viernes, 31 de agosto de 2018

Boda de la niña tonta. Edgar Neville.


Se levantó de un brinco y corrió a hacerse su equipo de novia. Tul había sobrado del pasado Carnaval. Y aquel traje blanco del verano tenía fácil arreglo... Y los cajones estaban llenos de crespones aprovechables para el trousseau.
La niña tonta vivía sola; pero llenó de la alegría de los gritos el largo pasillo, repleto de armarios heredados de la familia muerta. Buscó y encontró flores de trapo y guantes laicos. Quería estar vestida para cuando llegase el administrador, que iba a ser el padrino.
La niña se hablaba ante el espejo:
—Ponte guapa, para que tu novio encuentre que no avanza el reloj; para que todo sean prisas; para que al entrar en la iglesia, la gente diga un «¡Ah!», como cuando sube un cohete. Ponte guapa, novia, que ya debe estar al llegar el hombre rubio de las cinco de la mañana.
Y es que era a las cinco de la mañana cuando lo había conocido, en ese sueño imaginativo que viene después del sueño de cansancio. Todas las madrugadas, la niña soñaba con un hombre rubio que le decía todo lo que nadie le decía. La niña se iba con él por los jardines llenos de estatuas y de bancos, y el novio le daba unos besos que la dejaban temblando como con fiebre.
La niña tonta se pasaba el día empujando las horas, deseando que llegase la noche, y, con luz de sol aún, cerraba las maderas y encendía las luces para traer a la noche más pronto y para que llegase deprisa la hora de la cita.
La última noche, el hombre rubio le dijo que se iban a casar, y ella contestó que el padrino sería el administrador, y el hombre rubio se había marchado en una cuadriga como Ben Hur.
La niña tonta estaba vestida y dispuesta; se sentó en una silla a esperar, y esperó todo el día.
La niña lloraba, y no quería decirse por qué.
La niña tonta lloraba, pero se acostó vestida de novia, porque sabía que a las cinco de la mañana se casaría.


jueves, 30 de agosto de 2018

La idea. Patricio Pron.


