El
día que comíamos carne de gallina en el internado, era una fiesta.
Corría la noticia por todos lados, y aquellos escuálidos seres,
candidatos a tísicos, nos volvíamos locos de contento: “mañana,
gallina en pepitoria”, “mañana, gallina en pepitoria”,
decíamos los rapaces de ojos acromegálicos y tristes.
Si
ese día había gallina eso quería decir que, muy de mañana, el
grupo de internos al que le tocaba semana de limpieza en los
gallineros, tenían que empezar a degollar las cuatrocientas
gallinas, para que tuvieran tiempo los cocineros de prepararlas y
darnos de comer a la tropa de mil almas que sobrevivíamos en aquel
antro. La organización y rotación de las cuadrillas estaba a cargo
de un cura que nos daba latín, que llamábamos, El "Cojito"
ergo sum, porque era cojo y le gustaba dar la murga con los
latines.
Cuatrocientas
hermosas gallinas de color blanco y pico acerado, no se matan así
como así. Hay que matarlas de una en una. Y si la cuadrilla es de
cuatro, pues ya sabes, tienes que degollar un centenar. El rito
inmolatorio era, más o menos, así: Primero se les cortaba el
cogote, para lo cual tenías que cogerlas, con mucha maña, por la
cabeza con un movimiento preciso de la mano izquierda –si eras
diestro, y al revés si eras zocato-, y de un golpe meterte el cuerpo
de la gallina debajo del sobaco izquierdo. Sostenerla firmemente
agarrada para que quede inmóvil, tirar del cuello y doblar la muñeca
que agarra la cabeza, hacia el suelo. Entonces, con la mano del
cuchillo, cortabas de un tajo el cogote, de abajo hacia arriba y de
dentro hacia afuera. Nunca al revés, que te podías sajar.
Son
cuatro movimientos mecánicos que, con el tiempo, vas aprendiendo y
perfeccionado, hasta convertirte en un experto, pero tiene
intríngulis la cosa: “agarrar, sobaco, tirar y cortar”;
“agarrar, sobaco, tirar y cortar”; “agarrar, sobaco, tirar y
cortar”, y así ad nauseam, que decía el de latín, cuando
se repetía algo muchas veces. Una vez seccionado el cogote y
separada la cabeza del tronco, la cabeza la tirabas a un barreño,
para que se la comieran los cerdos, y el cuerpo descabezado lo
lanzabas zumbando al montón donde yacían las gallinas sin cabeza.
No podías perder el ritmo, no podías perder ni un segundo y,
además, había que hacerlo todo con cuidado para no ponerte perdido
de sangre. Poco a poco, el montón iba adquiriendo el aspecto de un
monstruo que se movía con torpeza. Era un montón de color blanco
con profusión de manchones y churretes rojos de sangre, un montón
convulso, que se agitaba espasmódicamente, porque las gallinas
seguían vivas durante un buen rato después de ser decapitadas.
Lo
que pasaba a continuación era peccata minuta, que decía el
de latín. Esperabas un rato a que se desangraran y cuando ya veías
que estaban tiesas de verdad, las metías en agua hirviendo y las
desplumabas. Tienes que tener un estómago a prueba de bomba, eso es
lo único, porque las gallinas mojadas, huelen a rayos y a medida que
van cayendo en el perol de agua hirviendo, se forma un pestiferio,
que no veas. Lo de “pestiferio”, lo decía también el de latín.
Bueno, el caso es que después, las desplumabas sin sacarle la piel a
tiras, las abrías en canal, las destripabas y… ¡al caldero! Luego
pegabas un grito y salías chozpando, que es gerundio, porque ¡se
había terminado la faena! A todas estas, los de la cuadrilla, no
parábamos de darnos cogotazos, puñetazos, patadas, zancadillas y
empujones, y de desplegar todo el repertorio de palabrotas,
morisquetas e insultos que formaban parte del patrimonio cultural del
internado.
Ese
día los internos nos poníamos las botas con el pollo a la
pepitoria, pero el resto de los días no olíamos la carne ni de
chiripa. Con el paso de los años nos convertimos en seres huesudos y
aviesos, en fríos verdugos insensibles al dolor de las gallinas.
Gallus gallus domesticus, decía el de latín.
Cuento extraído del blog Máquina de coser palabras, de Juan Yanes.
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