martes, 31 de enero de 2017

Un crimen. Luis Mateo Díez.

Bajo la luz del flexo la mosca se quedó quieta.
Alargué con cuidado el dedo índice de la mano derecha.
Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el golpe del cuerpo que caía.
En seguida llamaron a la puerta de mi habitación.
La he matado –dijo mi vecino.
Yo también –musité para mí sin comprenderle.

 Los males menores. Luis Mateo Díez, 1994.

lunes, 30 de enero de 2017

La bella y el bestia. Eugenio Mandrini.

Ni bien asomé la cabeza de las aguas y me vio, el carbón de sus ojos comenzó a encenderse.
También yo, al verlo, imaginé por un momento el milagro de que hubiera entre nosotros un entendimiento de los cuerpos.
Vano todo.
Él se alejó, prado lejos. Yo regresé, aguas al fondo.
La contaré entre los míos como una historia de exaltado romanticismo.
La contará entre los suyos como una historia de profunda melancolía.
Aún así, sucesos como éstos me inspiran a mí, sirena, a creer en lo imposible.
Espero que a él, centauro, también.

 

domingo, 29 de enero de 2017

Por decreto. Alberto Sánchez Argüello.

Llevo tres horas esperando. La enfermera no pasa la página de su revista y los demás pacientes yacen en los sillones de recepción sin moverse.
Para soportar el dolor del rostro vuelvo a medir el uso del espacio de la clínica, es un verdadero desperdicio. Soy un perfeccionista, es un defecto que trae mi profesión de arquitecto.
Para poder estudiar pasé una década fuera, lo suficiente como para que todo hubiese cambiado al volver. Desde el otro lado del mar leía los diarios que hablaban de nuevas leyes en mi país, protestas sociales, grupos de choque del gobierno, policía corrupta y finalmente la represión y el genocidio. Mi familia me decía que no me preocupara, aseguraban que aquello sólo era una campaña sucia de la oposición para desprestigiar al gobierno, que todo estaba en paz.
El día que regresé mis padres me esperaban en el aeropuerto. Me llevaron a casa sin dejar de sonreír y me pidieron que yo también sonriera; cansado como estaba no les hice caso, pero sus miradas de suplica me forzaron a hacerlo. Luego fui viendo a la gente en las calles, en las paradas de bus, en los bares, restaurantes, mercados, niños, niñas, adultos, abuelos, abuelas, todos sonrientes, todo el tiempo. Ya en casa mi hermano me mostró el decreto de la felicidad ciudadana que mandaba a sonreír so pena de cárcel o exilio.
La enfermera pasa de página y me avisa que llegó mi turno. El Doctor me recibe sonriente, mientras me coloco en la silla reclinable y él comienza el tratamiento mensual para recuperar la flexibilidad de la mandíbula, el mismo tratamiento que todos los ciudadanos recibimos para mantener nuestras sonrisas de manera permanente.

Blog: El Santuario de las Ideas, de Alberto Sánchez Argüello.
 

sábado, 28 de enero de 2017

Macario. Juan Rulfo.

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros.


También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos
tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…

 

miércoles, 25 de enero de 2017

Felicidad. Andrés Neuman.

Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.


 

martes, 24 de enero de 2017

El escapista. Manuel Moyano.

Un mago no debería revelar sus trucos, pero te diré que no es tan difícil hacer surgir panes de un cesto si éste dispone de doble fondo, y que unos simples tablones, convenientemente situados bajo el agua, bastan para hacer creer a cualquier iluso que es posible caminar sobre la superficie de un lago. En cuanto a aquel hombre cuyos ojos sané, jamás en su miserable vida había estado ciego: se llamaba Hulellah y obtuvo una buena recompensa a cambio de hacer su papel... Ahora, escúchame bien: los soldados no van a clavarme al madero; en realidad, me amarrarán las muñecas con tendones de cerdo y untarán mis brazos con la sangre de algún animal: les he pagado veinte denarios a cada uno por participar en el engaño. Previamente, tú deberás haber depositado agua y víveres en el interior del sepulcro. Luego, una vez que me hayan dejado allí, harás rodar la piedra que cubre la entrada para que pueda escapar. Procura que nadie te vea. Y recuerda esto, José de Arimatea: deberás hacerlo antes del tercer día.

 

lunes, 23 de enero de 2017

Revolución. Slawomir Mrozek.

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

 

domingo, 22 de enero de 2017

Viejas que caen. Daniil Jarms.

Una vieja, excesivamente curiosa, se cayó por la ventana, se estampó contra el suelo y se hizo puré.
Otra vieja se asomó a la ventana y se puso a mirar a la que se había caído, pero, por culpa de su excesiva curiosidad, también se cayó por la ventana y se estampó contra el suelo.
A continuación, una tercera vieja se cayó por la ventana, luego una cuarta, luego una quinta.
Cuando se cayó la sexta vieja, yo me harté del espectáculo y me fui al mercado Máltsevski, donde, al parecer, le habían regalado una bufanda de punto a un ciego.

Me llaman Capuchino. Daniil Jarms. 2012.

sábado, 21 de enero de 2017

Gallus, gallus. Juan Yanes.

