sábado, 30 de diciembre de 2017

La leyenda de "El Brus". Ángel Saiz Mora.

Soy un cincuentón nostálgico, por eso me hizo ilusión que esa noche una cadena programase Furia oriental. De inmediato evoqué recuerdos de mi infancia en un cine de barrio, embobado ante el arte marcial del maestro chino Bruce Lee.
Intenté hacer partícipe a la familia. Mi mujer, siempre sensata, optó por retirarse a leer hasta ser vencida por el sueño. Mi hijo también se acostó, no sin antes burlarse repetidas veces de tanto entusiasmo.
Con los anuncios, la cinta terminó entrada la madrugada. Bebía un vaso de agua cuando escuché que alguien manipulaba la cerradura de la entrada. Al asomarme con mi batín leí la sorpresa en los ojos del fornido delincuente. Sin dejar de proferir sonidos guturales lancé torpes patadas y puñetazos al aire que hicieron añicos un jarrón. No pudo atacarme ni huir, presa de un acceso de risa a causa de mi grotesca exhibición. Aproveché su flojera para empujarle dentro del armario, cuya puerta me apresuré a atrancar con una mesa.
Las versiones sobre este risible episodio, claramente agigantadas, se extendieron con rapidez. Desde entonces, a mis años, me he ganado un respeto inesperado, junto con un apodo que me encanta: El Brus.

 Ángel Saiz Mora. Esta noche te cuento. Octubre, 2014.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Hábitat. Ángel Olgoso.

A las doce y veinte de un sábado soleado de octubre, contra un rincón de la cocina de su vivienda en un pueblecito cercano a la industriosa capital de la provincia, el hombre golpea a la mujer que castigará al hijo que dará una patada al perro que morderá al gato que perseguirá al ratón que abatirá a la cucaracha que atrapará al gusano que devorará al hombre.

 

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Espuma y nada más. Hernando Téllez.

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma. Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. Él seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mana por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.


Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos y veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.


La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa…” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo… No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.


La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.


“Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:


“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.

 

martes, 26 de diciembre de 2017

Si hubiera sospechado. Oliverio Girondo.

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

 

domingo, 24 de diciembre de 2017

Murmullos del corazón. Juan Armando Epple.

Al principio pensó que era una arritmia, y pidió una cita con el cardiólogo.
Este lo hizo caminar por una escala móvil, luego le midió los latidos y el pulso.
-La verdad es que se escucha algo raro, le dijo. Necesitamos otro examen.
Lo pusieron en el nuevo scanner que había llegado de Estados Unidos, capaz de detectar las variaciones más imperceptibles del corazón.
El scanner pudo registrar unos murmullos en desorden, algunas risas, el final de una frase, larga amistad, un quejido que se confundía con una puerta giratoria.

 Para leerte mejor, Juan Armando Epple, 2010.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Nada es igual. Orlando Romano.

La gota de lluvia baja raudamente por el vidrio del ventanal, como si desesperara por suicidarse. Cuando él estaba conmigo estas cosas tan tristes no ocurrían.


miércoles, 20 de diciembre de 2017

Sur: Latitud 13. Ángel Satiesteban.

