Cuando, ocho años atrás, murió el viejo sir William Turton y su
hijo Basil heredó el periódico The Turton Press (además del
título), recuerdo que empezaron a hacerse apuestas en Fleet Street
sobre cuánto tiempo pasaría antes de que una joven persuadiera al
pobre individuo de que ella debía cuidarse de él. Es decir, de él
y de su dinero.
El nuevo sir Basil
Turton tenía unos cuarenta años y era soltero. Hombre afable y de
carácter sencillo; hasta entonces no había demostrado interés por
nada que no fueran sus colecciones de pinturas modernas y esculturas.
Ninguna mujer le había trastornado, ningún escándalo ni habladuría
habían mancillado jamás su nombre. Pero ahora que se había
convertido en el propietario de un importante periódico y una gran
revista, era preciso que dejara la calma y tranquilidad de la casa de
campo de su padre y se estableciera en Londres.
Naturalmente, los
buitres empezaron a acecharle y estoy seguro de que no sólo Fleet
Street sino la ciudad entera empezó a movilizarse en torno a él.
Fue un movimiento lento, deliberado y mortal, y por lo tanto no
parecían tanto unos buitres como un puñado de cangrejos tratando de
alcanzar un trozo de comida bajo el agua.
Pero, para sorpresa
de todos, el hombre demostró ser notablemente evasivo y la lucha
continuó hasta la primavera y el principio del verano de aquel año.
Yo no conocía a sir Basil personalmente, ni tenía ninguna razón
para sentir simpatía hacia él, pero no podía evitar el ponerme
repentinamente de parte de los de mi sexo y me alegraba cada vez que
lograba salir de alguna trampa.
Luego, hacia el
principio de agosto, y aparentemente en respuesta a una secreta señal
femenina, las chicas declararon entre sí una suerte de tregua
mientras se iban al extranjero y descansaban, con el fin de
reagruparse y hacer nuevos planes para el siguiente invierno. Esto
fue un error, porque en aquel preciso momento apareció una brillante
criatura llamada Natalia o algo así, de quien nadie había oído
hablar anteriormente, que llegó del continente europeo, tomó a sir
Basil firmemente por la muñeca y lo llevo como un torbellino al
Registro Civil de Caxton Hall y se casó con él antes de que nadie,
y menos el novio, se diera cuenta de lo que había pasado.
Ya podrán
imaginarse que las señoras de Londres estaban indignadas y,
naturalmente, se dedicaron a levantar una gran cantidad de cotilleos
alrededor de lady Turton: la asquerosa cazadora, la llamaban. Pero no
hay necesidad de detenerse en ello. En realidad, para el propósito
de mi historia podemos saltarnos los seis años siguientes, lo cual
nos trae al presente; exactamente hoy hace una semana, cuando tuve el
honor de conocer a Su Señoría por primera vez. Entonces, como ya
podrán suponer, no sólo dirigía The Turton Press sino que, como
resultado de ello, se había convertido en una fuerza política muy
importante en el país. Ya entiendo que otras mujeres hayan sido
capaces de hacer lo mismo, pero lo excepcional de este caso era el
hecho de que ella fuera extranjera y el que nadie pareciese saber con
precisión de qué país procedía: Yugoslavia, Bulgaria o Rusia.
El jueves pasado fui
a una cena en casa de un amigo de Londres y mientras charlábamos en
el salón antes de la cena, bebiendo martinis y hablando sobre la
bomba atómica y sobre el señor Bevan, la doncella abrió la puerta
para anunciar al último invitado.
—Lady Turton.
Nadie dejó de
hablar, hubiera sido de mala educación, ni se volvieron las cabezas.
Solamente nuestras miradas se dirigieron a la puerta, esperando su
entrada.
Ella entró aprisa,
alta y esbelta, con un traje rojo escarlata que brillaba
admirablemente; jovial, tendiendo la mano a su anfitriona.
Francamente, debo confesar que era una belleza.
—¡Buenas noches,
Milfred!
—¡Mi querida lady
Turton, me alegro de que haya venido! Creo que entonces fue cuando
dejamos de hablar. Nos volvimos para mirarla, esperando pacientemente
ser presentados, como si fuera una reina o una famosa estrella de
cine. Sólo que esta vez era más guapa que cualquiera de ellas. Su
pelo era negro y, en contraste, tenía uno de esos rostros pálidos,
ovalados e inocentes de las flamencas del siglo xv, casi como una
Madonna de Memling o Van Eyck; por lo menos ésta fue mi primera
impresión. Más tarde, cuando llegó el momento de estrecharnos las
manos, me di cuenta de que, excepto en el perfil y el color, estaba
muy lejos de parecerse a una madonna, muy lejos de eso.
