miércoles, 30 de octubre de 2019

El parque. Carlos Almira Picazo.

La primera vez que me vi fue en el parque del Salón. De pronto apareció ante mí un hombre ya no tan joven, sentado con las piernas cruzadas, con un pequeño libro en la mano. Los niños y Ana estaban en los columpios y no se dieron cuenta. Durante un tiempo escurridizo lo contemplé lleno de ansiedad. Era obvio que él no podía verme: así pues, yo era un fantasma, o un sueño, o un reflejo de su mente. Entonces sentí la urgencia de saber lo que estaba pensando, pero su expresión era cerrada y opaca. No había que ser muy listo, sin embargo, para saber que pensaba en mí. Me revolví en aquella oscuridad opresiva y angosta, y traté de llamarlo. Pero él ya se levantaba, cerraba el libro, se iba en busca de Ana y los niños que protestaban porque querían quedarse un rato en el parque.

 La llave dorada, 2004.

martes, 29 de octubre de 2019

Dentro del laberinto 3. Espido Freire.

Al llegar al centro del laberinto y encontrarlo vacío, se sentó a meditar. Desesperado por su fracaso, resolvió darse muerte. Cuando la sangre llegó a la entrada, el pueblo gimió afligido y aterrado ante una víctima más que no lograba acabar con el monstruo del laberinto.

 Cuentos malvados, 2003.

domingo, 27 de octubre de 2019

La suegra del diablo. Fernán Caballero, (Cecilia Böhl de Faber).

Pues, señor, érase, en un lugar llamado Villagañes, una viuda más fea que el sargento de Utrera, que reventó de feo, más seca que un espanto, más vieja que el andar a pie y más amarilla que la epidemia. En cambio, tenía un genio tan maldito, que ni el mismo Job lo hubiera aguantado.
Habíanle puesto por apodo la tía Holofernes, y apenas asomaba la cabeza, cuando todos los muchachos daban a huir. Era la tía Holofernes limpia como el agua y hacendosa como una hormiga y, por lo tanto, no tenía poca cruz con su hija Pánfila, la que, a la contra, era holgazana y tan amiga del padre Quieto, que no la movía un terremoto. Así es que la tía Holofernes empezaba riñendo con su hija cuando Dios echaba sus luces y, cuando las recogía, aún duraba la fiesta.
– Eres floja como el tabaco de Holanda –le decía–, y para sacarte de la cama se necesita una yunta de bueyes. Huyes del trabajo como de la peste, y te gusta más la ventana, chiquilla sinvergüenza, que a una mona. Más enamorada eres que el tío Cupido, pero, o he de poder poco, o has de andar más derecha que un huso y más ligera que el viento.
Pánfila, al oír esto, se levantaba, bostezaba, se desperezaba y, cogiéndole las vueltas a su madre, se iba a la puerta de la calle.
La tía Holofernes, sin advertirlo, se ponía a barrer con una actividad desatinada, acompañando el ruido de la escoba con monólogos de este tenor:
– En mis tiempos las muchachas trabajaban como machos.
La escoba decía chis, chis, chis.
– Vivían recogidas como monjas.
Y la escoba: chis, chis.
– Ahora son un hato de locas, chis, chis; de haraganas, chis, chis; no piensan más que en los novios, chis, chis; y éstos son un hato de perdidos.
La escoba seguía otorgando con sus chis, chis.
Llegando a la sazón cerca del zaguán, veía a la hija haciendo señas a un mozuelo y el baile de la escoba terminada en un bien parado sobre las espaldas de Pánfila, que obraba el milagro de hacerla correr. Enseguida se dirigía la tía Holofernes, empuñando su escoba, a la puerta, pero apenas se asomaba cuando su cabeza, produciendo el efecto acostumbrado, hacía desaparecer tan ligero al pretendiente, que no parecía sino que le habían salido alas a los pies.
– ¡Maldita enamorada! –gritaba la madre– Te he de romper cuantos huesos tienes en el cuerpo.
–¿Por qué? ¿Porque pretendo casarme?
–¿Qué dijiste? ¡Casarte, loca de atar! No en mis días.
–¿Pero usted no se casó, señora, y mi abuela y mi bisabuela?
–Harto me pesa, pues ello fue causa de que te pariera a ti, deslenguada; y ten entendido que si yo me casé y se casó mi madre y mi abuela, no quiero que te cases tú, ni mi nieta ni mi bisnieta, ¿lo has oído?
En estos suaves coloquios pasaban la madre y la hija su vida, sin otro resultado que ser la madre cada día más regañona y la hija cada día más enamorada.
En una ocasión en que la tía Holofernes estaba haciendo la colada y a punto de hervir la lejía, hubo de llamar a su hija para que la ayudase a alzar la caldera del fogón y a verter su contenido sobre la canasta de colar.
La hija la oía con un oído, pero con el otro atendía una voz conocida que cantaba en la calle:


Yo te quisiera querer,
y tu madre no me deja;
el demonio de la vieja
en todo se ha de meter.


