domingo, 30 de agosto de 2020

El final de una guerra. Jesús Fernández Santos.

El muchacho se quitó las pieles de carnero que calzaba, sacando del macuto un par de alpargatas viejas y zurcidas.
El compañero le miró. Iba a decirle algo pero a su vez, tras un último vistazo, dejó el fusil contra la pared de la chabola, saludándole con un irónico ademán de despedida.
—Hasta la vista… —y alzando desde el suelo un lío de ropa, todo su equipaje, preguntó al chico—: ¿Vamos hasta la cocina?
—Andando.
Lucían las estrellas sobre la negra retama del pinar. El muchacho, caminando, se preguntaba si aquellas luces en lo alto, serían capaces de orientar hasta Madrid el rumbo de los dos.
A sus espaldas, el frente dormía. Disparos lejanos, solitarios, traían de vez en cuando el recuerdo de una guerra remota, en la que nadie, bajo los pinos, había llegado a intervenir. Sólo cambios de frente, mudanzas locales de trincheras húmedas a sucios parapetos, aburridos relevos cada quince días y un hambre larga, insatisfecha, harta de pan y de café, de sopas y naranjas. Rumores de rendición, de nocturnas deserciones, pasando el frente hacia la otra zona o huyendo hasta Madrid para esperar el final de la guerra.
—¿Tú crees que acertaremos el camino?
El compañero ajustaba su paquete para llevarlo sobre el hombro.
—Acertaremos. Si no nos pillan los del control.
—¿Tú qué piensas hacer en Madrid?
—Ya te lo diré cuando lleguemos.
—¿Y al furriel, le conoces? ¿No irá con el cuento al comandante?
—Ese es de confianza… Un amigo. Si él pudiera se venía con nosotros, pero tiene la familia aquí, en un pueblo cerca.
—Además los furrieles viven bien.
—Te diré: como generales…
Tardaban en llegar a las cocinas. Por fin, tras un recodo cubierto de troncos calcinados, llegó el olor hiriente del aceite frito. El hogar, entre las sucias tiendas de los pinches, dejó escapar un tibio resplandor al soplo de la brisa.
—Están durmiendo…
—No puede ser. Le dije que venía.
El compañero, sin titubeos, se dirigió a una de las tiendas.
—Ramón —dijo en un susurro.
El furriel les miraba ahora desde sus ojos pequeños y brillantes, sucio, dormido, despeinado, desperezándose bajo la luna.
—Bueno, os daré el pan, pero si os cogen, de mí ni una palabra, que ya me liaron más de una vez, por bueno.
Aún siguió protestando, mientras sacaba de los sacos el pan caliente y tierno. Los chuscos relucientes parecieron al muchacho un grado superior en el ejército, como si de pronto a él y al compañero les hubiesen encomendado una misión difícil, un trabajo especial, privilegiado.
El apretón de manos selló las gracias pero a poco, cuando ya comenzaban a alejarse, un siseo insistente les detuvo. Al borde de las tiendas el furriel les hacía señas. Volvieron sobre sus pasos y el cabo se acercó a medio camino.
—¿Pero dónde vais?
Los dos se miraron confusos.
—¿Lleváis salvoconducto? —preguntó todavía.
—No… —confesó el muchacho.
—Si lo lleváramos, ¿para qué íbamos a andar escondiéndonos?
—¿Ningún papel…?
—Nada…
—Estáis locos. —Por un momento miró arrepentido el pan que aún llevaban en la mano—. Por ahí vais derechos al control. —Hizo un silencio y luego añadió de mala gana—: Venid conmigo…
Fueron bajando tras el suave declive que cubría la espalda de las tiendas, hasta desembocar en las oscuras fauces de un barranco. Su aliento húmedo trajo el eco de la última recomendación.
—¡… Y a ver si abrís los ojos! La semana pasada empapelaron a tres.