Las aletas de la
nariz, por ejemplo, eran muy raras, bastante abiertas, relucientes y
excesivamente arqueadas. Esto le daba a la nariz un terrible aspecto,
que tenía cierto parecido a la de un potro salvaje.
Y los ojos, al
mirarlos de cerca, no eran grandes y redondos, como los que los
pintores atribuían a las madonnas, sino alargados y medio cerrados;
casi sonrientes, medio adustos y bastante vulgares; así que de una
manera o de otra le daban un aire delicadamente disipado, es más, no
miraba directamente. Su mirada se acercaba a uno lentamente y como de
costado, de tal forma que ponía nervioso. Intenté ver su color,
creo que era gris pálido, pero no estoy seguro.
Después fue llevada
a la otra parte de la habitación para ser presentada a otras
personas. Yo me quedé mirándola. Ella se sentía consciente del
éxito y del modo en que aquellos londinenses hablaban de ella.
«Aquí estoy yo
—parecía decir—, hace pocos años que llegué a este país, pero
ya soy más rica y poderosa que cualquiera de vosotros.»
Caminaba
triunfalmente.
Pocos minutos más
tarde pasamos a cenar y, con gran sorpresa, me encontré sentado a la
derecha de Su Señoría. Supongo que nuestra anfitriona había hecho
esto como una deferencia hacia mí, pensando que me proporcionaría
tema para la columna social que escribo cada día en el periódico de
la tarde. Me senté, dispuesto a participar en una comida
interesante, pero la famosa lady no reparó siquiera en mi presencia;
estuvo todo el tiempo hablando con el hombre de su izquierda, su
anfitrión, hasta que al fin, cuando estaba acabando de tomar el
helado, se volvió repentinamente, cogió mi tarjeta y leyó mi
nombre. Luego, con aquella curiosa mirada suya, como de través, me
miró a la cara. Yo le sonreí y le hice un pequeño saludo. Ella no
me sonrió, pero empezó a dispararme preguntas, bastante personales:
trabajo, edad, familia, cosas así, mientras yo contestaba lo mejor
que podía.
Durante esta
inquisición se enteró, entre otras cosas, de que yo era un amante
de la pintura y la escultura.
—Puede venir
alguna vez a nuestra casa de campo y verá la colección de mi
esposo.
Lo dijo casualmente,
como una simple norma de educación; pero deben comprender que en mi
trabajo no puedo permitirme el lujo de perder una oportunidad como
ésta.
—¡Qué amable,
lady Turton! Me encantaría. ¿Cuándo puedo ir?
Levantó la cabeza y
dudó unos instantes. Luego se encogió de hombros y dijo:
—No importa,
cualquier día.
—¿Qué tal el
próximo fin de semana? ¿Le parece bien? Sus ojos semicerrados
descansaron un momento en los míos y luego se separaron.
—Supongo que sí,
si lo desea, no me importa.
Así fue como el
sábado siguiente por la tarde me encontré conduciendo mi coche por
la carretera de Wooton, con mi maleta en el coche. Ustedes
seguramente pensarán que forcé un tanto mi invitación, pero de
otra forma no la hubiera conseguido.
Aparte del aspecto
profesional, personalmente me apetecía ver la casa. Como ya saben,
Wooton es una de las casas más importantes del primitivo
Renacimiento inglés. Al igual que sus hermanas, Longleat, Wodlaton y
Montacute, fue construida en la última mitad del siglo XVI, cuando
por primera vez la casa de un señor importante pudo ser decorada
como mansión confortable, no como un castillo, y cuando un grupo de
arquitectos, como John Thorpe y los Smithson, empezaron a construir
casas maravillosas por todo el país. Está al sur de Oxford, cerca
de una pequeña ciudad llamada Princes Risborought, no muy lejos de
Londres.
Al entrar por las
puertas enrejadas, el cielo se cubría en lo alto y la tarde invernal
empezaba a caer.
Conduje lentamente
por el largo sendero, intentando captar los alrededores tanto como
fuera posible, sobre todo el famoso jardín, del cual había oído
hablar tanto. Debo confesar que era una vista impresionante. Por
todas partes había masas de tejos, cortados en diferentes formas,
muy cómicas todas ellas: gallinas, palomas, botellas, botas,
sillones, castillos, hueveras, linternas, viejas con meticulosas
enaguas, grandes columnas, algunas coronadas por una pelota, otras
por tejas y hongos. En la creciente oscuridad, el verde se había
convertido en negro, de tal forma que cada figura, cada árbol,
tomaba una forma escultural, oscura y suave. En un momento dado vi
una pradera en forma de tablero de ajedrez gigante, en el que cada
ficha era un tejo maravillosamente recortado. Detuve el coche para
dar un paseo y cada figura era dos veces más alta que yo. Comprobé
que el juego —rey, reina, peón, alfil, caballo y torre— estaba
completo y listo para iniciar la partida.
