La mujer. Una isla
color canela sobre las baldosas.
La mujer desnuda.
(debe ser normal,
debe ser común, chico de doce años, yo, yo ese mediodía, chico que
toca la puerta de su amigo del colegio y queda suspendido en el aire,
queda enmudecido, al ver que una mujer salvajemente hermosa abre y
con voz apagada
pasa adelante,
Alberto está en el cuarto y te espera y en la nevera hay unas
croquetas para hacer y hay algo de pollo y refresco y si les apetece
tienen dinero que les puse en la mesa por si quieren comprar una
pizza y me voy un beso adiós adiós
porque el beso en la
mejilla me dejó inmóvil, gélido, ¿qué clase de madre era esa?
¿cómo podía una madre tener ojos encendidos como los de un gato,
ojos como brasas, y esa blusa ceñida en la que los pechos se alzaban
como barquillos de helado, y esa cintura estrecha, esas piernas
felices que debían silenciar el mundo cada vez que la falda se
alzaba un poco?)
La puerta del
apartamento.
Los dos amigos que
suben con prisa y carcajadas la escalera.
(la incongruencia
del mundo, el universo paralelo al que accedemos por azar, ¿nunca
les ha ocurrido? un sitio donde las madres no son señoras con
camisas anchas, colores amarillentos en el pelo, crucifijos, dietas
de lechuga, prensa rosa, bolsas del mercado, olor a pimentón,
cebollines,
porque aquel olor,
la madre de Alberto
era un olor cremoso, un olor cítrico y acaramelado que flotaba como
una nube y que era su anuncio, la orilla de un olor, la esponjosidad
de un olor, el olor mismo, y luego la madre de Alberto,
ella misma,
olorosa junto a
nosotros, caminando descalza con unos pies que algún pintor italiano
hubiese deseado para sus «madonnas», unos pies perfectos, unos
dedos gráciles flotando sobre el suelo del apartamento, aquel
apartamento cubierto de libros, muchos traducidos por la madre de
Alberto, muchos editados por la madre de Alberto, que era hermosa,
descalza, políglota
siéntense a comer,
muchachos, hoy es un día especial, porque el día que uno termina de
traducir a Diderot sólo puede ser un día especial, y por eso les he
preparado un carpaccio, y luego, si no le dicen nada a nadie les
dejaré probar un poco de un rioja estupendo,
carpaccio, que es
una carne cruda con virutas de parmesano, cruda,
los gritos de mi
madre, que la carne cruda es mala, que esa mujer está loca y no
puede estar bien de la cabeza y por eso nunca va a las reuniones del
colegio y jamás asiste a las misas de fin de año con lo bonitas que
van quedando desde que canta el coro,
carpaccio, tierno
sabor que me habla dentro de la boca, y luego ese dulce soplido en
las orejas, mejillas rosadas con los dedos de vino que pudimos probar
esa noche cuando la madre de Alberto tenía los ojos encendidos como
pequeñas antorchas, como fogonazos en medio de la noche, tan
hermosa, como nunca y como siempre, tan bella, tanto que debí irme
al baño y allí mismo, junto a su bata de seda necesité frotarme y
frotarme para que el cuerpo dejase de temblar al sentir el olor, la
mirada de la madre de Alberto, envuelto en esas horas, carpaccio,
Rioja, y esa señora Diderot que nos hacía tan felices)
El sabor de la
limonada. El sabor de la pizza.
El balón que rebota
en medio de la plaza y Alberto que le muestra a su amigo las monedas
que le regaló su madre hace unas horas.
(porque Alberto
vivía con naturalidad que su madre fuese la más inteligente, la más
joven, la más deliciosa, y que su padre fuese una visita algunos
domingos, un divorcio que tampoco era divorcio, unas vacaciones
ocasionales en esa Europa donde sus padres habían vivido alguna vez
¿y tú piensas
vivir metido en esa casa comiendo carne cruda? gritaba mi mamá con
su rostro como un tomate descompuesto, pero yo apenas la escuchaba, y
al fondo la telenovela, y alguien descubría que su madre no es su
madre porque él es el hijo perdido al nacer
y mi día era una
ordenada secuencia en la que las horas del colegio servían corno el
preámbulo para ir al apartamento de mi amigo a jugar al ajedrez, a
preparar los exámenes, a escuchar música, a rastrear como una
huella en la arena el olor de la madre de mi amigo,
ese olor,
tocando cada objeto
de la casa,
soplando sobre cada
libro, cada mueble, cada pared,
y a las cinco en
punto de la tarde,
precisa, exacta,
aparecía ella, el sonido de sus llaves, su carpeta llena de papeles,
sus lentes de sol
¿ya merendaron?
¿terminaron de estudiar? ¿no quieren ir a la cinemateca a ver una
película de Buñuel? Ya están en edad de empezar a ver a Buñuel y
luego nos tomamos unas merengadas y
porque íbamos mucho
al cine, o a exposiciones, o a presentaciones de libros en las que
hombres con barbas descuidadas perseguían a la madre de Alberto, la
asediaban, la rondaban, lo mismo que hombres con trajes muy bien
cortados, y muchachos de cabellos largos, y mujeres gordas, y todo
ser vivo, gente que se aproximaba a la madre de Alberto para olerla,
para tocarla, para invitarla,
y en una oportunidad
un hombre se puso pesado, se aproximó en exceso, y la madre de mi
amigo me abrazó hasta que aquel baboso se largó a otra parte
mientras yo nadaba en la felicidad del instante, yo tan cerca de
ella, tan inmediato a ese olor,
y fue esa la primera
vez que la vi tan triste, tan mustia, como cuando contestaba esas
llamadas de teléfono que nunca supe quién le hacía, y que la
dejaban muda, mirando las paredes)
Brisa en el rostro.