—¿Les formaron expediente?
—¿Por qué? ¿Por bajar a buscar comida?
—Eso dijeron ellos —en el tono del furriel pudo percibirse una clara alusión a ambos—, pero les condenaron.
—¿Les cayó mucho?
—El batallón disciplinario… Allí están, en primera línea, llevando troncos toda la santa noche hasta las trincheras. De modo que espabilar…
—Hasta la vista.
—¡Suerte…!
—¿Quieres algo para Madrid?
—Recuerdos a la Cibeles.
El muchacho iba pensando, mientras caminaban, en los trabajos del batallón disciplinario. Recordaba a los hombres luchando para alzar los rollizos de pino sobre el talud desnudo de las zanjas, su silencio, el fatigoso ir y venir bajo la oscuridad de las nubes que cubrían la luna. A veces la claridad se hacía de improviso y los soldados quedaban inmóviles, esperando tal vez un disparo de más allá que nunca llegaba. Cierto día, sin embargo, llegó y fue el único muerto que vio en el frente el muchacho. La bala le pasó de sien a sien, comiéndole la cara, y el sargento dijo, como en un responso.
—Para este ya terminó la guerra…
La garganta parecía hundirse cada vez más, siguiendo el curso del arroyo, y ellos procuraban orientarse apartándose poco de su murmullo, torciendo sólo cuando las zarzas se hacían más espesas en la orilla.
—¿Tú crees que vamos bien?
—No hay más que seguir hasta dar con la carretera.
Pero la carretera tardó casi dos horas en aparecer. El compañero lo estaba comprobando, con el reloj junto a los ojos, al resplandor de las estrellas.
—¿Pasará algún camión?
—Mejor será andar otro poco.
—Quien pueda… —respondió el chico, y descalzando las alpargatas, mostró al otro sus pies hinchados.
—Hay que seguir un kilómetro o dos por si nos queda algún control cerca todavía.
—El furriel dijo que saldríamos pasados todos.
—Del furriel no me fío.
—Antes sí te fiabas… Además no puedo dar un paso.
—¡Valiente recluta eres tú!
—¿Y quién dice que lo sea? —clamó el chico con rabia.
—Vamos a echarnos un poco. Vamos a esas chabolas.
Eran dos nidos de ametralladora, vacíos, inundados por las últimas lluvias. En el rincón más seco encendieron fuego, comiendo medio chusco. El sueño les llegó antes de romper la madrugada.
El destello de luz, al despertarles, hirió sus ojos con una sensación casi dolorosa. Se alzaron aún aturdidos por el sueño, desconcertados por el rayo brillante que les apuntaba desde la puerta.
—¿Qué hacéis aquí vosotros?
Aún vinieron otras preguntas antes de que pudieran responder. Lo hizo el compañero, medroso, disciplinado, como correspondía al tono autoritario del que sostenía la linterna.
—Bajamos a buscar comida…
Se detuvo sin saber qué trato adjudicarle. Estuvo a punto de decir: «Mi comandante».
Fuera, a la luz del día, supieron que se trataba de un sargento. Sargento de Carabineros, Comandante Jefe de la Plaza, y la Plaza un pueblo silencioso, con cuartel instalado en un viejo convento. Ahora se hallaba evacuado por los bombardeos y aparte del sargento, sólo quedaban perros sonámbulos y ancianos con escopeta al hombro, senil somatén a la puerta del Ayuntamiento.
En la Plaza Mayor, dos que tomaban el sol se alzaron viendo llegar al militar con los dos soldados.
—¿Dónde está el alcalde?
—Servidor. —Se adelantó uno de ellos.
—¿Quiere abrir el portal?
El viejo empujó la pesada hoja de castaño.
—Pase usted, sargento.
—Le dejo estos dos desertores a su cargo. Usted responde de ellos. Usted es responsable en caso de fuga. ¿Me entiende?