En la curva
siguiente, vi la gran casa gris; frente a ella un espacioso porche
rodeado de una balaustrada con pequeños pabellones en sus esquinas.
Sobre los pilares de la balaustrada había obeliscos de piedra; la
influencia italiana en la mente Tudor; y un tramo de escalones de
metro y medio de ancho, que llevaban a la casa.
Al entrar en la
explanada, vi con súbito desagrado que en el centro del surtidor
había una gran estatua de Epstein. Era preciosa, desde luego, pero
no estaba en consonancia con los alrededores. Al subir la escalera de
la puerta central, volví la vista y vi que en todas las pequeñas
praderas y terracitas había estatuas modernas y curiosas esculturas
de todas clases. En la distancia creí reconocer el estilo de Gaudier
Breska, Brancusi, Saint-Gaudens, Henry Moore, y Epstein de nuevo.
La puerta me fue
franqueada por un joven criado que me condujo a mi habitación,
situada en el primer piso.
—Su Señoría
—explicó— está descansando, así como los otros invitados; pero
bajarán al salón dentro de una hora, vestidos para la cena.
En mi oficio es
preciso ir muchos fines de semana a grandes casas. Yo paso alrededor
de cincuenta sábados y domingos al año en casa de otras personas, y
en consecuencia soy muy sensible a las atmósferas poco agradables.
Puedo decir si son agradables o no en el momento en que entro por la
puerta, y ésta era de las que no me gustaban. El lugar señalaba
tormenta, en el aire flotaba una atmósfera de conflictos o algo
parecido. Lo presentía incluso mientras gozaba de un delicioso baño.
No pude evitar el empezar a desear que nada malo ocurriera antes del
lunes.
Lo primero, aunque
fue más una sorpresa que una cosa desagradable, ocurrió diez
minutos más tarde.
Yo estaba sentado en
la cama poniéndome los calcetines cuando la puerta se abrió y un
hombrecillo entró en la habitación. Era el mayordomo, explicó, y
su nombre era Jelks. Me dijo que esperaba que estuviera cómodo y si
tenía todo lo que necesitaba.
Yo le respondí
afirmativamente.
Dijo que haría todo
lo posible para que tuviera un fin de semana agradable. Le di las
gracias y esperé a que se marchara. El dudó un momento y luego, con
voz entrecortada, me pidió permiso para mencionar un asunto algo
delicado. Yo le dije que hablara.
Para ser franco, era
acerca de las propinas. El asunto de las propinas le hacía sentirse
muy desgraciado.
¡Oh! ¿Y por qué
era eso?
Bueno, si realmente
quería saberlo, no le gustaba la idea de que sus invitados se
creyeran en la obligación de darle propina al dejar la casa. Era un
procedimiento indigno para el que daba y para el que recibía.
Además, él se daba cuenta de la angustia que a veces se creaba en
las mentes de los invitados como yo —y que perdonase la libertad—
que podrían verse obligados por culpa de los convencionalismos a dar
más de lo que ellos podían gastar.
Hizo una pausa. Sus
cautelosos ojos me observaban. Yo le murmuré que no tenía por qué
preocuparse en lo que a mí se refería.
Por el contrario,
dijo, esperaba sinceramente que no le daría ninguna propina al
terminar el fin de semana.
—Bueno —dije
yo—, no discutamos acerca de ello: cuando llegue el momento ya
veremos lo que hacemos.
—¡Por favor,
señor, insisto!
Acordamos lo que él
quería.
Me dio las gracias y
se aproximó un par de pasos hacia mí. Luego inclinó la cabeza
hacia un lado, cruzó las manos delante de él como un cura y encogió
los hombros en gesto de disculpa. Sus ojos pequeños y duros todavía
me miraban. Yo esperé, con un calcetín puesto y el otro en las
manos, tratando de adivinar lo que querría ahora.
Lo que quería pedir
—dijo bajito, tan bajito ahora que su voz era como la música de un
concierto, oída desde lejos— era que en vez de propina le diera el
treinta y tres coma tres por ciento de mis ganancias en las cartas,
en todo el fin de semana. Si perdía no tendría que pagar nada.
Lo dijo todo tan
suave, tranquila y rápidamente, que ni tan siquiera me sorprendió.
—¿Se juega mucho
a las cartas, Jelks?
—Sí, señor,
mucho.
—¿No cree que el
treinta y tres coma tres es demasiado?
—No lo creo,
señor.
—Le daré un diez
por ciento.
—No, señor, eso
no.
Examinaba las uñas
de mi mano izquierda y arqueaba las cejas.
—Bien, entonces el
quince. ¿De acuerdo?
—Treinta y tres
coma tres, señor. Es muy razonable. Después de todo, señor, yo no
sé siquiera si es usted un buen jugador o sea que lo que estoy
haciendo es, y no quiero ser personal, apostar por un caballo que
nunca he visto correr.
