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lunes, 2 de septiembre de 2024

Picabueyes. Sara Mesa.

Vuelve sin levantar la vista del suelo, las zapatillas emborronadas por las lágrimas que no terminan de caer del todo. Le arden los ojos. Vuelve bajo el sol que le golpea en los hombros desnudos, en la nuca sudorosa, sin rabia, sin resentimiento. Vuelve únicamente acompañada por el miedo: el miedo de llegar tarde, de llegar sola, de llegar sin la bici.
—¿Dónde está la bicicleta? —preguntarán las tías.
—¿De dónde vienes? —preguntarán también.
Ella tendrá que inventar una excusa. La olvidó en una esquina, se la prestó a unos niños que luego desaparecieron.
Se la robaron.
—¿Quién te la robó? —preguntarán desconfiadas, sabias.
Esa sabiduría resentida, murmura ella para sí. Las tías locas, posesivas, guardianas. Las tías. Los veranos.
No le pueden robar la bici en un pueblo tan pequeño. A plena luz del día. Sin que nadie lo vea, sin que nadie intervenga. No van a creerla. Aprieta el paso, piensa otras alternativas. Se seca las lágrimas con el antebrazo y siente el picor del polvo en los ojos y el escozor de la sal en los rasguños. Al caerse se llenó de tierra. Se raspó todo el brazo, la rodilla derecha. El pantalón se le pega ahora en la herida. Late. Sangra un poco. La mancha se va extendiendo paulatinamente hacia abajo. Marrón oscuro, en el azul gastado de los jeans.
Los días largos, los picabueyes que la miran pasar metidos en el fango de los arrozales. El camino estrecho, arenoso, flanqueado por juncos, hierbas secas. Si al menos pudiera lavarse las manos. Cada vez que se frota los ojos sabe que se restriega la suciedad por las mejillas. Está tan sucia que averiguarán que se cayó. No va a poder evitar que al final lo sepan. Hace calor y tiembla. Se cayó. De acuerdo, admitirá que se cayó.
Pero por qué tan lejos. Por qué en los caminos de los arrozales. Por qué fuera del pueblo. Eso no podría explicarlo. Dónde quedó la bici. Por qué no la lleva consigo. Cómo justificar lo del pinchazo, la cadena reliada. Sobre todo, cómo explicar que se quedó tan lejos, que pesaba, que sólo pudo transportarla consigo los diez primeros metros.
Los radios de la rueda girando levemente, brillando levemente bajo el sol de agosto.
Y las risas de fondo.
Los veranos allí, en los arrozales, mientras sus amigas disfrutan de la playa, untándose crema bajo el sol, preparándose para la animación de la noche.
Los veranos allí, su sangre joven, y el pueblo del que quiere escapar aunque sea en una bici vieja con los neumáticos gastados, aunque sea por los caminos de los arrozales por donde no va nadie, los caminos prohibidos, solitarios, donde ella puede pedalear más rápido, imaginar quizá, aunque sea fugazmente, el sabor de una libertad que no conoce.
Los caminos donde no la verá nadie, porque allí nunca hay nadie, salvo los picabueyes, los ratones de campo, los mosquitos que le acribillan los tobillos y los brazos, algún milano que sobrevuela el cielo casi blanco.
Nadie salvo al final, junto al muro de contención.
Un grupo de personas junto a un coche viejo, y ella que no sabe si debe seguir pedaleando o dar la vuelta.
—No te fíes de la gente —dicen siempre las tías—. No te fíes.
¿Por qué no ha de fiarse? Un grupo de personas junto a un coche, todavía lejanas, sólo es eso. ¿Son dos o tres? ¿Dos fuera y uno más dentro del coche? ¿Lo que hay apoyado junto al muro es una moto? ¿Una moto, un coche, tres personas?
Una masa informe entre la polvareda que se va definiendo a medida que ella pedalea y se acerca. En cuanto los alcance girará a la derecha por un nuevo camino, pero no, no va a dar la vuelta. Jamás dará la vuelta, por qué desconfiar y verse ahora forzada a dar la vuelta.
Y los chicos la miran, dos desde fuera del coche —uno apoyado sobre el capó del Clio maltratado por las carreras en el campo— y otro desde dentro, con el brazo sobre la ventanilla medio bajada, y una suave sonrisa en todos ellos pendiendo de sus labios, de sus bocas hambrientas de crueldad y diversión. La miran y entrecruzan un par de palabras que ella no puede oír porque jadea y pedalea más fuerte tras el giro, y es entonces, cuando les da la espalda, cuando siente la piedra que rebota en la bici, se asusta y acelera, y siente la otra piedra, la piedra final que le hace tambalearse, levantar las manos del manillar, descontrolar, derrapar, caerse junto a las hierbas secas y el fango del reborde del cultivo.
Ahora camina apresurada, la herida que le late, las sienes que le laten, el corazón desbocado, y el pueblo perfilándose al fin entre la reverberación del aire cálido. El pueblo, las tías, el verano. Cómo ocultar ahora que vio desde el suelo los zapatos de los chicos, cómo ocultar las carcajadas crueles, la patada humillante. El brillo de la navaja que se acerca a ella y luego se desvía enseguida para clavarse en un neumático. Los radios de la rueda dando vueltas, la cadena ya fuera de lugar, sus brazos engrasados, raspados, las risas que no cesan. Una mano que le agarra los pechos, primero uno, luego otro, como con cierto miedo, sin lascivia. Ella sin tiempo todavía de asustarse. La bici, piensa. Las tías, piensa. Y ellos dejan de manosearla. También se asustan porque ella no se mueve, se repliega y espera simplemente. Ríen más fuerte, pero desconcertados, sin saber qué hacer luego. Quizá son más jóvenes que ella. Unos críos que recién empiezan a probar, a probarse. En ese pueblo los niños de diez años conducen por los caminos de los arrozales con el permiso de sus padres embrutecidos e incultos. Lo dijeron las tías.
—No debes ir por allí, no hay que fiarse.
Lo dijeron. Malditas tías, son ellas peores que los chicos, piensa. Los chicos que se marchan enseguida y la dejan tirada en el borde del fango, bajo el sol mudo, bajo el Dios impasible que jamás actuó cuando hizo falta. Las chicharras tenaces que no rompen, sin embargo, el silencio.
Se levanta, se sacude, mira la bici rota, imposible de transportar desde tan lejos. A pesar de todo lo intenta, sin lloriquear, sin quejarse, únicamente apresurada por la hora.
Pero no llegará, no llegará a tiempo. La deja en el camino.
Tan lejos, y ahora sí está llegando. Los pies doloridos, la mancha en la rodilla aún más extendida, más oscura, parda, rojiza, delatora. El dolor sordo, amortiguado, que la atormenta menos que las dudas. El picor en los ojos.
¿Qué decirles ahora a las tías?
¿Qué decirles?

