, sabía que no lucirían hasta dentro de cien años. Nosotros no tenemos esa paciencia para plantar ahora, ¿verdad?
—No, ciertamente que no.
El objeto que el hombre tenía en la mano resultó ser una cámara fotográfica y ahora se había retirado dos pasos y estaba tomando fotografías a la mujer, al lado del Henry Moore. Ella iba adoptando diferentes poses, en todas ellas, por lo que yo distinguía, pretendiendo ser graciosa. Una vez puso sus brazos alrededor de uno de los miembros salientes y se abrazó a él, otra vez se subió y se sentó a caballo sobre él, llevando unas riendas imaginarias en sus manos. Los tejos ocultaban a las dos personas de la casa y del resto del jardín, excepto en la pequeña colina donde nosotros estábamos sentados. Ellos estaban seguros de que nadie los veía y, aunque hubiesen mirado hacia nosotros, estando de cara al sol dudo que vieran a dos figuras sentadas en el estanque.
—Me gustan esos tejos —habló sir Basil—: su color hace muy bonito en un jardín, porque los ojos pueden descansar en ellos, y en verano rompen la monotonía de la brillantez, con sus frutos colorados y sus pequeñas florecillas. ¿Se ha fijado en los diferentes tonos de verde que hay en los árboles?
—Es realmente muy bonito.
El hombre parecía estar explicando algo a la mujer, apuntando con el dedo a Henry Moore. Me daba cuenta, por la forma de mover las cabezas, que estaban riendo otra vez. El hombre continaba señalando con el dedo. Entonces la mujer se fue por detrás de la escultura de madera, se inclinó y metió la cabeza en uno de los agujeros. El conjunto tenía el tamaño, yo diría, de un caballo joven, y desde aquí se podían ver las dos partes, a la izquierda el cuerpo de la mujer y a la derecha su cabeza saliendo del agujero. Era como uno de esos juegos de playa en los que se pone la cabeza en el agujero de un panel para ser fotografiado como una señora gorda. En aquellos momentos el hombre le estaba haciendo una foto.