Sin duda ustedes
pensarán que nunca debí empezar a regatear con el mayordomo y quizá
tengan razón, pero soy una persona muy liberal y siempre trato de
ser afable con la clase baja. Aparte de esto, cuanto más pensaba en
ello, más me convencía a mí mismo de que era una oferta que ningún
deportista podía rehusar.
—De acuerdo,
Jelks, como quiera.
—Gracias, señor.
Se dirigió hacia la
puerta andando despacio, pero cuando tenía la mano puesta en el pomo
se volvió:
—¿Le puedo dar un
consejo, señor?
—¿Qué es?
—Simplemente
decirle que Su Señoría tiende a pujar muy alto.
Bueno, esto era
demasiado. Estaba tan asustado que dejé caer el calcetín. Después
de todo, una cosa es tener un pequeño arreglo deportivo con el
mayordomo acerca de las propinas; pero cuando trata de conchabarse
contigo para sacarle dinero a la anfitriona ha llegado el momento de
pararle los pies.
—Bueno, Jelks, ya
está bien.
—No se ofenda,
señor, lo que quiero decir es que puede jugar contra Su Señoría.
Ella siempre juega con el comandante Haddock.
—¿Con el
comandante Haddock? ¿Jack Haddock?
—Sí, señor.
Observé un tono de
burla en los labios de Jelks al hablar de ese hombre, y todavía era
peor con lady Turton. Cada vez que decía «Su Señoría» los labios
se le curvaban como si estuviera chupando un limón, y había una
inflexión en su voz sutilmente jocosa.
—Ahora me debe
perdonar, señor. Su Señoría bajará a las siete en punto, así
como el comandante Haddock y los otros.
Salió
silenciosamente igual que había entrado, dejando una sensación de
gran tranquilidad en el cuarto.
Un poco después de
las siete, bajé al salón principal. Lady Turton se levantó a
saludarme- tan bella como siempre.
—No estaba muy
segura de que viniera —dijo con voz curiosamente saltarina—.
¿Cuál es su nombre, por favor?
—Me temo que le
tomé la palabra, lady Turton; espero que no la haya retirado.
—No, claro que no
—dijo—. Hay cuarenta y siete dormitorios en la casa. Este es mi
marido.
Un hombre pequeño
salió por detrás de ella y dijo:
—Me alegro de que
haya podido venir. Tenía una sonrisa agradable y al darme la mano
sentí el roce de la amistad en los dedos.
—Y ésta es Carmen
La Rosa —continuó Lady Turton.
Era una mujer que
parecía como si tuviera algo que ver con los caballos. Se inclinó
hacia mí y, aunque mi mano estaba a medio camino para estrechar la
suya, ella no me la tendió, forzándome a hacer un falso movimiento
con esa mano en dirección a la nariz.
—¿Está
resfriado? Lo siento.
No me gustó miss
Carmen La Rosa.
—Y éste es Jack
Haddock.
Yo conocía a ese
hombre ligeramente. Era director de compañías (a saber qué
significará eso) y un miembro muy conocido en sociedad. Su nombre
había salido varias veces en mis columnas, pero nunca me había
gustado y ello era debido principalmente a que detesto a la gente que
lleva los títulos militares en su vida privada, especialmente
comandantes y coroneles. Con el traje de etiqueta y su cara muy de
hombre, sus cejas negras y dientes grandes y blancos, parecía tan
guapo que resultaba casi indecente. Tenía una manera muy estudiada
de levantar el labio superior cuando sonreía enseñando los dientes.
Me tendió la mano.
—Espero que diga
cosas buenas de nosotros en su columna.
—Lo tendrá que
hacer —dijo lady Turton—, porque si no yo diré cosas feas de él,
en mi primera página.
Yo me reí, pero
lady Turton, el comandante Haddock y Carmen La Rosa se volvieron de
espaldas y se sentaron de nuevo en el sofá. Jelks me dio una bebida
y sir Basil me llevó a la otra parte de la habitación para
conversar un rato con él.
A cada momento lady
Turton llamaba a su esposo para pedirle algo: otro martini, un
cigarrillo, un cenicero, un pañuelo, y cuando él se iba a levantar
de la silla se le anticipaba Jelks, solícito y atento a todos los
detalles.
Era evidente que
Jelks adoraba a su dueño y era fácil de ver que odiaba a su esposa.
Cada vez que él hacía algo por ella, el mayordomo se erguía y en
su rostro asomaba un gesto de desprecio.
En la cena, la
anfitriona sentó a sus dos amigos a su lado. Este arreglo nos dejaba
a sir Basil y a mí en la otra parte de la mesa, donde pudimos
continuar nuestra agradable conversación acerca de pintura y
escultura.
