miércoles, 17 de enero de 2024

Papá es de goma. Sara Mesa.

Con sus zapatillas de fieltro rosa y el pelo húmedo y desmadejado, la vecina abre con estruendo la puerta del 3.ºA y sale al distribuidor en penumbra. Tiene las mejillas salpicadas de pequeñas manchitas violáceas y las aletas de la nariz inflamadas por la ira.
¡Prefiero que me llamen entrometida a no hacer nada! —dice.
A través de la puerta entreabierta se desliza la voz de un hombre que trasluce más agotamiento que resignación.
Haz lo que quieras. De todos modos, siempre haces lo que quieres.
La mujer se dirige con paso firme al final del distribuidor y se detiene frente al 3.ºB. Alza la mano para pulsar el timbre, pero después la baja lentamente y mira hacia atrás. El murmullo del televisor recién encendido le indica que su marido ha dado por zanjada la discusión. Suspira, se vuelve de nuevo y llama. Primero, un rápido toque; después, tras unos segundos sin respuesta, pulsa más largamente. Aunque aguza el oído no alcanza a oír a nadie detrás, ninguna reacción, ningún movimiento: nada.
Cuando está a punto de abandonar, la puerta se abre con brusquedad, como si alguien hubiese estado esperando detrás desde el principio. Un niño de unos once años clava sus enormes ojos oscuros en la vecina, que, un poco desconcertada, balbucea una pregunta.
Hola, Dani. Dime…, ¿puedo hablar con tus padres?
Mi madre no está ahora —comenta él, como distraído. Su voz, aún infantil, está modulada con una gravedad impropia de su estatura—. Voy a ver si mi padre quiere salir —añade—. Si se espera un momento…
Daniel desaparece entre las sombras de la casa. La vecina observa, tras la puerta que separa el recibidor de la entrada, un largo pasillo por el que se esparcen bultos inidentificables. Cuando los ojos se le amoldan a la oscuridad, descubre que se trata de juguetes, papeles, pequeñas montañas de ropa desperdigadas por las esquinas. Sólo entonces, al final del pasillo, distingue al otro niño. Aunque no puede verlo con claridad, entiende que debe de ser Andrés, el mediano. Absorto, el niño tararea una canción y arrastra por el suelo lo que parece ser algún artilugio con ruedas. A pesar de la suciedad y del caos, huele bien, como a pan tostado y a paté caliente, un aroma de merienda escolar que le hace dudar por un momento. Entonces reaparece Daniel, con el gesto serio del niño que se sabe el primogénito.
Papá dice que más tarde hablará con usted. Ahora no puede interrumpir lo que está haciendo. Eso me ha dicho. —El niño se rasca una oreja y mira al suelo—. No puede.
Bien, de acuerdo. —Ella vacila antes de seguir—. Dani, ¿estáis todos bien?
Mientras Daniel asiente, educado y correcto, Andrés se acerca en silencio, arrastrando los pies, con un dedo metido en la nariz y los calcetines arrugados. La vecina lo mira y ve que lo que ha estado frotando contra el suelo no era un tren ni un coche ni ningún otro tipo de juguete, sino un pequeño hámster de ojos saltones que aprieta entre su pequeño puño sucio. Andrés se lo muestra y ella puede ver que el animal tiene una marca de sangre que le recorre el vientre desollado. Venciendo una arcada, se vuelve violentamente y regresa a su seguro y confortable hogar cerrando de un portazo.


