Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio
delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo
encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y
escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se
había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si
no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día
fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para
cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y
volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el
olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando,
inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea
del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del
cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo
lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo
ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente
las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una
mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó,
pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que
no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se
escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las
paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto
de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el
segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como
todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la
luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor
fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer
suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para
besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a
casa.
Cerró la puerta y
bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que
de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de
que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los
transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con
las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la escalera ya
podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una
luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo
de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer
cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con
gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado
y siempre veía hacer.
El automóvil estaba
cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí.
Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen
sería mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin
haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería
a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí,
tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de
gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto
frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los
neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no
estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba
helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida
hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar
el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para
arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante
el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente.
Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el
automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos,
triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto
repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha
bordeada de coches aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del
acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor
por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el
coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo
del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar
habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el
incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La
habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No.
El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un
semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos.
Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal
que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía
estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció
serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que
estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había
considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena
disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional.
Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando,
aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que
dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos.
Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de
decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las
consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho
menos, pero si fuese posible llenarlo… El coche tomó una curva
balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida
empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido,
tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el
coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a
ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj.
Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna
exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina
y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin
preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de
periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí,
dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante,
fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de
sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una
torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada
en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El
periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una
Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún
disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El
automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más
tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco
preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión
particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría
allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el
periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo
malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a
la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban
el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso
con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en
la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche
estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo.
Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez
peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche
dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar
en una cola de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido
eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué
este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner
marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó
forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate.
Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente,
contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de
alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a
necesitarla?
Cerca de media hora
después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose
ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera.
Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de
neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora el cliente,
o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca.
Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica
de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que
pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran
camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía
contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez
con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido
suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese
reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda,
aceleró y con un suave movimiento el automóvil subió a la acera,
pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una
agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez
por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los
servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores
gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj.
¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el
establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el
tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En
época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a
la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una
transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor
sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la
tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro.
Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En
una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de
automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido
a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban.
Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí
mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la
cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner
más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se
quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante,
costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió
el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y
consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió
un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar
en la fila. Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado,
cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para
dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las
manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos
vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al
taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un
peligro.
Había pasado más
de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio
acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase
el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa por huir de la
vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche
no se movió. El hombre de la gasolinera lo miró desconfiado, abrió
el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un
litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin
ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando
pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los
cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O
estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo?
Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones
que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por
ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y
quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las
estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie,
sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor
inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y
vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar
mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y
cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la
cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que
llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de
alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue
capaz de salir.
Creyó que el faldón
de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado
sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó
el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse
cuenta. No. El cinturón estaba colgando de un lado, tripa negra y
blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo
salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y
las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las
maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha,
hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del
asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo.
Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría
el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado,
dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque
violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia
la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la
puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas
manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni
siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó
dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo?
Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la
cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al
volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita
mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación
surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña
se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer
arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el
espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas
mirando, gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera,
rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la
calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy
definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una
sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la
gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que
decía “agotada”, y el coche siguió, sin una mínima desviación,
sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más.
Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el
sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a
la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas.
Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.
Su idea era
sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los
brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la
culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se habría
atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos de la
ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil.
Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al
respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la
chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a
los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo
cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando,
llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase
el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la
lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que
afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía
arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e
intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó
encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los
limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio
de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De
lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la
curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta,
cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia
escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba
miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado
o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le
había parecido.
Lo que estaba
pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta
manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un
procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía
ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a
la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando,
mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y
pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo
del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los
fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los
periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal
trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el
motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera,
como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la
frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que
se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se
expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía
y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo
esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así
estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a
ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio,
con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó
por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la
situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago
sabía que tendría que buscar a alguien que lo ayudase. Pero ¿quién
podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro
remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no
se sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en
la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el
asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban.
Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres
gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de
“agotada”. A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo
automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos
rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras
ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi
siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando
automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación,
bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente
llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a
llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado,
casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el
milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su
silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un
niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el
argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la
señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en
el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió
y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo,
habiendo hecho el día.
La mujer bajó como
siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un
paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer
los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la
rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la
lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar
sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que
quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y
ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte,
precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la
puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta,
empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó
que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras
ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el
pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio
al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del
mundo, retorciéndose entero en el asiento para salir del coche sin
conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el brazo y tiró, incrédula,
y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible
para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella
pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que
ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se
tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su
marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda
para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría
a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar
por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia,
que no tardaba nada.
Pero, cuando ella
desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente,
la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado
por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras
arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la
policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su
voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la
marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las
imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar,
el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido
del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada,
arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó,
pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de
explicar.
Hasta el anochecer
el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin
existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido,
ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podía
suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado
de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió,
simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las
colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día
siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras
aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y
ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le
adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que
se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí
la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde,
un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su
coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto,
hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía lo seguía
de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la noche cerró no había
señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.
Sentía hambre. Se
había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse, y
deliraba un poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente
alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio
inconsciente y obsesivo que lo defendía de la realidad. No se
detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada,
por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir
despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a
un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe
de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó,
dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir
por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la
lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en
ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron
a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal
aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó,
sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el
nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y
deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a
nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el
agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El
motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la
estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana
abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la
lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un
simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre
piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y
un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños
cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del
depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció
arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La
carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había
acabado.
La frente se le
cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió
de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A
tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le
llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor
se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se
escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre
las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.
Casi un objeto, 1983.
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