Mala letra, 2016.

miércoles, 17 de enero de 2024

Papá es de goma. Sara Mesa.

Con sus zapatillas de fieltro rosa y el pelo húmedo y desmadejado, la vecina abre con estruendo la puerta del 3.ºA y sale al distribuidor en penumbra. Tiene las mejillas salpicadas de pequeñas manchitas violáceas y las aletas de la nariz inflamadas por la ira.
¡Prefiero que me llamen entrometida a no hacer nada! —dice.
A través de la puerta entreabierta se desliza la voz de un hombre que trasluce más agotamiento que resignación.
Haz lo que quieras. De todos modos, siempre haces lo que quieres.
La mujer se dirige con paso firme al final del distribuidor y se detiene frente al 3.ºB. Alza la mano para pulsar el timbre, pero después la baja lentamente y mira hacia atrás. El murmullo del televisor recién encendido le indica que su marido ha dado por zanjada la discusión. Suspira, se vuelve de nuevo y llama. Primero, un rápido toque; después, tras unos segundos sin respuesta, pulsa más largamente. Aunque aguza el oído no alcanza a oír a nadie detrás, ninguna reacción, ningún movimiento: nada.
Cuando está a punto de abandonar, la puerta se abre con brusquedad, como si alguien hubiese estado esperando detrás desde el principio. Un niño de unos once años clava sus enormes ojos oscuros en la vecina, que, un poco desconcertada, balbucea una pregunta.
Hola, Dani. Dime…, ¿puedo hablar con tus padres?
Mi madre no está ahora —comenta él, como distraído. Su voz, aún infantil, está modulada con una gravedad impropia de su estatura—. Voy a ver si mi padre quiere salir —añade—. Si se espera un momento…
Daniel desaparece entre las sombras de la casa. La vecina observa, tras la puerta que separa el recibidor de la entrada, un largo pasillo por el que se esparcen bultos inidentificables. Cuando los ojos se le amoldan a la oscuridad, descubre que se trata de juguetes, papeles, pequeñas montañas de ropa desperdigadas por las esquinas. Sólo entonces, al final del pasillo, distingue al otro niño. Aunque no puede verlo con claridad, entiende que debe de ser Andrés, el mediano. Absorto, el niño tararea una canción y arrastra por el suelo lo que parece ser algún artilugio con ruedas. A pesar de la suciedad y del caos, huele bien, como a pan tostado y a paté caliente, un aroma de merienda escolar que le hace dudar por un momento. Entonces reaparece Daniel, con el gesto serio del niño que se sabe el primogénito.
Papá dice que más tarde hablará con usted. Ahora no puede interrumpir lo que está haciendo. Eso me ha dicho. —El niño se rasca una oreja y mira al suelo—. No puede.
Bien, de acuerdo. —Ella vacila antes de seguir—. Dani, ¿estáis todos bien?
Mientras Daniel asiente, educado y correcto, Andrés se acerca en silencio, arrastrando los pies, con un dedo metido en la nariz y los calcetines arrugados. La vecina lo mira y ve que lo que ha estado frotando contra el suelo no era un tren ni un coche ni ningún otro tipo de juguete, sino un pequeño hámster de ojos saltones que aprieta entre su pequeño puño sucio. Andrés se lo muestra y ella puede ver que el animal tiene una marca de sangre que le recorre el vientre desollado. Venciendo una arcada, se vuelve violentamente y regresa a su seguro y confortable hogar cerrando de un portazo.