El día que comíamos carne de gallina en el internado, era una fiesta. Corría la noticia por todos lados, y aquellos escuálidos seres, candidatos a tísicos, nos volvíamos locos de contento: “mañana, gallina en pepitoria”, “mañana, gallina en pepitoria”, decíamos los rapaces de ojos acromegálicos y tristes.
Si ese día había gallina eso quería decir que, muy de mañana, el grupo de internos al que le tocaba semana de limpieza en los gallineros, tenían que empezar a degollar las cuatrocientas gallinas, para que tuvieran tiempo los cocineros de prepararlas y darnos de comer a la tropa de mil almas que sobrevivíamos en aquel antro. La organización y rotación de las cuadrillas estaba a cargo de un cura que nos daba latín, que llamábamos, El "Cojito" ergo sum, porque era cojo y le gustaba dar la murga con los latines.
Cuatrocientas hermosas gallinas de color blanco y pico acerado, no se matan así como así. Hay que matarlas de una en una. Y si la cuadrilla es de cuatro, pues ya sabes, tienes que degollar un centenar. El rito inmolatorio era, más o menos, así: Primero se les cortaba el cogote, para lo cual tenías que cogerlas, con mucha maña, por la cabeza con un movimiento preciso de la mano izquierda –si eras diestro, y al revés si eras zocato-, y de un golpe meterte el cuerpo de la gallina debajo del sobaco izquierdo. Sostenerla firmemente agarrada para que quede inmóvil, tirar del cuello y doblar la muñeca que agarra la cabeza, hacia el suelo. Entonces, con la mano del cuchillo, cortabas de un tajo el cogote, de abajo hacia arriba y de dentro hacia afuera. Nunca al revés, que te podías sajar.
Son cuatro movimientos mecánicos que, con el tiempo, vas aprendiendo y perfeccionado, hasta convertirte en un experto, pero tiene intríngulis la cosa: “agarrar, sobaco, tirar y cortar”; “agarrar, sobaco, tirar y cortar”; “agarrar, sobaco, tirar y cortar”, y así ad nauseam, que decía el de latín, cuando se repetía algo muchas veces. Una vez seccionado el cogote y separada la cabeza del tronco, la cabeza la tirabas a un barreño, para que se la comieran los cerdos, y el cuerpo descabezado lo lanzabas zumbando al montón donde yacían las gallinas sin cabeza. No podías perder el ritmo, no podías perder ni un segundo y, además, había que hacerlo todo con cuidado para no ponerte perdido de sangre. Poco a poco, el montón iba adquiriendo el aspecto de un monstruo que se movía con torpeza. Era un montón de color blanco con profusión de manchones y churretes rojos de sangre, un montón convulso, que se agitaba espasmódicamente, porque las gallinas seguían vivas durante un buen rato después de ser decapitadas.
Lo que pasaba a continuación era peccata minuta, que decía el de latín. Esperabas un rato a que se desangraran y cuando ya veías que estaban tiesas de verdad, las metías en agua hirviendo y las desplumabas. Tienes que tener un estómago a prueba de bomba, eso es lo único, porque las gallinas mojadas, huelen a rayos y a medida que van cayendo en el perol de agua hirviendo, se forma un pestiferio, que no veas. Lo de “pestiferio”, lo decía también el de latín. Bueno, el caso es que después, las desplumabas sin sacarle la piel a tiras, las abrías en canal, las destripabas y… ¡al caldero! Luego pegabas un grito y salías chozpando, que es gerundio, porque ¡se había terminado la faena! A todas estas, los de la cuadrilla, no parábamos de darnos cogotazos, puñetazos, patadas, zancadillas y empujones, y de desplegar todo el repertorio de palabrotas, morisquetas e insultos que formaban parte del patrimonio cultural del internado.
Ese día los internos nos poníamos las botas con el pollo a la pepitoria, pero el resto de los días no olíamos la carne ni de chiripa. Con el paso de los años nos convertimos en seres huesudos y aviesos, en fríos verdugos insensibles al dolor de las gallinas. Gallus gallus domesticus, decía el de latín.

Cuento extraído del blog Máquina de coser palabras, de Juan Yanes.
 

jueves, 19 de enero de 2017

En marzo florecen los prunos. Juan Carlos Méndez Guédez.

La mujer. Una isla color canela sobre las baldosas.


La mujer desnuda.


(debe ser normal, debe ser común, chico de doce años, yo, yo ese mediodía, chico que toca la puerta de su amigo del colegio y queda suspendido en el aire, queda enmudecido, al ver que una mujer salvajemente hermosa abre y con voz apagada


pasa adelante, Alberto está en el cuarto y te espera y en la nevera hay unas croquetas para hacer y hay algo de pollo y refresco y si les apetece tienen dinero que les puse en la mesa por si quieren comprar una pizza y me voy un beso adiós adiós


porque el beso en la mejilla me dejó inmóvil, gélido, ¿qué clase de madre era esa? ¿cómo podía una madre tener ojos encendidos como los de un gato, ojos como brasas, y esa blusa ceñida en la que los pechos se alzaban como barquillos de helado, y esa cintura estrecha, esas piernas felices que debían silenciar el mundo cada vez que la falda se alzaba un poco?)


La puerta del apartamento.
Los dos amigos que suben con prisa y carcajadas la escalera.


(la incongruencia del mundo, el universo paralelo al que accedemos por azar, ¿nunca les ha ocurrido? un sitio donde las madres no son señoras con camisas anchas, colores amarillentos en el pelo, crucifijos, dietas de lechuga, prensa rosa, bolsas del mercado, olor a pimentón, cebollines,
porque aquel olor,
la madre de Alberto era un olor cremoso, un olor cítrico y acaramelado que flotaba como una nube y que era su anuncio, la orilla de un olor, la esponjosidad de un olor, el olor mismo, y luego la madre de Alberto,
ella misma,
olorosa junto a nosotros, caminando descalza con unos pies que algún pintor italiano hubiese deseado para sus «madonnas», unos pies perfectos, unos dedos gráciles flotando sobre el suelo del apartamento, aquel apartamento cubierto de libros, muchos traducidos por la madre de Alberto, muchos editados por la madre de Alberto, que era hermosa, descalza, políglota


siéntense a comer, muchachos, hoy es un día especial, porque el día que uno termina de traducir a Diderot sólo puede ser un día especial, y por eso les he preparado un carpaccio, y luego, si no le dicen nada a nadie les dejaré probar un poco de un rioja estupendo,


carpaccio, que es una carne cruda con virutas de parmesano, cruda,


los gritos de mi madre, que la carne cruda es mala, que esa mujer está loca y no puede estar bien de la cabeza y por eso nunca va a las reuniones del colegio y jamás asiste a las misas de fin de año con lo bonitas que van quedando desde que canta el coro,
carpaccio, tierno sabor que me habla dentro de la boca, y luego ese dulce soplido en las orejas, mejillas rosadas con los dedos de vino que pudimos probar esa noche cuando la madre de Alberto tenía los ojos encendidos como pequeñas antorchas, como fogonazos en medio de la noche, tan hermosa, como nunca y como siempre, tan bella, tanto que debí irme al baño y allí mismo, junto a su bata de seda necesité frotarme y frotarme para que el cuerpo dejase de temblar al sentir el olor, la mirada de la madre de Alberto, envuelto en esas horas, carpaccio, Rioja, y esa señora Diderot que nos hacía tan felices)


El sabor de la limonada. El sabor de la pizza.
El balón que rebota en medio de la plaza y Alberto que le muestra a su amigo las monedas que le regaló su madre hace unas horas.