Atrás, en el horizonte, sólo se veía el humo negro que se desprendía de los camiones. El avión se había retirado y temíamos que regresara para una acción de remate. En medio de nuestra prisa y el miedo, pudimos rescatar un herido. Era inútil el intento de arreglar el radio, estábamos incomunicados con el mando, dijo el radista. Quedamos ocho soldados y el capitán de la compañía que a última hora había decidido acompañarnos en la misión. Entonces ordenó la marcha para intentar el regreso a nuestra unidad.
Medina, que viene a mi lado arrastrando un pie herido, me pasa un cigarro; le doy una cachada y así va de boca en boca hasta que el calor nos quemas los labios. De repente me doy cuenta de que han saltado el turno de Argüelles, el Violinista; pero él no protesta. Su único interés es su violín y lo tiene bajo el brazo que le sangra por la herida. Recuerdo que íbamos delante de los camiones y cuando sentimos el ruido del avión nos tiramos bajo las matas sin pensar en otra cosa que no fuera salvarnos, dejando todo menos las armas. Yo apretaba el AK contra mi cuerpo. Otros se lo ponían sobre la cabeza mientras mordían ya la chapilla. Eso yo no lo hago porque estoy seguro de que aquí no me van a partir; antes de salir para acá la vieja me dio un resguardito que viene con todos los hierros; al principio no quería traerlo por los comentarios y las burlas, pero como no pesa y es chiquito me convenció. Y aquí lo tengo. Pero Argüelles abrazó su violín como un comemierda mientra el AK le colgaba de su espalda, estorbándole. A veces me da lástima, creo que está jodido de la cabeza. Se unió al grupo nuestro y a algunos no les agradó, lo miran como a un niño bitongo. Nadie le dirige la palabra y creo que tampoco le hace falta.
Caminando nos sorprende la luna. Acampamos a la orilla de un finísimo hilo de agua. Se preparan las pocas latas de conserva que pudo salvar Crespo en su mochila. Rápidamente se comienza a sentir un olor que nos llena la boca de saliva. En un silencio total miramos las etiquetas de las latas vacías. Al fin, a una señal del capitán, nos acercamos a recibir nuestra parte. El Violinista hace lo contrario, echa a andar y desaparece tosiendo como una sombra blanca entre los árboles. Pero nadie le hace caso. Seguimos hipnotizados con el olor de las raciones. Entonces, traída por el viento, y desde algún lugar indefinible, nos llega una música hermosa y triste, primero débil, lejana, y paulatinamente se va haciendo más intensa. Nos miramos sin saber qué pasa. De repente dejamos de comer, de movernos, y elevamos la mirada al fondo de esta inmensa oscuridad que nos cubre, y que nos hace implorar que amanezca, para saber que todo no ha sido más que una pesadilla. Así quedamos unos segundos inmóviles, hasta que Eladio se queja, no entiende por qué dejaron venir a cumplir misión a un hombre tan raro. Pero a Eladio le dicen que el Violinista nada más come de la buena y con servilleta porque nunca prueba su rancho, y que por eso está como está, flaco y amarillento: es sólo gafas y violín. Ríen, y yo digo que en el campamento era igual, siempre me llamó la atención, el tipo es así. Otro interrumpe porque el herido no quiere probar la comida, tiene fiebre y delira, nos previene de los aviones. Todos, alrededor de la camilla, lo vemos regresar con el violín a cuestas, sentarse en el mismo sitio de antes, como siempre, en silencio. Da la impresión de que no se ha movido nunca de ese lugar.
Por la mañana decidimos seguir sin rumbo, encontrar alguna aldea. No sabemos qué es preferible, dónde peligramos menos; si aquí, perdidos en esta selva, vigilando las cobras para evitar que se nos metan por las botas y el pantalón mientras se intenta dormir, o encontrar la hospitalidad de algún kimberio lleno de kwachas, acechándonos con balas y cuchillos. Seguimos caminando, aprovechando las últimas fuerzas; el cansancio nos entra por los poros, por la respiración, por cada pensamiento. Siempre la misma fatiga, la que no repartieron en Cuba a la partida ni encontramos en todo el viaje en barco. Simplemente nos recibió cuando desembarcamos en esta tierra de magia negra; se nos ha metido dentro como un virus, y hay más en cada bolsillo para los peores momentos. Nuestros pasos son más cortos e indecisos. Los árboles escupen las últimas hojas de la temporada; los gajos, movidos por el viento, nos parecen una burla del camino. Esto es un laberinto donde el más precavido fue dejando caer semillas a cada paso para poder regresar, y resulta que si me dan un chance no paro hasta meterme en la cama con la vieja y pedirle que me castigue como antes, que no me deje salir a jugar a la guerra con los amiguitos del barrio, que esos no son juegos de niños sino caprichos de los adultos. A mis hijos nunca voy a comprarles pistolas ni escopetas. Y miro atrás, buscando alguna semilla, y sólo veo casquillos de balas, latas de conservas lamidas y oxidadas; al final nuestros enemigos, o nosotros, sus enemigos, ya me da igual, no somos más que pulgarcitos tratando de vencer al monstruo que somos nosotros mismos, que parimos estas escenas.
Llevamos varias horas caminando sin que aparezca un ser humano, una señal, un aliento de la más mínima civilización. Siento el mal olor de la pierna ya azulada de Medina, que en su arrastrar desesperante traza una raya en el camino, semeja una babosa y me provoca asco, pena y risa que trato de ocultar. Miro hacia atrás, hay varios rezagados, vuelvo la cabeza, parece que muy violentamente, y siento mareos, voy a perder el equilibrio, voy a caer, cuando nuevamente, aquella música que antes salía del cielo, ahora brota con extraña fuerza del violín de Argüelles, y me detengo, respiro hondo y comienzo a sudar la fatiga. Crespo nos mira, ¡como si el momento fuera para musiquitas! Pero todo comienza a cambiar porque sentimos un leve temblor en los pies que se mueven y se mueven, los huevos se me erizan y me excito con el roce de las piernas, y junto con él, el resto del cuerpo se estira también. Hemos vuelto a unirnos. Nadie lo ha mirado ni le decimos nada. Seguimos caminando porque ésa es la orden, caminar hasta algún lugar…
Nadie señala, la vemos, pero tememos que sea una alucinación. Todavía inseguros nos acercamos al borde de la casa. La madera carcomida. Por orden del jefe la rodeamos, y se adelanta hasta la misma puerta y llama. Una escopeta de dos cañones lo recibe apuntándole a la cabeza. Lo primero que pienso es que nos jodieron a otro. Me preparo para disparar en ráfagas y pongo cerca los dos peines restantes. El capitán deja caer lentamente su fusil y levanta los brazos. Conversa, mueve la cabeza, gesticula y señala. Retiran la escopeta y podemos respirar. El capitán regresa y nos reúne y dice que es una familia portuguesa medio loca. Nos pueden ayudar con unas viandas, pan, agua y el kimbo del fondo. Medicinas no tienen, aunque se esté muriendo un hombre. Nos prestarán un negro para que le ponga fomentos de hojas y barro. “Y que sea lo que Dios quiera”, digo en alta voz pero nadie me mira. Me acuerdo que soy militante y los militantes no creen en dios. Entonces, escupo al cielo y me persigno. “Todo con la condición de que nos vayamos lo más rápido posible porque no quieren problemas con los kwachas”, termina el capitán. La ropa del jefe me recuerda una perga de cerveza arrugada y vacía. Quiero decírselo a alguien, pero todos miran al violinsta que se aparta de nosotros para ver una bandada de aves blancas que emigran al norte. Eladio me toca con el codo, dice que ésas son las cosas que no le perdona, cualquier mierda le interesa más que nosotros. Y él continúa allí, clavando en la tierra las estacas de sus rodillas y con la vista fija por donde desaparecieron aquellos pájaros, esperando. Allá sólo queda el vacío.
Estamos a la sombra bajo una ventana, recordando las últimas palabras de la partida; adivinando el momento más propicio para un engaño de la mujer que se dejó y del que muy pocos se salvan. Los presos siempre piensan en la amnistía; nosotros en un pacto de paz y que nos devuelvan a casa. Regresa tosiendo y nos interrumpe. Se agacha en el suelo y todos nos corremos sobre las cajas de madera dejando un vacío que no ocupa nadie, porque ya tiene los ojos cerrados como los gatos, para no agradecer. Medina imita una melodía, pienso que para distraerse un poco del dolor de la pierna. Lo miramos esperando su reacción. Pero siempre se mantiene inmutable. Nos corremos de nuevo y le quitamos el espacio de la caja. Descubro en el rostro de Eladio los deseos de escupirle la piel al Violinista, que ya entonces es cuarteada y fina como el desierto.
Nos acostamos en el granero. Crespo prepara afuera, con lo que puede, aquello que llamaremos almuerzo. De repente, percibimos una música que nos consume, que se adueña de nosotros lentamente, lo cubre todo como una caricia que casi podemos notar. A algunos el sudor le empaña los ojos. Nadie se mueve, los párpados cerrados, mirando ese galopar de sueños. Sin saber por qué, a pesar de todo, sonreímos.
Ahora el portugués llama al capitán y lo invita a la casa. El jefe se resiste a entrar y quedan conversando en la puerta. Discuten hasta que el hombre enojado entra a la casa. El capitán nos observa pasándose la mano por el bigote. Viene hasta nosotros, y se queda mirando el violín en los brazos de Argüelles. Intenta retroceder, pero lo detiene la mirada del portugués que lo observa fijamente desde una ventana. Mira la pierna azulada de Medina que ahorita ya no es pierna; también las vendas manchadas de Luis. Entonces le dice al Violinista que el portugués cambia la guitarra por medicinas necesarias para curar la infección de esos dos hombres y su brazo; cinco latas de carne; dos botellas de aguardiente casero y cigarrillos. Todos nos acercamos a clavarle los ojos en cada sucia parte del cuerpo. El Violinista retrocede, nos devuelve la mirada. El capitán dice que lo siente porque sabe lo que significa el violín para él; pero es una situación difícil, que comprenda. El silencio es su peor respuesta. El jefe lo sigue presionando hasta que logra levantarlo y detenerlo justamente frente a nosotros que cubrimos al capitán. “¿Usted se dejaría quitar el fusil?”, le dice Argüelles. El jefe vacila. Y Argüelles nos recorre con la mirada. “Prefiero que me quite el fusil”. El jefe niega: “No quieres entender”. El Violinista baja la vista, los ojos se le humedecen bajo los lentes mientras aprieta el violín: “No”, dice, “no”. Nadie se mueve, seguimos mirándolo como si todavía no huebiera dicho nada. Observa las vendas de Luis, manchadas de sangre primero y ahora de líquido verdoso. También las moscas de la pierna de Medina que habían aparecido con los primeros temblores de la fiebre. Ve auras que vuelan por el mismo lugar donde antes cruzaron las aves del norte: “¿Es una orden?”. El jefe asiente con la cabeza. Entonces, indeciso, deja caer el violín al suelo y dice: “Mierda”. Y nos da la espalda y se aleja.