Apoyado en el quicio de la puerta, con el bebé sujeto entre un brazo y la cadera, Daniel observa a Andrés mientras prepara sus cosas del colegio. Andrés es lento, se distrae a cada momento, deja abiertas las cremalleras de la mochila, no atina a atarse bien los cordones de los zapatos. Daniel lo mira en silencio, acunando al bebé, hasta que Andrés levanta los ojos y se encuentran el uno con el otro.
Vas a llegar tarde otra vez.
¿Y tú por qué no vienes?
Enfurruñado, Andrés se tiende sobre la cama deshecha y le da la espalda, mirando a la pared. Con su uñita mordida, levanta los bordes raídos de la cinta adhesiva de un póster de Pokémon.
Ya lo sabes. Alguien tiene que quedarse para cuidar de Luca.
El bebé protesta y Daniel lo cambia de postura, susurrándole algo en el cuello. Arañando en el póster, Andrés vuelve a hablar.
Podríamos turnarnos. Un día cada uno. Yo también puedo cuidarlo. Ya tengo siete años.
Vamos —repite Daniel con firmeza—. Vas a llegar tarde.
Andrés se sienta en la cama y sigue con sus cordones. Daniel se marcha con el bebé a la cocina. Allí lo coloca en una trona y le acaricia distraído la cabeza. Después busca el biberón entre los cacharros que se amontonan en el fregadero, lo enjuaga y pone a calentar agua en un cazo. Recién ha amanecido y la luz que entra por el lavadero es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. Una hilera de hormigas recorre con disciplina el borde de la encimera. Daniel las va matando una a una con los dedos mientras escucha la puerta abrirse y cerrarse, el ruido de las ruedas de la mochila pegando tumbos por la escalera y los pequeños pasos que se alejan.
De pronto sale corriendo hacia el salón. Ha agarrado de la mesita un paquete irregular envuelto en papel de aluminio. Se asoma a la ventana y llama a Andrés a gritos. Desde abajo, su hermano levanta la cabeza desganado.
¡Has olvidado la merienda!
Arroja el bocadillo hacia la calle, pero Andrés no consigue atraparlo y el paquete cae rodando por la acera. Daniel lo ve golpearse y girar hasta que Andrés lo frena con un zapato. Entonces oye al bebé que llora solo en la cocina.
Sin atravesar la puerta del dormitorio, Andrés mira a su padre acostado. Daniel insiste en que está muy enfermo. Sólo es posible verlo desde allí, dice, para no fatigarlo. El padre no habla, no se mueve, ni siquiera hace un gesto de saludo. Su rigidez parece inhumana; su piel es macilenta, apagada. Lleva puesta una gorra con un eslogan publicitario. Daniel, que sí está autorizado a sentarse a su lado, le agarra la mano sin uñas y le habla en voz baja. La habitación permanece a oscuras. Apenas se distinguen las formas de la cama, el armario, la mesita de noche, la bici estática en la que, en otros tiempos, la madre ponía en forma sus piernas.
¿Cuándo se curará? —pregunta Andrés.
Todavía le queda un poco —dice Daniel—. Pero ya está mejor. Esta mañana se levantó un rato. Estuvo en el salón jugando con Luca.
Siempre se levanta cuando yo estoy en el colegio. Nunca lo veo.
Pronto lo verás.
Daniel se pone en pie y cubre la figura con la sábana. El padre continúa inmutable. A Andrés se le humedecen los ojos y empieza a dar pataditas en el suelo.
¿Por qué cierras la habitación con llave?
No es una llave. Es sólo un alambre para echar el pestillo desde fuera. Papá me lo ha pedido así.
¿Por qué?
No quiere que entre nadie sin su permiso.
¿Nadie puede entrar? ¿Por qué yo no puedo entrar y tú sí?
No sé…, no puede entrar nadie. Eso es lo que él quiere, y ya está.
Andrés sigue a Daniel hasta el salón. Se sientan junto a la cuna donde el bebé duerme. En el suelo hay pañales sucios, muñecos de Playmobil, restos de comida. En la esquina, una planta se seca y otra está ya completamente mustia. Andrés abre la jaula del hámster y le vierte en el comedero un poco de agua del biberón. Después, con el roedor en la mano y sin levantar los ojos, murmura.
Ayer, cuando estabas comprando, vino otra vez la vecina. Pero le dije que papá estaba en la ducha y que mamá había salido contigo de paseo.
Daniel levanta la cabeza y lo mira.
Bien, bien. Hiciste bien.
Después añade:
Pero mejor no abras la próxima vez.


Daniel va al supermercado por las tardes, cuando Andrés puede encargarse de Luca y no corre el riesgo de que nadie le pregunte por qué a esas horas no está en el colegio. Aunque sabe que no debe entretenerse demasiado, merodea entre los anaqueles como si estuviese paseando. Conoce dónde está cada una de las cámaras de videovigilancia y cómo brilla la lente si hay alguien tras ellas controlando. Sabe también que detrás de la mayoría de las cámaras no hay nadie, pero aun así no se arriesga. Cuando algo le interesa, si está en zona de peligro, lo coloca en la cesta y después, fuera ya del alcance del ojo escrutador, se lo mete en los bolsillos interiores de su gran abrigo. Previamente se asegura de que el artículo en cuestión no tenga alarma y, si la tiene, la arranca con las uñas. En la cesta introduce los productos baratos; en el abrigo, los más caros, aunque esto no siempre es una regla fácil de cumplir. En cualquier caso, sabe que debe ahorrar. Ya no les queda mucho dinero.
Hoy ha guardado entre su ropa un pedazo de queso, dos latitas de atún, un paquete de gominolas y una tableta de chocolate. En la cesta lleva batidos, magdalenas y pan. Ensimismado, sostiene entre las manos un bote de leche en polvo para bebés. Es demasiado caro para echarlo en la cesta, pero demasiado grande para intentar ocultarlo en el abrigo. Lo coge y lo suelta varias veces; se aleja y se detiene a pensar en la calle trasera, donde se apilan los rollos de papel higiénico y los pañales. Allí no hay vigilancia. Daniel vuelve por el bote y, mientras finge atarse los cordones de las botas, saca el sobre plateado de la leche y se lo mete a presión en un bolsillo. En ese momento siente tras él el reflejo de un uniforme azul. Se vuelve con lentitud; es sólo un reponedor que ni siquiera ha reparado en su presencia. La voz de una cajera que llama a alguien por megafonía le hace sentirse bien. El estruendo, piensa, le protege de ser descubierto.
Daniel ha escogido la caja con más cola, en la que una cajera menuda, con brazos largos y delgados, pasa los productos con velocidad y los mete en bolsas con la precisión de una máquina. Normalmente la gente lo mira con simpatía —¡un niño haciendo la compra!—, pero esto no le beneficia en absoluto. Él preferiría pasar desapercibido. Siente su corazón latir como si fuera a explotarle y cruza las manos sobre el pecho para sujetárselo. Cuando llega su turno, la cajera le sonríe y empieza a pasar su compra por la cinta. Daniel paga rápido y sale de la tienda sin poder reprimir una risa nerviosa. Por mucho menos dinero de lo normal, se está llevando a casa comida para al menos tres o cuatro días.
En el portal se encuentra con el repartidor de butano llamando al timbre. El hombre está sudando y tiene prisa. Ni siquiera se extraña cuando Daniel se mete en la casa y sale él solo con el dinero.
No hace falta que suba la bombona —le dice—. Mi padre bajará ahora por ella.
Al repartidor le parece bien y se marcha sin dar las gracias. Daniel resopla. Se siente cansado, pero también satisfecho de sí mismo: igual que pudo cargar con el maniquí del contenedor, tendrá que cargar ahora con el butano. Sube primero las bolsas de la compra y después, tenazmente, arrastra la bombona hasta el ascensor. Está agitado, jadeando, cuando al fin consigue meterla en la cocina. Se apoya en la encimera a descansar y sonríe a Andrés, que aparece recorriendo el pasillo para saludarle, con un Action Man descabezado en la mano.