(porque Alberto vivía con naturalidad que su madre fuese la más inteligente, la más joven, la más deliciosa, y que su padre fuese una visita algunos domingos, un divorcio que tampoco era divorcio, unas vacaciones ocasionales en esa Europa donde sus padres habían vivido alguna vez


¿y tú piensas vivir metido en esa casa comiendo carne cruda? gritaba mi mamá con su rostro como un tomate descompuesto, pero yo apenas la escuchaba, y al fondo la telenovela, y alguien descubría que su madre no es su madre porque él es el hijo perdido al nacer
y mi día era una ordenada secuencia en la que las horas del colegio servían corno el preámbulo para ir al apartamento de mi amigo a jugar al ajedrez, a preparar los exámenes, a escuchar música, a rastrear como una huella en la arena el olor de la madre de mi amigo,


ese olor,
tocando cada objeto de la casa,
soplando sobre cada libro, cada mueble, cada pared,
y a las cinco en punto de la tarde,
precisa, exacta, aparecía ella, el sonido de sus llaves, su carpeta llena de papeles, sus lentes de sol


¿ya merendaron? ¿terminaron de estudiar? ¿no quieren ir a la cinemateca a ver una película de Buñuel? Ya están en edad de empezar a ver a Buñuel y luego nos tomamos unas merengadas y


porque íbamos mucho al cine, o a exposiciones, o a presentaciones de libros en las que hombres con barbas descuidadas perseguían a la madre de Alberto, la asediaban, la rondaban, lo mismo que hombres con trajes muy bien cortados, y muchachos de cabellos largos, y mujeres gordas, y todo ser vivo, gente que se aproximaba a la madre de Alberto para olerla, para tocarla, para invitarla,


y en una oportunidad un hombre se puso pesado, se aproximó en exceso, y la madre de mi amigo me abrazó hasta que aquel baboso se largó a otra parte mientras yo nadaba en la felicidad del instante, yo tan cerca de ella, tan inmediato a ese olor,
y fue esa la primera vez que la vi tan triste, tan mustia, como cuando contestaba esas llamadas de teléfono que nunca supe quién le hacía, y que la dejaban muda, mirando las paredes)


Brisa en el rostro.
Las dos bicicletas atraviesan la avenida.


(luego uno intenta armar una secuencia que todo lo explique, intenta llenar de señales lo que sólo era caos, dispersión, opacidad, y hasta se atreve a insinuar razones donde sólo hay gestos,
eso sí, el viernes anterior ella estaba en el balcón hablando por teléfono con alguien a quien trataba con furia, luego llegó la noche y cuando Alberto y yo salimos al salón la encontramos sentada a oscuras con un libro abierto, entonces Alberto salió a comprar algo para que cenáramos y me pidió que me quedase con su madre,
ella
que con voz apagada


ven aquí, ven aquí y no enciendas la luz, la luz daña los ojos, quiero contarte algo, algo que ya a Alberto no le hace gracia porque lo ha escuchado tantas veces, pero un día iremos de paseo para que lo entiendas, sí, eso haremos, le diré a tus padres que te dejen venir con nosotros, y nos iremos los tres a Europa en avión, para que veas esas ciudades donde las piedras tienen voces, para que camines bajo los prunos, sí, aunque no sabes que son ¿verdad? es un árbol que tiene las hojas color helado de uva, es un árbol pequeño que hay en los jardines y que también llaman ciruelo rojo, y cuando te colocas debajo de ellos filtran la luz y sientes como si una miel color vino te estuviese mojando, y el sol no te daña, no te arde en la piel, porque yo era muy feliz debajo de los prunos, pero además recuerdo que en diciembre los prunos se quedaban desnudos, con sus ramas delgadas, y en marzo se llenaban de flores pequeñas que parecían vidrios bajo el sol, y esa era la primera señal de que se marchaba el invierno, la primera noticia, allí, en los prunos, la primera insinuación de que pronto todo recomenzaría,


luego quedó muy callada,


quisiera decir que la vi llorar, que se conmovió especialmente, que me acunó en sus brazos y que mi rostro se hundió entre sus senos, pero no es cierto, lo único real es que permaneció silenciosa y durante el resto de la noche no abrió la boca,


comimos con lentitud, sólo Alberto y yo intercambiábamos palabras, y sin embargo los ojos de ella seguían encendidos, con esa incandescencia amarilla, verde, que destellaba en sus pupilas,


no recuerdo nada más, sólo que el domingo engañé a mi mamá con cualquier excusa y pasé a jugar una partida de ajedrez con Alberto,
él me pidió que lo esperase abajo, salió con su bicicleta y me dijo que fuésemos a buscar la mía para dar un paseo,
así lo hicimos, luego atravesamos la avenida y en la plaza estuvimos un buen rato jugando con el balón,
mi amigo me mostró el dinero que le había regalado su madre unas horas atrás,
luego comimos trozos de pizza, bebimos limonada, y yo insistí tanto hasta que Alberto aceptó que pasáramos por su casa para buscar el ajedrez y luego jugar una partida en el parque,
subimos haciendo una competencia a ver quién llegaba primero y recuerdo que nos reíamos sin parar, Alberto iba ganando, era más ágil que yo, era más alto, pero en los últimos escalones resbaló y logré entrar al pasillo primero que él,
llegué a la puerta, vi el papel, lo leí, yo lo leí primero,