—Sí, señor, como mande.
Salió a la claridad, de nuevo, sin mirarles y aún se alejaban sus pisadas sobre la grava de la calzada cuando el compañero comenzó a maldecir. Maldijo de su vida, del muchacho, de su negra suerte, del sargento.
—Por ti, por tus cochinos pies nos vemos así. ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió traerte!
—¡Mala hora la mía! ¿Quién me dijo de venir contigo? ¿Quién me lo dijo? ¿Quién me lo dijo?
El muchacho gritaba sin convicción, un poco anonadado, sólo para frenar los denuestos del otro, y ni él, ni el compañero intentaron huir por la puerta aún entornada, defendida tan sólo por el anciano que con la escopeta entre las piernas, contemplaba absorto la escena.
—¿De qué brigada sois? —se decidió a preguntar. Le dijeron de mala gana el número.
—¿Lleváis mucho tiempo por aquí?
—Ya va para un año. ¿No tendrá nada que comer?
—Algo hay…
Fuera, en el sol de la plaza, otros hombres de la edad del centinela pugnaban por hablar con los presos a través de la ventana.
—¿Sabéis algo del frente? ¿Sabéis cuándo licencian?
—¿Conoces a Manuel Sotoca?
—¡Mala suerte tuvisteis!
—¿Y a su primo José?
—¿Qué os hacen? ¿Qué os dijo el sargento?
—¿Qué hay del bombardeo?
Sólo cuando lo preguntaron, recordó el muchacho las casas destruidas a la entrada del pueblo.
—Tiraban al cuartel —explicó el guardián—, pero no le acertaron.
—¿Y qué hay de esa comida? —preguntó, a su vez, el compañero.
—Ya viene de camino.
Trajeron una fuente de patatas guisadas con huevos fritos y media hogaza. Vino un niño con nueces. Más allá de la reja, el viejo centinela dormitaba.
—¡Eh! —llamó a los presos, enderezándose de pronto—, me voy a comer, si algo necesitáis, con una voz os oigo. Yo vivo enfrente.
Probó la puerta y viéndola cerrada, se alejó cruzando la plaza.
—¿Volverá?
—Sí, con el sargento.
—¿Qué nos harán?
—No sé.
—La voz del compañero se volvió opaca, temerosa.
—¿Tú crees que nos caerá lo que a los otros?
—¿Qué otros?
—¿Los que nos dijo el furriel?
—¿Y yo qué sé? ¡Déjame en paz ya con tus historias!
El muchacho pensaba en la vida tranquila allá en el frente. Al hambre, a fin de cuentas, podía acostumbrarse; más difícil era hacerse a aquella incertidumbre, al destino próximo, pendiente de la vuelta del sargento.
El compañero se había tumbado en el suelo de madera, luchando por dormir, pero también los pensamientos debían andar rondando su cabeza porque, a veces, abría los ojos y miraba a lo lejos como si pudiera ver algo más allá de la habitación, muy lejos, tras los muros.
De pronto se incorporó, yendo hasta la ventana súbitamente. Un rumor lejano llegaba hasta la celda.
—Pronto vuelve ese —se lamentó el muchacho.
El compañero no respondió. Su rostro había cambiado el malhumor por un gesto nervioso, preocupado.
—¿Qué nos harán? Di —insistía el muchacho a su espalda—. ¿Qué nos harán? ¿Tú crees que nos fusilan?
—Escucha, desgraciado, escucha.
Un múltiple rumor venía por el aire, como si el horizonte avanzara zumbando sobre el pueblo. Con la primera explosión, el muchacho, desde la reja, comenzó a gritar. Su voz se mantuvo sobre el ámbito ardiente de la plaza desierta hasta que el fragor final trajo el silencio, el polvo, el rumor de los cascotes, de la metralla, cayendo sobre la tierra, sobre las casas abiertas al cielo del verano, sobre los muros rotos, sobre los cuerpos desgarrados, muertos.