Naturalmente, ahora
veía claro que el comandante estaba enamorado de Su Señoría, y
también, aunque odio tener que decirlo, La Rosa quería cazar el
mismo pájaro.
Todas estas locuras
parecían deleitar a la anfitriona, pero no al marido. Me daba cuenta
de que él estaba pendiente de ellos todo el tiempo, mientras
hablábamos; a menudo su mente se alejaba de la conversación y se
cortaba a la mitad de una frase, mientras sus ojos se dirigían a la
otra parte de la mesa, deteniéndose patéticamente en aquella
adorable cabeza de pelo negro y las pestañas curiosamente
aleteantes. Parecía haberse dado cuenta de cómo coqueteaba ella,
cómo dejaba su mano descuidada en el brazo del comandante mientras
hablaban y cómo la otra mujer, la que debía tener algo que ver con
los caballos, decía a cada momento:
—¡Natalia! ¡Oye,
Natalia, escúchame!
—Mañana me tiene
que enseñar las esculturas que hay en el jardín —propuse yo.
—Naturalmente
—dijo él—, lo haré con mucho gusto.
Miró otra vez a su
esposa, sus ojos tenían una mirada suplicante y triste. Era un
hombre tan bueno y tan pasivo, que aun en esos momentos no había
rastro de ira en él, ni veía peligro de una explosión.
Después de cenar
fuimos a jugar a las cartas. Yo tenía por compañera a miss Carmen
La Rosa contra el comandante Haddock y lady Turton. Sir Basil se
sentó silenciosamente en el sofá con un libro en las manos.
No hubo nada digno
de mención en el juego: fue rutinario y monótono, pero sobre todo
Jelks se puso muy pesado. Se pasó toda la noche deambulando por
allí, vaciándonos ceniceros, trayéndonos bebidas y mirando
nuestras cartas. Se notaba que era corto de vista y dudo que pudiera
ver nuestros juegos porque, por si no lo saben, les diré que aquí
en Inglaterra nunca se ha permitido a los mayordomos llevar gafas ni,
ya puestos a prohibir, bigote. Es una regla inalterable y muy
acertada también, aunque no estoy muy seguro del porqué de esta
prohibición. Supongo que el bigote les haría parecer unos
caballeros y las gafas resultaban cosa de americanos, en cuyo caso me
gustaría saber qué pasa con nosotros. De todas formas, Jelks estuvo
muy pesado toda la noche y también lady Turton, a la cual llamaban
constantemente por asuntos de la prensa.
A las once en punto
levantó los ojos de sus cartas y dijo:
—Basil, ya es hora
de que te vayas a la cama.
—Sí, querida, ya
voy.
Cerró el libro y
estuvo un momento mirando el juego.
—¿Cómo va eso?
—preguntó.
Nadie se dignó
contestarle, así que yo le dije:
—Muy bien, es una
bonita partida.
—Me alegro. Jelks
les cuidará y les dará lo que deseen.
—Jelks también
puede irse a la cama —dijo ella.
A mi lado oía
respirar por la nariz al comandante Haddock y el sonido de las cartas
al caer, una por una, en la mesa, y los pasos de Jelks sobre la
alfombra.
—¿No quiere que
me quede, señora?
—No. Váyase a la
cama, y tú también, Basil.
—Sí, querida,
buenas noches. Buenas noches a todos. Jelks le abrió la puerta y
salió lentamente, seguido de su mayordomo.
Tan pronto terminó
la siguiente jugada, dije que yo también quería irme a la cama.
—Muy bien —dijo
lady Turton—, buenas noches. Fui a mi habitación, cerré la puerta
con pestillo, tomé mi píldora y me acosté.
A la mañana
siguiente, domingo, me levanté y vestí hacia las diez y luego bajé
a desayunar. Sir Basil estaba allí frente a mí. Jelks le servía
riñones asados, con jamón y tomate frito. Se alegró de verme y me
sugirió que en cuanto hubiera terminado de desayunar, daríamos un
largo paseo por los alrededores. Yo mostré mi agrado por esta
sugerencia.
Media hora más
tarde salimos. Me sentí muy reconfortado de alejarme de aquella casa
y salir al aire libre. Era uno de esos días buenos que aparecen a
veces a mitad del invierno, después de una noche de lluvia copiosa,
con un sol resplandeciente y ni un soplo de viento. Los árboles
desnudos estaban muy bellos a la luz del sol. Todavía caían gotas
de las ramas y todo en derredor. Las manchas de humedad titilaban con
resplandores de diamantes. El cielo estaba tachonado de nubéculas.
—¡Qué día tan
maravilloso!
—Sí, es
fantástico.