Siendo para Pánfila el pelar la pava una perspectiva más halagüeña que la caldera de la lejía, dejó que se desgañotase su madre y acudió a la reja.
Entre tanto, viendo la tía Holofernes que su hija no venía y que se le pasa la hora, agarró sola la caldera para verter el caldo sobre la ropa y, como era la buena mujer chica y de pocas fuerzas, la derramó y se abrasó un pie. A los gritos desaforados que daba la tía Holofernes acudió su hija.
– ¡Maldita, remaldita, malditísima! –decía la tía Holofernes hecha un basilisco– Enamorada de Barrabás, sin más pensamiento que el casorio. ¡Permita Dios que te cases con el demonio!
Algún tiempo después de esto se presentó un pretendiente, que era uno como pocos: mozo, blanco, rubio, y bien portado, y con los bolsillos bien provistos; no había pero que ponerle, y ninguno pudo hallar la tía Holofernes en su arsenal de negativas. A Pánfila le faltaba poco para volverse loca de alegría; hiciéronse, pues (con el debido acompañamiento de regaños por parte de la futura suegra del novio), los preparativos de la boda. Todo marchaba ligero, derecho y sin tropiezo, como por un camino de hierro, cuando, sin saber por qué, la voz del pueblo, voz que es como una personificación de la conciencia, empezó a levantar una sorda reprobación contra el forastero, a pesar de que éste se mostraba afable, humano, dadivoso, hablaba bien y cantaba mejor, y apretaba entre sus blancas y ensortijadas manos las negras y callosas de los gañanes.
Ellos, empero, no se daban por honrados ni subyugados por tanta cortesía; su razón era tan tosca, pero también tan fuerte y sólida, como sus manos.
–¡Por vía de Sanes! –decía el tío Blas– ¿Pues no me llama ese usía mal encarado señor Blas, como si yo presumiese de ser más de lo que soy? ¿Qué te parece?
–¿Pues y a mí qué? –respondió el tío Gil– ¡No me viene a dar la pata como si tuviésemos algo qué freír juntos? ¿No me dice que soy ciudadano, yo, que jamás he salido ni quiero salir de la aldea?
La tía Holofernes, por un lado, mientras más miraba a su yerno, más lo miraba de reojo. Parecíale que entre aquellos cabellos rubios inocentes y el cráneo se interponían ciertas protuberancias de mala especie, y recordaba con recelo aquella maldición que echó a su hija el día de triste memoria en que averiguö a punto fijo lo que duele una quemadura de lejía hirviendo.
Por fin llegó el día de la boda. La tía Holofernes había hecho tortas y reflexiones; las primeras, dulces; las segundas, amargas; una gran olla podrida para la comida y un gran proyecto dañino para la cena; había preparado un barril de vino generoso y un plan de conducta que no lo era.
Cuando los novios se iban a retirar a la cámara nupcial, llamó la tía Holofernes a su hija y le dijo:
–Cuando estén ustedes recogidos en su aposento, cierra bien todas las puertas y ventanas, tapa todas las rendijas y no dejes sin tapar sino únicamente el agujero de la llave. Toma enseguida una rama de olivo bendito y ponte a pegar con ella a tu marido hasta que yo te avise; esta ceremonia es de cajón en todas las bodas y significa que en la alcoba manda la mujer, y sirve para sancionar y establecer ese mando.
Pánfila, obediente por primera vez a su madre, hizo todo lo que había prescrito la pícara vieja.
Apenas vio el novio la rama de olivo bendito en manos de su mujer, echó a huir precipitadamente. Pero, como hallase puertas y ventanas cerradas y las rendijas tapadas, no viendo más escapatoria que el agujero de la llave, se coló por él como por una puerta cochera; porque habrán ustedes caído, así como lo sospechó la tía Holofernes, en que aquel mozo tan rubio y blanco y tan bien hablado era ni más ni menos que el diablo en persona, el cual, usando el derecho que le daba el anatema que contra su hija lanzó la tía Holofernes, quería regalarse con los obsequios y regocijos de una boda, cargando luego con su mujer, haciendo así en beneficio propio lo que tantos maridos le suplicaban hiciese en el de ellos.
Pero este señor, a pesar de que sabe mucho, según la fama, había dado con una suegra que sabía más que él (y no es la tía Holofernes el único ejemplar de esta especie), Así, apenas entró su señoría en el agujero de la llave, dándose el parabién de haber hallado, como siempre, la escapatoria, cuando se encontró preso en una redoma que su prevenida suegra tenía aplicada por fuera al agujero de la llave, y no bien estuvo dentro, cuando la vieja tapó la vasija herméticamente; rogábale el yerno con las voces más tiernas y las súplicas más humildes, con los ademanes más patéticos, que le diese carta de libertad. Hacíale presente cuánto faltaba con aquella arbitrariedad al derecho de gentes, con aquel despotismo a la Constitución. Pero a la tía Holofernes no la embaucaba el diablo, ni la desconcertaban arengas, ni la imponían palabrotas y así “no hubo tu tía”; cargó con la redoma y su contenido, se fue a un monte y, trepando, trepando, con vigor, llegó a su elevada cima, escarpada y solitaria, donde depositó la redoma porque le sirviese de cresta, y se alejó amenazando a su yerno con el puño cerrado a guisa de despedida.
Allí permaneció su señoría diez años. ¡Qué diez años, señores! El mundo estaba como una balsa de aceite: cada cual atendía a lo suyo, sin meterse en lo que no le competía; nadie deseaba el puesto, ni la mujer, ni la propiedad ajena; el robo vino a ser una palabra sin significado; las armas enmohecieron; la pólvora se consumió sólo en fuegos artificiales; los locos no pasaron de divertidos; las cárceles se vieron vacías; en fin, en esa década del Siglo de Oro no acaeció sino un solo deplorable evento… Los abogados murieron de hambre y de silencio.
Más, ¡ay!, tan feliz estado había de tener fin; todo lo que tiene en este mundo, menos los discursos de algunos elocuentes padres de la patria. El fin de la envidiable decena fue del modo siguiente:
Un soldado llamado Briones había obtenido licencia para ir por unos días a su pueblo, que lo era Villagañanes. Seguía aquél un camino que rodeaba el encumbrado monte sobre cuya cúspide estaba el yerno de la tía Holofernes, renegando de todas las suegras, presentes, pasadas y futuras, prometiéndose a sí mismo acabar con esa clase viperina cuando reconquistase su poder, valiéndose para este fin de un medio sencillo: el de abolir el matrimonio; entre tanto, pasaba el tiempo en componer y recitar sátiras contra la invención de la colada.
Llegado al pie del monte, Briones, que según lo decía su apellido tenía bríos aumentativos, no quiso echarse a un lado, como lo hacía el camino, sino que siguió derecho, asegurando a los arrieros que venían con él que si el monte no se le quitaba de delante pasaría por encima de él, aunque fuese tan alto que le costara descalabrarse contra las bóvedas del cielo.
Llegado arriba, quedóse Briones admirado al ver aquella redoma que a manera de verruga llevaba el monte en las narices. Cogióla, miróla al trasluz, y al percibir al diablo, que con los años, el encierro y ayuno, los rayos del sol y la tristeza se había quedado tan consumido y amojamado como una ciruela pasa, exclamó asombrado:
–¿Qué bicho, qué mal engendro, qué fenómeno es éste?
– Soy un honrado y benemérito diablo, mejorando lo presente –contestó humilde y cortésmente el encerrado-; la perversidad de una traidora suegra, que en mis garras caiga, me tiene aquí encerrado hace diez años; libértame, valiente guerrero, y te otorgaré el favor que me pidas.
–Quiero mi licencia –respondió Briones sin vacilar.
–La tendrás; pero destapa, destapa pronto, que es una monstruosa anomalía tener arrinconado en este tiempo de revoluciones al primer revolucionario del mundo.
Briones sacó un poco el tapón y salió de la redoma un vapor mefítico que le subió al cerebro. Estornudó, y enseguida se apresuró a volver a apretar el tapón con la mano extendida, dando una furiosa palmada, de modo que el corcho se hundió de pronto, estrujando al preso, que dio un grito de rabia y dolor.
–¿Qué haces, vil gusano terrestre, más malo y pérfido que mi suegra? – exclamó.
– Es –respondió Briones– que pongo otra condición en nuestro trato; me parece que el servicio que voy a hacerte lo vale.
–¿Y cuál es esa condición, pesado libertador? –preguntó el diablo.
–Quiero por tu rescate cuatro duros diarios mientras yo viva. Piénsalo, pues ésta sí que es la de dentro o fuera.
–Por Satanás, por Lucifer, por Belcebú –exclamó el diablo-, miserable, avariento, no tengo dinero.
–¡Oh! –repuso Briones. ¡Vaya una respuesta para un señorón como tú! Ésa es, compadre, respuesta de ministro. Ni te pega ni me conviene a mí.
–Pues ya que no me crees –dijo el diablo–, déjame salir y te ayudaré a procurártelo como he hecho con muchos otros; eso es lo que puedo hacer por ti. Suéltame, con mil de los míos; suéltame.
–Poco a poco –contestó el soldado–; nadie nos corre, y maldita la falta que haces en el mundo. Ten entendido que te he de tener agarrado por la cola hasta que me cumplas lo prometido, y si no, no hay nada de lo dicho.
–¿No te fías de mí, insolente? –gritó el diablo.
–No –respondió Briones.
–Lo que me pides es contra mi dignidad –dijo el preso con toda la arrogancia que podía demostrar una ciruela pasa.
–Pues me voy –dijo Briones.
–Agur –dijo el diablo, por no decir adiós.
Pero viendo que Briones se alejaba, empezó el preso a dar desaforadas vueltas por la redoma, llamando a gritos al soldado.
–Vuelve, vuelve, amigo querido –decía. Y para sí añadía: “¡Que no te cogiera un toro de cuatro años, truhán, desalmado!” Pero seguía gritando: “Ven, ven, benéfica criatura, libértame y agárrame por la cola o por las narices, guerrero benemérito”. Y seguía murmurando: “De mi cuenta queda vengarme, soldado perverso; y si no puedo lograrlo haciéndote yerno de la tía Holofernes, he de hacer que ardáis cara a cara en la misma hoguera, o he de poder poco.”
Al ver las súplicas del diablo, volvió Briones y destapó la redoma. Salió el yerno de la tía Holofernes como un pollo del cascarón, sacando primero la cabeza y sucesivamente todo el cuerpo y por último la cola, de que se asió Briones, por más que quiso encogerla el rabudo.
Después que el ex preso, que estaba bastante entumecido, se sacudió y desperezó, estirando bien los brazos y las piernas, se pusieron en camino para la corte, raneando el diablo por delante y siguiéndole el soldado llevando la cola bien cogida con sus manos.
Llegados que fueron a la corte, díjole el diablo a su libertador:
–Voy a meterme en el cuerpo de la princesa, a quien el rey su padre quiere con extremo, y la daré tales dolores que ningún médico los sepa curar; te presentarás tú entonces ofreciéndote a curarla, mediante la recompensa de cuatro duros diarios, y saldré; al punto se aliviará y nuestras cuentas quedarán saldadas.
Todo sucedió según lo había arreglado y previsto el diablo; pero no acertó a prever que al quererse marchar de Briones lo agarró por la cola y le dijo:
–Bien pensado, señor, son cuatro duros una mezquindad indigna de vos, de mí y del servicio que os he prestado. Buscad medio de mostraros más generoso. Eso os hará honor en el mundo, donde, perdonad mi franqueza, no gozáis de la mejor opinión.
“¡Que no pueda yo cargar contigo! –dijo para sí el demonio-. Pero estoy tan débil y tan entumecido que ni puedo conmigo mismo. ¡Tengo, pues, que tener paciencia, eso que los hombres llaman una virtud! ¡Oh! Ya comprendo por qué vienen tantos a mi poder: por no haberla practicado. Anda, pues, maldito de cocer, anda, que de la horca has de venir a la caldera, donde todo saldrá a la colada. Vamos a Nápoles, ya que me es preciso ceder para libertar mi rabo, del que no me desprendo porque no me es posible. Vamos, y nos valdremos del arbitrio de antes para saciar tu codicia.”
Todo salió a la medida de su deseo. La princesa de Nápoles se revolvía convulsa de dolores en su lecho. El rey estaba en la mayor aflicción.
Presentóse Briones con la arrogancia del que sabe que el diablo le ayuda. El rey admitió sus servicios, pero puso una condición, que fue que si en tres días no curaba a la princesa, como ofrecía hacerlo con tanta seguridad, sería el presuntuoso doctor ahorcado. Briones, seguro del buen éxito, no puso la menor objeción.
Por desgracia oyó el diablo el trato y dio un brinco de alegría la ver cómo se le venía a las manos la ocasión de vengarse.
El brinco del diablo causó a la princesa tales dolores que gritó se llevasen al médico.
Al día siguiente se repitió la misma escena. Briones conoció entonces que el diablo hacía de las suyas y que su intención era dejarle ahorcar.
Pero Briones no era hombre que perdía la cabeza.
Al tercer día, cuando el presunto médico llegó, estaban levantando la horca frente a la puerta del mismo palacio.
Al entrar en la estancia de la princesa redoblaron los dolores de la paciente y se puso a gritar que echasen fuera a aquel curandero impostor.
–Todavía no se han agotado todos mis recursos –dijo Briones con gravedad–; dígnese vuestra alteza aguardar un rato.
Salió enseguida y dio orden en nombre de la princesa que repicasen todas las campanas de la ciudad. Cuando volvió a la estancia real, el diablo, que aborrece de muerte el sonido de las campanas y que además es curioso, preguntó a Briones:
–¿A qué santo es el repique?
–Repican –respondió el soldado- por la llegada de vuestra suegra, que he mandado llamar.
Apenas oyó el diablo que llegaba su suegra, cuando echó a huir con tal rapidez que ni un rayo de sol le hubiese alcanzado.
Ufano como un gallo, pero más feliz que el de Morón, se quedó Briones cacareando y con plumas.