«Alberto, no entres, llama a tu padre»
pero no lo comprendí, no lo entendí en absoluto, mucho menos comprendí los ojos abiertos de mi amigo, las aletas de su nariz dilatándose, el modo en que arrancó el papel y abrió la puerta a empujones, su carrera, sus voces por todo el apartamento, su forma de asomarse a cada habitación, a cada esquina, su manera de pasar una y otra vez frente al baño sin golpear la puerta,
hasta que lo distinguí congelado en el salón, resollando, fue entonces cuando se aproximó al baño y yo lo seguí, como si sólo a partir de ese instante entendiese que algo definitivo ocurría,
algo que era predecible desde hace unos minutos y que sólo necesitaba de sus detalles,
y sin embargo quedé paralizado al verla sumergida dentro del agua de la bañera, como aguantando el aire en un juego travieso,
pensé en dar un paso atrás hasta que Alberto hundió medio cuerpo dentro del agua y rugiendo intentó cargarla una y otra vez, inútilmente, porque el cuerpo se le resbalaba, entonces mi amigo lanzó un gesto de ayuda y entre ambos la alzamos, pero a pesar del esfuerzo arrastramos jabones, tubos de pastillas, frascos de champú, botellas de vino,


pesaba mucho y la colocamos en el suelo, Alberto le gritaba en el oído, pero la mujer tenía los labios azules y los dedos arrugados,
era bellísima,
mi amigo gritaba pero yo no podía escucharlo,
era bellísima,
la mujer desnuda,
la primera mujer desnuda que veía en mi vida,
una isla color canela sobre las baldosas,
la mujer desnuda y yo, lleno de amor, y ese color canela,
y ese aroma subiendo en mi garganta, porque mi amigo


gritaba, mi amigo golpeaba su cabeza contra las paredes pero yo sólo deseaba que se descuidara un segundo, que no encontrara nunca la bata de seda que colgaba en la puerta,
para acariciar por unos instantes esa piel, como un adiós, como una despedida,




(Madrid, 2004)

 Hasta luego, Mister Salinguer. Juan Carlos Méndez Guédez, 2007.

miércoles, 18 de enero de 2017

martes, 17 de enero de 2017

La noche. Manuel Rueda.

Es la noche, oscura como el antifaz de los asesinos. Muy cerca se oye un grito de terror, luego, un disparo que lo silencia. Ninguna de nuestras ventanas se ha abierto; todos temblamos en el interior, absteniéndonos de ser testigos de un hecho que más tarde podría comprometernos. Un automóvil arranca y se pierde a lo lejos con su carga de muerte. En la esquina alguien agoniza en medio de un gran charco de sangre. A su alrededor un vecindario de culpables trata en vano de conciliar el sueño.

 

lunes, 16 de enero de 2017

Longevidad. Raúl Brasca.

No son las parcas quienes cortan el hilo ni es la enfermedad ni la bala lo que mata. Morimos cuando, por puro azar, cumplimos el acto preciso que nos marcó la vida al nacer: derramamos tres lágrimas de nuestro ojo izquierdo mientras del derecho brotan cinco, todo en exactamente cuarenta segundos; o tomamos con el peine justo cien cabellos; o vemos brillar la hoja de acero dos segundos antes de que se hunda en nuestra carne. Pocos son los signados con posibilidades muy remotas. Matusalén murió después de parpadear ocho veces en perfecta sincronía con tres de sus nietos.

 

domingo, 15 de enero de 2017

El mosquito. Julia Otxoa.

Érase un mosquito que al igual que a todos los de su especie, al poco de nacer ya le quedaban escasas horas de vida. Así que en cuanto vio la luz por primera vez se dijo así mismo:
—Tendré que darme prisa en vivir, esto se acaba.
De inmediato se puso a volar sin rumbo fijo, y tanto voló que quedó exhausto, se paró entonces al lado de una charca junta a una fea fábrica, y bebió unos traguitos de agua contaminada.
Después de descansar unos minutos, reanudó su viaje sin saber a ciencia cierta qué hacer o a dónde ir. Pasadas unas horas tuvo hambre y siguiendo su ancestral instinto de alimentarse con sangre, picó a su paso todo lo que pudo: vacas, cerdos, caballos, personas. Luego se enamoró, tuvo hijos y al cumplirse las veinticuatro horas de su nacimiento, límite de su ciclo vital, su vida acabó, su diminuto cuerpo cayó al suelo como caen todos mosquitos, patas arriba y con cara de estar diciendo:
—¡Vaya vida más corta la mía!
Pero lo que no adivinaba, sumido como estaba en tan lastimeros pensamiento, era que el suyo, sin saberlo, había sido un destino criminal, ya que tras su muerte, también la ciudad entera cayó patas arriba, se borró del mapa, desapareció, debido a su minúscula picadura envenenada, que degeneró luego en infecciones masiva, en contagio colectivo de hombres, animales y plantas.


 

viernes, 13 de enero de 2017

El respeto de los géneros. Ana María Shua.

Un hombre despierta junto a una mujer a la que no reconoce. En una historia policial esta situación podría ser efecto del alcohol, de la droga o de un golpe en la cabeza. En un cuento de ciencia ficción el hombre comprendería eventualmente que se encuentra en un universo paralelo. En una novela existencialista el no reconocimiento podría deberse, simplemente, a una sensación de extrañamiento, de absurdo. En un texto experimental el misterio quedaría sin desentrañar y la situación sería resuelta por una pirueta del lenguaje. Los editores son cada vez más exigentes y el hombre sabe, con cierta desesperación, que si no logra ubicarse rápidamente en un género corre el riesgo de permanecer dolorosa, perpetuamente inédito.

 

jueves, 12 de enero de 2017

Las manos que crecen. Julio Cortázar.

Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida.
Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Bien de frente, moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos; las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía el corazón lleno de júbilo.
Por fin bajó los brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo:
—Ya tienes bastante, estúpido. Adiós.
Echó a caminar, saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía lejanamente a la calle.
Plack estaba contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.
El corredor se extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué tardaba tanto en recorrerlo? Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y sostenido por las manos invisibles de la satisfacción física. Las manos de la satisfacción física. ¿Las manos...? No existía en el mundo mano comparable a sus manos; probablemente tampoco las había tan hinchadas por el esfuerzo. Volvió a mirarlas, hamacándose como bielas o niñas en vacaciones; las sintió profundamente suyas, atadas a su ser por razones más hondas que la conexión de las muñecas. Sus dulces, sus espléndidas manos vencedoras.
Silbaba, marcando el compás con la marcha por el interminable pasillo. Todavía quedaba una gran distancia para alcanzar la puerta de salida. Pero qué importaba después de todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque en verdad él no iría a almorzar a casa de Emilio sino al departamento de Margie. Almorzaría con Margie, por el solo placer de decirle palabras cariñosas, y tornaría luego a cumplir la jornada vespertina. Mucho trabajo, en la Municipalidad. No bastaban todas las manos para cubrir la tarea. Las manos... Pero las suyas sí que habían estado atareadas rato antes. Pegar y pegar, vindicadoras; quizá por eso le pesaban ahora tanto. Y la calle estaba lejos, y era mediodía.
La luz de la puerta empezaba a agitarse en la atmósfera visual de Plack. Dejó de silbar; dijo: «Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin motivo, sin significado. Entonces fue cuando sintió que algo le arrastraba por el suelo. Algo que era más que algo; cosas suyas estaban arrastrando por el suelo.
Miró hacia abajo y vio que los dedos de sus manos arrastraban por el suelo.
Los dedos de sus manos arrastraban por el suelo. Diez sensaciones incidían en el cerebro de Plack con la colérica enunciación de las novedades repentinas. Él no lo quería creer pero era cierto. Sus manos parecían orejas de elefante africano. Gigantescas pantallas de carne arrastrando por el suelo.
A pesar del horror le dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel de esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella. Cada mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges, las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma, cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha y frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta dejar a Cary más molido que una galletita vieja.
Plack alcanzaba ahora la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le pareció que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la puerta.
El problema capital era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de costado quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo hacer pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese posible, seriamente.
—Absurdo —murmuró, pero la palabra era ya como una caja vacía.
Trató de serenarse, y se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad (Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo, como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio, calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus.
En la plaza las gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía; mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la cabeza, un violento gesto al conductor de un ómnibus para que detuviera el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la acera acababan de desvanecerse en serie.
Plack seguía en la calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el ómnibus. ¿Acaso el tranvía...?
El tranvía se detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas, pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al conductor para que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir.
—Tomaré un taxi —murmuró, empezando lentamente a desesperarse.
Abundaban los taxis. Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas.
Había un negro en el volante.
—¡Praderas verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!
—Abre la portezuela, bájate, tómame la mano izquierda, súbela, tómame la mano derecha, súbela, empújame para entrar en el coche, más despacio, así está bien. Ahora llévame a la calle Doce, número cuarenta setenta y cinco, y después vete al mismo infierno, negro de todos los diablos.
—¡Praderas verdes! —dijo el conductor, ya tornado al tradicional color ceniza—. ¿Seguro que esas manos son las suyas, señor?
Plack gemía en su asiento. Apenas había sitio para él: las manos ocupaban todo el piso, se desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y Plack estornudó. Quiso instintivamente taparse la nariz con una mano y por poco se arranca el brazo. Se dejó estar, abúlico, vencido, casi feliz. Las manos le descansaban sucias y macizas en el suelo del taxi. De la verruga, golpeada contra una columna de alumbrado, brotaban algunas gordas gotas de sangre.
—Iré a casa de un médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en casa de Margie. Por Dios, no puedo; le ocuparía todo el departamento. Iré a ver un médico; me aconsejará la amputación, yo aceptaré, es la única manera. Tengo hambre, tengo sueño.
Golpeó con la frente el cristal delantero.
—Llévame a la calle Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta y seis. Consultorio del doctor September.
Después se puso tan contento ante la idea que acababa de ocurrírsele que llegó a sentir el impulso de restregarse las manos de gusto; las movió pesadamente, las dejó estar.
El negro le subió las manos hasta el consultorio del doctor. Hubo una espantosa corrida en la sala de espera cuando Plack apareció, caminando detrás de sus manos que el negro sostenía por los pulgares, sudando a mares y gimiendo.
—Llévame hasta ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco. Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar, guárdate el vuelto y adiós.
Se desahogaba en el servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión racial, acaso, claro está que sin porqués.
Ya dos enfermeras presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior del consultorio. El doctor September era un individuo con una redonda cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack, advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el apretón por una sonrisa.
—¿Qué lo trae por aquí, amigo Plack? Plack lo miró con lástima.
—Nada —repuso, displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis manos, pedazo de facultativo?
—¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh!
Se puso de rodillas y estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al asombroso fenómeno.
—Muy raro —resumió con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack.
—¿A usted le parece?
—Sí, es el caso más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar algunas fotografías para el museo de rarezas de Pensilvania, ¿no es cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de las manos... digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí esta misma noche.
Plack escupió con rabia. Le temblaba todo el cuerpo.
—No, no soy carne de circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un solo hombre a estrecharme la... Bueno, ellos vendrán.
—Usted dispone, mi querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera—. Son las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto, Korinkus...
—El peor rato lo estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme... ¡Le digo que me opere! ¡¡Opéreme, hombre..., no sea criminal!!... ¡¡Comprenda lo que sufro!! ¿¿Nunca le crecieron las manos, a usted..?? ¡¡¡Pues a mí, sí!!! ¡¡¡Ahí tiene...; a mí, sí!!!
Lloraba, y las lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas.
El doctor September estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor September, enfundado en siete metros de género blanco; y lo único vivo que había en él eran sus ojos. Plack empezó a pensar en el momento terrible de la vuelta a la vida, después de la anestesia.
Lo acostaron dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre la mesa de mármol donde se llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September se acercó, riendo por debajo de la mascarilla.
—Korinkus vendrá a sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es fácil. Piense en cosas alegres y su corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus manos? Cuando despierte... ya no estarán con usted.
Plack hizo un gesto tímido. Empezó a mirarse las manos, primero una y después otra. «Adiós, muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario de formol que os destinarán especialmente, pensad en mí. Pensad en Margie que os besaba. Pensad en Mitt cuyo pelaje acariciabais. Os perdono la mala pasada, en homenaje a la paliza que le disteis a Cary, a ese vanidoso insolente...
Habían acercado algodones a su rostro y Plack estaba empezando a sentir un olor dulce y poco agradable. Intentó una protesta pero September hizo una suave señal negativa.
Entonces Plack se calló. Era mejor dejar que lo durmieran, entretenerse pensando cosas alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary. Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.
Lentamente, tornaba a sí mismo. Al abrir los ojos, la primera imagen que se coló en ellos fue la de Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que se inclinaba balbuceante sobre él.
—¡Dios mío..! Plack, viejo... Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así...
Plack no comprendió. ¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de una posible gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos. Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo tendido.
—¿Cómo estás, Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te... te sientes mejor?
Entonces, de manera fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome; en mi desmayo he soñado ese horror de las manos...».
Lanzó una aguda carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban, con rostros todavía ansiosos y asustados.
—¡Oh, gran imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—. ¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco..., te voy a dar una paliza que te tendrá un año en cama...!