Desde entonces lo tenemos ahí. Han pasado cuatro días y no prueba la carne de las latas ni el aguardiente, ni nos mira, pero sabemos que si lo hiciera sería con odio porque no lo queremos con nosotros. El jefe ha decidido seguir camino. Y nos vamos de aquel lugar, arrastrando los cuerpos por esta tierra estéril. Ya perdimos la casa de vista, pero siempre alguien mira atrás, inconforme. El Violinista nos persigue como un perro. Ojalá se extraviara. No perderíamos el tiempo en buscarlo; para qué sirve un hombre acá que no conversa de su tierra, ni de la gente que dejó, ni dice mentiras. Ya hemos caminado varios kilómetros y se decide a descansar. Permanecemos callados, alguien escupe, otro patea una piedra. Él sigue echado, si decir palabra. Nos acusa con su presencia, con su silencio. Se comenta que seguir camino sin provisiones es un suicidio. Lo miran buscando apoyo, pero él sigue ignorándonos. Tenemos tres heridos. Aquí sólo existe una consigna sagrada: sobrevivir. Ahora está de espaldas. “Guerra es guerra”, dice otro. El capitán habla de principios. Nadie le hace caso. Sabemos que a veces, en medio de las balas, nos olvidamos por qué matamos: porque tienen otro uniforme, no se sabe; unos quieren encontrar una cantimplora con ron, otros buscan una revista pornográfica o simplemente cómics… El jefe pregunta si todos están de acuerdo en regresar. Nos ponemos de pie con el AK preparado. Esperamos a Argüelles, debería ir delante, pero se mantiene sentado. Con la punta del fusil ha escrito en el fango: NO ROBARÁS. Eladio lo manda para el carajo y vamos de regreso. Ya nadie atiende órdenes ni capitán. No hay formación ni despliegue. Ni pelotón ni soldados. Nos hemos quitado las charreteras y las insignias. Nada más que un grupo de hombres desesperados que entramos a la casa y sorprendemos al portugués y se le empuja y le quitan la escopeta. El negro quire detenernos, nos grita que camaradas angolanos están cansados de ayudar a camaradas cubanos. Y mi reacción se tarda más que el gesto porque le doy con la culata y lo dejo tirado. Y vamos a la cocina y a la despensa y al cuarto de la niña y rescatamos el violín.
Cuando regresamos está haciendo trazos sobre el fango con la punta del fusil. Es un paisaje extraño, que no es de allá ni de acá. Sigue haciéndolo sin dar importancia a nuestra presencia. Entonces el capitán le grita ¡firme! Y lo empuja y el fusil se hunde en el fango y le grita que estamos cansados de aguantarle su carácter y su falta de sensibilidad, su pereza, su rencor con los compañeros. Que puede sancionarlo por maltrato a la técnica y hasta fusilarlo por desertor… Así, que se descargue por todo, porque no se da cuenta de nada. Que le decomise el fusil, que ahora va a joderse, ahora va a tener que disparar con su violín de mierda. Y el jefe se lo tira en el fango y escupe y se va… Nos mira desconfiado. Se agacha y nos mira. Vacila. Y lo recoge y nos mira. Lo limpia con la manga de la camisa. Y nos mira. Y se va. Y nos deja, aquí, odiándolo.

 
La isla contada. El cuento contemporáneo en cuba. Francisco López Sacha, (compilador). 1996.

martes, 19 de diciembre de 2017

Apartamentos. Alberto Sánchez Argüello.

I
En el N°1 vive una viuda que, convencida de la reencarnación del esposo en gato, adopta los que puede para ahogarlos con saña.


II
En el N° 2 vive un jubilado que perdió su sombra. Ha dibujado su propia silueta en todas las paredes para sentirse menos solo.


III
En el N° 3 vive el matrimonio más honesto que jamás ha existido: se juraron hacerse desgraciados el uno al otro para toda la vida.


IV
En el N° 4 vive un dictador que tiene campos de concentración para cucarachas, custodiados por ratas y comejenes leales a su régimen.


V
En el N° 5 vive una médium que no recibe fantasmas después de las dos de la mañana.


VI
En el N° 6 vive una enfermera que publica en los clasificados recompensas a quien encuentre el tiempo que perdió en su adolescencia.


VII
En el N° 7 viven tres hermanas que usan el mismo tenedor, la misma sabana y el mismo vibrador.


VIII
En el N° 8 vive un hombre que pasó 30 años en prisión. De noche cava un túnel que lo lleve de nuevo a su celda.


IX
En el N° 9 vive una niña que siempre se despierta a las 3 de la mañana y camina por el techo hasta el amanecer.


X
En el N° 10 vive un profesor de preescolar que arma cartas bomba los viernes y las manda a direcciones al azar.


XI
En el N° 11 vive una secta satánica que hace aquelarres los sábados y venta de patio los domingos.


XII
En el N° 12 vive una familia de caníbales que ha provocado que siempre esté vacante el puesto del conserje.


XIII
En el N° 13, gordo y feliz, vive el esposo de la viuda del 1, reencarnado en un gato angora que atiende gustosa una octogenaria.

Del Blog El santuario de las ideas, de Alberto Sánchez Argüello.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Novela que cambia de género. Enrique Anderson Imbert.

Adrián Bennet sube al tren y cuando va a sentarse observa que se han olvidado sobre el asiento una novela de tapas amarillas. No tiene tiempo de examinarla porque en ese momento entra en el vagón un hombre de anteojos negros y boca avinagrada que acomoda la valija, se arrellana frente a Bennet y se queda inmóvil. Bennet, intimidado, no se atreve a dirigirle la palabra. El viaje es largo. Mira por la ventanilla, se aburre, intenta dormir pero no lo consigue y de pronto recuerda la novela que encontró en el asiento. Ya tiene con qué entretenerse. La examina. El título no le dice nada, el autor le es desconocido. La hojea a saltos. Parece ser una novela policial en la que cierto detective, sospechando que el viajante de comercio Walter Lynch es en realidad un sicario al servicio de la Organización, va en pos de él a Villa María, le sigue los pasos hasta el hotel, lo acecha por el ojo de la cerradura y ve cómo despanzurra al incorruptible periodista.
El tren acaba de parar. El hombre de los anteojos negros y la boca avinagrada se pone de pie y agarra la valija, en cuyo marbete Bennet alcanza a leer: “Walter Lynch”. Rápido como la luz, Bennet arroja una mirada por la ventanilla y en el letrero de la estación lee: “Villa María”. ¡Pronto! ¿qué hacer? Piensa que su obligación es bajarse, seguir a Walter Lynch, acecharlo, denunciarlo, pero opta por no entrometerse.
El tren empieza a alejarse. Aliviado y avergonzado, Bennet entiende que acaba de escaparse de un peligro futuro pero no sabe exactamente de cuál. Para averiguarlo abre la novela y busca la revelación de lo que le pasó al detective cuando, después de ser testigo del asesinato en Villa María, tuvo que dar la cara al asesino. Antes la había hojeado a saltos; ahora la lee página por página. En la novela, que ya no es policial, sino psicológica, se describe un asesinato en Villa María pero, por más que se busque, allí no figura ningún detective.