El dieciséis de abril de 1981 a las quince horas aproximadamente, el pequeño Peter Möhlendorf, al que todos llamaban «der schwarze Peter» o «Peter el negro», regresó a su casa procedente de la escuela del pueblo. Su casa se encontraba en el límite este de Ausleben, un pueblo de unos cinco mil habitantes al suroeste de Magdeburgo cuya principal actividad económica es la producción agrícola, de espárragos principalmente. Su padre, que se encontraba en el sótano de la casa a la llegada del pequeño Möhlendorf, contaría luego que escuchó a este entrar y luego pudo inferir, de los ruidos en la cocina, que estaba sobre el sótano, qué hacía: arrojaba la mochila bajo el rellano de la escalera, iba a la cocina, sacaba de la nevera un cartón de leche y se echaba un vaso, que bebía de pie; luego ponía nuevamente el cartón en la nevera y salía al jardín de la casa. Esto era, por lo demás, lo que hacía todos los días al regresar de la escuela, y podría suceder que su padre no hubiera escuchado realmente los ruidos que luego diría haber oído sino, simplemente, haber escuchado que Peter había regresado y de allí haber inferido todo el resto de la serie, que había visto repetirse día tras día en los últimos años. Sin embargo, lo que el padre no sabía, mientras escuchaba o creía escuchar los ruidos que hacía su hijo sobre su cabeza, era que el pequeño Peter no iba a regresar esa noche a casa, ni las noches siguientes, y que algo que era incomprensible y daba miedo iba a abrirse frente a él y al resto de los habitantes del pueblo en los días siguientes, y aún después, y se lo tragaría todo.
Peter Möhlendorf tenía doce años y el cabello moreno, era tímido y no solía jugar con otros niños, de los que, por contra, parecía huir. La única excepción que parecía permitirse era cuando los niños jugaban al fútbol. Solía ir al prado que se encontraba detrás de los restos de la muralla medieval, que fueron destruidos más tarde por las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania con la finalidad de construir una carretera que nunca llegó a existir porque el gobierno de la así llamada República Democrática de Alemania cayó dos meses después de comenzadas las obras; la administración de las ruinas es hoy en día la única actividad a la que parece haberse dedicado realmente ese gobierno desde su creación hasta su derrumbe, el tres de octubre de 1990. Möhlendorf solía quedarse de pie junto al prado, observando a los jugadores y esperando que alguno de ellos se cansara o se lastimara para que le dejara su lugar; antes que esto, lo que sucedía habitualmente era que el dueño del balón echaba a alguno de los jugadores de su equipo y le hacía una seña al pequeño Peter para que se incorporara a su equipo, y esto debido a que Möhlendorf era un buen jugador. Su padre le había anotado en el Fussball Verein Ausleben, algunos de cuyos jugadores habían dado el salto y jugaban ya en equipos de la segunda división como el Dynamo Dresden y el Stahl Riesa, y esperaba el comienzo de la temporada, el verano siguiente.
El atardecer del dieciséis de abril de 1981, sorprendido porque su hijo no había regresado aún a la casa, el padre de Peter Möhlendorf salió a buscarlo; caminó hasta el prado y allí interpeló a los jugadores, que a esa hora eran muy pocos, pero todos afirmaron que no lo habían visto ese día. El padre de Möhlendorf recorrió las calles que conducían a la escuela esperando, como diría después, que el pequeño Peter hubiera tenido allí una reunión de alguna índole y se hubiera retrasado, pero el portero del edificio le informó que Peter se había marchado con el resto de los niños y que el edificio estaba vacío. Möhlendorf visitó las casas de algunos de los niños de la clase de su hijo pero este resultó no estar allí ni en ninguna otra parte.
Ya había anochecido cuando Möhlendorf convocó a algunos vecinos, que se apiñaron bajo la lámpara de la calle, y les expuso la situación. Su opinión –expresada con nerviosismo y de inmediato desestimada por el resto de los padres– era que el pequeño Peter se había perdido. Era difícil creer que un niño pudiera perderse en ese pueblo, que podía recorrerse en unos minutos y en el que no había siquiera tráfico para suponer un accidente. Un tiempo después, cuando los acontecimientos se habían precipitado y era necesario llenar las horas de búsqueda con palabras, cada uno de los padres recordó lo que había pensado en ese momento: Martin Stracke, que era alto y pelirrojo y se dedicaba a la reparación de aparatos eléctricos, dijo que había pensado que el pequeño Peter estaba gastando una broma a su padre, y que regresaría cuando comenzara a hacer frío; Michael Göde, que era rubio y trabajaba como profesor de gimnasia en el colegio del pueblo, dijo que había pensado que el pequeño Peter había tenido un accidente, probablemente en el bosque, que era el único sitio que revestía alguna peligrosidad de los que se encontraban en el pueblo y los alrededores. Yo, por mi parte, no pensé en nada, excepto en mi hijo, creo, pero después, al escuchar las confesiones de los otros padres en las horas de búsqueda y el reclamo de solidaridad que parecía provenir de ellos, inventé y dije que aquella noche yo había pensado que Peter se había perdido en el bosque. Mi invención fue tomada por cierta por todos aquellos a los que se la conté y explica los hechos de la noche del dieciséis de abril, ya que, tras parlamentar un rato bajo la lámpara de la calle, todos entramos a nuestras casas a buscar una chaqueta y una linterna y luego nos marchamos a buscar a Peter en el bosque. Nunca sabré por qué hicimos eso, porque nadie propuso aquella noche la idea de que Peter se hubiera perdido allí; mi invención posterior explicó nuestras acciones y por esa razón fue aceptada por todos, porque restituía un sentido a lo que había carecido de él.