Alzó los brazos para dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus ojos vieron los muñones.

 

miércoles, 11 de enero de 2017

Los tres cerditos. James Finn Garner.

Había una vez tres cerditos que vivían juntos en armonía y mutuo respeto con el entorno que les rodeaba. Sirviéndose de los materiales propios de la zona que habitaban, se construyeron cada uno una hermosa casa. Un cerdito se la construyó de paja, otro de madera y el último de ladrillos fabricados a base de estiércol, arcilla y zarcillos y posteriormente cocidos en un pequeño horno. Al terminar, los tres cerditos se sintieron satisfechos de su labor y siguieron viviendo en paz e independencia.
Pero su idílica existencia no tardó en verse desbaratada. Un día, pasó por allí un enorme lobo malo con ideas expansionistas. Al ver a los cerditos, se sintió sumamente hambriento, tanto desde un punto de vista físico como ideológico. Cuando los cerditos vieron al lobo, se refugiaron en la casa de paja. El lobo corrió hasta ella y golpeó la puerta con los nudillos, gritando:
¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar!
Pero los cerditos respondieron:
Tus tácticas de bandidaje no te servirán para amedrentar a unos cerditos empeñados en la defensa de su hogar y su cultura.
Pero el lobo se negaba a renunciar a lo que consideraba su destino ineludible. En consecuencia, sopló y sopló hasta derribar la casa de paja. Los cerditos, atemorizados, corrieron a la casa de madera con el lobo pisándoles los talones. El solar en el que se había alzado la casa de paja fue adquirido por otros lobos para organizar una plantación bananera.
Al llegar a la casa de madera, el lobo volvió a golpear la puerta y gritó:
¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar!
Pero los cerditos gritaron a su vez:
¡Vete al infierno, condenado tirano carnívoro e imperialista!
Al oír aquello, el lobo se rió condescendientemente para sus adentros. Pensó para sí: «Va a ser una lástima que tengan que desaparecer, pero no se puede interrumpir la marcha del progreso.»
A continuación, sopló y sopló hasta derribar la casa de madera. Los cerditos huyeron a la casa de ladrillo con el lobo pisándoles nuevamente los talones. Al solar que había ocupado la casa de madera acudieron otros lobos y fundaron una urbanización de recreo en multipropiedad destinada a lobos en período de vacaciones, diseñando cada unidad como una reconstrucción en fibra de vidrio de la antigua casa de madera e instalando tiendas de recuerdos típicos de la localidad, clubes de submarinismo y delfinarios.
El lobo llegó a la casa de ladrillos y, una vez más, comenzó a aporrear la puerta, gritando:
¡Cerditos, cerditos, dejadme entrar!
Esta vez, y a modo de respuesta, los cerditos entonaron cánticos de solidaridad y escribieron cartas de protesta a las Naciones Unidas.
Para entonces, al lobo comenzaba a irritarle la obcecación de los cerditos en su negativa a contemplar la situación desde una perspectiva carnívora, por lo que sopló y resopló y volvió a soplar hasta que, de repente, se aferró el pecho con las manos y se desplomó muerto como consecuencia de un infarto producido por el exceso de alimentos ricos en grasas.
Los tres cerditos celebraron el triunfo de la justicia y realizaron una breve danza en torno al cadáver del lobo. Su siguiente paso consistió en liberar sus tierras. Reunieron a un ejército de cerditos que se habían visto igualmente expulsados de sus propiedades y, con su nueva brigada de porcinistas, atacaron la urbanización con ametralladoras y lanzacohetes y dieron muerte a los crueles opresores lobunos, transmitiendo con ello un mensaje inequívoco al resto del hemisferio de no entrometerse en sus asuntos internos. A continuación, los cerditos fundaron un modelo de democracia socialista dotado de educación gratuita, un sistema universal de seguridad social y viviendas asequibles para todos.


Nota del autor: El lobo de este relato representa una imagen metafórica. Ningún lobo real ha sufrido daño alguno durante la redacción de esta historia.

Cuentos infantiles políticamente correctos. James Finn Garner, 2001.
 

lunes, 9 de enero de 2017

Oona, la alegre mujer de las cavernas. Patricia Highsmith.