 

sábado, 16 de diciembre de 2017

Revelación. Diego Paszkowski.

Estaba sentado en el sillón del living, leía un libro. Cuando escuché el timbre me sobresalté. No esperaba a nadie: nunca espero a nadie. Pocas veces alguien toca mi timbre. Algunas mañanas el portero del edificio, cuando limpia el tablero de la puerta de entrada. A veces algún vendedor, o religiosos a quienes jamás atiendo. De modo que, en mi sillón, leía un libro, escuchaba música, tomaba un trago, una copita de licor irlandés, y escuché el sonido del timbre. Pensé quedarme así, sentado en el sillón. Después de todo no tenía por qué atender a nadie. Era sábado por la tarde, mi día de descanso. Había trabajado toda la semana, y me quedaría allí para disfrutar de mi licor Baileys, de mi libro de Carver, del disco de Chet Baker. Pero de pronto pensé otra cosa. Fue como una revelación. Podía ser ella. Sí, podía ser ella que volvía. Podía ser ella, que volvía a buscarme, a decirme que no se había olvidado de mí. Me levanté de un salto y corrí hasta levantar el auricular del portero eléctrico. Grité “hola, hola, sí, quién es, hola”. Pero nadie respondió. Abrí la puerta y salí al pasillo. Como el ascensor no funcionaba debí bajar los tres pisos, saltar rápido los escalones de dos en dos. Abajo tampoco había nadie. Mala suerte, me dije, y emprendí el lento ascenso de los tres pisos. En casa la música se había terminado y ya no quedaba licor. Quedaba el libro, pero ya no tenía ganas de leer.

 El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo, 2007.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Descenso a los infiernos de la imaginación. Marco Denevi.