sábado, 29 de agosto de 2020

Los dedos. Juan José Millás.

Como hacía una mañana muy agradable, decidí ir a la oficina dando un paseo. Todo iba bien, si exceptuamos que al mover el pie derecho me parecía escuchar un ruido como de sonajero proveniente del dedo gordo de ese pie; daba la impresión de que algún objeto duro anduviera suelto en su interior golpeándose contra las paredes.
Cuando llegué al despacho me descalcé y comprobé que, en efecto, el sonido procedía del pie y no del zapato. Observé el dedo gordo desde todos los ángulos por si tuviera alguna grieta o ranura que permitiera asomarse a su interior, pero choqué con una envoltura hermética, repleta de callosidades y muy resistente a mis manipulaciones. Finalmente advertí que la uña actuaba como tapadera y que se podía quitar desplazándola hacia adelante, igual que la de los plumieres. De este modo, abrí el dedo y vi que estaba lleno de pequeños lápices de colores que se habían desordenado con el movimiento. Los coloqué como era debido y luego me entretuve con los otros dedos, cuyas tapaderas se quitaban con idéntica facilidad. En uno había un cuadernito con dibujos para colorear. En otro, un sacapuntas diminuto; en el siguiente, una reglita; por fin, en el más pequeño, encontré una goma de borrar del tamaño de un valium. Saqué el cuaderno y un lápiz para pintar, pero en ese momento se abrió la puerta del despacho y apareció mi jefe, que se puso pálido de envidia y salió dando gritos. La verdad es que yo no había tenido la precaución de colocar las uñas en su sitio y me pilló con todas las cajas de los dedos abiertas. Por taparlas con prisas me hice algunas heridas y me han traído al hospital. Ahora estoy deseando que me manden a casa para mirar con tranquilidad lo que tengo en los dedos del pie izquierdo, porque cuando lo muevo suenan como si hubiera canicas de cristal.

Algo que te concierne, 1995.

viernes, 28 de agosto de 2020

Del libro de naufragios. José María Merino.