Ya no volvimos a
hablar durante el paseo; no era necesario; pero me llevó por todas
partes y lo vi todo: el ajedrez gigante y el resto de aquellas
maravillas. Las casitas del jardín, los estanques, las fuentes, los
laberintos de los niños, los bosquecillos, las viñas y los árboles
nectarianos; y naturalmente, las esculturas. La mayoría de los
escultores europeos contemporáneos estaban allí, en bronce,
granito, piedra caliza y madera; y aunque era muy bonito verlos
erguirse al sol, a mí me parecía que estaban fuera de lugar en una
mansión tan clásica.
—¿Descansamos
aquí un poquito? —dijo sir Basil, después de haber andado más de
una hora.
Nos sentamos en un
banco, junto al estanque de lirios de agua, lleno de carpas.
Encendimos sendos cigarrillos. Estábamos algo separados de la casa,
en un montículo que se levantaba sobre los alrededores, y desde allí
veíamos los jardines que se extendían, debajo de nosotros, como un
dibujo de los viejos libros de arquitectura jardinera; con setos,
praderas, terrazas y fuentes formando un bonito y original dibujo de
cuadros y círculos.
—Mi padre compró
esta casa antes de nacer yo —dijo sir Basil—, he vivido aquí
toda mi vida y me la conozco palmo a palmo. Cada día me gusta más.
—Debe de ser
maravillosa en verano.
—Sí lo es.
Debería venir a verla en mayo o junio. ¿Me promete que vendrá?
—Sí, claro —dije
yo—. Me encantaría venir.
Mientras hablaba
estaba observando la figura de una mujer vestida de rojo, moviéndose
por entre las flores en la distancia. La veía por encima de una gran
extensión de césped, con su peculiar modo de andar. Al llegar a la
pradera torció hacia la izquierda, pasó por debajo de unos tejos y
llegó a una pradera más pequeña que era circular y tenía en su
centro una escultura.
—El jardín es más
moderno que la casa —dijo sir Basil—; fue plantado en el siglo
XVIII por un francés llamado Beaumont, el mismo que hizo Levens, en
Westmoreland. Tuvo doscientos cincuenta hombres trabajando aquí,
durante un año seguido.
La mujer del vestido
rojo se había reunido ahora con un hombre. Estaban cara a cara, a un
metro de distancia, justo en el centro del jardín de aquella pequeña
pradera, aparentemente conversando. El hombre tenía un objeto negro
en su mano.
—Si le interesa,
le enseñaré las cuentas que Beaumont le presentaba al viejo duque,
mientras estaban haciendo las obras.
—Me gustaría
mucho verlas. Deben de ser interesantes.
—Pagaba a sus
trabajadores cada día y trabajaban diez horas.
En la claridad del
día, no era difícil seguir los movimientos y gestos de las figuras
de la pradera. Ahora se habían vuelto hacia la escultura y la
señalaban como burlándose de ella, probablemente riéndose de su
forma. Vi que se trataba de una escultura de Henry Moore hecha de
madera, un fino objeto de singular belleza que tenía dos o tres
orificios y un número de extraños miembros salientes.
—Cuando Beaumont
plantó los tejos para el ajedrez gigante y todas las otras cosas,
sabía que no lucirían hasta dentro de cien años. Nosotros no
tenemos esa paciencia para plantar ahora, ¿verdad?
—No, ciertamente
que no.
El objeto que el
hombre tenía en la mano resultó ser una cámara fotográfica y
ahora se había retirado dos pasos y estaba tomando fotografías a la
mujer, al lado del Henry Moore. Ella iba adoptando diferentes poses,
en todas ellas, por lo que yo distinguía, pretendiendo ser graciosa.
Una vez puso sus brazos alrededor de uno de los miembros salientes y
se abrazó a él, otra vez se subió y se sentó a caballo sobre él,
llevando unas riendas imaginarias en sus manos. Los tejos ocultaban a
las dos personas de la casa y del resto del jardín, excepto en la
pequeña colina donde nosotros estábamos sentados. Ellos estaban
seguros de que nadie los veía y, aunque hubiesen mirado hacia
nosotros, estando de cara al sol dudo que vieran a dos figuras
sentadas en el estanque.
—Me gustan esos
tejos —habló sir Basil—: su color hace muy bonito en un jardín,
porque los ojos pueden descansar en ellos, y en verano rompen la
monotonía de la brillantez, con sus frutos colorados y sus pequeñas
florecillas. ¿Se ha fijado en los diferentes tonos de verde que hay
en los árboles?
—Es realmente muy
bonito.
El hombre parecía
estar explicando algo a la mujer, apuntando con el dedo a Henry
Moore. Me daba cuenta, por la forma de mover las cabezas, que estaban
riendo otra vez. El hombre continaba señalando con el dedo. Entonces
la mujer se fue por detrás de la escultura de madera, se inclinó y
metió la cabeza en uno de los agujeros. El conjunto tenía el
tamaño, yo diría, de un caballo joven, y desde aquí se podían ver
las dos partes, a la izquierda el cuerpo de la mujer y a la derecha
su cabeza saliendo del agujero. Era como uno de esos juegos de playa
en los que se pone la cabeza en el agujero de un panel para ser
fotografiado como una señora gorda. En aquellos momentos el hombre
le estaba haciendo una foto.