Usted se comprometió a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a entregarlo, listo para su publicación en Quimeras, el lunes próximo. Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en blanco.
Oiga. ¿Por qué no se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí, aquello que le sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del tren que los llevaba a Bruselas? No sé por qué usted se negó a aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de regreso, delante de los amigos, junto con las fotografías y los ceniceros que se robó de los hoteles. Pero ¿para qué está la imaginación?
Chejov no necesitaría más. Claro que entre Chejov y usted hay alguna diferencia. Usted podría añadirle algunos antecedentes, un poco de psicología, mucho diálogo, no, diálogo no, la historia no permite diálogos, más bien mucha introspección, mucho monólogo interior. Y un remate. Porque el episodio real no tiene remate.
Empecemos por recapitular los hechos, tales y como ocurrieron. Usted y Verena tomaron el tren en Ostende. Venían de Londres y se dirigían a Bruselas, donde los esperaban unos amigos. Ocuparon uno de esos compartimentos en los trenes europeos que parecen una diligencia del Far West metida dentro de un vagón de ferrocarril: dos largos asientos corridos, uno frente al otro, y una puerta que da a un pasillo. Verena se ubicó junto a la ventanilla; usted, a su lado. En el cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se detuvo varios minutos en una ciudad intermedia, ya olvidó cuál, pongamos que Gante. Poco después que reanudó la marcha, un joven entró en el compartimento y se sentó frente a ustedes pero del lado del pasillo. No traía equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de raro: no hay hombre que no mire a Verena. Pero el joven la miró durante toda la media hora de reloj que el tren tardó en llegar a Bruselas.
Ahí está lo insólito, lo pintoresco, casi diría lo increíble del episodio: que a lo largo de media hora el joven mantuvo los ojos fijos en Verena. Fuera de eso no hacía nada, ningún gesto, ningún movimiento. Se había sentado en una postura como provisoria, como para permanecer sentado unos segundos y en seguida levantarse e irse. Pero se quedó sentado sin cambiar de posición y sin apartar los ojos de Verena. A usted lo ignoró por completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin pestañear, como en estado de hipnosis. Para una mirada así, media hora de reloj es una eternidad.
Mientras tanto ustedes dos ¿qué hacían? Verena simulaba contemplar el paisaje a través de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le echó ni una ojeada? Usted no lo sabe, porque en ese momento lo distrajo la aparición del tercer pasajero. De lo oque está seguro es de que Verena, hasta que llegaron a la estación de Bruselas, no apartó la vista de la ventanilla ni cambió con usted una sola palabra. Comprendo. Se habría dado cuenta de la actitud del joven y se sentiría incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a usted, se dedicó a vigilar a ese extraño individuo. Primero pensó que era un ratero (aunque vestía ropa deportiva a la última moda). Después, que era un loco o que estaba drogado. Por ahí usted le tomó una mano a Verena para tranquilizarla, para protegerla y, de paso, hacerle saber al tipo ese que ustedes dos viajaban juntos, que Verena era su mujer o su amante y que usted no iba a permitir que ni él ni nadie se propasara. Pero tampoco usted abrió la boca. Vigilaba al tipo, nada más, dispuesto a saltarle encima apenas el otro hiciera un movimiento raro. Solo que el otro no lo hizo.
Hasta que llegaron a Bruselas. Ustedes dos se pusieron de pie (el joven permaneció inmóvil pero alzó la vista para poder seguir mirando a Verena), usted cargó los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por delante del joven y salieron del compartimiento. En el andén los amigos les brindaron una ruidosa bienvenida. Verena daba la espalda al tren. En cambio usted, por encima de la cabeza de los demás, vio que el joven se había asomado a la ventanilla, tenía medio cuerpo afuera y seguía mirando, ¿ahora a quién? A usted. Ahora lo miraba a usted, pero, Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En seguida ustedes y los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo lo que sucedió, todo lo que usted recuerda. Bien. Someta esos pocos (y pobres) materiales al fuego lento de la imaginación y tendrá un cuento como Dios manda. ¿Le han pedido que el cuento sea de amor, y además, romántico? ¿Qué le parece si la acción transcurre en Rusia y en la época del último zar? Una imitación de Chejov, por qué no. La historia parece ideada por Chejov. Nieve, mujeres pálidas y hermosas envueltas en abrigos de zorro, nobles de la corte del zar que son propietarios de vastas tierras y de centenares de mujiks (campesinos rusos), poetas nihilistas, grandes pasiones que arden bajo el hielo, etcétera, etcétera. ¿Le gusta? A los lectores de Quimeras les gustará todavía más.
Verena, en la ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna. Usted, Nicolás Nicolaievich. Hace cinco años que están casados, como usted y Verena cuando viajaron a Europa. También para las respectivas figuras y las respectivas edades inspírese en la realidad, así lo hace trabajar la cabeza. Quiero decir que Fedora Fedorovna tendrá el físico y los treinta y dos años de Verena, será un doble de Verena, pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a usted los cincuenta y cinco años, la corpulencia, el bigote caído, los párpados encapotados. Está bien, está bien, en todo lo demás diferirán.
Fedora Fedorovna, por ejemplo, es una mujer soñadora (fruto de las represiones sociales y familiares que pesan sobre su temperamento apasionado), sumisa, callada, reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder. Eso, chejoviana. Una síntesis de los personajes femeninos de Chejov más delicados, más introvertidos. Nada que ver con Verena. Respecto a Nicolás Nicolaievich, descríbalo melancólico. Usted no es melancólico, es serio. Y hágalo celoso (usted no es celoso). Pero no un celoso violento, a lo Otelo. Nicolás Nicolaievich mira la realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama, no lo amó nunca. Que se casó con él obligada por los padres, ávidos de casarla con un hombre rico. Nicolás Nicolaievich, en cambio, está loco por Fedora Fedorovna. Y al mismo tiempo comprende, admite que su amor no puede ser sino unilateral.
Bueno, todo esto de la tortuosa psicología del marido lo dejaremos para más adelante. Ahora vayamos a los hechos. Lo único que le aconsejo es que ponga bien en claro, a los lectores, que Nicolás Nicolaievich tiene miedo de que su mujer, en cualquier momento, le abandone, se vaya con otro que sea más joven que él, con algún muchacho apuesto y seductor. Él no hará nada para impedirlo. Ni siquiera vigila a Fedora Fedorovna, no le controla las salidas ni la correspondencia, no le hace escenas. Mientras tanto sus consuelos son el juego y el alcohol. Pero, si ella lo abandonase, se suicidaría. Ya lo tiene decidido. Alguna vez, borracho, se lo dio a entender. De modo que los lectores de Quimeras adivinarán que Fedora Fedorovna, pobrecita, está entrampada entre un matrimonio sin amor (para ella, sin amor) y la extorsión moral a que la somete el marido: si me abandonas me mato.
Los hechos. Fedora Fedorovna y Nicolás Nicolaievich vuelven, en tren, de un viaje por Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen a San Petersburgo, donde él posee un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se cree. ¿Si había una línea de ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en aquellas épocas? Yo qué sé. Pero los lectores tampoco saben ni les interesa. Nadie se fija en esos detalles. Usted escriba que el tren atravesaba llanuras cubiertas de nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de camino entra en el compartimiento un joven. Para este joven usted tome como modelo al muchacho belga: muy rubio, muy pálido, con facciones puras, casi adolescente. Edad: la misma del belga, alrededor de veinte años. No sabemos la profesión del maniático que miraba a Verena. Estudiante, quizá. El ruso es poeta. Poeta idealista, nihilista, mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sensual. Usted combine varios ingredientes de manera que el joven esté hecho a la medida para seducir a una mujer como Fedora Fedorovna. ¿Me comprende? Juventud, apostura, sensibilidad exacerbada, arrebatos religiosos, fantasías, sueños, crisis de llanto y mucho sexo (recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese en Rasputín, pero un Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el belga, el muchacho ruso se sienta y mira fijo a Fedora Fedorovna. Nicolás Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a cavilar. Y lo primero que se le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya se conocían.
¿Qué es lo que le da esa pista? El hecho de que le joven, haya aparecido en la puerta del compartimiento con el semblante inconfundible de quien ha estado buscando a alguien de vagón en vagón, de camarote en camarote, y cuando lo encuentra cambia de cara, el gesto de ansiedad desaparece y toma su lugar la típica expresión de quien ha encontrado lo que buscaba. ¿El muchacho belga también le dio esa sensación, a usted? Usted nunca lo había pensado. Lo piensa ahora. ¿Por qué ahora? Vamos, no sea fantasioso. ¿O se lo contagió de golpe la suspicacia de Nicolás Nicolaievich?
Más vale que se dedique a imaginar dónde y cuándo se conocieron Fedora Fedorovna y el joven. En Varsovia. En Varsovia Nicolás Nicolaievich había pasado largos ratos en el Casino de Nobles, jugando. Y mientras tanto ¿qué hacía ella? Permanecía en el hotel o tomaba el té en casa de amistades y parientes. A lo menos eso es lo que se supone que hacía, porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún interrogatorio. Dígame, cuando usted volvía al hotel en Londres luego de mantener largas reuniones con el editor y con el traductor, o de ir a la BBC, Verena lo esperaba en la habitación, ya vestida para salir a comer a un restaurante o para presenciar una función de ópera o de teatro. ¿Qué le decía que había hecho durante el día? Pasear, visitar el British Museum, recorrer Carnaby Street. Usted le creía. ¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que durante algunos de sus paseos conoció al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No podría ser inglés? Usted qué sabe.
Nicolás Nicolaievich no sospecha, como usted. Está seguro. Seguro de que Fedora Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se enamoraron, quizá se acostaron juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que usted, que no es celoso, haya dejado sola a Verena tantas horas, vaya y pase. Pero ¿cómo se explica una imprudencia así Nicolás Nicolaievich? Muy fácil. Ese hombre torturado por los celos, acosado por el terror de que su mujer lo abandone, no resiste más la incertidumbre y prefiere forzar adrede las oportunidades de que ella, en efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino de un deseo desesperado de hacer estallar la realidad temida, la realidad presentida. Ya se lo dije: la psicología rusa es compleja.
Cavilando, cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto un dato que usted no pensó: que el joven no subió al tren en una ciudad intermedia, digamos Grodno (en su caso sería Lieja), sino en Varsovia. La prueba: el guarda no ha venido a revisarle el billete del pasaje. Al muchacho belga (o inglés) tampoco. Señal de que el joven estuvo aguardando en otro vagón, en otro compartimiento desde que partieron de Varsovia (de Ostande). Sólo después que dejaron atrás la ciudad de Grodno (de Lieja), vino en busca de Fedora Fedorovna. Conducta, si usted la analiza como la analizó Nicolás Nicolaievich, muy lógica: Fedora Fedorovna y el muchacho habían convenido que ella, durante el trayecto entre Varsovia y Grodno, ciudad de Lituania a orillas del Niemen (entre Ostende y Lieja), le diría a su marido la verdad, le revelaría poco a poco la historia de sus amores con el muchacho. Luego descendería en la estación de Grodno (de Lieja) donde también el joven se apearía para irse juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que Fedora Fedorovna no había descendido en la estación de Grodno, el muchacho volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró en el compartimiento junto a Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se puso a mirarla con aquellos ojos hipnóticos. Era una manera de pedirle cuentas, de conminarla a que se decidiese, una forma de recordarle el pacto que habían hecho y de exigirle que lo cumpliese. ¿Ve? Por fin hemos dado con una explicación razonable para el proceder del joven belga (o inglés). No insinúo que Verena y el joven hubiesen proyectado descender en Lieja, ni que Verena se arrepintió y que por eso él vino al camarote para rescatarla y llevársela con él. Pero usted no me negará que, en plan de hallar algún motivo del extraño comportamiento del muchacho, hemos encontrado una hipótesis lógica.
Ahora continuemos con las cavilaciones de Nicolás Nicolaievich. Repasa la conducta de Fedora Fedorovna en el tren, antes de la aparición del joven. ¿Usted recuerda que Verena estaba nerviosa y como malhumorada? Contra su costumbre, se quejaba de todo y por todo: que en el tren no había calefacción, que el paisaje la deprimía, que Bélgica era gris (como si no lo fuese Londres, donde se había sentido tan a gusto). No miró por la ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco, o a cada rato echaba miradas furtivas al pasillo, como si temiese que alguien se introdujera en el compartimiento? No, no me equivoco. Usted lo dijo: “¿Tenés miedo de que vengan otros pasajeros y nos arruinen el viaje en tren?”. Ella no contestó. Todos estos detalles, en la mente de Nicolás Nicolaievich, significan que Fedora Fedorovna había estado luchando entre renunciar a su marido o renunciar al amor.
Apenas el joven belga (o inglés, decididamente tenía facha de inglés) entró en el camarote, Verena no habló más, no se movió más, se dedicó a mirar por la ventanilla ese paisaje del que un rato antes había dicho que la deprimía. Sí, ya hemos convenido de que se sentiría incómoda, furiosa o asustada. No era para menos. En cambio Nicolás Nicolaievich tiene otra versión. Fedora Fedorovna se rehúsa a mirar al joven porque le bastaría mirarlo para sucumbir y arrojarse en sus brazos. Y entonces ocurriría una tragedia: Nicolás Nicolaievich, extrayendo el revólver que oculta bajo el abrigo de pieles, se suicidaría ahí mismo o los mataría a los dos. Por eso Fedora Fedorovna no está inmóvil sino rígida, crispada. Simula contemplar el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia la ventanilla, pero lo que quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha arrepentido, que no lo seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el mudo mensaje: Vete -le grita Fedorovna al joven-, no nos veremos más. Y los ojos del muchacho le responden, también a los gritos: “¿Por qué, por qué? ¿prefieres seguir viviendo al lado de este viejo?”.
El resto del cuento se ajusta a la realidad: la llegada; San Petersburgo (a Bruselas), la breve escena en el andén con Verena de espaldas a las ventanillas del convoy (Nicolaievich piensa que Fedora Fedorovna adrede se ha puesto de espaldas) y el joven, asomado, llorando y mirando al marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un remate. Digamos, que Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su palacete se suicida. ¿Demasiado melodramático? No crea. Sería melodramático en otro país, pero no en Rusia.
¿Y ahora qué le ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de una vez por todas a redactar el cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por cavilar como Nicolás Nicolaievich. A la luz de los pensamientos de su personaje, usted descubre ciertos indicios que entonces había pasado por alto y que ahora le parece que encastran unos con otros. Por ejemplo, aquel acceso de llanto que acometió a Verena en el hotel de Bruselas, un segundo después de haber llegado desde la estación de ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo que era porque estaba cansada, porque extrañaba Buenos Aires, porque Bélgica era terriblemente triste. ¿Fedora Fedorovna no lloraría, también ella, en el gélido palacio de su marido, recordando al muchacho del que se acababa de separar para siempre?
Claro que pronto Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba demasiado calma, casi una estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en lo que, si usted tiene alguna sospecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca, ni en Bruselas, ni en París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el menor comentario respecto del episodio en el tren. ¿O me va a decir que no se percató de cómo el muchacho la miraba? ¿No se percató y sin embargo se negó a apartar los ojos de la ventanilla? Usted tampoco le comentó nada. Por discreción. Para no revivir una escena que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No sería que en el fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a cualquier cotejo? ¿No prefirió, acaso de un modo consciente, silenciarlo, olvidarlo? Porque resulta curioso que usted y Verena hayan contado todo lo que les sucedió en Europa. Todo, menos la historia del muchacho que miró a Verena durante media hora de reloj.
¿Qué dice? ¿Que Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué? ¿De abandonarlo? No me haga reír. Incapaz en el extranjero y con un desconocido. Aquí, en su propio país, y con alguien a quien conozca bien, no esté tan seguro. Por favor, no me venga con su teoría de que las mujeres inteligentes como Verena sólo se sienten atraídas por hombres como usted. Llega la hora fatal en que, hartas de abdómenes hinchados y de musculaturas flácidas, se van detrás de un cuerpo duro y elástico que las llama desde la irresistible tentación del sexo. El episodio del tren en Bélgica es un aviso. Más tarde o más temprano, Verena descenderá en una estación intermedia y usted continuará su viaje solo. Salvo que la extorsione como Nicolás Nicolaievich a Fedora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De todos modos Nicolás Nicolaievich se suicidó.
¿Así que, finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien. Verena lo leería. ¿Y cuál sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted convirtió una anécdota inocente en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo a broma? ¿No darse por aludida y fingir que ha olvidado aquel episodio, que no advierte, en el cuento, su porte real? Confiéselo: cualquiera que fuese la actitud de Verena frente al cuento, usted sospecharía que se la dicta la mala conciencia. De modo que hace bien: no escriba el cuento. ¿pero quién lo salvará, de ahora en adelante, de sufrir los celos que martirizaron al infeliz Nicolás Nicolaievich?