—Hay otra cosa sobre los tejos —continuó sir Basil—. Al principio del verano, cuando brotan los capullos... Dejó de hablar repentinamente. Su cuerpo se irguió.
—Sí —dije yo—. ¿Cuando los capullos brotan...?
El hombre ya había tomado la foto, pero la mujer todavía tenía la cabeza en los agujeros. Le vi poner las manos y la máquina en la espalda y avanzar hacia ella. Se inclinó hasta tocar su rostro y le dio, supongo, algunos besos o algo parecido. En el silencio que siguió imaginé oír una risa femenina donde ellos estaban.
—¿Volvemos a casa? —pregunté.
—¿A casa?
—Sí. ¿Volvemos a tomar algo antes de comer?
—¿Una bebida? Sí, tomaremos algo.
Pero no se movió. Se sentó muy quieto, lejos de mí, mirando a las dos figuras con intensidad. Yo también las miraba, no podía separar los ojos, tenía que mirarlas. Era como ver un ballet en miniatura. Conocía a los artistas y la música, pero no el final de la historia, ni la coreografía, ni lo que iba a pasar. Estaba fascinado y no podía hacer otra cosa.
—Gaudier Breska —dije yo—. ¿Dónde cree usted que hubiera llegado si no hubiera muerto tan joven?
—¿Quién?
—Gaudier Breska.
—Sí —habló distraídamente—, desde luego...
Ahora notaba que algo raro estaba pasando. La mujer tenía todavía la cabeza en el agujero, pero estaba empezando a remover su cuerpo de un lado a otro de una forma extremadamente peculiar. El hombre, a un paso de ella, la miraba sin hacer ningún movimiento. Por unos momentos se quedó quieto; luego puso la máquina en el suelo y se dirigió a la mujer, tomando la cabeza entre sus manos; de repente se convirtieron de figuras de ballet en marionetas; pequeñas figuritas de madera haciendo movimientos bruscos e irreales en un lejano escenario.
Permanecimos sentados sin decir una sola palabra. Observábamos cómo la delgada marioneta masculina manipulaba la cabeza de la mujer. Lo hacía suavemente, de esto no había duda alguna, suave y lentamente, dando un paso atrás de vez en cuando para pensar un modo mejor de sacarle la cabeza de allí, o bien moviéndose hacia un lado para ver desde otro ángulo la posición de ésta. En cuanto la dejaba sola, la mujer volvía a retorcerse de la misma manera que se mueve un perro cuando se le pone la cadena por vez primera.
—No puede salir —dijo sir Basil.
El hombre se dirigió a la otra parte de la escultura donde estaba el cuerpo de la mujer, levantó las manos y empezó a manipular con el cuello. De repente, desesperado, le dio dos o tres estirones por el cuello. Esta vez el sonido de la voz de ella se dejó oír con ira y dolor, y llegó hasta nosotros nítidamente a través de la luz del día.
Por el rabillo del ojo vi a sir Basil mover la cabeza repetidas veces.
—Una vez metí la mano en un jarrón de dulces y no la pude sacar —dijo.
El hombre había retrocedido unos metros. Tenía la manos en las caderas y la cabeza levantada. Se le notaba furioso y desesperado al mismo tiempo. La mujer, en su poco confortable posición, parecía hablarle, o más bien gritarle y aunque no podía moverse mucho, las piernas las tenía libres y las movía continuamente.
—Rompí el jarrón con un martillo y le dije a mi madre que se me había caído del estante sin darme cuenta.
Ahora parecía más calmado, aunque su voz tenía un curioso tono.
—Creo que deberíamos ir, por si acaso podemos ayudarles en algo.
—Creo que sí.
Pero no se movió. Sacó un cigarrillo y lo encendió, poniendo luego el fósforo gastado en la caja de nuevo. Nos levantamos y bajamos lentamente la cuesta de la pequeña colina.
—¡Oh, perdone! ¿Quiere uno?
—Sí, gracias.
Hizo una pequeña ceremonia para darme el cigarrillo y encendérmelo él mismo, poniendo otra vez el fósforo gastado dentro de la caja.
Nuestra llegada fue una sorpresa para ellos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó sir Basil. Hablaba suavemente, con una peligrosa suavidad que estoy seguro su esposa no había oído nunca anteriormente.
—Ha metido la cabeza en el agujero y ahora no puede sacarla de ahí —dijo el comandante Haddock—. Fue para sacarle una foto.
—¿Para qué una foto?
—¡Basil! —gritó lady Turton—. ¡No digas tonterías y haz algo!
No se podía mover mucho, pero podía hablar.
—Es evidente que tendremos que romper este pedazo de madera —dijo el comandante.
En su bigote gris había un tinte rojo, y esto, con un poco más de color en sus mejillas, le hacía extremadamente ridículo.
—¿Romper el Henry Moore?
—Mi querido amigo, no hay otra forma de liberar a la señora. Dios sabe cómo se las ha compuesto para meterse, pero lo cierto es que ahora no puede sacar la cabeza. Las orejas lo impiden.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó sir Basil—. ¡Qué pena! ¡Mi precioso Henry Moore!
En aquel momento lady Turton empezó a hablarle a su marido de una forma muy desagradable, que no se sabe hasta cuándo hubiera durado si no hubiera salido Jelks repentinamente de las sombras. Apareció silenciosamente por la pradera y se colocó a cierta distancia de sir Basil como esperando instrucciones. Su traje negro resultaba ridículo en la soleada mañana. Todo en él resultaba anticuado, como si fuera un animalito que hubiera vivido toda su vida en un agujero bajo tierra.
—¿Puedo hacer algo, sir Basil?
Mantuvo su voz normal, pero su cara reflejaba destellos misteriosos al ver el estado de lady Turton.
—Sí, Jelks. Vuelve y tráeme una sierra o algo para que pueda cortar la madera.
—¿Llamo a alguno de los hombres, sir Basil? William es un buen carpintero.
—No, lo haré yo mismo, date prisa.
Mientras esperaban a Jelks, yo me separé de allí porque no quería oír las cosas que lady Turton decía a su marido. Volví en el momento en que regresaba el mayordorno, seguido de la otra mujer, Carmen La Rosa, quien se acercó rápidamente a la anfitriona.
—¡Natalia! ¡Mi querida Natalia! ¿Qué te han hecho?
—¡Oh, cállate! —contestó la otra—. ¡Quítate de enmedio!
Sir Basil se colocó muy cerca de la cabeza de su mujer, esperando a Jelks. Este avanzaba despacio, llevando una sierra en la mano y un hacha en la otra y se paró delante de él. Le enseñó ambas herramientas para que escogiera y hubo un momento, sólo un segundo o dos, de silencio y de espera. Por casualidad miré a Jelks en ese momento. Vi que la mano que llevaba el hacha sobresalía dos centímetros más en dirección a sir Basil. Fue un movimiento tan imperceptible que nadie se dio cuenta. Adelantó la mano, lenta y secretamente, con una oferta acompañada quizá de un pequeñísimo enarcamiento de cejas.
No estoy seguro de que sir Basil lo viera, pero dudó unos instantes y, de nuevo, la mano que llevaba el hacha se extendió hacia adelante. Era exactamente igual que ese truco de las cartas, en que un hombre te dice «coge la que quieras» y siempre se coge la que él quiere.
Sir Basil cogió el hacha. Le vi acercarse a ella en actitud casi sonámbula y luego aceptarla de Jelks. Pero en el momento en que la asió entre sus manos, pareció darse cuenta de lo que se quería de él y volvió a la vida.
Para mí, después de aquello, fue como ese terrible instante en que se ve a un niño cruzando la calle en el momento en que viene un coche y lo único que se puede hacer es cerrar los ojos y esperar a que el ruido nos diga lo que ha sucedido. El momento de la espera se convierte en un lúcido período de tiempo lleno de lunares amarillos y negros, que bailan en un campo oscuro y aunque se abran los ojos y se encuentre con que nadie está herido, ni muerto, no existe ninguna diferencia, porque en nuestra imaginación sucedió así.
Yo vi este accidente, con todos sus detalles, y no abrí los ojos hasta que oí la voz de sir Basil llamando con ligera insistencia al mayordomo.
—Jelks —llamó.
Al mirar le vi, tranquilo como siempre, sosteniendo aún el hacha con las manos. La cabeza de lady Turton estaba allí también, todavía metida en el agujero, pero su rostro tenía un color gris ceniza y su boca se abría y se cerraba, emitiendo sonidos inarticulados.
—Escucha, Jelks —dijo sir Basil—. ¿En qué estabas pensando? Esto es demasiado peligroso. Dame la sierra.
Al cambiar los instrumentos, vi por primera vez colorearse las mejillas de ella y, encima, en torno a los ojos, las arrugas que se producen cuando uno sonríe.

Relatos de lo inesperado, 1979.

No hay comentarios:

Publicar un comentario