—Hay otra cosa
sobre los tejos —continuó sir Basil—. Al principio del verano,
cuando brotan los capullos... Dejó de hablar repentinamente. Su
cuerpo se irguió.
—Sí —dije yo—.
¿Cuando los capullos brotan...?
El hombre ya había
tomado la foto, pero la mujer todavía tenía la cabeza en los
agujeros. Le vi poner las manos y la máquina en la espalda y avanzar
hacia ella. Se inclinó hasta tocar su rostro y le dio, supongo,
algunos besos o algo parecido. En el silencio que siguió imaginé
oír una risa femenina donde ellos estaban.
—¿Volvemos a
casa? —pregunté.
—¿A casa?
—Sí. ¿Volvemos a
tomar algo antes de comer?
—¿Una bebida? Sí,
tomaremos algo.
Pero no se movió.
Se sentó muy quieto, lejos de mí, mirando a las dos figuras con
intensidad. Yo también las miraba, no podía separar los ojos, tenía
que mirarlas. Era como ver un ballet en miniatura. Conocía a los
artistas y la música, pero no el final de la historia, ni la
coreografía, ni lo que iba a pasar. Estaba fascinado y no podía
hacer otra cosa.
—Gaudier Breska
—dije yo—. ¿Dónde cree usted que hubiera llegado si no hubiera
muerto tan joven?
—¿Quién?
—Gaudier Breska.
—Sí —habló
distraídamente—, desde luego...
Ahora notaba que
algo raro estaba pasando. La mujer tenía todavía la cabeza en el
agujero, pero estaba empezando a remover su cuerpo de un lado a otro
de una forma extremadamente peculiar. El hombre, a un paso de ella,
la miraba sin hacer ningún movimiento. Por unos momentos se quedó
quieto; luego puso la máquina en el suelo y se dirigió a la mujer,
tomando la cabeza entre sus manos; de repente se convirtieron de
figuras de ballet en marionetas; pequeñas figuritas de madera
haciendo movimientos bruscos e irreales en un lejano escenario.
Permanecimos
sentados sin decir una sola palabra. Observábamos cómo la delgada
marioneta masculina manipulaba la cabeza de la mujer. Lo hacía
suavemente, de esto no había duda alguna, suave y lentamente, dando
un paso atrás de vez en cuando para pensar un modo mejor de sacarle
la cabeza de allí, o bien moviéndose hacia un lado para ver desde
otro ángulo la posición de ésta. En cuanto la dejaba sola, la
mujer volvía a retorcerse de la misma manera que se mueve un perro
cuando se le pone la cadena por vez primera.
—No puede salir
—dijo sir Basil.
El hombre se dirigió
a la otra parte de la escultura donde estaba el cuerpo de la mujer,
levantó las manos y empezó a manipular con el cuello. De repente,
desesperado, le dio dos o tres estirones por el cuello. Esta vez el
sonido de la voz de ella se dejó oír con ira y dolor, y llegó
hasta nosotros nítidamente a través de la luz del día.
Por el rabillo del
ojo vi a sir Basil mover la cabeza repetidas veces.
—Una vez metí la
mano en un jarrón de dulces y no la pude sacar —dijo.
El hombre había
retrocedido unos metros. Tenía la manos en las caderas y la cabeza
levantada. Se le notaba furioso y desesperado al mismo tiempo. La
mujer, en su poco confortable posición, parecía hablarle, o más
bien gritarle y aunque no podía moverse mucho, las piernas las tenía
libres y las movía continuamente.
—Rompí el jarrón
con un martillo y le dije a mi madre que se me había caído del
estante sin darme cuenta.
Ahora parecía más
calmado, aunque su voz tenía un curioso tono.
—Creo que
deberíamos ir, por si acaso podemos ayudarles en algo.
—Creo que sí.
Pero no se movió.
Sacó un cigarrillo y lo encendió, poniendo luego el fósforo
gastado en la caja de nuevo. Nos levantamos y bajamos lentamente la
cuesta de la pequeña colina.
—¡Oh, perdone!
¿Quiere uno?
—Sí, gracias.
Hizo una pequeña
ceremonia para darme el cigarrillo y encendérmelo él mismo,
poniendo otra vez el fósforo gastado dentro de la caja.
Nuestra llegada fue
una sorpresa para ellos.
—¿Qué pasa aquí?
—preguntó sir Basil. Hablaba suavemente, con una peligrosa
suavidad que estoy seguro su esposa no había oído nunca
anteriormente.