El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
 

martes, 12 de diciembre de 2017

El sacrilegio. Eduardo Galeano.


Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de
carne humana.
Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis
están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban
que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.

 


lunes, 11 de diciembre de 2017

El abuelo Jesús. Eva García.

Mi abuelo tenía un morirse especial que encandilaba a cualquiera.
Su historial cataléptico comenzó de bebé, cuando mi bisabuela creyó escuchar sus llantos entre los sollozos generales del velatorio y se empeñó en rescatarle del minúsculo ataúd; desde entonces, nunca supieron discernir cuando moría en serio o en broma.
Según relataban, durante la guerra los enemigos fingían dispararle por el mero placer de verle desplomarse con aquel arte y buen fallecer que congraciaba a ambos bandos, fundiéndolos en un aplauso sincero.
Por eso no dimos importancia a que quedara tendido en el jardín, con la flecha de ventosa en la frente, cuando nos llamaron para merendar. Al anochecer, la abuela lo instaló en el salón para que pudiera ver las noticias si despertaba.
Pasados cuatro días sin que tocara el mando a distancia, empezamos a preguntarnos si se habría muerto de verdad, aunque el médico fue incapaz de certificar su defunción definitiva, porque su corazón latía una vez cada dos horas impulsado por la firme convicción de la abuela de que volvería a vivir.
Sin embargo, cuando de la flecha que nadie le había arrancado brotaron hongos azules, yo comprendí que ya estaba cansado de morir tantas veces por nosotros.