 

jueves, 24 de octubre de 2019

No quiero engañarlos. Augusto Monterroso.

Los preliminares de la función no se desarrollaban como fue previsto. En la sala llena, el público, impaciente y acalorado, se removía inquieto en los asientos. Al centro del escenario había un micrófono, del que de vez en cuando salía un angustioso zumbido.
De pronto una voz metálica anunció a través del amplificador que los protagonistas de la película, que acababan de llegar de Francia, subirían al proscenio a decir algunas palabras y -aunque esto no se mencionó, a pesar de ser lo más atractivo – a mostrarse un poco en carne y hueso. El maestro de ceremonias, un hombre diligente y calvo, mezcla de timidez y seguridad, comenzó a hablar, fingiendo cierto tono profesional que denunció desde el primer momento su escasa experiencia.
Como si no estuviera todo preparado de antemano, la estrella femenina aparentó sorpresa desde su butaca cuando fue llamada; pero pronto subió radiante, y dijo que muchas gracias, entre la general aprobación. Después apareció el actor principal, quien al cabo de un corto silencio, y no hallando otra cosa mejor que declarar gritó en su mal español: “¡Viva México!” y fue muy aplaudido.
Posteriormente se presentaron los artistas de menor magnitud y, por supuesto, cantidad de personas que no tenían nada que ver, entre ellas un individuo bajito que se dio importancia confesando que podía imitar voces de artistas de la radio y de animales, y lo hizo. Por último, y como después de haber sido penosamente olvidados, el productor de la película y su esposa.
El maestro de ceremonias presentaba a cada uno con intrépidas frases de elogio y pedía aplausos para todos. No era muy hábil, pero disimulaba su ineptitud ensalzando a todo el mundo y moviendo afanosamente los brazos en demanda de una aprobación que el público estaba cada vez con menos ganas de otorgarle.
-Tenemos también con nosotros -anunció finalmente- a la señora esposa del productor, la gran actriz -consultó con apremio un papelito-, la gran actriz, señora de Fuchier, quien va a dirigirnos unas palabras y para quien pido un fuerte aplauso.
Desde las butacas ocho o diez personas respondieron con cansancio a su insinuante palmoteo.
La señora de Fuchier tuvo oportunidad de lucir su belleza rubia y su fulgurante vestido y sus joyas cuando se acercó al micrófono. Insegura y torpe, movió nerviosamente una clavijita durante varios segundos, hasta lograr poner el aparato a la altura de la boca; sonrió apenada como diciendo “¡al fin!”, y el público sonrió con ella comprensivo.
-Mi querido público, muchas gracias -comenzó-. Ante todo, quiero aclarar que yo no soy una gran actriz como acaba de afirmar mi querido amigo, el señor, el señor -y señaló al maestro de ceremonias-. No soy siquiera actriz. Claro que me gustaría serlo y poder dar a ustedes con frecuencia unos minutos de alegría; pero, bueno, creo que el arte es algo muy difícil y francamente, bueno, pues pienso que el arte es algo muy difícil y tiemblo ante la simple idea de estar frente a una cámara con los reflectores encima, como si me fueran a fusilar. Supongo que ésa sería la sensación. De modo que no sé, realmente, por qué ha asegurado él que soy una gran actriz. No solamente una actriz, fíjense, sino una gran actriz. Bien quisiera yo que fuera cierto, porque a pesar de todo, bueno, siento una grandísima atracción por las tablas. En la escuela, hace ya bastantes años, teníamos un grupo y representábamos unas pastorales muy bonitas, ya pueden imaginar ustedes; pero yo nunca logré vencer mi timidez, y en cuanto estaba ante el público sentía que las ideas se me iban no sé adónde, y sudaba porque me daba cuenta de que todos se estaban fijando en mí como si estuviera desnuda y después ya no sabía si estaba haciendo el papel de pastora, de oveja o de Niño Dios. Piensen. Cuando olvidaba mi parte y por qué estaba allí, lo que se me ocurría era inventar algo y hablar y hablar cualquier cosa para no quedarme callada como una tonta. Bueno, por eso les ruego no creer que les va a hablar una artista, por decirlo así, hecha y derecha.
Se escucharon en la sala débiles aplausos entre murmullos de impaciencia y de aprobación. Un señor flaco se volvió a su mujer y le susurró: “Pues ¿y esta?”,
-Yo solo quiero decir que me siento muy contenta de estar aquí con ustedes esta noche; pero de ahí a que yo sea una gran actriz, bueno, pues dista mucho la verdad. ¡Qué esperanza! Si no fuera por mi esposo, el señor Fuchier, que maneja la empresa, bueno, creo que ni siquiera estaría aquí. Es más, cuando él me propuso insistentemente que encarnara en la sábana de plata a la protagonista de Vientos de libertad, que ahora vamos a ver recordé mis experiencias de la escuela y me dije: “¿Qué vas a hacer tú? ¿Y si fracasas?”. Y por más que él me estimulaba con sus repetidos “Anda, anímate, en el cine no se necesita saber actuar”, yo tomaba eso como una indirecta a mi incapacidad artística, bueno, que él no creía en mí, y nunca quise, porque me conozco. La verdad es que sí me gusta actuar, y, a veces, cuando estoy sola en mi casa, me paro ante el espejo y sin que nadie se dé cuenta, porque me daría mucha vergüenza, ensayo algunos papeles de pastorales para no perder la costumbre. Entonces me olvido de todo y soy feliz. Pero si alguien entra en esos momentos y me sorprende en ademán de recitar, hago como que me estoy peinando, o tratando de matar una mosca. Lo que más me gustaría hacer es comedia. Es más fácil porque si uno tropieza, por ejemplo, con una pared, el público se ríe y no se echa de ver. En el drama es otra cosa.
Los asistentes más respetuosos lograron acallar el rumor que empezaba a levantarse en la sala. Resignados, los impacientes se conformaron con oír un poco más a la señora de Fuchier, entre divertidos y confusos. Sólo el señor flaco insistió en hacer ruido con un periódico, pero su mujer le dijo: “¡Cómo eres!”.
-Por temporadas me entraron deseos de ponerme a estudiar. Pero no; nunca me hubiera atrevido. Tenía deseos, sí, pero “¿qué vas a hacer tú?”, me decía. Y pasaba todo el día pensando tal vez mañana, tal vez mañana. Esto es lo que quiero aclarar; porque no me gusta atribuirme méritos que no tengo. Todos son muy buenos conmigo; pero de ahí a que yo esté al servicio de Talía, que es la musa del teatro, pues hay una distancia enorme.
Las recomendaciones de cordura fueron desechadas por la mayoría y los aplausos volvieron a sonar, esta vez más fuertes y mezclados con silbidos. Un grito desde el anfiteatro remedó la voz de la señora Fuchier, y todos se rieron creyendo que era el hombre que imitaba voces de artistas y animales de la radio.
-En primer lugar, hay que estudiar mucho; y yo no sirvo, bueno, no he servido nunca para el estudio, pues me distraigo con frecuencia; como quien dice, pierdo el hilo y me pongo a pensar en otra cosa y como que no me concentro. Y el arte lo que requiere sobre todo es concentración y esfuerzos prolongados y no pensar en otra cosa. Eso es,me decía, lo que a ti te falta es constancia; la verdad es que no tienes vocación. Es cierto, te gusta el teatro, pero no tanto, y así, ¿para qué te empeñas? ¿Y si fracasas? Si es por dar gusto a tu marido, que ya ves cómo te quiere, está bien; pero si se trata de una simple vanidad, ¿para qué te empeñas? Eso me digo cuando lo medito en las noches. Y supongo que eso piensa también mi marido. Quién sabe, no crean, en el fondo no deja de darme una como ganita de llorar.
El maestro de ceremonias atento a su responsabilidad, miraba a todos y gesticulaba en su afán de explicar: “¿Qué hacemos? Yo no tengo la culpa. La situación es penosa, me doy cuenta, pero no puedo hacer nada”.
-Me he acercado a este micrófono, bueno, pues porque quiero que sepan lo contenta que estoy de encontrarme esta noche entre tan grandes artistas; pero de ahí a lo que dijo este señor, pues, la verdad, no quiero que ustedes se formen una falsa idea de mí. Si fuera posible, yo les prometo que me esforzaré, que estudiaré, y que algún día seré digna, bueno, del nombre de actriz; pero por ahora tengo que ser franca y no engañarme a mí misma ni engañarlos a ustedes.
Mientras tanto, y preocupado por su propio problema, el maestro de ceremonias seguía tratando de darse a entender con gestos y miradas de inteligencia. Le interesaba que el público captara este mensaje: “Comprendan. Hacerla callar no me parece correcto. Quizá si ustedes aplauden más fuerte, o silban más fuerte, o hacen algo. Claro, yo soy el maestro de ceremonias, pero todo esto es tan raro. ¿Se dan cuenta de mi situación? Sólo una vez, hace algunos años, tuve una experiencia parecida. Bueno, era cuando yo comenzaba a trabajar en esto y me turbaba. Un día el Presidente de la República llegó a mi pueblo, en ocasión en que un tío mío, por pura coincidencia, cumplía años, y al ver al Presidente creyó que iba al pueblo a felicitarlo, y se puso a decirle por el micrófono que él no merecía tanto honor y que no era quién para que el Presidente fuera a verlo, y yo no hallaba cómo arreglar la cosa. Bueno, qué quieren que haga, yo también estoy muy apenado. Lo de gran actriz, bueno, pues era una cortesía”.
-Quiero insistir, pues, en que me siento muy contenta de estar aquí esta noche en que inauguramos este festival de cine italiano. De repente pienso que quizá en una película neorrealista me sería más fácil trabajar, pero me digo: “¿Qué vas a hacer tú? ¿Y si fracasas?”. No sé, tal vez ese sea mi camino: un papel sencillo, sin complicaciones; bueno, en el que pueda improvisar un poco sin ningún temor, dejar suelta mi personalidad. En fin, no sé.
Los gestos del maestro de ceremonias eran a cada momento más desesperados. Se retorcía las manos y guiñaba los ojos; pero un observador atento hubiera podido comprender que ya su tío estaba otra vez enredado en algo con el Presidente de la República.
Llegó un momento en que el público no supo ya a quién atender, si a la señora de Fuchier con el discurso de sus aspiraciones, sus miedos y sus disculpas, o al maestro de ceremonias con su gesticulación desconcertada. Optó por la risa franca y el pataleo. El señor flaco daba rienda suelta a sus instintos y trataba de pararse en el asiento, pero su mujer lo tironeaba de una manga y le decía: “¿Qué te pasa?”
-Tal vez si estudiara con un buen maestro podría acostumbrarme al público y a concentrar, porque lo que me falta sobre todo es concentración, y el arte, ustedes lo saben bien, lo que requiere es concentración.
Los otros invitados de honor, maniobrando hábilmente, se habían retirado del escenario, uno por uno. El señor Fuchier fue hasta la cabina de operadores y ordenó que empezara la película. Entonces, sobre un fondo movedizo y musical, se vieron las sombras del maestro de ceremonias y de la señora de Fuchier, cada una por su lado, corriendo y manoteando y dando las últimas explicaciones.


