El caso de Copito de Nieve, que en paz descanse, fue especial. Lo veíamos en la prensa casi con la misma frecuencia que a un ministro del Interior y a su muerte consiguió más necrológicas que un escritor. A mí me pidieron una, pero luego no la publicaron porque les pareció poco elogiosa. Contaba en ella que un día fui a Barcelona a visitar al famoso mono y cuando estuve frente a él me ausenté de la realidad durante unos segundos y por un momento creí que yo era el encerrado y Copito de Nieve el visitante. Como el tiempo tiene una dimensión subjetiva, durante esos segundos fui capaz de comprender, en el sentido más profundo de la palabra, lo que significaba pasar toda una vida encerrado tras un cristal blindado, con un neumático de camión para columpiarme. Me dio un escalofrío tal que miré con odio a Copito de Nieve, y tomándolo, ya digo, por un visitante dominguero, le dije:
—Sois unos hijos de puta.
De súbito volví en mí y al contemplar la mirada cansada de Copito, dudé si no había dicho él esas palabras dirigidas a mí y a mi especie. El caso es que me llamó el redactor jefe y me dijo que Copito de Nieve, al que los niños adoraban, no decía palabrotas. Además, había sido muy feliz en el zoo, donde había creado una familia llena de hijos y de nietos. No toleraba, en fin, que yo alterara, en el momento de su muerte, la realidad de esa manera. Comprendí que la felicidad de Copito de Nieve era un asunto de Estado y me callé.
La fotografía está sacada unos días antes de su muerte, cuando el Ayuntamiento de Barcelona decidió hacer pública su enfermedad (un cáncer de piel) para dar al público la oportunidad de que se despidiera de él. Mientras los niños y los adultos hacían cola para decirle adiós, Copito de Nieve bostezaba. A veces se rascaba el tumor que se había desarrollado en su axila derecha y luego se chupaba los dedos. El director del zoo, fiel al decreto de la felicidad, aseguró que Copito no sólo no sufría, sino que estaba pasando los momentos más dulces de su vida, disfrutando de la compañía de los suyos. Parecía que hablaba de un jefe de Estado retirado. Las autoridades aseguraron también que no prolongarían su vida artificialmente porque el objetivo era que el gorila tuviera una muerte digna que ya la quisiéramos para usted y para mí. Todos estos cuidados, de haber sido ovíparo, habrían resultado impensables. Además, ¿se habría atrevido un periódico a pedirme la necrológica de una gallina?
Todo son preguntas. Juan José Millás, 2005.
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