Es la hora de la siesta. A través de la persiana cerrada se filtran motas de luz en el salón oscuro, únicamente iluminado por los reflejos de colores del televisor. Los niños, tirados sobre la alfombra, ven los dibujos animados de la tarde. Hasta el bebé parece fijar la vista con atención y da palmotadas de alegría en el suelo, balbuceando sonidos a borbotones y girando su cabecita a uno y otro lado cuando las paredes blancas reverberan las luces verdes y azules de la pantalla. Delante de Andrés, esparcidos, se extienden varios cuadernos, un libro con los filos arrugados, lápices mordidos, un compás y una regla. Incluso en el desorden, hay algo estable en la escena. Los hermanos ríen y callan alternativamente, guiados por las aventuras de unos pingüinos de plastilina que gesticulan en la pantalla. Todo parece firme.
Entonces suena el timbre. Es un toque amenazador, estridente. Daniel agarra el mando y baja poco a poco el volumen del televisor hasta que quedan envueltos en un espeso silencio. Pasan unos segundos más y el timbre vuelve a sonar, con una persistencia que mantiene a los tres niños fijados en el suelo. El bebé protesta y Andrés se acerca a taparle la boca. Mientras tanto Daniel avanza a gatas por el pasillo, sigiloso. A mitad del camino se sobresalta por un tercer timbrazo. Se detiene un momento y luego continúa hasta llegar tras la puerta, donde permanece sentado, con la oreja pegada en la madera. Sabe que no puede asomarse por la mirilla, porque ellos sabrían que están dentro. Piensa que, de cualquier forma, ya saben que están dentro. Oye cómo lo dicen. Oye sus especulaciones acerca de cuándo podrán forzar la puerta. Alguien afirma haber oído la televisión; otro asegura que hace demasiado tiempo que no han visto por allí a ningún adulto; un tercero murmura que quizá están abandonados. Daniel reconoce la voz temblorosa de la vecina, que sostiene que primero desapareció la madre y luego el padre. Quizá ella tenía un amante y él perdió la cabeza, dice. Luego, Daniel los oye alejarse. Apoya la frente en la puerta y permanece ahí un poco más, sujetándose las rodillas, que le tiemblan.
Cuando regresa al salón, ve al bebé con un pañuelo atado en torno a la boca. Corre hacia él, se lo quita de un tirón y le pega a Andrés con el puño cerrado en el pecho.
¿Estás loco? —le susurra—. ¿No ves que puede asfixiarse?
Los dos hermanos se pelean en silencio, mientras el bebé lloriquea de cansancio.
Daniel se alza de puntillas y palpa el último estante de la estantería de la cocina. Lo recorre a todo lo largo, en un sentido y en otro, y sólo consigue mancharse los dedos de polvo, de azúcar y de migas de pan desparramadas. Estremecido, se sube a un taburete para mirar mejor. El alambre no está donde debiera estar. Maldice en voz baja y lo busca por toda la cocina. Finalmente lo encuentra sobre un bote de cristal con restos de harina. Lo agarra y se queda pensativo.
¿Andrés? —grita—. Andrés, ¿tú has cogido…?
Andrés le contesta desde el salón.
¿Qué pasa?
Nada. —Daniel sacude la cabeza y baja del taburete—. Nada.
Se hace un silencio hasta que vuelve a oírse la voz de Andrés, adelgazada por la distancia.
¿Cuándo vendrá mamá?
No lo sé —dice Daniel—. Pronto —añade tras unos segundos.
¿Volverá antes de que vengan por nosotros?
Nadie va a venir por nosotros. ¿Por qué dices eso?
Hoy en el colegio me han preguntado por ti.
¿Quién te ha preguntado por mí?
Varios mayores. Me preguntaron por qué ya no ibas a clase.
¿Y tú qué les dijiste?
Les dije que tenías fiebre.
Bien. Eso está bien. —Daniel se sienta en el taburete y se cubre la cabeza con las manos.
Después se levanta, avanza hasta el dormitorio y abre la puerta con el alambre. En la oscuridad, envuelto en la soledad y el vacío, reposa el cuerpo. Daniel llama a Andrés y le dice que traiga al bebé para que también pueda verlo. Mientras llegan, se sienta en la cama y finge creer que esa figura inerte aún puede servirles como padre. Andrés se asoma a la puerta con el bebé en brazos. Esta vez se queda callado e impasible, sin ni siquiera hacer el intento de acercarse. Daniel sube los ojos para mirarlo y lo oye hablar muy lento, muy tranquilo, como si lo que estuviera diciendo no tuviese en realidad importancia alguna.
Papá es de goma.
Daniel se levanta, se acerca a él, lo mira a un palmo de sus ojos sin despegar los labios.
Papá es de goma —repite Andrés—. De goma dura. De plástico, de lo que sea. No es papá de verdad. Yo ya lo he visto.


Esta vez ni siquiera tienen tiempo de bajar el volumen del televisor. Han estado comiendo sobre la alfombra y ahora reposan la comida felizmente. Daniel se ha atrevido a cocinar salchichas y puré y Andrés está contento, tumbado con las manos sobre la barriga, con su plato vacío al lado de las piernas. No piensa en el engaño. Quizá está bien así, se dice, manteniendo la farsa. Si pueden existir pingüinos de plastilina, por qué no pueden existir papás de plástico. El bebé chupetea una galleta y sonríe con las imágenes de la pantalla. Daniel está adormilado y por eso no oye las voces tras la puerta. Esta vez ni siquiera hay avisos, ni siquiera una vez llaman al timbre. Les sobresalta, sin anticipos, el ruido de un golpe seco en la cerradura, la puerta que se astilla, las voces potentes y viriles de dos o tres hombres que hablan con decisión. Andrés se levanta, inquieto, buscando con los ojos a su hermano. Pero Daniel apenas se ha movido. Simplemente, casi ya con alivio, estira el brazo y pasa sus dedos con suavidad por la nuca del bebé, que ríe ante el contacto. Todo ha terminado, susurra. Las voces se acercan por el pasillo y los pingüinos están diciendo algo sobre una fiesta que han organizado en un iglú. Los pasos se aceleran y los pingüinos ríen. Hay un gran estruendo, pero Andrés, Daniel y el bebé ahora guardan silencio. Los pingüinos se tiran en trineos por la nieve.