Lo conocí hace unos años, la primera vez que visité aquellas costas para recoger información destinada al libro de naufragios que, desde hace tanto tiempo, estoy intentando escribir. Me habían hablado del lugar agreste frente al que se fue a pique The Serpent, buque escuela de la armada británica, una noche de 1890. En el desastre perecieron al parecer trescientos hombres, cuyos cuerpos fueron sepultados por los vecinos de los alrededores en un rústico fosal, llamado desde entonces Cementerio de los ingleses.
Yo ya había bajado hasta el lugar -situado frente a la mar brava, en un declive del terreno especialmente silvestre y propicio a la melancolía- y contemplaba aquel conjunto de viejas losas de piedra, descuidado y ruinoso, cunado llamó mi atención un repentino alboroto de aves que graznaban. Bastantes metros más abajo del punto en el que me encontraba, cinco o seis gaviotas remontaban el vuelo.
La causa de aquel sobresalto resultó ser un hombre que ascendía la ladera, saltando con agilidad de roca en roca. Cuando llegó a mi altura me saludó en castellano muy finamente y continuó su camino sin detenerse. Portaba en bandolera una pequeña grabadora de sonido y un macuto de lona muy sucio.
Su aspecto era tan pintoresco -largas greñas grises bajo una vieja visera, enrevesada barba sobre una camiseta de algodón que llevaba impresa publicidad de un refresco, flaquísimas piernas peludas que sobresalían de un pantalón corto demasiado ancho y remataban en multicolores zapatos deportivos- que lo reconocí sin dudar cuando, aquella misma noche, coincidimos ambos en asientos contiguos en la taberna donde solía yo perder algunas horas cada jornada, a falta de otra distraccioón y tras haber asistido a la primera subasta del pescado.
La taberna es oscura y ruidosa; en el pueblo hay otras dos, acaso más confortables, pero yo me había hecho cliente de aquella tras establecer con el patrón -un tipo cabezudo, de grandes manos, siempre mal afeitado- una peculiar relación. Pues la primera de las noches en que me senté en su taberna me cobró por el whisky un precio extraordinariamente barato, pero la noche siguiente, al preguntarle el precio de mi consumición, el honmbre duplicó sin titubear la cantidad de la noche anterior, e hizo algo similar la tercera noche, hasta fijar un precio tan disparatadamente desproporcionado, que yo le entregué con resolución una cantidad bastante inferior -la que me parecía justa- sin que él manifestase protesta alguna.
A partir de entonces se estableció entre nosotros un pacto tácito -yo pagaba por mis consumiciones un precio que estimaba razonable, y él recibía mi dinero sin comentarios ni objeciones- que me sentía obligado a revalidar a diario, convirtiéndome así en un parroquiano fiel.
-¿Le gustó el Cementerio de los ingleses? -me preguntó mi vecino.
-Es un lugar solitario y salvaje, pero muy hermoso -repuse.
-Cada aniversario, durante setenta y cinco años desde el naufragio, los británicos enviaron un barco para que disparase allí enfrente las salvas reglamentarias. Luego, dejaron de enviarlo.
Yo dije que aquel suceso debió de ser muy dramático.
-En aquellas mismas playas hubo por lo menos cinco naufragios más en nuestro siglo, todos también muy trágicos -repuso.
El tabernero le trajo una copa de orujoy señalé con un gesto que estaba invitado. Luego le informé de que , precisamente, yo estaba recogiendo información sobre ese tipo de catástrofes.
-Ya había oído hablar de esa afición suya -repuso-. Aquí se sabe todo en seguida. Yo conozco bien toda la costa de esta parte, pues estoy grabando las playas.
No comprendí el sentido de sus palabras.
-¿Grabando las playas?
-Ya puede suponerse usted: los ruidos de las olas, en las distintas mareas, según las estaciones. Nos parece que la mar suena igual, salvo la mayor o menor intensidad del oleaje, pero cada lugar de la costa, cada playa, tiene un sonido diferente.
Me dijo que se llamaba Souto, que había sido profesor de alguna materia relacionada con las humanidades, pero que estaba ya retirado y que -según señaló con aires de orgullosa confidencia- se dedicaba casi por entero a la investigación.
-También vendo seguros de diversos ramos. Parece que mi aspecto estrafalario infunde mucha confianza -añadió con tono burlón.
Coincidíamos en la taberna casi todas la noches, y cada vez que nos encontrábamos continuaba aquella conversación nuestra, repartida entre mi curiosidad por los naufragios y su obsesión por el ruido de las aguas. Me contó que las investigaciones a las que se dedicaba habían partido de su curiosidad por el ruido de las corrientes de agua.
-¿Ha escuchado usted alguna vez un manantial, un arroyo, mientras fluye en la noche? Después de cierto lapso de tiempo, el sonido del agua sugiere risas y cantos de mujer. De ahí debe venir, pensé yo, toda la mitología sobre las ninfas acuáticas, esas náyades y esas nereidas, las xanas de algunas fábulas de otros pueblos del norte.
Me dijo que había grabado muchas horas de sonidos de agua y que pretendía aplicar un programa informático para identificar los elementos acústicos básicos, como paso previo a la definición de lo que se pudiera llamar el lenguaje de cada una de las fuentes.
-Cuando consiga reunir algún dinero, naturalmente, pues mi proyecto no ha merecido por ahora ningún interés por parte de instituciones privadas o públicas.
El objetivo de aquellos esfuerzos me resultó bastante chocante. Sin embargo, como si comprendiese los motivos de mi extrañeza, añadió que, al hablar de lenguaje, no quería referirse a una expresión racional para la voluntaria comunicación. Lo dijo de modo tan apresurado, que inmediatamente sospeché que pensaba exactamente lo contrario.