El bosque que se encuentra en las afueras de Ausleben, y que continúa hasta recortarse sobre el macizo del Harz, dividiendo en dos la región, es oscuro y denso, la clase de bosque que inspira cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen y veneran. Esa noche recorrimos el bosque como locos, sin atinar a trazar una ruta o a dispersarnos convenientemente por el área. Una vez y otra mi linterna trazó un círculo en la oscuridad y en él encontré la cabellera roja de Martin Stracke. En otras ocasiones fui yo el que cayó en el cono de luz de la linterna de otro. Michael Göde desertó el primero porque al día siguiente debía dar clases. El siguiente fue Stracke. En un momento, mi linterna iluminó el rostro de Möhlendorf y su linterna iluminó el mío y nos quedamos un rato así, como dos conejos encandilados en la carretera, a punto de ser arrollados por algo que ni siquiera intuíamos. Entonces regresamos al pueblo, sin decir una palabra.
A la mañana siguiente, continuamos la búsqueda como ayudantes de los dos policías de la guarnición local de la Volkspolizei, a los que Möhlendorf había informado del caso. No encontramos nada, pero, cuando abandonábamos el bosque, ya por la tarde, vimos a la madre del pequeño Peter correr por el camino que venía del pueblo. Sus labios se movían pero no podíamos comprender nada porque el bosque absorbía todos los sonidos y los precipitaba hacia lo alto de las copas, allí donde tan sólo los pájaros podían escucharlos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la mujer dijo a su marido que había visto a Peter agazapado en la colina que estaba detrás de su jardín, y agregó que lo había llamado pero que Peter parecía no haberla escuchado y no había entrado a la casa. Al acercarse a él, Peter había salido corriendo.
A la manera de esas noches en las que a un sueño angustiante le sucede otro que nos alivia sólo hasta que comprobamos que el siguiente, que a menudo no es más que su reflejo o su potenciación, es mucho más angustiante aún, las noticias que traía la mujer de Möhlendorf nos aliviaron –al fin y al cabo, Peter seguía vivo– pero abrieron a su vez otros interrogantes sobre las razones por las que había desatendido el pedido de su madre, dónde había pasado la noche, por qué no regresaba a la casa.
Al llegar al pueblo, nos salieron al paso dos niños de la clase del pequeño Möhlendorf que nos dijeron que lo habían visto rondando el prado; cuando llegamos allí, ya no estaba. Esa noche escuché a la mujer de Möhlendorf, que vivía junto a mi casa, llorar durante horas.
Al día siguiente, Frank Kaiser, que era el sastre del pueblo, visitó a Möhlendorf para decirle que esa mañana había visto a Peter junto al mayor de la familia Schulz corriendo a la entrada del bosque. Unas horas más tarde, Martin Schulz, que era recolector de espárragos y siempre llevaba la camisa arremangada, no importaba cuánto frío hiciera, nos dijo que su hijo había desaparecido.
En los días siguientes desaparecieron otros niños: Robert Havemann, de doce años, Rainer Eppelmann, de seis, Karsten Pauer, de doce, y Micha Kobs, de siete. Uno de los Pauer, que estaba presente cuando su hermano se marchó de la casa, contó que él estaba en su cuarto estudiando y viendo a su hermano jugar en el jardín cuando vio aparecer, entre los árboles de una propiedad contigua, a Möhlendorf y a los otros niños; dijo que nadie habló o que él no escuchó ninguna palabra, que su hermano estaba en cuclillas escarbando la tierra con una cuchara y que levantó la cabeza y vio a los otros, arrojó la cuchara a un costado y caminó hacia donde estaban los niños, y que luego se alejaron todos corriendo.
Nuestros temores a partir de ese punto cambiaron relativamente de tipo; ya no nos preocupaba la desaparición de Möhlendorf sino la forma en que este parecía haber ganado influencia sobre los otros niños del pueblo y los arrastraba consigo. A la angustia de los padres cuyos hijos los habían abandonado se sumaba la de aquellos padres que temían que sus hijos fueran los siguientes. Muchos dejaron de enviarlos a la escuela y hubo algunos –pero esto se supo después– que los encerraron en sus cuartos para evitar que escaparan; pero los niños siempre lograron hacerlo, imbuidos de una inteligencia y de una fuerza cuya fuente era desconocida para nosotros y que surgían tan pronto como Möhlendorf y los otros niños aparecían sobre la línea del horizonte, ligeramente agazapados, a la espera.
Las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania enviaron policías con dos perros y algunos soldados de la Volksarmee para que recorrieran el bosque y dieran con los niños. Sin embargo, aquéllos fueron demasiado displicentes o los niños demasiado listos porque nunca los encontraron. Mientras los policías, los soldados y los padres recorríamos el bosque escuchando solamente los gemidos de los perros o contándonos lo que decíamos recordar que habíamos pensado la noche en que el pequeño Peter había desaparecido, Möhlendorf asaltaba nuestras casas y otros niños se le sumaban: Jana Schlosser, de siete años, Cornelia Schleime de trece, Katharina Gajdukowa de nueve. Su ascendente sobre el resto de los niños, su capacidad para esfumarse en un pueblo pequeño de una región relativamente accesible –a excepción del bosque, que era, y es aún hoy, enmarañado y oscuro– y su prescindencia de alimentos y refugio nos sorprendían y nos desconsolaban pero también introducían un paréntesis en nuestra vida más o menos vulgar y bastante miserable de habitantes de la así llamada República Democrática de Alemania, y ese paréntesis parecía ofrecer una nueva normalidad conformada de desapariciones que, en su proliferación, temíamos, acabarían siéndonos indiferentes.