Apoyado en el quicio de la puerta, con el bebé sujeto entre un brazo y la cadera, Daniel observa a Andrés mientras prepara sus cosas del colegio. Andrés es lento, se distrae a cada momento, deja abiertas las cremalleras de la mochila, no atina a atarse bien los cordones de los zapatos. Daniel lo mira en silencio, acunando al bebé, hasta que Andrés levanta los ojos y se encuentran el uno con el otro.
Vas a llegar tarde otra vez.
¿Y tú por qué no vienes?
Enfurruñado, Andrés se tiende sobre la cama deshecha y le da la espalda, mirando a la pared. Con su uñita mordida, levanta los bordes raídos de la cinta adhesiva de un póster de Pokémon.
Ya lo sabes. Alguien tiene que quedarse para cuidar de Luca.
El bebé protesta y Daniel lo cambia de postura, susurrándole algo en el cuello. Arañando en el póster, Andrés vuelve a hablar.
Podríamos turnarnos. Un día cada uno. Yo también puedo cuidarlo. Ya tengo siete años.
Vamos —repite Daniel con firmeza—. Vas a llegar tarde.
Andrés se sienta en la cama y sigue con sus cordones. Daniel se marcha con el bebé a la cocina. Allí lo coloca en una trona y le acaricia distraído la cabeza. Después busca el biberón entre los cacharros que se amontonan en el fregadero, lo enjuaga y pone a calentar agua en un cazo. Recién ha amanecido y la luz que entra por el lavadero es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. Una hilera de hormigas recorre con disciplina el borde de la encimera. Daniel las va matando una a una con los dedos mientras escucha la puerta abrirse y cerrarse, el ruido de las ruedas de la mochila pegando tumbos por la escalera y los pequeños pasos que se alejan.
De pronto sale corriendo hacia el salón. Ha agarrado de la mesita un paquete irregular envuelto en papel de aluminio. Se asoma a la ventana y llama a Andrés a gritos. Desde abajo, su hermano levanta la cabeza desganado.
¡Has olvidado la merienda!
Arroja el bocadillo hacia la calle, pero Andrés no consigue atraparlo y el paquete cae rodando por la acera. Daniel lo ve golpearse y girar hasta que Andrés lo frena con un zapato. Entonces oye al bebé que llora solo en la cocina.
Sin atravesar la puerta del dormitorio, Andrés mira a su padre acostado. Daniel insiste en que está muy enfermo. Sólo es posible verlo desde allí, dice, para no fatigarlo. El padre no habla, no se mueve, ni siquiera hace un gesto de saludo. Su rigidez parece inhumana; su piel es macilenta, apagada. Lleva puesta una gorra con un eslogan publicitario. Daniel, que sí está autorizado a sentarse a su lado, le agarra la mano sin uñas y le habla en voz baja. La habitación permanece a oscuras. Apenas se distinguen las formas de la cama, el armario, la mesita de noche, la bici estática en la que, en otros tiempos, la madre ponía en forma sus piernas.
¿Cuándo se curará? —pregunta Andrés.
Todavía le queda un poco —dice Daniel—. Pero ya está mejor. Esta mañana se levantó un rato. Estuvo en el salón jugando con Luca.
Siempre se levanta cuando yo estoy en el colegio. Nunca lo veo.
Pronto lo verás.
Daniel se pone en pie y cubre la figura con la sábana. El padre continúa inmutable. A Andrés se le humedecen los ojos y empieza a dar pataditas en el suelo.
¿Por qué cierras la habitación con llave?
No es una llave. Es sólo un alambre para echar el pestillo desde fuera. Papá me lo ha pedido así.
¿Por qué?
No quiere que entre nadie sin su permiso.
¿Nadie puede entrar? ¿Por qué yo no puedo entrar y tú sí?
No sé…, no puede entrar nadie. Eso es lo que él quiere, y ya está.
Andrés sigue a Daniel hasta el salón. Se sientan junto a la cuna donde el bebé duerme. En el suelo hay pañales sucios, muñecos de Playmobil, restos de comida. En la esquina, una planta se seca y otra está ya completamente mustia. Andrés abre la jaula del hámster y le vierte en el comedero un poco de agua del biberón. Después, con el roedor en la mano y sin levantar los ojos, murmura.
Ayer, cuando estabas comprando, vino otra vez la vecina. Pero le dije que papá estaba en la ducha y que mamá había salido contigo de paseo.
Daniel levanta la cabeza y lo mira.
Bien, bien. Hiciste bien.
Después añade:
Pero mejor no abras la próxima vez.