Mala letra, 2016.

lunes, 7 de agosto de 2023

Creamy milk and Crunchy Chocolate. Sara Mesa.

Un día –una noche– una pareja de ancianos murió por mi culpa. Sucedió en la avenida de Los Infantes, a eso de las nueve. Si no conocen Cárdenas, bastará con decirles que es una travesía ancha y bastante transitada, con circulación de dos carriles en cada sentido, lo que hoy viene a llamarse una «arteria de la ciudad». Aun así, el problema aquel día no fue el tráfico, sino la escasa visibilidad. Anochecía y lloviznaba y en el aire flotaba una especie de neblina formada por las gotas de lluvia y el humo de los coches. Así estaban las cosas cuando yo, que iba conduciendo de vuelta a casa, los vi a los dos parados en la mediana, me apiadé de ellos, me detuve y les hice un gesto con la mano para que pasaran. Cruzaron y el coche que iba por mi derecha, que no podía verlos, me sobrepasó y los arrolló a ambos. El hombre murió en el acto y la mujer, que quedó muy malherida, murió una semana después. Por mucho que mis amigos me dijeran que yo no había sido culpable puesto que la pareja no debía estar cruzando por allí, lo cierto es que, al parar yo y darles paso, los había precipitado hacia la muerte. Seguramente, si no lo hubiese hecho, ellos habrían permanecido en la mediana hasta que la carretera estuviese vacía y pudiesen cruzar sin más problema. Esto no me lo podía negar ni el más compasivo de mis amigos.
La familia de los ancianos –sus hijos– quiso denunciarme por imprudencia temeraria, aunque finalmente no formalizaron la demanda. Mi abogado me contó que, tras pensarlo con calma, habían asumido la fatalidad de lo que fue, como suele decirse, un «desgraciado accidente». No me culpaban. Sus padres eran muy mayores, veían mal, caminaban torpemente, y ellos no llegaban a comprender del todo qué estaban haciendo allí, parados en la mediana, a esas horas de la noche. Mi acción había sido irresponsable, sin duda, pero no desencadenante de los hechos.
Todo esto yo también podía admitirlo, aunque mis remordimientos no se encontraban en esa parte del drama, sino más bien en la del conductor del otro coche, el que los arrolló y técnicamente los mató. Él sí que no había tenido culpa alguna. Conducía a una velocidad moderada, iba por su carril, no tenía por qué pararse donde no había ninguna indicación para hacerlo. Así que, sin venir a cuento, debido a mi mala decisión, su vida cambió de golpe al embestirlos. No voy a entrar en detalles de lo desagradable que fue la escena y de cómo quedó su coche tras aquello, pero pueden suponerlo: si yo aún lo recuerdo casi a diario, no quiero ni imaginar la tortura que debió de suponer para él.
Era un tipo algo mayor que yo, de aspecto bondadoso y humilde. Bajaba la cabeza al hablar, con verdadero dolor, por verse involucrado en el asunto. Yo lo vi llorar. Varias veces. Jamás me dirigió una palabra de reproche. Al pedirle disculpas –lo hice insistentemente, durante los siguientes días–, se limitaba a mirarme con una absoluta expresión de derrota. No encontraba consuelo. Daba igual lo que yo o lo que nadie le dijéramos. Su mujer, en cambio, sí parecía realmente irritada. Ni siquiera quiso hablar conmigo cuando intenté acercarme. La única vez que coincidimos, en los pasillos del hospital donde agonizaba la anciana, aceleró el paso y se quitó de en medio. Luego me observó de lejos, con los brazos cruzados, desafiante. Era una mujer enjuta, muy alta, con pinta de tener mucho carácter. Más adelante, una madrugada, me llamó por teléfono y, con la voz enronquecida por la rabia, me pidió –no: me exigió– que no volviese a dirigirme nunca más a su marido, cuya vida, dijo, yo había «arruinado por completo». Me dijo también que, si buscaba lavar mi conciencia, lo hiciese en otro lado, porque cada vez que le preguntaba a su marido cómo se encontraba lo hundía más y más, de modo que no sólo había ocasionado la muerte de dos pobres ancianos –ella no dijo «ocasionar la muerte»: dijo «matar»–, sino que, si seguía por ese camino, iba a acabar también con la de su marido y padre de su hijo –subrayó esto último: mi hijo.
–Sólo pido un poco de respeto –añadió–. Está tan deprimido que capaz es de hacer cualquier tontería.
Encontré aquello estremecedoramente razonable, y supe que al usar la expresión «hacer cualquier tontería» no estaba exagerando ni un pelo. Obedecí y no volví a llamarlo más. Curiosamente, me sentí reconfortado: vi que tenía una mujer que lo cuidaba, alguien capaz de sacar los dientes –y si era preciso, capaz de morder– por defenderlo.
Aun así la incomodidad continuó. «Incomodidad» es un término tibio, pero se ajusta bastante bien a mis sensaciones de entonces. No era un malestar permanente que me impidiese hacer mi vida, sino más bien el pellizco de la desazón que me atenazaba de vez en cuando, algo muy incordiante. Por ejemplo, me sentía mal si reía en público. Siempre he sido muy bromista, me encantan los juegos de palabras y contar chistes, y ahora tenía que frenar mis ganas de hacerlo. También me veía forzado a exagerar las muestras de tristeza: dejé de ir al cine y de salir con amigos y mis paseos con la perra se redujeron a lo estrictamente necesario y, a poder ser, por las calles más feas y sombrías. Si bien una parte importante de mí había ya, como la gente dice, «pasado página», otra parte me decía que no estaba bien olvidar tan pronto, y que mi comportamiento no podía ser tan desconsiderado. Fingía, pero me sentía mal por estar fingiendo. O dicho de otro modo: me sentía mal por no sentirme peor.
–No es más que otra manifestación del complejo de culpa –dijo mi hermana–. En el fondo, aún no te has perdonado a ti mismo.