Las dos bicicletas
atraviesan la avenida.
(luego uno intenta
armar una secuencia que todo lo explique, intenta llenar de señales
lo que sólo era caos, dispersión, opacidad, y hasta se atreve a
insinuar razones donde sólo hay gestos,
eso sí, el viernes
anterior ella estaba en el balcón hablando por teléfono con alguien
a quien trataba con furia, luego llegó la noche y cuando Alberto y
yo salimos al salón la encontramos sentada a oscuras con un libro
abierto, entonces Alberto salió a comprar algo para que cenáramos y
me pidió que me quedase con su madre,
ella
que con voz apagada
ven aquí, ven aquí
y no enciendas la luz, la luz daña los ojos, quiero contarte algo,
algo que ya a Alberto no le hace gracia porque lo ha escuchado tantas
veces, pero un día iremos de paseo para que lo entiendas, sí, eso
haremos, le diré a tus padres que te dejen venir con nosotros, y nos
iremos los tres a Europa en avión, para que veas esas ciudades donde
las piedras tienen voces, para que camines bajo los prunos, sí,
aunque no sabes que son ¿verdad? es un árbol que tiene las hojas
color helado de uva, es un árbol pequeño que hay en los jardines y
que también llaman ciruelo rojo, y cuando te colocas debajo de ellos
filtran la luz y sientes como si una miel color vino te estuviese
mojando, y el sol no te daña, no te arde en la piel, porque yo era
muy feliz debajo de los prunos, pero además recuerdo que en
diciembre los prunos se quedaban desnudos, con sus ramas delgadas, y
en marzo se llenaban de flores pequeñas que parecían vidrios bajo
el sol, y esa era la primera señal de que se marchaba el invierno,
la primera noticia, allí, en los prunos, la primera insinuación de
que pronto todo recomenzaría,
luego quedó muy
callada,
quisiera decir que
la vi llorar, que se conmovió especialmente, que me acunó en sus
brazos y que mi rostro se hundió entre sus senos, pero no es cierto,
lo único real es que permaneció silenciosa y durante el resto de la
noche no abrió la boca,
comimos con
lentitud, sólo Alberto y yo intercambiábamos palabras, y sin
embargo los ojos de ella seguían encendidos, con esa incandescencia
amarilla, verde, que destellaba en sus pupilas,
no recuerdo nada
más, sólo que el domingo engañé a mi mamá con cualquier excusa y
pasé a jugar una partida de ajedrez con Alberto,
él me pidió que lo
esperase abajo, salió con su bicicleta y me dijo que fuésemos a
buscar la mía para dar un paseo,
así lo hicimos,
luego atravesamos la avenida y en la plaza estuvimos un buen rato
jugando con el balón,
mi amigo me mostró
el dinero que le había regalado su madre unas horas atrás,
luego comimos trozos
de pizza, bebimos limonada, y yo insistí tanto hasta que Alberto
aceptó que pasáramos por su casa para buscar el ajedrez y luego
jugar una partida en el parque,
subimos haciendo una
competencia a ver quién llegaba primero y recuerdo que nos reíamos
sin parar, Alberto iba ganando, era más ágil que yo, era más alto,
pero en los últimos escalones resbaló y logré entrar al pasillo
primero que él,
llegué a la puerta,
vi el papel, lo leí, yo lo leí primero,
«Alberto, no
entres, llama a tu padre»
pero no lo
comprendí, no lo entendí en absoluto, mucho menos comprendí los
ojos abiertos de mi amigo, las aletas de su nariz dilatándose, el
modo en que arrancó el papel y abrió la puerta a empujones, su
carrera, sus voces por todo el apartamento, su forma de asomarse a
cada habitación, a cada esquina, su manera de pasar una y otra vez
frente al baño sin golpear la puerta,
hasta que lo
distinguí congelado en el salón, resollando, fue entonces cuando se
aproximó al baño y yo lo seguí, como si sólo a partir de ese
instante entendiese que algo definitivo ocurría,
algo que era
predecible desde hace unos minutos y que sólo necesitaba de sus
detalles,
y sin embargo quedé
paralizado al verla sumergida dentro del agua de la bañera, como
aguantando el aire en un juego travieso,
pensé en dar un
paso atrás hasta que Alberto hundió medio cuerpo dentro del agua y
rugiendo intentó cargarla una y otra vez, inútilmente, porque el
cuerpo se le resbalaba, entonces mi amigo lanzó un gesto de ayuda y
entre ambos la alzamos, pero a pesar del esfuerzo arrastramos
jabones, tubos de pastillas, frascos de champú, botellas de vino,
pesaba mucho y la
colocamos en el suelo, Alberto le gritaba en el oído, pero la mujer
tenía los labios azules y los dedos arrugados,
era bellísima,
mi amigo gritaba
pero yo no podía escucharlo,
era bellísima,
la mujer desnuda,
la primera mujer
desnuda que veía en mi vida,
una isla color
canela sobre las baldosas,
la mujer desnuda y
yo, lleno de amor, y ese color canela,
y ese aroma subiendo
en mi garganta, porque mi amigo
gritaba, mi amigo
golpeaba su cabeza contra las paredes pero yo sólo deseaba que se
descuidara un segundo, que no encontrara nunca la bata de seda que
colgaba en la puerta,
para acariciar por
unos instantes esa piel, como un adiós, como una despedida,
(Madrid, 2004)
Hasta luego, Mister Salinguer. Juan Carlos Méndez Guédez, 2007.
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