Obras completas (y otros cuentos), 1959.
 


lunes, 21 de octubre de 2019

Con vistas al mar. Pablo Albo, Pep Bruno y Félix Albo.

En recepción me dijeron que desde la habitación se veía el mar. Yo no imaginé que se veía tanto mar. De hecho, después de una revuelta noche con fuertes vientos y olas de más de tres metros, amanecí completamente ahogado.

99 pulgas, 2006.
 

domingo, 20 de octubre de 2019

Instrucciones para escribir una carta. Fernando León de Aranoa.

Conocer a una mujer una tarde, en una terraza del centro de su ciudad. Convidarla a un café y entablar con ella una conversación ligera, pero no superficial. Apreciar la calidez y el silencio, su rutina de sonrisas, titubeos. Imaginar vivamente su aliento en el nuestro y la caricia dorada del sol en su pelo castaño, en la ventana, al caer la tarde.
Amarla después, echarla de menos. Aguardar a que pasen catorce días exactos.
Entonces ya está usted listo para escribir una carta.

Aquí yacen dragones, 2013.
 

sábado, 19 de octubre de 2019

Favores. Luis Felipe Hernández.

Blanca Nieves no podía creer lo que el cazador le confesaba.
—¿Desobedeceréis a la reina y no me mataréis?
—Así es: le llevaré un corazón de ciervo en lugar del vuestro y quizá la reina no descubra el engaño.
—Estoy en deuda con vos. Sentid mi corazón agradecido —respondió ella, llevando la mano del hombre a su palpitante y níveo seno.



La preciosa ilustración es de Iban Barrenetxea para la edición de NórdicaLibros.
 