Fue ella la que me recomendó ir a psicoterapia, aun sabiendo que yo siempre he pensado que la psicología, las sesiones, los talleres, todo eso de los grupos de autoayuda, no son más que otra forma –ridícula– de creencia religiosa. Oculté mi escepticismo para no ofenderla –ella misma es psicoterapeuta– y acepté su consejo. Me habló de un grupo especializado, dijo, en tratar «el complejo de culpa». El objetivo era la rehabilitación con métodos similares a los que se emplean en las adicciones: la confesión y la puesta en común de los pecados para lograr cierto grado de alivio o sedación –¡el dogma!–. Así, cada uno contaba la historia que lo atormentaba y los demás lo convencían al unísono de que no, no, no, que algunas cosas suceden sin que nadie, necesariamente, sea causante de ellas.
En aquellas sesiones conocí a Braulia. Braulia es un nombre horrible para una mujer, lo sé, pero tenían que verla: es dulce, apetecible, casi magnética, aunque sin duda lo sería mucho más si no viviese martirizada por los remordimientos. Su situación no es de las peores –me refiero a su «situación clínica»–, pero tampoco de las mejores, aunque clasificar los casos de acuerdo con estos criterios –¿mejor o peor respecto a qué?– es, evidentemente, inútil. Una de las primeras cosas que aprendí allí es que el sufrimiento que produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia. Tampoco la autoculpabilización. El complejo de culpa no se guía por parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en premisas falsas y difícilmente transferibles.
Como ven, absorbí la teoría, aunque tampoco piensen que entendí gran cosa. Me bastaba con escuchar y consolarme con el mal ajeno. La mayoría de las personas que acudían allí vivían atenazadas por el dolor al culparse de hechos de los que no tenían culpa en absoluto. Éste era el caso de una mujer que pensaba que los perros abandonados –todos los perros– morían atropellados porque ella no los recogía. Así, era responsable de los que veía –siempre trataba de atraparlos y después los llevaba a una perrera, donde curiosamente, ya sí, se desentendía de su destino–, pero también de los que no veía. A menudo cogía el coche y peinaba todo el radio de carreteras y caminos en torno a la ciudad, buscando perros. Para ella, la culpa no era de los que los abandonaban –no era capaz de retroceder a ese momento de la historia–, ni de los demás conductores –que los veían en los arcenes y los dejaban allí sin más problema–, sino de ella, sólo de ella, puesto que ella era, en esencia, quien debía protegerlos y no lo hacía. Otro chico sufría intensamente cuando los alimentos se estropeaban. Su madre compraba grandes cantidades de comida y no sabía administrarse bien, de modo que muchas veces tenían que desechar lo que caducaba o se pudría. Él lloraba, se tiraba al suelo, pataleaba. No entendía por qué había permitido que tal horror sucediera, cuando hubiese sido tan fácil comérselos antes. Para él, representaba la plasmación de la mortalidad de la carne, o algo así, una idea que le angustiaba de una manera casi existencial. Pacientes como éstos tenían algo más complejo que un simple sentimiento de culpa –obsesiones, trastornos mentales serios u otras patologías de las que no tengo ni idea–, pero aun así venían a las sesiones a escuchar o a contar sus casos. Más habituales eran historias como la de la mujer que se sentía responsable del despido de una compañera a la que suplió durante una baja –lo había hecho tan bien que demostró a los jefes la ineptitud de la sustituida–, o la de un hombre que pensaba que era culpable de los daños cerebrales que sufrió su hijo porque no lo llevó al hospital en cuanto le empezó a subir la fiebre. De poco le bastaba a este hombre que los informes médicos certificaran que los mismos daños se hubiesen producido en cualquier otra situación, así como no le bastaba a ninguno de los que temían defraudar a sus padres, a sus hijos o a sus parejas ningún tipo de perdón.
¿Y Braulia? No hablaba demasiado. Se sentaba en una esquina, junto a la ventana. La luz caía sobre su pelo, aclarándoselo, y agudizaba su perfil atormentado, resaltando la nariz fina, los pómulos marcados. Se mordía los labios y las uñas continuamente, y de vez en cuando parpadeaba con rapidez, apretando mucho los ojos, como si así quisiera borrar un recuerdo y empezar de cero. Tras ella, por la ventana, se veía el camino que llevaba hasta el edificio flanqueado por jacarandas que dejaban el suelo alfombrado de flores mustias. De fondo, la línea irregular de edificios más bien toscos, con grandes antenas parabólicas y un enorme cartel publicitario de Heineken, lo presidía todo. Yo la miraba con discreción y buscaba estrategias para hablarle a la salida. Me imaginaba alejándome con ella por ese camino, con el cartel al frente, los bloques de edificios recortados contra el cielo. Cuando pienso en aquellos días me vienen a la cabeza imágenes confusas, moradas y verdes, una mezcla posible de las jacarandas y la luz del cartel cuando anochecía, algo parecido, supongo, a la nostalgia. Braulia no era joven –yo tampoco– pero su inocencia me apabullaba. Me preguntaba cómo un ser así, tan puro, tan intocado, podía sentirse culpable de algo.
No conocí su historia hasta la séptima sesión. Era un día extraño, la sala estaba cargada de una tensión eléctrica que viciaba el ambiente. No era posible aburrirse, aunque la atención que prestábamos era más bien superficial y entrecortada. Una chica temblaba al hablarnos de su novio, al que había dejado hacía poco. Decía que tenía miedo de que se suicidara y, cómo no, se sentía muy culpable por ello. Al hablar levantaba hacia el techo los brazos extremadamente flacos, con histrionismo. Gesticulaba de un modo horrible. Todos sobreactuábamos allí, pero aquello era excesivo. Nos pusimos aún más nerviosos. Braulia salió de su letargo y comenzó a tiritar. Los dientes le castañeteaban. Se abrazó a sí misma, encorvándose sobre las rodillas. La psicoterapeuta le dio la palabra. Qué pasa, Braulia, le dijo. Qué te está pasando. Ella no contestó. ¿Quieres que cuente yo tu historia a los demás?, preguntó. A lo mejor le sirve de algo a tu compañera. A lo mejor te viene bien compartirla. Braulia dejó de temblar. Ahora simplemente parecía asustada. Hizo un gesto de renuncia con la mano. Pero la psicoterapeuta habló.