Eva García. Esta noche te cuento. Septiembre 2014.

lunes, 4 de diciembre de 2017

El viejo del puente. Ernest Hemingway.

Un viejo con gafas de montura de acero y la ropa cubierta de polvo estaba sentado a un lado de la carretera. Había un pontón que cruzaba el río, y lo atravesaban carros, camiones y hombres, mujeres y niños. Los carros tirados por bueyes subían tambaleándose la empinada orilla cuando dejaban el puente, y los soldados ayudaban empujando los radios de las ruedas. Los camiones subían chirriando y se alejaban a toda prisa y los campesinos avanzaban hundiéndose en el polvo hasta los tobillos. Pero el viejo estaba allí sentado sin moverse. Estaba demasiado cansado para continuar.
Mi misión era cruzar el puente, explorar la cabeza de puente que había más allá, y averiguar hasta dónde había avanzado el enemigo. La cumplí y regresé por el puente. Ahora había menos carros y poca gente a pie, y el hombre seguía allí.
-¿De dónde viene? -le pregunté.
-De San Carlos -dijo, y sonrió.
Era su ciudad natal, por lo que le llenó de satisfacción mencionarla, y sonrió.
Cuidaba de los animales -explicó.
-Oh -dije, sin entenderlo del todo.
-Sí -dijo-, ya ve, me quedé cuidando de los animales. Fui el último que salió de San Carlos.
No tenía pinta de pastor ni de vaquero, y tras observar su ropa negra y cubierta de polvo, su rostro gris cubierto de polvo y sus gafas de montura de acero dije:
-¿Qué animales eran?
-Animales diversos -dijo negando con la cabeza-. Tuve que dejarlos.
Yo estaba contemplando el puente y el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro y me preguntaba cuánto tardaríamos en ver al enemigo, y todo el rato estaba atento por si oía los primeros ruidos que delataran ese misterioso suceso denominado contacto, y el hombre seguía allí sentado.
-¿Qué animales eran? -pregunté.
-En total tres clases de animales -explicó-. Había dos cabras y un gato y cuatro pares de palomos.
-¿Y los ha dejado? -pregunté.
-Sí. Por culpa de la artillería. El capitán me dijo que me fuera por culpa de la artillería.
-¿Y no tiene familia? -pregunté, vigilando el otro extremo del puente, donde los últimos carros bajaban deprisa la pendiente de la orilla.
-No -dijo-. Solo los animales que le he dicho. Al gato, naturalmente, no le pasará nada. Un gato sabre cuidarse, pero no quiero ni pensar qué va a ser de los otros.
-¿En qué bando está usted? -le pregunté.
-Yo no tengo bando -dijo-. Tengo setenta y seis años. Llevo andados doce kilómetros y creo que ya no puedo seguir.
-Este no es un buen lugar para pararse -dije-. Si puede llegar, hay camiones en el desvío a Tortosa.
-Esperaré un poco -dijo-, y luego seguiré. ¿Adónde van esos camiones?
-A Barcelona -le dije.
-No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero muchas gracias. Se lo repito, muchas gracias.
Me miró sin expresión, cansado, y a continuación, necesitando compartir su preocupación con alguien, dijo:
-Al gato no le pasará nada, estoy seguro. No hay por qué inquietarse por un gato. Pero a los demás, ¿qué cree que les pasará a los demás?
-Bueno, probablemente tampoco les pasará nada.
-¿De verdad lo cree?
-¿Por qué no? -dije mirando la otra orilla, donde ya no había carretas.
-Pero ¿qué harán cuando empiece el fuego de la artillería, si a mí me dijeron que me fuera por culpa de la artillería?
-¿Dejó abierta la jaula de los palomos? -pregunté.
-Sí.
-Entonces saldrán volando.
-Sí, seguro que saldrán volando. Pero los demás. Más vale no pensar en los demás -dijo.
-Si ya ha descansado, yo de usted me iría -le insistí- . Levántese e intente andar.
-Gracias -dijo, y se puso en pie, avanzó haciendo eses y volvió a sentarse sobre el polvo, dejándose caer.
-Yo solo cuidaba los animales -dijo sin energía, pero ya no hablaba conmigo-. Solo cuidaba a los animales.
No se podía hacer nada por él. Era Domingo de Pascua y los fascistas avanzaban hacia el Ebro. Era un día gris y las nubes iban bajas, por lo que sus aviones no volaban. Eso, y que los gatos supieran cuidarse solos, era toda la buena suerte que tendría aquel hombre.

 

domingo, 26 de noviembre de 2017

La niña. Juan Ramón Jiménez.

La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: «Sabe hablar algunas palabras en español. Quizá alguien español la quiera».
La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
-¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver? La niña miraba al suelo.
-¿Ser nice?-Y todos se reían-. Me custa el socolate. -Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. «No tiene nada», decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando,
la niña se sintió morir.Y dijo:
-Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español. 


 

jueves, 23 de noviembre de 2017

Territorios. Hipólito G. Navarro.

Yo, de perro, la verdad es que no me ando con pamplinas. Nada de micción en tronco de árbol o señal de tráfico, nada de sólida esquina de edificio, nada de esos llamativos adoquines de los alcorques. Si hay que marcar un territorio, señalar un dominio, ¿qué porvenir tengo de perro meando en mi barrio y adyacentes?, ¿cuántos barrios puede cubrir la meada de un perro? Yo voy más allá, no me ando con chiquitas ni provincianismos. Me especializo en ruedas de vehículos (tapacubos, llantas y neumáticos), y de últimas no meo ruedas a tontas y a locas, así como así, no. Distingo ya perfectamente las matrículas, dosifico, me expando. Adoro esas matrículas de colores extranjeros, amarillas, azules, verdes… 

 

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Diario de bar. Roberto Bolaño y A. G. Porta.

Jueves, 8 de febrero de 1979


Hacia las siete de la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el estómago. Tras franquear la entrada, Mario se quedó un instante mirándolo antes de subirse a la banca y apoyar los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas, como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno, respondió sin quitarse el pucho de los labios, caminando con movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo modelo italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con abrillantador. Un café solo, murmuró para sí mismo. No había nadie más en el bar, afuera llovía. El chileno se sacó la chaqueta y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado. Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna vertebral. Luego, la calma. Póngale un par de gotas de coñac, le pidió. Vila asintió con un suspiro. Después de una noche de trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra del rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y sobres de azúcar vacíos que la hija de Vila se encargaría de barrer en un par de horas más. No había parroquianos, afuera llovía y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una noche en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras ordenaba unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego prendió un Ducados y bebió el primer sorbo de café. Era un líquido negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le hizo el efecto de una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de coñac, dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo hizo mentalmente. Vila nunca le cobraba el coñac cuando se lo solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un chileno saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para que Mario se hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso. Era vecino, aunque nadie lo conocía, explicó Vila escarbándose una muela con una cerilla de cera. Luego encendió otro cigarrillo y se acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para adentro, acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la mano, sintiendo las falanges pesadas, como si cada dedo estuviera unido al otro por una membrana transparente y densa. Se observó la mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las alturas, aplastado contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de voces que se interesaban por él. Mantuvo la boca cerrada, no tenía ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo sabían que era chileno?