viernes, 18 de octubre de 2019

Brasas de agosto. Luis Mateo Díez

Era don Severino. Tuve de golpe la certeza de que era él aunque algo raro desorientaba su rostro en la fugaz aparición medida en el instante que tardó en pasar ante el ventanal de la cafetería, a cuya vera estaba yo sentado con el periódico en la mano derecha y la copa en la izquierda.
La súbita emoción del reconocimiento me dejó paralizado, pero reaccioné en seguida. De pronto se agolparon los recuerdos y aquella inmóvil y aletargada tarde de agosto comenzaba a remover sus estancadas aguas.
Salí a la puerta de la cafetería y le observé caminar de espaldas, apenas unos segundos antes de llamarlo. En ese momento iba a dar la vuelta a la esquina y giró la cabeza con un sobresalto que llegó a paralizarlo.
Entonces supe que era definitivamente él, y que lo que desorientaba su rostro no era otra cosa que la calva galopante que había barrido su frente hacia las alturas, dejando dos abultados mechones en los laterales.
-¿Cervino? -comenzó a preguntar mientras se acercaba, tras un instante de desconcierto-. Eres Cervino -corroboró, contagiado por la sonrisa con que yo confirmaba su descubrimiento.
-Soy Cervino, don Seve -le dije, tomando entre las mías su mano temblorosa, que parecía dudar en tenderme. Y algo de aquel escurrido sudor del confesonario reverdeció en su palma como una huella cuaresmal.
Nos sentamos en la cafetería y hubo un largo momento en el que nos estuvimos requiriendo torpemente, con esas atropelladas informaciones de quienes todavía no superaron la sorpresa de un encuentro tan inesperado, incapacitados para retomar sin mayores dilaciones la antigua confianza que acaso el tiempo diluyó.
-Diez años -confirmaba don Severino, como si de repente hubiese tomado conciencia exacta de su ausencia. Y yo lo observaba, respetando los silencios en que se quedaba momentáneamente abstraído, viendo tras el ventanal la fuente esquilmada de la plaza, la lluvia de fuego que barría las aceras esparciendo las pavesas de polvo.
Había pedido un coñac con hielo, que era lo que yo tomaba, y me agradecía que le hubiese llamado: en realidad había sucumbido a la tentación de un regreso efímero, apenas unas horas entre un tren y otro tren, convencido de que nadie en la ciudad iba a reconocerlo, tal vez llevado por alguna de esas amargas nostalgias que son como espinas que hay que arrancar.
-Y ya ves -decía-, una tarde como esta que no hay quien se mueva, tantos años después, y sólo hago que llegar y alguien me llama a la vuelta de la primera esquina.
-Yo soy de los que la familia abandona todo el verano. Y aquí me quedo escoltando esta ciudad vacía. Pero no se crea que me quejo. El despacho me lo administro a mi aire.
De aquellos diez años llevaba don Severino Caso siete en Puerto Rico, de profesor en la Universidad de San Juan. Regresaba ahora, por primera vez, para participar en un congreso y dispuesto a tentar alguna cosa para poder quedarse en España. Era una información que coincidía vagamente con lo que yo sabía, con lo que en la ciudad se había comentado en los meses que siguieron a la huida.
-Llega un momento en que hay que decidirse: o te quedas o vuelves. No hay nada peor que ir dejando pasar el tiempo sin resolver. Se engaña uno a sí mismo.
Repetimos las copas. Aquella inmediata imagen de don Severino, discreto en su atuendo veraniego, coronado por la calva, el vientre bastante pronunciado, tan sonriente y apacible como en tantas tardes de latín y filosofía en la Academia Regueral, se mezclaba en el asalto del recuerdo con su figura más espigada , juvenil, siempre con la dulleta impoluta, la teja en la mano como un engorroso objeto que hay que transportar por obligación, una escueta elegancia especialmente vertida en los largos y solitarios paseos dominicales.
-Me apetece dar una vuelta por ahí -dijo al cabo de un rato y pude entender con facilidad que me estaba pidiendo que le acompañara.
-Todo sigue lo mismo -comenté, invadido por cierta sensación de apuro, como si de pronto presintiese que la casualidad de aquel encuentro me conduciría en seguida a la complicidad de las confidencias.
Don Severino vació la copa e hizo tintinear el hielo en el cristal antes de depositarla en la mesa.
-Solo no voy a perderme, Cervino, confesó-, pero después de tantos años se agradece que alguien te eche una mano. No sabes lo que me alegra volver a verte.
Me había palmeado el brazo cuando salimos al resplandor polvoriento de la hoguera, y yo sentí el gesto paralelo de su saludo en aquellos años enterrados, y hasta pude resucitar el aroma de alguna discreta lavanda en el tejido de la sotana.
-¿Qué es de mi hermano? -inquirió, dejando resbalar la pregunta cuando comenzábamos a caminar por la acera abrasada.
-Doro sigue con lo suyo. Apenas lo veo.
-Vamos hasta la ferretería -decidió.
Me detuve un instante, lo justo para que él percibiese la mezcla de indecisión y temor, lo justo también para que yo me reconociera, una vez más, como tantas en mi vida, en esta situación de indefectible embarcado que tan vanamente orienta mi destino.
-No quiero verle ni hablar con él -dijo don Severino, volviendo a palmearme en el brazo-. Sólo pretendo echarle una ojeada, aunque sea de lejos, a la ferretería. Y a ser posible darle un beso a Luisina.
Avanzó unos pasos y metió las manos en los bolsillos del pantalón, al tiempo que alzaba el rostro para distinguir el perfil aéreo de las viejas casas de la plaza entre las llamas. Recordé la torcida indignación de Doro en tantas noches alteradas, por las cantinas donde maltrataba la úlcera. Aquellas maldiciones al hermano huido que había sembrado de ignominia a toda la familia. Aunque la últimas borracheras de Doro, que yo conocía, databan, por lo menos, de hacía seis años.
-Don Seve -le llamé, sin salir de mi indecisión-, yo no sé de lo que usted está al tanto. Son diez años los que han pasado.
Me miró con un gesto comprensivo y desolado, como dando a entender que la medida del tiempo, y las desgracias que podían envolverlo, estaban aceptadas con el mismo designio de la ausencia y la distancia irremediables.
-Sé que mi madre murió al año siguiente de irme. Doro encontró el medio de comunicármelo. No iba a privarme de la amargura que me podía causar la sospecha de que yo la había matado de pena.
-Luisina también falleció. Hace tres años -le informé resignado.
La mirada de don Severino quedó suspensa en un tramo de recuerdo que hendía el dolor como un cuchillo frío en la sorpresa de la tarde calcinada. Presentí entonces la figura yerta de la niña anciana en los ojos fugazmente nublados que sorteaban una lágrima inútil, aquel ser arrumbado en el destartalado cochecito, con los brazos caídos, las manos diminutas arrastradas por la tarima, la enorme cabeza vencida hacia atrás, la saliva reseca en la comisura de los labios. Un latido violento minaba el corazón de don Severino.
-Vamos a tomar otra copa -propuso.
-El Arias está cerrado -señalé con cierta inconsecuencia-. Habrá que subir hasta el Cadenas.
Apostados en la barra del Cadenas, que preservaba una rala penumbra aprovechada por algunos soñolientos jugadores, bebimos despacio el coñac con hielo, y yo respeté aquel silencio apesadumbrado de don Severino, que parecía recorrer los últimos trechos de una memoria urgente, en la que palpitaba la inocencia y el dolor de la hermana enferma, el margen ya estéril de la ternura aplacada amargamente por la muerte.
Dio unos pasos hasta la puerta del Cadenas con la copa en la mano y asomó al reducto de los soportales. Sólo el empedrado se salvaba de la mano afiebrada que transmitía su calentura hasta el pergamino de la caliza gótica. La catedral brillaba como una patena arrojada a la lumbre.
-¿Todavía sigue Longinos de sacristán? -me preguntó.
Le dije que sí, que Longinos estaba contagiado del mal de la piedra que era, como él decía, una especie de lepra que al tiempo que lo destruía lo iba convirtiendo en estatua, una imagen fósil que serviría para sustituir a cualquiera de los santos carcomidos del pórtico.
-Hazme un favor, Cervino -me pidió-. Dile que nos abra la catedral y que nos deje la llave del coro. Sabiendo que es para mí, no va a negarse.
Rescatar a Longinos de la siesta fue una tarea bastante complicada. Explicarle que don Seve había vuelto y quería entrar en la catedral resultó casi imposible. La pétrea sordera de Longinos era, por el momento, el dato más elocuente de su transformación en estatua. Pero cuando, rezongando y arrastrando las zapatillas y haciendo sonar el manojo de llaves, llegó conmigo donde don Severino nos esperaba, se detuvo un momento, inquieto, y luego, medio lloroso, avanzó hacia él, sin que don Severino pudiese evitarlo, buscó su mano y la besó repitiendo alguna ininteligible jaculatoria.
Seguí a don Severino, que había cogido la llave del coro, por la nave lateral, después de dejar a Longinos entretenido en los armarios de la sacristía, mentando el peligro de que don Sesma, el deán, pudiera enterarse.
Un frescor luminoso inundaba el abismo. El silencio se agarraba en el vacío sagrado. Tuve la sensación de que de pronto me encontraba perdido en un bosque submarino de arcos vegetales, de frondas cristalinas, y me percaté de que el coñac comenzaba a hacer efecto, acaso porque el ritmo de mis copas cotidianas se había acrecentado y anticipaba algún grado de mayor irrealidad.
Entonces me di cuenta de que don Severino había desaparecido. Fui a la nave central y miré hacia el coro. El silencio se rompió con un estrépito de música ronca, como si desde los desfiladeros manase de repente un arroyo desprendido como una cascada.
El órgano alzó en seguida la suavidad casi hiriente de las tubas, un sostenido clarinazo que parecía jugar con sus propios ecos en el interior de la caverna. Y rápidamente la melodía apasionada me hizo localizar la figura de don Severino, tendida sobre los teclados, como la de un pájaro que de nuevo encontrase el amparo en el nido que abandonó.
Entré en el coro y me acerqué despacio. La música crecía como un vendaval, se abría en salvas por los arcos enhiestos, invadía la sombra votiva de las capillas. Me senté cerca de don Severino, que parecía concentrarse cada vez con mayor intensidad en el arrebatado concierto. Le observé alzar el rostro con los ojos cerrados, permanecer quieto, como perdido en la inspiración o en el recuerdo, mientras sus manos se movían tensas sobre las teclas. Y en un instante, cuando la música recobraba una huidiza suavidad de delicados murmullos, vi cómo su barbilla se hundía y de los ojos entrecerrados brotaba una lágrima apenas perceptible.
En los aéreos vitrales, teñidos por el dibujo de las florestas, reverberaron las brasas de agosto, y yo sentí cómo la cabeza me daba vueltas, acompasada a un vértigo fugaz de lluvia sonora.
-No había vuelto a tocar desde entonces -me dijo don Severino al cabo de un rato-. Las manos ya no responden lo mismo.
Regresamos al Cadenas. Pedimos otra copa. Don Severino bebió un largo trago, como si necesitara ahogar algo con urgencia. Yo miraba el hielo flotando en el coñac, convencido de que la tarde iría desapareciendo, tras el rastro del alcohol, hasta algún punto perdido del oscurecer y el sueño, porque todo estaba cada vez más desvanecido a mi alrededor. Bebí a su lado y repetimos las copas y lo seguí a la mesa más cercana de la puerta, donde llegaba el aliento quemado de la calle.
-Tengo que ver a Elvira -musitó de pronto, como si hablara exclusivamente para sí mismo.
La copa me tembló en la mano.
-¿Está bien? -quiso saber, y yo fui incapaz de alzar los ojos, de atender lo que enseguida se convertiría en una súplica.
-Tienes que ayudarme, Cervino.
El recuerdo minaba ahora mi corazón, porque yo había vivido muy intensamente aquella historia, como todos los que estábamos socorridos por el amparo de su figura, la amistad y la inteligencia que don Severino compaginaba para nosotros y ofrecía generoso, más allá de las clases de latín y filosofía en la Academia Regueral, más allá de las benévolas bendiciones del confesonario.
-Se casó con Evencio -dije-. Lleva la farmacia de su padre.
-A ella también le apetecerá verme -aseguró don Severino-. Nunca pude olvidarla –confesó después apurando la copa.
Elvira Solve tenía mi edad. Había frecuentado nuestra pandilla, aunque nuestras verdaderas amigas eran sus primas Cari y Mavela. El amor secreto del padre espiritual y de su dirigida había estallado entre la indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el largo tiempo en que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó y los años fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil.
-Me dijiste que estabas solo, que tu familia te abandona por el verano -comentó don Severino.
-Así es.
-Tienes que ir a avisar a Elvira, tienes que dejar que nos veamos en tu casa. Por nada del mundo querría comprometerla.
Su voz contagiaba la súplica y la desesperación, como guiada por una necesidad acuciante que nadie podía desatender. Su mano me palmeaba el brazo, y yo seguía mirando el fondo, de nuevo vacío, de la copa, todavía lejos de comprender lo que estaba proponiendo.
Conduje a don Severino a mi casa. La tarde iba cediendo hundida en el polvo, y la atmósfera de las calles parecía enrarecerse, como dominada por un humo de gases y hervores. Flotaba en el camino incierto de las aceras, persuadido ahora de la inaplazable necesidad de tomar otra copa, porque la encomienda de don Severino me llenaba de recelo, y la dirección de la farmacia, donde iba a encontrar a Elvira Solve, orientaba mis pasos con mayor seguridad y rapidez de lo que me hubiese gustado.
-Esto jamás podré pagártelo, Cervino -me había dicho don Severino, y yo había recordado las vigilias cuaresmales, el aroma de un cirio cuya cera derretida me abrasaba la yema de los dedos.
Cuando pude hablar con Elvira Solve tuve la sensación de que las palabras iban a fallarme, pero ese esfuerzo envarado de quien necesita disimular el alcohol, componer dignamente el gesto propicio, me fue suficiente, y hasta me sentí dotado de una escueta elocuencia.
-¿Está allí? -recuerdo que me preguntó incrédula. Y vi en sus ojos el reguero sentimental de los años por donde nuestra juventud había discurrido, y percibí una amarga melancolía, casi capaz de desterrar por un momento la nube de alcohol, de rescatarme en la emoción viva y espesa de la derrota del tiempo y de la vida, del dolor de todo lo que no pudo ser.
Fui a cobijarme en la cantina más cercana, casi enfrente de mi casa. Elvira me había acompañado sin hablar apenas.
-Gracias, Cervino -me dijo cuando la dejé en el portal.
En aquella larga espera, más de dos horas estiradas sobre el borde la tarde y el oscurecer inmóvil, la memoria y el sueño me fueron envolviendo y logré demorar las copas lo más posible, aunque nada quedaba de real en aquel estrecho refugio de ventanas mugrientas, cascos apolillados y barriles de escabeche.
Tuve la aletargada conciencia del centinela perdido en la guardia como un objeto oculto, pero luego comencé a preocuparme, a considerar mi absurda situación en aquel asunto, el repetido trance de verme embarcado siempre en algo ajeno que me acabe involucrando más allá de lo debido.
Entonces volví a acelerar las copas y cuando el tiempo se me hacía ya insufrible decidí subir a buscarlos.
En el fondo oscuro del portal, Elvira y don Severino estaban abrazados. A pesar del ritmo vacilante, de la difusa percepción, del sentido desorientado que me haría navegar, ya sin remedio, como gabarra a la deriva, pude esconderme discretamente, porque entendí que aquellas sombras estrechadas, a las que escuchaba sollozar, alargaban la despedida.
Fui a la zaga de don Severino, incapaz siquiera de mantener el gesto envarado que disimulara mi situación. Tropecé en algún bordillo, sorteé con dificultad una motocicleta. La noche se aposentaba como una ruina lenta. El hombre parecía un huido de esos que se consumen extraviados, que no saben reposar más allá de su obsesión.
-Tú me entiendes, Cervino -me decía, temblándole la copa en la mano derecha y golpeando con la izquierda la barra del bar-. Sabes lo que fue mi vida.
Y yo asentía, casi a punto de derrumbarme.
-Sabes de sombra que de mi vida no queda nada -confesaba, vaciando la copa y pidiendo otra-. Sólo ella, Elvira.
No sé lo que duró aquel recorrido que nos metía en la noche con el azogue de las sombras caldeadas. De algún bar nos echaron porque don Severino comenzó a romper copas. Yo iba por un túnel del que únicamente tenía certeza de que no se podía regresar, y escuchaba la reiterada confesión de un amor desgraciado, de un amor en el que se comparte el perdón y la culpa, el prohibido sentimiento del espíritu y la carne que aquel hombre evocaba golpeándome la espalda, haciéndome tambalear penosamente.
-Tantas miserias como yo absolví, Cervino -me decía, con ese gesto de quien recuerda un pasado inadvertido del que sólo él tiene el secreto, e intentaba guiñarme un ojo como para ampliar la complicidad y la suspicacia.
Arribamos a la estación y todavía con cierto equilibrio don Severino recuperó su maleta en consigna. Yo no distinguía la esfera luminosa del reloj, que campeaba sobre el andén vacío, sólo un borroso y movedizo fogonazo blanco y redondo.
-Quedan cinco minutos, Cervino –me indicó–. Lo justo para tomar la última en la cantina -pero la cantina estaba cerrada y los esfuerzos de don Severino por abrir la puerta resultaron inútiles.
-Nos conformaremos con lo que llevamos puesto –afirmó resignado–. ¿O crees que todavía no tenemos bastante?
-Yo sí, don Seve -dije convencido.
-Te veo borracho, Cervino. Del alcohol hay que cuidarse casi tanto como de las mujeres.
Llegó el tren. Don Severino cogió la maleta, me miró, volvió a dejarla en el suelo y se abalanzó sobre mí para darme un abrazo. Nos sujetamos con dificultad, a punto de caer desplomados.
-La quiero, Cervino, la quiero -me dijo entonces al oído con la voz tomada por la emoción.
Le ayudé a subir la maleta después de dos o tres intentos fallidos. Le vi caminar por el pasillo. El tren iba a arrancar. En seguida volvió a la ventanilla. Di unos pasos para acercarme. Don Severino intentaba abrirla pero no lo conseguía. El tren se puso en marcha. Entonces logró bajar el cristal y se asomó sacando las manos. No pude distinguir ya el gesto de su rostro, acaso el resplandor de una lágrima desgajada de la emoción alcohólica.
Alzó la mano derecha mientras el tren se iba, y me bendijo haciendo la señal de la cruz. Yo acababa de caer de rodillas en el suelo y me santigüé con el mayor recogimiento.