Era un poco peluda, le faltaba un incisivo, pero su atractivo sexual era perceptible a una distancia de doscientos metros o más, como un olor; quizás fuese eso. Toda ella era redonda, su vientre, sus hombros, sus caderas eran redondas, y siempre estaba sonriente, siempre alegre. Por eso gustaba a los hombres. Siempre tenía algo cociendo en una olla sobre el fuego. Era mansa y nunca se enfadaba. Le habían dado tantos garrotazos en la cabeza que su cerebro estaba confuso. No hacía falta golpear a Oona para poseerla, pero ésa era la costumbre, y Oona apenas se molestaba en esquivar el cuerpo para protegerse. 
Oona estaba permanentemente preñada y nunca había experimentado el comienzo de la pubertad, ya que su padre se había aprovechado de ella desde que tenía cinco años, y después de él, sus hermanos. Su primer hijo nació cuando ella tenía siete años. Aun en avanzado estado de gestación abusaban de ella, y los hombres esperaban impacientes la media hora o así que tardaba en parir, para lanzarse de nuevo sobre ella. 
Curiosamente, Oona mantenía más o menos constante el índice de natalidad de la tribu; en todo caso, la población tendía a disminuir, ya que los hombres desatendían a sus mujeres porque estaban pensando en ella o, a veces, morían al pelear por ella. 
Finalmente, Oona fue asesinada por una mujer celosa, a quien su marido no había tocado desde hacía muchos meses. Este hombre fue el primero que se enamoró. Se llamaba Vipo. Sus amigos se habían reído de él por no tomar a otras mujeres, o a la suya propia, en los momentos en que Oona no estaba disponible. Vipo había perdido un ojo luchando con sus rivales. Era un hombre sólo de mediana estatura. Siempre le había llevado a Oona las piezas más selectas que cazaba. Trabajó mucho para hacer un adorno de pedernal, convirtiéndose así en el primer artista de su tribu. Todos los demás utilizaban el pedernal solamente para hacer puntas de flecha y cuchillos. Le había dado el adorno a Oona para que se lo colgara al cuello con una cinta de cuero. 
Cuando la mujer de Vipo mató a Oona por celos, Vipo mató a su mujer impulsado por el odio y la ira. Luego cantó una canción que sonaba fuerte y trágica. Siguió cantando como un loco, mientras las lágrimas corrían por sus barbudas mejillas. La tribu pensó en matarle, porque estaba loco y era diferente a todos, y le temían. Vipo dibujó figuras de Oona en la arena húmeda de la orilla del mar; luego, imágenes de ella sobre las rocas lisas de las montañas cercanas, imágenes que se veían desde lejos. Hizo una estatua de Oona en madera; después, una en piedra. Algunas veces dormía con ellas. Con las torpes sílabas de su lenguaje formó una frase que evocaba a Oona siempre que la pronunciaba. No era el único que aprendió y pronunció esa frase, ni el único que había conocido a Oona. 
Vipo fue asesinado por una mujer celosa cuyo hombre no la había tocado desde hacía meses. Su hombre le había comprado a Vipo una estatua de Oona por un precio muy elevado: una enorme pieza de cuero hecho con varios pellejos de bisonte. Vipo se hizo con ella una hermosa casa impermeable, y aún le sobró suficiente para vestirse. Inventó unas frases acerca de Oona. Algunos hombres le habían admirado, otros le habían odiado, y las mujeres le odiaban todas, porque las miraba como si no las viese. Muchos hombres se entristecieron por la muerte de Vipo. 
Pero, en general, la gente se sintió aliviada cuando Vipo desapareció. Había sido un hombre extraño, que perturbaba el sueño de algunas personas por las noches.

Pequeños cuentos misóginos. Patricia Highsmith, 1974.

domingo, 8 de enero de 2017

El prófugo. Víctor Montoya.

–¡Alto! 
El prófugo siguió corriendo. 
¡Pum!... 
El prófugo cayó de bruces. 
La sangre siguió corriendo.

viernes, 6 de enero de 2017

Soy un genio. Pedro Herrero.

Me costó mucho localizar la exótica tienda de antigüedades, en aquel barrio lleno de calles estrechas y mal iluminadas. Pero aún fue más difícil entenderme con el dueño del local (un anciano enjuto y misterioso), cuando le pedí un pequeño objeto de regalo que pudiera llevarme de recuerdo a mi país: una lámpara de Aladino, para demostrar a mi mujer que no me olvidaba de ella en mi viaje de negocios. La lámpara era preciosa, pero al parecer había que respetar un estricto protocolo a la hora de manipularla. Así que su propietario se esforzó en traducirme, una por una, todas las indicaciones que mostraba un viejo pergamino, relativas a la forma de cogerla, frotarla y formular los deseos correspondientes. Yo no entendí nada, aunque todo aquello se me antojó muy divertido, si bien en algún momento sospeché que no se trataba de ninguna broma. Ya en casa, dispuse el regalo en el mueble bajo del recibidor, para que mi mujer se llevara una sorpresa, y guardé las instrucciones con la intención de enseñárselas más tarde. Algo hice mal. No sé, quizá froté la lámpara a destiempo en una zona equivocada, todo ocurrió muy deprisa. Al llegar mi mujer, descubrió mi equipaje en el dormitorio y me buscó inútilmente por todas las dependencias. Al cabo de unos años se volvió a casar. Supongo que ahora es feliz, ya que nunca ha necesitado frotar la lámpara y pedirme al menos uno de los tres deseos. Y, por lo visto, la mujer de la limpieza tampoco está por la labor.

jueves, 5 de enero de 2017

La casa de reposo. Fernando Iwasaki.

La madre superiora miró hacia el cielo como buscando una señal divina, y en sus ojos desvelados de oraciones reverberó cristalina una lágrima. 
–¿Y dice usted que el viejo profesor se niega a ir a misa, hermana? 
–Así es, reverenda. Y maldice y ofende a María Santísima. 
–No importa, hermana. Llévelo entonces a dar un paseo por el huerto. 
–Sí, reverenda. 
–Hermana… 
–¿Sí, reverenda? 
–Que parezca un accidente.

martes, 3 de enero de 2017

La noche de Camberwell. Jean Ray.