Viernes, 9 de febrero de 1979


Encontraron el pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico, junto con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde luego, ni ropa, ni tan siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto y basta.




Sábado, 10 de febrero de 1979


Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido recordarle la inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía eso por antecedentes históricos, si se quiere, de guerra, de raza, de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo hacía de forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su cabeza completamente despeinada a esa hora, igual que durante el resto de la jornada.




Domingo, 11 de febrero de 1979


En medio del silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no tenía muchas ganas de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio se filtraba, a intervalos, una corriente de aire frío. No se descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba de café. Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio interior. Como si abajo estuviera el mar, pensó Mario, notando que era un tópico harto trillado. Se le ocurrió que hasta entonces ni siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del tronco o el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más veces, recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos años infantiles transcurridos en Viña del Mar, en casa de la abuela que les acompañaba, a su hermana y a él, a la piscina Recreo, donde se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela por el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también llamada El Salto o la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar adonde iban a matarse los porteños desesperados, cimentando con sus cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los bomberos, la aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los otros enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi turístico, adonde las viejas inquietas arrastraban a sus nietos. Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato que le mostró el viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le veía pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de la taza. Mientras el forense despachaba al muerto, forzaron la puerta del piso. La sala estaba vacía. Nada, no quedaba nada, polvo, una cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá era triste, pero no lo pensó.




Lunes, 12 de febrero de 1979


Aproximadamente a las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la puerta para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era muy tarde, había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta que despertó, dormido sobre el escritorio. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Luego se miró en el espejo mientras encendía un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija de Vila barría a su alrededor. A las diez y cuarenta entró una mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta rozar unas zapatillas acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de la mesa levantaron la vista. La hija del dueño siguió con su labor. ¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras daba línea al teléfono. Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era necesario. Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por el inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del inmueble donde el suicida, dijo. El suicida, repitió, ha recibido una carta.




Martes, 13 de febrero de 1979


Entró un muchacho completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y pidió una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío. Vila volvió junto a él. Sabían que era chileno por la portera, por eso pensé que quizá se trataba de ti. El primer día a nadie se le ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte. ¿Tú donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado pasaporte de color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario no exteriorizó ningún gesto que revelara lo que pensaba en aquel momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia Vila, derecho a los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la sospecha de ser el suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en el mostrador, se colgó el trapo en la espalda y cobró la coca-cola del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido metálico y la volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través de la vidriera se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre gris, transitaba por automóviles que rodaban lentamente, alguno con ventanillas tan empañadas que no se distinguía nada en su interior. No viniste durante una semana y dudo que haya demasiados vecinos chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de su suerte, metía la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera preocuparse por uno averiguar si estaba muerto. En todo caso era preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una herencia, por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente, pensó el chileno, ya no le importaba demasiado.




Miércoles, 14 de febrero de 1979


En el fondo era una historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de fuera y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las entrañas. Se le cerraron los ojos. Se estaba quedando dormido. En la parte trasera de un automóvil una niña bajó el cristal de la ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No tendría más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de trenzas que se apoyaban en los hombros de una chaqueta escolar de color azul. El coche se puso en movimiento, la niña soltó unos papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego subió el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro niño, agazapado en el más allá del asiento posterior. Y después más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario abrió los ojos y no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.




Jueves, 15 de febrero de 1979


Era estudiante y tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Una chica de Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana de Barcelona. Eso era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le mataran. Todo ello era muy extraño. Hay gente así. Una chica le había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su novia. Él era estudiante y la carta llegó tarde.




Viernes, 16 de febrero de 1979


Pensó que con una pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer sospechoso de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de residencia. Nada, ni una libreta de direcciones, le había dicho Vila mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si el tipo no tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo; relacionarse; un amor; una carta. Pero si entraban en su habitación, se sonrió el chileno, encontrarían algo más: libros, novelas escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se preguntó qué ocurriría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase, palabra a palabra por detectives ávidos de información, presurosos por cerrar un caso, su caso. Si entraban en su habitación, aseguró Vila, podrían llenar un camión de facturas y albaranes. Olían a bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera unos días antes, ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la guía sujeta en la mano derecha, la izquierda en el bolsillo; soñando con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos con la intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los ojos. Como siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta muy tarde, por supuesto hasta clarear el día.




Sábado, 17 de febrero de 1979


Vila puso en marcha la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un cenicero. Como por inercia dispuso en orden los taburetes y volvió detrás del mostrador. Abrió la nevera y extrajo unas pequeñas cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el fuego, luego sacó unas patatas a rodajas que ya venían preparadas y las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos de azúcar, al otro lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría de barrerlo en un par de horas. Cuando la cafetera estuvo caliente se preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo sin saber por qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó Mario con cara de sueño.




Domingo, 18 de febrero de 1979


La calle no se había despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público. Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a misa. Pidió lo de siempre, un café solo, a modo de buenos días.




Lunes, 19 de febrero de 1979


Pasó un coche rojo. Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un viejo de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café con leche, el sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi todos los días. La ciudad se iba despertando. Mario observó a la gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de sus paraguas, con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién estrenados, con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras horas del día. Entró el hijo mayor del panadero abriéndose la puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de pastas tapadas por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días, respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono. Tras despachar al muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que murió antes de caer por la ventana. Habladurías del barrio que saca sus propias conclusiones cada vez que se acerca un inspector preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle. El chileno sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo, viendo llover en la acera. De nuevo gris sobre gris. Habladurías del barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron ante la puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su camino. Mario imaginó que también poseerían una maravillosa Guía Urbana de Barcelona. Debería escribir algo sobre “El hombre que sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo amante de la novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el dinero con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde de la repisa, se dio impulso y levantó el culo, el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas como si jamás les hubiera dado sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de despedida sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio unos pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que volvería a casa, quizá dando un paseo, rodeando el camino más corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta, los ojos se le detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos de las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro, como ruinas estudiadas por arquitectos del futuro delicadamente piadosos. La lluvia fue como una barrera que le enturbió el destino. ¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta. Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese el pelo antes de acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar, echó una última mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin vacilaciones, saltó al vacío por la ventana del patio interior. Como si de la puerta trasera se tratara, pensó, simplemente como si abajo estuviera el mar.

Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. R. Bolaño y A. G. Porta, 2006.