domingo, 13 de octubre de 2019

Vestiduras. Khalil Gibran.

Cierto día Belleza y Fealdad se encontraron a orillas del mar. Y se dijeron:
-Bañémonos en el mar.
Entonces se desvistieron y nadaron en las aguas. Instantes más tarde Fealdad regresó a la costa y se vistió con las ropas de Belleza, y luego partió.
Belleza también salió del mar, pero no halló sus vestiduras, y era demasiado tímida para quedarse desnuda, así que se vistió con las ropas de Fealdad. Y Belleza también siguió su camino.
Y hasta hoy día hombres y mujeres confunden una con la otra.
Sin embargo, algunos hay que contemplan el rostro de Belleza y saben que no lleva sus vestiduras. Y algunos otros que conocen el rostro de Fealdad, y sus ropas no lo ocultan a sus ojos.

El vagabundo, 1976.
 

sábado, 12 de octubre de 2019

Anécdota. Ambrose Bierce.

El señor W.C. Morrow, que solía vivir en San José, California, acostumbraba escribir cuentos de fantasmas que daban al lector la sensación de que un tropel de lagartijas, recién salidas del hielo, le corrían por la espalda y se le escondían entre los cabellos. En esa época, se creía que merodeaba por San José el alma en pena de un famoso bandido llamado Vásquez, a quien ahorcaron allí. El pueblo no estaba muy bien iluminado y de noche la gente salía lo menos posible de su casa.
Una noche particularmente oscura, dos caballeros caminaban por el sitio más solitario dentro del ejido, hablando en voz baja para darse coraje, cuando se tropezaron con el señor J.J. Owen, conocido periodista:
¡Caramba, Owen! —dijo uno—. ¿Qué le trae por aquí en una noche como ésta? ¿No me dijo que este era uno de los sitios preferidos por el ánima de Vásquez? ¿No tiene miedo de estar afuera?
Mi querido amigo —respondió el periodista con voz lúgubre—, tengo miedo de estar adentro. Llevo en el bolsillo una de las novelas de Will Morrow y no me atrevo a acercarme donde haya luz suficiente para leerla.

 

jueves, 10 de octubre de 2019

Los días perdidos. Dino Buzzati.

Pocos días después de haber adquirido una lujosa finca y cuando volvía a casa, Ernst Kazirra avistó a lo lejos a un hombre que, con una caja sobre los hombros, salía por una pequeña puerta de la cerca, y la cargaba en un camión. No le dio tiempo a alcanzarlo antes de que se marchara. Decidió seguirlo con el coche. El camión hizo un largo trayecto hasta lo más lejano de la periferia de la ciudad, deteniéndose al borde de un barranco. Kazirra salió del coche y se acercó a mirar. El desconocido descargó la caja del camión y, dando unos pocos pasos, la arrojó al barranco, que estaba lleno de miles y miles de otras cajas iguales. Se acercó al hombre y le preguntó:
Te he visto sacar esa caja de mi finca. ¿Qué había dentro? ¿Y qué son todas esas otras cajas?
El hombre lo miró y sonrió:
Todavía hay más en el camión, para tirar. ¿No lo sabes? Son los días.
¿Qué días?
Tus días.
¿Mis días?
Tus días perdidos. Los días que has perdido. Los esperabas, ¿verdad? Han venido. ¿Qué has hecho? Míralos, intactos, todavía enteros. ¿Y ahora…?
Kazirra miró. Formaban una pila inmensa. Bajó por la pendiente escarpada y abrió uno. Dentro había un paseo de otoño, y al fondo Graziella, su novia, que se alejaba de él para siempre. Y él ni siquiera la llamó.
Abrió un segundo. Había una habitación de hospital, y en la cama su hermano Giosuè, que estaba enfermo y le esperaba. Pero él estaba en viaje de negocios.
Abrió un tercero. En la verja de la antigua y mísera casa estaba Duk, el fiel mastín, que le esperó durante dos años, hasta quedar reducido a piel y huesos. Y él ni pensó en volver.
Sintió como si algo le oprimiera en la boca del estómago. El transportista se mantuvo erguido al borde del barranco, impasible, como un verdugo.
¡Señor! –gritó Kazirra–. Escúcheme. Deje que me lleve al menos estos tres días. Se lo ruego. Al menos estos tres. Soy rico. Le daré todo lo que quiera.
El transportista hizo un gesto con la mano derecha, como señalando un punto inalcanzable, como diciendo que era demasiado tarde y que ya no había ningún remedio posible. Entonces se desvaneció en el aire y al instante también desapareció el gigantesco cúmulo de cajas misteriosas. Y la sombra de la noche descendía.

Las noches difíciles. Dino Buzzati, 1972.

martes, 8 de octubre de 2019

Míster Taylor. Augusto Monterroso.

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como “el gringo pobre”, y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo “tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió “halagadísimo de poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía “Hace mucho calor”, y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: “Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.”

Obras completas (y otros cuentos), 1959.
 

lunes, 7 de octubre de 2019

Pequeña fábula sin importancia. Nora Scarpa Filsinger.

El gato persa, rechoncho y peludo, que dormita en almohadones de pluma, nunca llena su estómago. Reclama porque todo lo que va a su plato le resulta insuficiente. Reclama si acaso algún ratoncito mordisquea una cascarita de su pan. Los ratones, sometidos pero solidarios, arriman lo que tienen a su alcance, privándose del propio alimento. Cada vez engorda más el gato, y cada vez enflaquecen más los ratones.
El gato sabe convencerlos de que así son todos felices. 

 

domingo, 6 de octubre de 2019

Barbacoas familiares. Juan José Millás.