Daniel va al supermercado por las tardes, cuando Andrés puede encargarse de Luca y no corre el riesgo de que nadie le pregunte por qué a esas horas no está en el colegio. Aunque sabe que no debe entretenerse demasiado, merodea entre los anaqueles como si estuviese paseando. Conoce dónde está cada una de las cámaras de videovigilancia y cómo brilla la lente si hay alguien tras ellas controlando. Sabe también que detrás de la mayoría de las cámaras no hay nadie, pero aun así no se arriesga. Cuando algo le interesa, si está en zona de peligro, lo coloca en la cesta y después, fuera ya del alcance del ojo escrutador, se lo mete en los bolsillos interiores de su gran abrigo. Previamente se asegura de que el artículo en cuestión no tenga alarma y, si la tiene, la arranca con las uñas. En la cesta introduce los productos baratos; en el abrigo, los más caros, aunque esto no siempre es una regla fácil de cumplir. En cualquier caso, sabe que debe ahorrar. Ya no les queda mucho dinero.
Hoy ha guardado entre su ropa un pedazo de queso, dos latitas de atún, un paquete de gominolas y una tableta de chocolate. En la cesta lleva batidos, magdalenas y pan. Ensimismado, sostiene entre las manos un bote de leche en polvo para bebés. Es demasiado caro para echarlo en la cesta, pero demasiado grande para intentar ocultarlo en el abrigo. Lo coge y lo suelta varias veces; se aleja y se detiene a pensar en la calle trasera, donde se apilan los rollos de papel higiénico y los pañales. Allí no hay vigilancia. Daniel vuelve por el bote y, mientras finge atarse los cordones de las botas, saca el sobre plateado de la leche y se lo mete a presión en un bolsillo. En ese momento siente tras él el reflejo de un uniforme azul. Se vuelve con lentitud; es sólo un reponedor que ni siquiera ha reparado en su presencia. La voz de una cajera que llama a alguien por megafonía le hace sentirse bien. El estruendo, piensa, le protege de ser descubierto.
Daniel ha escogido la caja con más cola, en la que una cajera menuda, con brazos largos y delgados, pasa los productos con velocidad y los mete en bolsas con la precisión de una máquina. Normalmente la gente lo mira con simpatía —¡un niño haciendo la compra!—, pero esto no le beneficia en absoluto. Él preferiría pasar desapercibido. Siente su corazón latir como si fuera a explotarle y cruza las manos sobre el pecho para sujetárselo. Cuando llega su turno, la cajera le sonríe y empieza a pasar su compra por la cinta. Daniel paga rápido y sale de la tienda sin poder reprimir una risa nerviosa. Por mucho menos dinero de lo normal, se está llevando a casa comida para al menos tres o cuatro días.
En el portal se encuentra con el repartidor de butano llamando al timbre. El hombre está sudando y tiene prisa. Ni siquiera se extraña cuando Daniel se mete en la casa y sale él solo con el dinero.
No hace falta que suba la bombona —le dice—. Mi padre bajará ahora por ella.
Al repartidor le parece bien y se marcha sin dar las gracias. Daniel resopla. Se siente cansado, pero también satisfecho de sí mismo: igual que pudo cargar con el maniquí del contenedor, tendrá que cargar ahora con el butano. Sube primero las bolsas de la compra y después, tenazmente, arrastra la bombona hasta el ascensor. Está agitado, jadeando, cuando al fin consigue meterla en la cocina. Se apoya en la encimera a descansar y sonríe a Andrés, que aparece recorriendo el pasillo para saludarle, con un Action Man descabezado en la mano.