Una tarde, yo estaba en casa reparando una jaula de palomas que tenía. Las palomas volaban sobre mi cabeza y la cabeza de mi hijo, que me alcanzaba con desinterés las herramientas que le pedía. Mi hijo me contaba una película que decía haber visto: en ella, una mujer creía que su hijo había muerto; el espectador creía en lo que la mujer decía hasta comprobar que su marido pensaba que su mujer estaba loca y que nunca habían tenido hijos, la mujer escapaba de su marido y se encontraba con un hombre al que ella recordaba y que se acordaba de su hijo, entonces el espectador cambiaba por tercera vez de idea y pensaba que la mujer sí había tenido realmente un hijo. Yo le pregunté a mi hijo cómo terminaba la película. Me dijo que no se acordaba, pero que creía que la mujer entendía finalmente que su marido tenía razón y que ella estaba loca y sólo por casualidad había encontrado otro loco que creía en lo que ella contaba: nunca había habido ningún hijo, dijo el mío, y ese era el final correcto de la película porque, más o menos, todos los hijos, imaginarios o no, eran sólo una idea de los padres y, como las ideas, podían olvidarse o ser dejadas de lado cuando otra idea mejor llegaba, dijo.
Yo estuve a punto de responderle algo, o más bien preguntarle por qué inventaba esas historias –conocía el canal estatal y sabía que, incluso aunque esa película existiera, ellos jamás la exhibirían allí–, pero entonces vi que mi hijo se detenía en el gesto de alcanzarme una herramienta y esta caía al suelo. Sobre la colina que estaba al fondo de nuestro jardín, en el resplandor amarillo del atardecer, vi las siluetas de Möhlendorf y otros niños, agazapados como animales, observando a mi hijo. Mi hijo los miraba, inmóviles, y los otros lo miraban a él; pensé que dirían algo, que lo llamarían, pero no dijeron palabra. Mi hijo dio un paso hacia ellos y yo dije algo o sólo quise decirlo porque el ruido de las palomas, que daban vueltas en círculo alrededor de su jaula, no permitía escuchar nada. En ese momento, las palomas se precipitaron todas cayendo en picado desde el cielo hasta dar con las chapas de la jaula, y el ruido de sus patas arañando el metal me hizo pensar en la lluvia, en una lluvia inesperada que hubiera caído sobre todos nosotros. Y pensé en la película que mi hijo me había contado y me dije: «Él también es sólo una idea. Todos somos las ideas de nuestros padres, y nos esfumamos antes o después de ellos». Una pequeña campana que mi mujer había colgado ese día sonaba movida por el viento. Un coche pasaba lentamente frente a la casa y no se detenía. Mi hijo hizo entonces algo que yo no esperaba: miró hacia el suelo y me tomó del brazo, como si fuera yo el que iba a escapar, a reunirme con los otros niños –si es que aún eran niños– y a alejarme de él. Entonces vi que Möhlendorf se erguía un poco sobre la colina y su ropa parecía volverse transparente al darle el sol que se ponía. No pude ver su rostro puesto que este estaba en penumbras, y sin embargo, creo recordar –pero sólo puede tratarse de una ilusión– que sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada. Entonces desapareció detrás de la colina. Mi hijo temblaba intensamente junto a mí y las palomas resbalaban sobre el metal como si este fuera hielo.
Unos dos días después, cuando la desaparición de los niños se había convertido en otra de las tantas incomodidades sobre las que nada podíamos decir y que eran parte sustancial e incomprensible de la vida en la República Democrática de Alemania, el pequeño Peter Möhlendorf regresó a su casa. Su padre, que estaba sentado en la cocina frente a un mapa topográfico de Ausleben y del bosque, levantó la cabeza y lo vio pasar camino de su cuarto, contó. Un momento después, volvió a entrar en la cocina con nueva ropa, sacó de la nevera un cartón de leche y se echó un poco en un vaso, que bebió de pie; luego puso nuevamente el cartón en la nevera y no salió al jardín de la casa, sino que se quedó mirándolo en silencio.
Esa noche o la siguiente el resto de los niños regresó a sus casas. Ninguno de ellos parecía estar lastimado, ninguno de ellos parecía tener un hambre inusual, haber pasado frío o estar enfermo. Ninguno habló nunca sobre su desaparición o lo que había hecho durante ella. El pequeño Peter Möhlendorf nunca explicó a nadie qué lo había llevado a huir de su casa durante esos días y quizá tampoco haya podido explicárselo nunca a sí mismo. Fue un alumno destacado en el colegio, y sus compañeros lo recuerdan como un estudiante aplicado pero accesible, que quizá fumaba demasiado. Peter Möhlendorf estudió ingeniería en la universidad de Rostock y actualmente vive en Frankfurt del Oder; tiene dos hijos.


miércoles, 29 de agosto de 2018

Teoría de Dulcinea. Juan José Arreola.


En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.
Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.
Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.