No es verdad que en el campo haya silencio. Lo sé porque estoy en el campo y a pocos metros de mí hay un individuo conduciendo un cortacésped que suena como una avioneta. Lleva dos horas jugando a pilotar el cortacésped, y se ha colocado incluso unas gafas de aviador de la Segunda Guerra Mundial. En el resto del cuerpo, sin embargo, sólo lleva un bañador tipo tanga de un color indefinido, pero horrible. Para amenizar el trabajo ha puesto a todo meter un casete con el Corazón partío, de Alejando Sanz, a quien Dios confunda. A lo mejor el campo fue en tiempos otra cosa pero hoy es un espanto. Los únicos animales que ves son de tu especie, y es una especie ruidosa y sucia. Una familia de cuatro personas puede organizar más ruido y más basura que una manada de jabalíes. De hecho, nunca he conseguido ver a una familia de jabalíes, y eso que esta zona, según me han dicho, está llena. Se ve que los jabalíes son gente discreta.
A veces tengo la fantasía de que voy paseando por el bosque y tropiezo con una familia de toros haciendo una barbacoa de seres humanos. No comprendo por qué no se animan. Según los caníbales, los seres humanos sabemos a pollo de granja gracias a las porquerías que comemos. No hay como comer mal para saber bien. Fíjense en los cerdos de corral, que sólo comen mondas de melón con las que fabrican unos jamones que le hacen a uno perder el sentido, o el sentío, para que rime con el corazón partío que me taladra la cabeza mientras avanzo penosamente por la pantalla del ordenador hacia la línea 33. Por otra parte, si hay algún animal que se merezca ser asado en una barbacoa, ése es el ser humano.
Uno de los peores incendios de este verano fue provocado por una barbacoa familiar. Estoy seguro de que se traba de una familia que oía a todo trapo el Corazón partío mientras uno de los cuñados, en bragas, segaba el césped con una avioneta. El de aquí al lado no piensa parar hasta que derribe a otro cortacésped, pues en su fantasía, como digo, es un piloto de la Segunda Guerra Mundial. Suceden pocas desgracias, para lo que nos merecemos.




sábado, 5 de octubre de 2019

Negación. Esteban Dublín.

Mi mujer ya no me mira, ya no me habla. He decidido llamar a sus padres a ver si ellos saben qué le sucede, pero no fue capaz ni de verlos a los ojos. Llamé a sus hermanos, a su mejor amiga, a su jefe, a sus compañeros del colegio, ¡a sus ex novios!, a los vecinos, a todo el que he podido, pero no. No le dice nada a nadie y todos parecen tan extrañados como yo. Hoy, incluso, llamé al cura que ella tanto admira a ver si le saca algo. Pero aún con todas las bendiciones que le dio y todos los aceites que le puso, tampoco pronunció palabra.

Preludios, interludios y minificciones, 2010.
 

viernes, 4 de octubre de 2019

El partido de reyes. Manuel Rivas.