Es la hora de la siesta. A través de la persiana cerrada se filtran motas de luz en el salón oscuro, únicamente iluminado por los reflejos de colores del televisor. Los niños, tirados sobre la alfombra, ven los dibujos animados de la tarde. Hasta el bebé parece fijar la vista con atención y da palmotadas de alegría en el suelo, balbuceando sonidos a borbotones y girando su cabecita a uno y otro lado cuando las paredes blancas reverberan las luces verdes y azules de la pantalla. Delante de Andrés, esparcidos, se extienden varios cuadernos, un libro con los filos arrugados, lápices mordidos, un compás y una regla. Incluso en el desorden, hay algo estable en la escena. Los hermanos ríen y callan alternativamente, guiados por las aventuras de unos pingüinos de plastilina que gesticulan en la pantalla. Todo parece firme.
Entonces suena el timbre. Es un toque amenazador, estridente. Daniel agarra el mando y baja poco a poco el volumen del televisor hasta que quedan envueltos en un espeso silencio. Pasan unos segundos más y el timbre vuelve a sonar, con una persistencia que mantiene a los tres niños fijados en el suelo. El bebé protesta y Andrés se acerca a taparle la boca. Mientras tanto Daniel avanza a gatas por el pasillo, sigiloso. A mitad del camino se sobresalta por un tercer timbrazo. Se detiene un momento y luego continúa hasta llegar tras la puerta, donde permanece sentado, con la oreja pegada en la madera. Sabe que no puede asomarse por la mirilla, porque ellos sabrían que están dentro. Piensa que, de cualquier forma, ya saben que están dentro. Oye cómo lo dicen. Oye sus especulaciones acerca de cuándo podrán forzar la puerta. Alguien afirma haber oído la televisión; otro asegura que hace demasiado tiempo que no han visto por allí a ningún adulto; un tercero murmura que quizá están abandonados. Daniel reconoce la voz temblorosa de la vecina, que sostiene que primero desapareció la madre y luego el padre. Quizá ella tenía un amante y él perdió la cabeza, dice. Luego, Daniel los oye alejarse. Apoya la frente en la puerta y permanece ahí un poco más, sujetándose las rodillas, que le tiemblan.
Cuando regresa al salón, ve al bebé con un pañuelo atado en torno a la boca. Corre hacia él, se lo quita de un tirón y le pega a Andrés con el puño cerrado en el pecho.
¿Estás loco? —le susurra—. ¿No ves que puede asfixiarse?
Los dos hermanos se pelean en silencio, mientras el bebé lloriquea de cansancio.
Daniel se alza de puntillas y palpa el último estante de la estantería de la cocina. Lo recorre a todo lo largo, en un sentido y en otro, y sólo consigue mancharse los dedos de polvo, de azúcar y de migas de pan desparramadas. Estremecido, se sube a un taburete para mirar mejor. El alambre no está donde debiera estar. Maldice en voz baja y lo busca por toda la cocina. Finalmente lo encuentra sobre un bote de cristal con restos de harina. Lo agarra y se queda pensativo.
¿Andrés? —grita—. Andrés, ¿tú has cogido…?
Andrés le contesta desde el salón.
¿Qué pasa?
Nada. —Daniel sacude la cabeza y baja del taburete—. Nada.
Se hace un silencio hasta que vuelve a oírse la voz de Andrés, adelgazada por la distancia.
¿Cuándo vendrá mamá?
No lo sé —dice Daniel—. Pronto —añade tras unos segundos.
¿Volverá antes de que vengan por nosotros?
Nadie va a venir por nosotros. ¿Por qué dices eso?
Hoy en el colegio me han preguntado por ti.
¿Quién te ha preguntado por mí?
Varios mayores. Me preguntaron por qué ya no ibas a clase.
¿Y tú qué les dijiste?
Les dije que tenías fiebre.
Bien. Eso está bien. —Daniel se sienta en el taburete y se cubre la cabeza con las manos.
Después se levanta, avanza hasta el dormitorio y abre la puerta con el alambre. En la oscuridad, envuelto en la soledad y el vacío, reposa el cuerpo. Daniel llama a Andrés y le dice que traiga al bebé para que también pueda verlo. Mientras llegan, se sienta en la cama y finge creer que esa figura inerte aún puede servirles como padre. Andrés se asoma a la puerta con el bebé en brazos. Esta vez se queda callado e impasible, sin ni siquiera hacer el intento de acercarse. Daniel sube los ojos para mirarlo y lo oye hablar muy lento, muy tranquilo, como si lo que estuviera diciendo no tuviese en realidad importancia alguna.
Papá es de goma.
Daniel se levanta, se acerca a él, lo mira a un palmo de sus ojos sin despegar los labios.
Papá es de goma —repite Andrés—. De goma dura. De plástico, de lo que sea. No es papá de verdad. Yo ya lo he visto.


Esta vez ni siquiera tienen tiempo de bajar el volumen del televisor. Han estado comiendo sobre la alfombra y ahora reposan la comida felizmente. Daniel se ha atrevido a cocinar salchichas y puré y Andrés está contento, tumbado con las manos sobre la barriga, con su plato vacío al lado de las piernas. No piensa en el engaño. Quizá está bien así, se dice, manteniendo la farsa. Si pueden existir pingüinos de plastilina, por qué no pueden existir papás de plástico. El bebé chupetea una galleta y sonríe con las imágenes de la pantalla. Daniel está adormilado y por eso no oye las voces tras la puerta. Esta vez ni siquiera hay avisos, ni siquiera una vez llaman al timbre. Les sobresalta, sin anticipos, el ruido de un golpe seco en la cerradura, la puerta que se astilla, las voces potentes y viriles de dos o tres hombres que hablan con decisión. Andrés se levanta, inquieto, buscando con los ojos a su hermano. Pero Daniel apenas se ha movido. Simplemente, casi ya con alivio, estira el brazo y pasa sus dedos con suavidad por la nuca del bebé, que ríe ante el contacto. Todo ha terminado, susurra. Las voces se acercan por el pasillo y los pingüinos están diciendo algo sobre una fiesta que han organizado en un iglú. Los pasos se aceleran y los pingüinos ríen. Hay un gran estruendo, pero Andrés, Daniel y el bebé ahora guardan silencio. Los pingüinos se tiran en trineos por la nieve.

Mala letra, 2016.

No hay comentarios:

Publicar un comentario