Habló de un suicidio. Del suicidio de una mujer. Su marido había sido el amante de Braulia –usó esa palabra: «amante»–. Habló de los elementos que estaban produciendo confusión: la sensación de celos, de abandono. Habló de consecuencias que no eran responsabilidad de Braulia: dos niños huérfanos, una familia destrozada. Explicó que aquella mujer ya lo había intentado antes, varias veces, por lo que Braulia no formaba parte verdaderamente del núcleo de la historia. De hecho, su estado depresivo era, en parte, lo que había «arrojado a su marido a los brazos de otra mujer» –éstas fueron sus palabras textuales–. Así pues, ¿había un culpable en este caso? Y si lo había, ¿de verdad alguien creía que pudiera ser la dulce Braulia? Señaló hacia la esquina y ella levantó la mirada avergonzada, sin asomo de alivio. Ante los ojos de Dios –y ella era creyente, muy creyente–, era culpable y no había expiación posible por su error. Balbuceando, dijo que cuando pensaba en los huérfanos no podía parar de llorar. A su amante había dejado de verlo de inmediato, y ella misma se había infligido daños físicos –incluidas quemaduras– para castigarse. Juró que nunca, jamás, volvería a dejarse llevar por la lascivia.
«¿Lascivia?», preguntó un compañero. Le parecía un término muy duro. ¿Por qué no llamarlo necesidad de afecto, búsqueda de cariño o, directamente, amor? Ella se hacía daño a sí misma si lo consideraba sólo así, como lascivia. Braulia no contestó, salvo para añadir un sinónimo: «lujuria». Yo la miré y pensé que era la persona con el aspecto menos lujurioso de mundo.
Me acerqué a la salida y me ofrecí a acompañarla un poco. Me preguntó si yo estaba casado. No, le dije, y era cierto. Recorrimos juntos el caminito que tantas veces yo había mirado por la ventana. Muy cerca de nuestras cabezas se cruzaban los vencejos, chillando enloquecidos. No eran quizá un buen comienzo, esos graznidos, pero pude notar que le hacía bien ir a mi lado. Así empezó todo.
No digo que fuese fácil. No lo era. Braulia pensaba que no tenía derecho a enamorarse de alguien que conoció a causa del suicidio de otra persona. Encadenaba todos los acontecimientos con una lógica enfermiza: si no hubiese «contribuido al adulterio» –palabras suyas–, jamás se habría visto metida en esa historia de obsesión y de culpa, jamás me habría encontrado. Ella debía haberse limitado a ir a la iglesia –donde se confesaba todas las semanas–, y no entrar en el juego de aquel grupo de «modernos» tarados e «inmorales» que trataban de justificar a toda costa sus «pecados» y que, con la excusa del grupo, no hacían más que buscar «nuevas ocasiones para pecar». Algunas noches escuchaba en la radio el programa de un predicador al american way, un programa que duraba horas y horas y que ella seguía con los ojos cerrados y pequeños movimientos de cabeza. Cuando le venían los ataques y su sentimiento de culpa se agudizaba, adoptaba aquella forma de expresarse –la del predicador– y cada vez se exaltaba más y más. Entonces yo la estrechaba fuerte entre mis brazos, le acariciaba el pelo y le susurraba al oído lo que se me iba ocurriendo, cualquier cosa. Servía. Se calmaba. Brotaba otra Braulia de ella, más joven y más sana. Para mí era una especie de reto: conocer a la mujer que había sido antes de dejarse vencer por las alucinaciones de la culpa. Rescatarla. Salvarla del tormento. Ahora yo tenía una misión en la vida. Ya no pensaba en el hombre que atropelló a los ancianos por mi culpa. Mi parte de la historia estaba totalmente superada. Volví a reír en público, a contar chistes. A veces le contagiaba la risa a ella. Y era reconfortante sentir esto: la existencia de un camino más o menos limpio por delante.
Todo era –todo es–, sin embargo, demasiado frágil en la vida. Y hay pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se quiebra, y todo cambia. Esto también me pasó a mí, una tarde.
Fue en el supermercado. Allí lo vi, haciendo la compra con un niño. Por la edad, por cómo se dirigía a él y lo conducía tomándolo suavemente por la nuca, supe enseguida que se trataba de su hijo. Iban metiendo los artículos en el carrito con cierta seriedad. Era una escena rutinaria y, a la vez, muy solemne. Me quedé en una esquina observándolos. No vi señal alguna de sufrimiento en aquel hombre. Tenía mejor aspecto que cuando lo conocí. Quizá demasiado serio o reflexivo, pero de todos modos daba la impresión de ser de ese tipo de personas proclives a la introspección, más allá de lo que le hubiera sucedido en su pasado. Los seguí hasta que terminaron su compra y se fueron a la caja a pagar, y entonces sentí el impulso de saber más –o la necesidad de saber más–, abandoné mi cesta en un pasillo, salí del recinto sin dejar de mirarlos de reojo, me monté en el coche y esperé a que ellos acabaran. Si también habían llegado en coche, pensé, los seguiría con el mío; si caminaban, los seguiría caminando. Para qué, ni me lo preguntaba. Mi atención se concentraba sólo en verlos salir por las puertas mecánicas y no dejaba espacio para nada más. Aparecieron unos minutos más tarde. Lo vi empujar el carrito hacia un coche –uno nuevo, más pequeño, de color blanco– y meter en el maletero todas las bolsas, con parsimonia. También se tomó su tiempo en colocar al niño atrás, asegurarse de que se abrochaba bien el cinturón de seguridad. Seguirlos fue sencillo: condujo lentamente, respetando todas las señales. Se detenía en los cruces incluso cuando no era necesario, marcaba escrupulosamente los cambios de dirección con los intermitentes. Me alegró verlo conducir, porque le había oído decir que jamás podría volver a hacerlo. También Braulia pensaba que no podría volver a acostarse con otro hombre, y sin embargo. Yo mismo creí, durante un tiempo, que no sería capaz de reírme y ser el mismo que era antes, y sin embargo. La vida continúa, pensé, y luego me pregunté por qué iría tan lejos a hacer la compra –llevábamos un buen rato uno tras otro–, habiendo tantos supermercados mucho más cerca. Al cabo de otros diez minutos aparqué en una plazoleta, a cierta distancia de donde él lo había hecho.