—Ha metido la
cabeza en el agujero y ahora no puede sacarla de ahí —dijo el
comandante Haddock—. Fue para sacarle una foto.
—¿Para qué una
foto?
—¡Basil! —gritó
lady Turton—. ¡No digas tonterías y haz algo!
No se podía mover
mucho, pero podía hablar.
—Es evidente que
tendremos que romper este pedazo de madera —dijo el comandante.
En su bigote gris
había un tinte rojo, y esto, con un poco más de color en sus
mejillas, le hacía extremadamente ridículo.
—¿Romper el Henry
Moore?
—Mi querido amigo,
no hay otra forma de liberar a la señora. Dios sabe cómo se las ha
compuesto para meterse, pero lo cierto es que ahora no puede sacar la
cabeza. Las orejas lo impiden.
—¡Oh, Dios mío!
—exclamó sir Basil—. ¡Qué pena! ¡Mi precioso Henry Moore!
En aquel momento
lady Turton empezó a hablarle a su marido de una forma muy
desagradable, que no se sabe hasta cuándo hubiera durado si no
hubiera salido Jelks repentinamente de las sombras. Apareció
silenciosamente por la pradera y se colocó a cierta distancia de sir
Basil como esperando instrucciones. Su traje negro resultaba ridículo
en la soleada mañana. Todo en él resultaba anticuado, como si fuera
un animalito que hubiera vivido toda su vida en un agujero bajo
tierra.
—¿Puedo hacer
algo, sir Basil?
Mantuvo su voz
normal, pero su cara reflejaba destellos misteriosos al ver el estado
de lady Turton.
—Sí, Jelks.
Vuelve y tráeme una sierra o algo para que pueda cortar la madera.
—¿Llamo a alguno
de los hombres, sir Basil? William es un buen carpintero.
—No, lo haré yo
mismo, date prisa.
Mientras esperaban a
Jelks, yo me separé de allí porque no quería oír las cosas que
lady Turton decía a su marido. Volví en el momento en que regresaba
el mayordorno, seguido de la otra mujer, Carmen La Rosa, quien se
acercó rápidamente a la anfitriona.
—¡Natalia! ¡Mi
querida Natalia! ¿Qué te han hecho?
—¡Oh, cállate!
—contestó la otra—. ¡Quítate de enmedio!
Sir Basil se colocó
muy cerca de la cabeza de su mujer, esperando a Jelks. Este avanzaba
despacio, llevando una sierra en la mano y un hacha en la otra y se
paró delante de él. Le enseñó ambas herramientas para que
escogiera y hubo un momento, sólo un segundo o dos, de silencio y de
espera. Por casualidad miré a Jelks en ese momento. Vi que la mano
que llevaba el hacha sobresalía dos centímetros más en dirección
a sir Basil. Fue un movimiento tan imperceptible que nadie se dio
cuenta. Adelantó la mano, lenta y secretamente, con una oferta
acompañada quizá de un pequeñísimo enarcamiento de cejas.
No estoy seguro de
que sir Basil lo viera, pero dudó unos instantes y, de nuevo, la
mano que llevaba el hacha se extendió hacia adelante. Era
exactamente igual que ese truco de las cartas, en que un hombre te
dice «coge la que quieras» y siempre se coge la que él quiere.
Sir Basil cogió el
hacha. Le vi acercarse a ella en actitud casi sonámbula y luego
aceptarla de Jelks. Pero en el momento en que la asió entre sus
manos, pareció darse cuenta de lo que se quería de él y volvió a
la vida.
Para mí, después
de aquello, fue como ese terrible instante en que se ve a un niño
cruzando la calle en el momento en que viene un coche y lo único que
se puede hacer es cerrar los ojos y esperar a que el ruido nos diga
lo que ha sucedido. El momento de la espera se convierte en un lúcido
período de tiempo lleno de lunares amarillos y negros, que bailan en
un campo oscuro y aunque se abran los ojos y se encuentre con que
nadie está herido, ni muerto, no existe ninguna diferencia, porque
en nuestra imaginación sucedió así.
Yo vi este
accidente, con todos sus detalles, y no abrí los ojos hasta que oí
la voz de sir Basil llamando con ligera insistencia al mayordomo.
—Jelks —llamó.
Al mirar le vi,
tranquilo como siempre, sosteniendo aún el hacha con las manos. La
cabeza de lady Turton estaba allí también, todavía metida en el
agujero, pero su rostro tenía un color gris ceniza y su boca se
abría y se cerraba, emitiendo sonidos inarticulados.
—Escucha, Jelks
—dijo sir Basil—. ¿En qué estabas pensando? Esto es demasiado
peligroso. Dame la sierra.
Al cambiar los
instrumentos, vi por primera vez colorearse las mejillas de ella y,
encima, en torno a los ojos, las arrugas que se producen cuando uno
sonríe.
Relatos de lo inesperado, 1979.
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