Oí, en el piso, abrirse una puerta con precaución y voces que murmuraban, asustadas. Saqué el revólver de la funda.
Había bebido una cantidad exagerada de whisky aquella noche, porque una espantosa humedad mojaba el ambiente y, además, sentía la añoranza de los días de sol y de las playas de agosto.
Había en la bar del Site “Enchanteur” una inmensa salamandra holandesa con ojos de mica de un rojo infernal, posada sobre el pavimento de arna blanca como azúcar, y un whisky que condenaría a San Antonio si, por azar, se hubiese paseado por el islote de barro que rodea la taberna.
Afuera, un travieso viento otoñal jugaba con los charcos de agua y las hojas secas… Por tanto, es comprensible que yo me quedara bebiendo hasta que Cavendish, el dueño, me pusiera, con una cortesía exquisita, pero con gran firmeza, en la puerta de su paraíso terrenal perfumado con los más miríficos alcoholes de Inglaterra y de Escocia.
Mi casita de Camberwell es fría y húmeda. Vivo allí completamente solo. Los champiñones simulan fantásticos tumores lívidos en las grietas; el paseo de las babosas inscribe todas las noches pacientes láminas de plata en las paredes. Pero eso no impide que yo sea rey en mi casa y que no ceda el paso a los ladrones atraídos por mis objetos de plata repujada y tres o cuatro cuadros de valor.
El silencio se restableció.
Ni siquiera era roto por el agradable tictac del reloj flamenco del vestíbulo.
Me di cuenta de que acababan de robármelo y me puse de mal humor.
Escuche: cuando regreso a casa, no hay una mujer que gruña, pero me besa durante un minuto; ni la ruidosa bienvenida de un perro, ni la doble luz verde de los ojos de un gato. En esta hora severa de la soledad, los sueños maravillosos del whiskyme han abandonado en la esquina de una calle con malos compañeros, y me siento feliz al volver a encontrarme con mi amigo el reloj, que parlotea él solo en las profundas tinieblas del pasillo.
-¡Ya-es-tás-a-quí! ¡Es-toy-muy-con-ten-to!
-¡Ya-es-tás-aquí! ¡Es-toy-muy-con-ten-to!
He intentado hacerle decir otra cosa, pero no he tenido ningún éxito.
Mi cerebro y mi frágil imaginación de las horas frías de la noche se se han negado a adaptar otras palabras a su ritmo.
Y he aquí que este amigo me lo han robado…
El primer peldaño crujió bajo mi prudente pisada: entonces una voz susurró de nuevo; luego, un objeto caído tintineó en su caída y se rompió con un ruido acre.
En mi dormitorio hay aparatos de luz de cristal de Bohemia y de Venecia. Estoy enamorado de sus llamas silenciosas.
El fin lamentabla de uno de mis cristales me oprime el corazón; pero no tuve tiempo de reflexionar, porque el ruido seco de una pistola que se arma sonó en el primer piso.
Escruté en vano las sombras, un poco extrañado de que ninguna claridad viniese del ojo de buey que destila sobre el descansillo el fulgor d euna lejana fila de faroles.
Algo rozó largamente la pared por encima de mí. Y no tuve tiempo más que de evitar la barra roja de un disparo.
Sonó formidable como una explosión. Un empujón de gas ardiendo me abofeteó y mi sombrero recibió un papirotazo.
-¡Canallas!- grité-. ¡Muéstrense!
Una nueva llama alumbró la oscuridad.
Alzando mi revólver, disparé en la dirección del disparo y un cuerpo cayó pesadamente si lazar una queja.


* * *


En vano busqué al tacto el conmutador de la luz, y recordé con disgusto que había empleado mi última cerilla al querer encender la húmeda mezcla de mi pipa.
Alcancé el descansillo. Mi pie resbaló, untado en una masa grasosa y fofa. Comprendí que algo horrible se hallaba delante de mí, algo hacia lo que me agaché lentamente con angustia y disgusto.
¡Ah!…
Dos manos acababan de agarrarme por el cuello.


* * *


Dos manos enormes, heladas, duras como el acero.
En medio de un silencio inmenso, sin gritos, sin odio, con un método y una seguridad de máquina, apretaban mi cuello.
Mis vértebras crujieron. Mi pecho se llenaba de plomo fundido. Extrañas luces volteaban delante de mis ojos.
Comprendí que iba a morir, pero en ese momento mi revólver se disparó solo.
El aire volvió de nuevo a mis pulmones. Las manos habían dejado su presa.
Ahora un estertor muy tenue se apagaba delante de mí, en el descansillo oscuro.
Muy suave…, muy tenue…
Luego, volvió el silencio y quedé dueño de toda la casa.
El silencio, la noche, invisibles cadáveres, un incomprensible drama que yo acababa de vivir a ciegas…
Fue el miedo quien me saltó entonces sobre los hombros y me hizo correr, aullando, hacia la puerta.
Cuando de un salto alcancé el exterior, la “niebla” llegó.
En dos minuttos, la bruma ocupó toda la calle. Pegándose a los callejones, embadurnando las fachadas de una masa uniforme, ahogó mi voz que gritaba “¡Al asesino!”; ponía, a empujones, una glacial pera de angustia en mi garganta dolorida.
Corrí tras lejanas formas humanas, que se fundían en la niebla cuando yo me acercaba a ellas; llamé a las puertas, que permanecieron cerradas sobre sueños obstinados.
Y no vi a nadie. Nadie me oyó, y el silencio terrible de mi casa ensangrentada me perseguía a través de la socarrona complicidad de la niebla.


* * *


Después de dos horas de correr en vano, por una aurora sucia que lloraba el hollín de millares de chimeneas, volví a encontrarme en el umbral de mi trágica casa.
Cuando abría la puerta, temblando ante la idea del espectáculo que las tinieblas habían negado a mi vista, oí el tictac de mi reloj.


* * *


Allí estaba moviendo gravemente su péndulo.
¡Ya-es-tás-a-quí! ¡Es-toy-muy-con-ten-to!
Ni en la escalera ni en el descansilllo había ningún cadáver.
Y los cristales de las ventanas me han favorecido con sus discretos colores de aurora, de miel y de profundidades marinas.
Nada se había movido en mi casita. Ni siquiera había la huella de un piececito llena de sangre.
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!


* * *


Pero mi sombrero está agujereado por una bala.
En mi revólver hay dos cartuchos descargados.
Mi cuello lleva las huellas de unos dedos…, dedos helados, largos, monstruosamente largos.
¡Dios!


* * *


Ahora que pido consejo al whisky, me da un poco de clarividencia.
Me he equivocado de calle, de puerta…, una llave abre miles de cerraduras…, ¡y hay tantas calles semejantes!
¡Ah! ¡Ah! En un barrio de Londres, que desconozco, en una calle que no sé cuál es, en una casa desconocida, he matado a personas que jamás he visto y de las que no sabré nunca nada.
-¡Camarero, whisky!