La plazoleta tenía un tobogán y un par de balancines desvencijados. El hombre ayudó a bajar al niño, lo tomó de la mano y se dirigieron hasta allí en silencio. Yo permanecí dentro del coche. Ellos no me veían, pero yo podía distinguirlos con claridad. Ahora, la escena ya no me parecía tan natural. Había tensión en el modo en que el niño se balanceaba y miraba a su padre, y también en el gesto repetido de él de mirar el reloj y echarse atrás el pelo, nerviosamente. Sacó un pañuelo y se limpió la frente. No hacía calor, pero cuando levantó un brazo para aupar a su hijo, noté que tenía manchas de sudor en las axilas. No había nadie más que ellos dos. De pronto, aquello resultó extraño y triste: el niño, el padre, los columpios rotos, el albero sucio, la ausencia de palabras, las miradas repetidas al reloj. Lo vi también consultar el móvil, otear un par de veces hacia uno de los bloques de pisos que rodeaban la plazoleta, esperando encontrar algo o a alguien. Todo seguía vacío. El niño se bajó del balancín, se aproximó a su padre y se quedó pegado a sus piernas. Él esbozó un gesto vago, como para abrazarlo, pero se detuvo sin terminar de hacerlo. Después se agachó a su lado, le susurró al oído. Volvieron al coche, sacó algo de una de las bolsas del maletero, se lo entregó sin cruzar palabra. El niño negó con la cabeza. Él pareció insistir. El niño gritó nítidamente –«¡No quiero!»– y él cerró el maletero de un golpe, tirando al suelo aquello que desde la distancia yo no podía ver. Luego le dio la mano y lo condujo hacia el bloque de pisos que había estado mirando antes. Me bajé del coche para seguirlos. Al verlos por detrás, vi que tenían la misma manera de andar: ligeramente encorvados, con los pies hacia fuera y la cabeza gacha. Del padre lo entendía, pero ¿también el hijo se sentía derrotado? No sé de dónde me salió ese pensamiento. ¿Derrotado? ¿Un niño de, no sé, siete u ocho años, derrotado? ¿Simplemente por su forma de andar?
Se detuvieron en el portal del bloque y llamaron al portero automático. Permanecían rígidos, en silencio, mirando hacia el suelo. Me aproximé más de lo debido, pensando que, aunque me viese, no sería capaz de identificarme. Todas las buenas señales que creí haber visto en el supermercado ahora se habían disipado, y ya sólo tenía ante mí a un hombre apesadumbrado, vencido, con la piel enrojecida y las manos temblorosas. Entonces la puerta se abrió y la vi a ella, su mujer, tan enjuta como antes, tan decidida como antes, casi una exhalación que agarró al niño y lo arrastró al interior del portal, dejando a aquel hombre solo, junto a la entrada, donde se mantuvo aún unos segundos sin moverse. Luego levantó la vista y me miró. Si me reconoció, no sé decirlo. Sus ojos estaban tan huecos como los de un animal disecado. Yo me volví con cobardía. Di la vuelta y desanduve el camino y no fui capaz de enfrentarme a esa mirada que quizá no estaba hueca, sino solamente perpleja o furiosa. Volví sobre mis pasos casi corriendo y, al pasar junto a su coche, vi en el suelo aquello que el niño había despreciado. Era una chocolatina. «Creamy milk and crunchy chocolate», leí. No sé cómo me dio tiempo a leerlo. Incluso ahora, al recordarlo, me viene con nitidez la imagen de las letras amarillas y azules y el brillo del envoltorio arrojado junto al neumático. Aceleré el paso. Tuve ganas de llorar.
Todo se quiebra en un instante, o en el espacio de unos pocos minutos, diez o quince minutos, no muchos más, los mismos que tardé en conducir hasta casa de Braulia y llamar a su puerta mientras algo áspero y muy desagradable me subía por la garganta. Y después ella abrió, me miró con extrañeza, extendió los brazos cuando me abalancé hacia su cuerpo. Y en el recibidor mismo, donde yo casi me caía –y ésa era la culpa, ésa, y no el cosquilleo que durante meses había estado sintiendo con tibieza–, le pedí que nos arrodilláramos juntos, le pedí que rezáramos a aquel Dios en quien ella creía, ansié creer en Él y obtener su perdón y su consuelo, y supe que no era yo quien tenía una misión con Braulia, sino más bien al revés, que ella me rescataba a mí de la indiferencia.
Luego, horas más tarde, después del rezo, y del amor, y otra vez del rezo, cuando aún temblábamos y ya hacía rato que la noche caía implacable sobre toda la inmensidad de nuestra culpa, recordé que había olvidado a la perra en la puerta del supermercado, atada al bicicletero donde solía dejarla siempre cuando hacía mis compras, y fui por ella todo lo rápido que pude, pero ya se la habían llevado –alguien se la había llevado–, y cuando llamé a la perrera rezando –otra vez rezando– para que estuviese allí, saltó el contestador con el aviso de que «el horario de atención al público es de 9 a 2 de la mañana y de 5 a 7 de la tarde», y yo conocía bien la perrera, y sabía que toda la profesionalidad que traslucía la voz del contestador era una farsa, y que el tono aséptico no evitaba la mugre de las jaulas ni los golpes con palos ni la escasez de comida ni los ladridos de los perros enfermos, y aquélla fue una de las noches más largas, y más duras, de mi vida.

Mala letra, 2016.