¡Para Félix! Son las cinco de la tarde, una hora menos en Canarias. Eso decían siempre los locutores de Carrusel Deportivo. Y así era Félix, a quien nosotros llamábamos Feliz, porque ceceaba algo y sonreía cuando lo reprendíamos. Una Hora Menos. De chavales, cuando jugábamos una pachanga en el patio de la escuela, no había problema. Lo dejábamos participar y nos divertía su terquedad en perseguir el balón como si éste estuviese imantado y él calzase herraduras. Sin importarle que traspasase la red imaginaria de la portería o que la sirena pusiera fin al recreo. Durante un tiempo, él continuaba su atropellada carrera, la cara enrojecida, la respiración entrecortada, y parecía entonces que era el balón quien jugaba contra él, como un burlador, hasta que lo detenía el súbito descubrimiento de la soledad o el redoble de un aviso.
Stop, Félix. ¡A clase!
En verdad, nadie disfrutaba el juego como él. Le iba la vida. Si lo felicitabas por un disparo, ese punterazo al azar que acaba en gol, se abrazaba a ti con un afecto desmedido, abrumador, y te comía a besos, y temías que te lamiese la mejilla con su larga lengua rosada, hasta que lo apartabas y limpiabas el salivado rubor con la manga. A veces, hipnotizado por el rodar del balón, se confundía de equipo, y disputaba la posesión a un compañero. Si le reñías, se quedaba apesadumbrado, y sus ojos rasgados y distantes uno de otro, como los de un batracio, parecían expresar dos desconsuelos a un tiempo.
No quiero ser cínico. De críos, a Félix, o Feliz, le llamábamos como insulto Mongol. A mí me borró esa tendencia mi madre de una bofetada en los morros. Y cuando pasó el disgusto, me contó la historia de aquella criatura que al nacer tenía la piel suave y membranosa de una uva. Fue también entonces la primera vez que oí hablar del síndrome de Down. Tal como yo lo entendí, una cosa era Félix, que era como nosotros, y otra, una especie de duende relojero llamado Down que maquinaba por dentro para cambiarte la hora, distorsionarle el micrófono de la voz y volver áspera y pasa su piel de uva.
En medio de los contratiempos, había algo admirable en el desfase horario de Félix. La misma porfía que ponía en la caza del balón, la empleaba en las tareas escolares. Nuestra caligrafía, por ejemplo, se había ido encogiendo o agrandando, las líneas ascendían o decaían, las letras altas se alzaban más o perdían su altiva cresta, e incluso había quien dejaba la “i” sin su bonito punto, capada, como si la vida empezara a apremiarlos hacia ninguna parte. Él, no. Él perseveraba en un desafío permanente con la perfección, enderechando la escritura por el zócalo de las líneas, inclinándose en las curvas como un ciclista, y ajustando la medida como si a cada letra le correspondiese un crisol natural e invisible.
En pinturas y dibujos, fuese cual fuese el asunto propuesto por el maestro, siempre incorporaba una grúa de la construcción y un tendal. Si era un paisaje marino, él chantaba una grúa entra las olas y donde ataba el tendal, con el otro extremo en tierra, o situaba la grúa en la costa y alargaba el tendal hacia el mástil de un barco o en el pico de un alcatraz, con una ringlera colgante de piezas de ropa que rotulaba fosforescentes en lila o amarillo limón. El maestro le daba vueltas y vueltas a aquella fijación, pero cualquiera de nosotros podía ver su sentido del marketing, la marca inconfundible de Grúas Ferreiro, la empresa del padre, y el magnífico tendal, la espléndida guirnalda, con colchas y alfombras, que su madre colgaba en el balcón. Por lo demás, y durante muchos años, Félix pintaba el mar de color naranja, las nubes intensamente oscuras y ceñudas y un sol verde, grande como una manzana granny smith.
Cuando comenzamos a jugar en serio, con partidos concertados fuera de la escuela, Félix no era convocado, pero él se presentaba siempre, avisado por un sexto sentido, y muy animoso tras la silenciosa cuadrilla. Nos hacía sentir incómodos, pero Valdo Varela, el más decidido, muy capitán, le impartía órdenes sin miramientos.
-Tú, Félix, de recogepelotas. ¡Así empezó Maradona!
Y Félix o Feliz, correteaba atareado por las bandas, con la larga lengua fuera, pero sin descanso, y brincaba los setos tras lo balones perdidos con un entusiasmo profesional. Si vencíamos, Varela sabía tener con él la grandeza de un líder: “¡Lo has hecho muy bien, Dieguito!”. Pero si perdíamos, lo dejábamos atrás como una oveja coja.
Nuestros partidos, a la manera de los de los mayores, tenían una segunda parte más secreta. En algún cobertizo, tras la tapia del cementerio o entre las rocas de Beiramar, fumábamos los primeros pitillos. Lo hacíamos con mucho paripé, serios y solemnes, como si cada vaharada fuese una firma de notario que adelantase el futuro. Félix se reía. Le decíamos: “¡Venga una calada, campeón!”. Pedro él lo rechazaba y nos observaba con esa mirada cáustica de quien está de vuelta de todos los vicios.
-¿No irás por ahí con el cuento?
-Con el cuento, con el cuento -repitió Félix, riendo a su manera.
-Pues entonces -se levantó Varela con el chester en la mano-, ¿por qué no fumas, infeliz del carajo?
Félix miró hacia los demás, buscando un noray, pero el chiste ya estaba en marcha. Cogió el pitillo con la mano temblorosa y lo metió en la boca, mordiendo el filtro. Aspiraba y soplaba seguido, sin soltarlo. Estaba atufado, congestionado. El humo le salía por el vidrio roto de los ojos. Hasta que escupió todo, tosiendo, con las manos en el pecho, y Varela le dijo: “¡Muy bien, Maradona, muy bien! Estás hecho un hombre”.
Para el día de Reyes, habíamos pactado un partido contra los de las Casas Baratas. El partido del siglo. Una prueba de fuego, aunque el tiempo era de invierno crudo, desterrado el sol desde San Martín. Los días transcurrían entre diluvios, encogidos como mendigos en una pegajosa anochecida. Nos daba calor el balón. Calentando en los soportales, esperábamos el día con la fe de los cristianos en el calendario, mientras el resto del mundo, pasado el desahogo del fin de año, proseguía, sombrío y entumecido, su rutina.
Hasta entonces, la única relación que habíamos tenido con los de las Casas Baratas era el lanzamiento mutuo de pedradas. Una rivalidad tribal, dictada por el suelo, entre Vikingos, ellos, instalados en el arrabal, y los Madamitas, como ellos nos llamaban a nosotros, a los de siempre, a los de la Plaza. Medirse en el fútbol era distinto. Se trataba del honor, fuese lo que eso fuese. Una histórica contienda que nos tuvo ocupados e inquietos toda la semana.
Y allí estábamos el día de la verdad. Con los pies helados y el corazón brioso. La cita era en el campo de Agra Bella, donde jugaba el glorioso Unión Beiramar la liga de la Costa. Había llovido por la mañana, y el campo, a la orilla del río, era un archipiélago, con una calva de arenas movedizas delante de cada portería. Pero nadie iba a recular.
-¿Dónde está Varela?
Nos faltaba uno. Nuestro capitán. Lo retendrían en casa, con alguna labor. Estaría en camino. Hicimos tiempo. Varela era el central. No hacía virguerías, pero era un auténtico destructor. Su voz era como una tercera pierna. Gritaba tanto que teledirigía el equipo y acojonaba al rival. Hasta el balón rodaba aturdido cuando iba hacia él y frenaba antes de llegarle al pie. Por enésima vez, oteé encaramado a la valla de madera. El camino, surcado por el agua desbocada, era como un río desmemoriado.
-El Varela no viene -aventuró el Zezé.
Los de las Casas Baratas se fueron colocando en perfecta formación. Callados, la mirada dura, casi todos rapados como si los soltasen del Reformatorio, con los brazos tensados, a punto de desenfundar un revólver invisible. De entre ellos, el que tenía la voz cantante era el guardameta. Lo conocía de vista. Coco liso. Le llamaban Tokyo.
-No va a venir. Te lo digo yo. Le tiene miedo a ese bestia.
-¿Miedo Varela?
Zezé era menudo de cuerpo, pero muy bravo. Fibroso, siempre alerta, mitad ratón y mitad gato, trastornaba el área contraria y era capaz de tumbar a un defensa sin tocarlo, sólo con el baile. Nunca buscaba el cuerpo a cuerpo, el enfrentamiento. Tenía esa cualidad de hacerse respetar de abajo arriba.
-El otro día le hizo un corte de mangas desde el bus y ahora se raja. No va a venir. En el fondo, es un cagón.
Como si nos leyese los labios, desde el campo contrario, a la manera de un pastor que ordeña el rebaño, nos gritó el coco liso.
-¿Qué? ¿Jugamos o lo dais por perdido?
Tokyo era un tipo imponente. Hacía por dos de nosotros, pero tampoco era el más viejo. Al parecer, de niño se fracturó una pierna saltando el muro de la rectoral para robar fruta y en el hospital habían experimientado con él un nuevo complejo vitamínico. Eso era lo que contaban. Ahora, al verlo enfrente, lamenté no haberme roto yo también una pierna.
-¡Nos falta uno! Podemos jugar otro día.
-¡Yo cuento once! -gritó, sarcástico, el gigantón.
Y fue entonces cuando lo vimos, sonriente en la banda, con su balón de Reyes Magos, de estreno, debajo del brazo, en brillante blanco y negro, como un ajedrez esférico, rotulado rombo a rombo por él mismo. Vestía la flamante camiseta de Grúas Ferreiro, caída como una túnica hasta las rodillas, marcando así una barriga en forma de aguacate.
-¿O es que el mongol no juega?
-¡Se llama Down! -gritó Zeñe con coraje.
Los propios compañeros lo miramos extrañados.
-Tiene nombre, ¿sabes? ¡Se llama Down!
-¿Qué es? ¿Un fichaje inglés? -ironizó alguien en el otro lado.
-Sí. Es nuevo en el equipo.
Zezé llamó a Félix. Él acudió corriendo, excitado.
-Hoy no vas a recoger pelotas. Vas a jugar de titular.
-Titular.
-Sí, titular. Aquí. Con tu equipo.
Le temblaban las piernas. La mirada desdoblada entre el enemigo y nosotros.
-Te llamas Down -le dijo Zezé con firmeza -. Desde hoy eres Down, nuestro lateral derecho.
-Down. Lateral derecho.
-Eso es. Vas a defender. Tú estate ahí, en esa banda. Que no pase el balón. Chuta hacia delante. Siempre hacia delante. ¿Entendido?
-Siempre adelante.
-Ahora, fíjate bien en lo que te voy a decir, Down. Es muy importante. No dejes sola tu banda. Pegado siempre al delantero. No lo sueltes nunca. No lo dejes respirar. No pases nunca, nunca, más allá del medio campo. ¿Ves esta raya?
Down seguía la marca, casi borrada por el agua. La rotulaba de nuevo con los ojos.
-Pues aquí, en esta raya, paras.
Down se quedó pensativo. Parecía calibrar su crédito, la tremenda responsabilidad de asumir un límite.
-Parar en la raya.
-Muy bien, Down. ¡Vamos a ganar este partido!
No. No íbamos a ganarlo. Sufrimos mucho. Pero tampoco estábamos llevando una palia. Ellos marcaron un gol nada más comenzar. Reaccionamos. El problema era que llegábamos con mucha dificultad a la portería del rival, y cuando lo conseguíamos, el coco liso era, como diría el presidente del Unión, un muladar imbatible.
Pero peleamos sin bajar la cerviz. Y entre todos, con la larga lengua fuera, quien más luchó fue Félix, nuestro lateral Down, ceñido al delantero como una sombra. La cara arañada, el labio partido, una costra ocre, de fango y sangre en las rodillas. No fue esa abanda nuestro flanco débil. No. Al revés. Cuando esperábamos el fin del suplicio, Down cortó un pase del contrario y arrancó tras el balón a trompicones, con esa manera atropellada de correr que tenía, desconcertando a los que le salían al paso, avanzando en sorprendentes errores que el balón, como si tuviese vida propia, transformaba en regates.
Y pasó la raya prohibida. Esquivó a tres más, sin mirar para ellos, con la orientación de un ciego, y se plantó enfrente de Tokyo.
-¡Tira, Down! ¡Tira!
Hizo lo más difícil. Intentó driblar al gigante y, de hecho, lo sentó de culo sin tocarlo, pero Tokyo reptó en el lodazal como un cocodrilo y trabó con las fauces de las manos el pie izquierdo de Félix. Era un penalti claro, la máxima pena, pero nadie reclamó. Todos los demás fuimos ralentizando la escena hasta quedar inmóviles y mudos espectadores de aquel duelo. El gigante intentó sujetar la pierna de Félix para derribarlo, pero se le fue escurriendo. A la desesperada, agarró la bota, que le quedó en las manos como un pez muerto. Liberado del cepo, tambaleándose, Félix avanzó hacia la meta. Lo veíamos a cámara lenta. En aquel tris inconcebible, los postes y el larguero de eucalipto, mal pintados, con la memoria reverdecida de la antigua piel, formaban un arco del triunfo en el horizonte. Había dejado de llover. De entre las nubes, salió el efecto especial de un haz de luz que parecía enfocar al héroe. Había surgido también de improviso la pirotecnia del arco iris y pisábamos en las pozas las serpentinas caídas de aquel cielo poco antes pavoroso.
Creo que los de las Casas Baratas y nosotros comprendimos en ese momento, de alguna manera, lo que el viejo párroco, el iracundo don Pedro, llamaba el Estremecimiento Divino. Después de la representación de la pasión de Cristo en la Semana Santa, nos interpelaba con el displicente sarcasmo de quien trata con una tribu de paganos irrecuperables: “¿Habréis sentido al menos el Estremecimiento Divino?”
-Eso sí, don Pedro.
Nos daba mucha risa ver al concejal Bartal vestido de centurión romano, con la panza de un buey, las piernas trencas al aire, impartir órdenes por un megáfono: “¡El buen ladrón que tire ese puro! ¡En la cruz no se fuma, hostia! ¡Es un ultimato! Educación, señores, ¡me cago en el infarto del Sagrado Corazón!
Félix y el estremecimiento. Los sentimientos tienen días. Oyes hablar de ellos. Están ahí, como una simiente. Hay sentimientos que no nacen nunca, que sólo los conocemos de oídas o los imaginamos. Recuerdo esa escena, por otra parte cómica, como el día en que reconocí la emoción. La sentí de verdad. Una planta que trepaba por los pulmones, por la garganta y hacía cosquillas en los ojos.
Iba a meter un gol, con el monstruo derrumbado a sus espaldas y un halo de luz que se refractaba en la camiseta de Grúas Ferreiro. Lento, lentísimo. El resto, espetados como esfinges de terracota. Pero entonces fue cuando noté una corriente de frío en las turbas del cerebro, que replegó la planta de la emoción. Un presagio. Un fatídico presagio.
No pasar nunca la raya. Nunca.
Y en efecto. Félix se clavó con el balón a un paso de la meta. Miraba ese su balón de estreno, el balón de Reyes, todo sucio, empapado, convertido en un recuerdo de guerra. Iba a llevárselo a las manos. Yo intuía, sabía, que ahora iba a cogerlo con las manos sin rematar la jugada. Los de las Casas Baratas se rieron. El grandullón Tokyo, el guardameta vikingo, se irguió de nuevo. La realidad dejó de rodar a cámara lena.
-¡Tira, Down!
-¡Tira, Félix!
-¡Tira de una puta vez!
Me salió el grito de los adentros, un gallo distorsionado y ronco que nunca antes había oído.
-¡Pasa la raya, Félix! ¡Pasa la raya!
Entró, entró. Félix apañó el balón del fondo de la red, lo limpió con las mangas, y volvió cabizbajo, cojeando, sin recoger la bota, con la cara arañada, con su labio partido. Hacia fuera, la larga lengua rosa, como el pico de un cisne. Corrí hacia él. Lo abracé. Esos ojos rasgados separados. Ese respirar entrecortado. El vapor de su boca en la anochecida. Su barriga de aguacate. Revolcados con él en el suelo. Ese beso de saliva carmín de sangre.

Cuentos de un invierno, 2005.