Aproveché el verano siguiente para regresar a aquella comarca lejana y arcaica. Continuaba tomando notas para ese Libro de Naufragios cuyo comienzo, acaso por la abundancia de documentación que he llegado a reunir para elaborarlo, cada vez me resulta más difícil.
Encontré a Souto en la taberna Caramiñas, con el mismo aspecto extravagante -y creo que hasta con las mismas ropas- que el anterior verano. Tras los saludos iniciales me interesé por el desarrollo de sus investigaciones acústicas, pero me respondió diciendo que las había abandonado.
-El asunto económico -confesó-. Sin ayuda no puedo pensar en ese programa. Pero ahora estoy metido en otra recherche muy interesante.
Buscó en el sobado zurrón varias fotografías, que me fue mostrando. En todos los casos el motivo eran grandes peñascos o cúmulos de rocas. Mientras me las enseñaba, iba indicando el lugar de donde procedían. Yo le escuchaba con paciencia, esperando conocer el tema de su nueva investigación.
-Los signos en las rocas -exclamó al fin-. Todos estos peñascales ofrecen formas fantásticas, pero lo verdaderamente extaordinario del asunto son las inscripciones. En algunos lugares parece que la mano del hombre ayudó a que las rocas presentasen aspecto zoomofórcio, pues se trata de enclaves que fueron sagrados, y hasta hay quien dice que en los pedreros de Traba estuvieron las famosas Aras Sextianas. Estas fisuras y muescas, estas incisiones, tan similares a pesar de provenir de yacimientos diferentes, que pudieran parecer haber sido originadas por la mano humana, se adaptan demasiado bien a la conformación de cada roca para no tener un origen natural. Pero, por otra parte, si fuesen debidas a la simple erosión ¿cómo es posible que se repitan idénticos esquemas gráficos en todas las rocas de estructura y composición diferente?
-Otro lenguaje -me aventuré a decir, para romper el enfático silencio que mantenía tras su explicación.
Sacó del macuto muchas hojas de papel repletas de trazos.
-Sería cuestión de aclarar el concepto, pero yo no lo negaría.
Recordé entonces sus ambiguas hipótesis del año anterior y le pregunté, insidiosamente, si podía tratarse de algún lenguaje proveniente de las propias rocas. Miró de soslayo, acercó su cabeza y, tras sujetarme un brazo con firme apretón, murmuró:
-Se podría pensar en un lenguaje secreto, destinado a no se sabe qué secretos comunicantes.
En su pacífica y elaboradísima manía, estaba agrupando los signos conforme a un código que, según afirmaba, podía tener relación con las estructuras elementales de la materia. Por lo demás, continuaba siendo hombre de conversación amena y de buen sentido y claro entendimiento. Aquel verano nos despedimos con manifestaciones de mutuo afecto, haciéndonos el propósito, que no cumplimos ninguno de los dos, de mantener correspondencia escrita.


Transcurrieron cuatro años sin que yo visitase otra vez aquellas tierras. Entre tanto, hice algunos viajes al extranjero o hube de quedarme en casa, aquejado por una de esas fastidiosas enfermedades que parecen esperar nuestras vacaciones para asaltarnos. Por fin, el año pasado me propuse un viaje que bordease las costas de la antigua Gallaecia, desde el oriente de Asturias hasta las tierras del norte portugués.
Pasé frente a la taberna Caramiñas un día de mucha lluvia y pregunté por Souto. Mi viejo conocido, el tabernero mal afeitado de manos enormes, me dijo que mi amigo hacía una vida bastante retirada, en la casa que había sido de sus abuelos. La casa está cerca de la carretera de Vimianzo y decidí hacerle una visita.
Es una casa antigua de piedra, trazada con buenas proporciones y que estuvo bien construida, pero que ha sufrido mucho la desatención de los humanos. En la actualidad, con los ringleros de tejas sujetos por grandes piedras y otros remedios tan baratos como ese contra las inclemencias del tiempo, presenta un aspecto ajemplar de implacable decrepitud.
Golpeé varias veces la aldaba, pero nadie acudió a mis llamadas. Y estaba ya resuelto a marcharme, cuando oí una voz que, desde el otro lado de las maderas, inquiría en gallego el nombre del visitante y la razón de la visita. Declaré mi nombre y que solamente quería saludar a don Eduardo Souto. La puerta se abrió con muy literario rechinar de pestillo y crujir de goznes, y me encontré con el propio Souto, que me observaba desde el zaguán con un paraguas en una mano, zuecos en los pies y sobre las espaldas una de esas capas de paja que llevaban los campesinos hace más de veinticinco años.
Comprendí muy pronto las razones de su atavío. Pues, tras pedirme que lo acompañase a su estudio y recorrer oscuros pasillos, me llevó a un pequeño corral donde, bajo una lona rodeada por un frondosísimo conjunto de hiedras y hortensias -que, a su vez, estaba cubierto por un emparrado chorreante- había una mesa de madera.
-Trabajo aquí fuera, porque es el único lugar seguro de la casa -me informó, tras invitarme a tomar asiento en una silla de cuero-. Claro que los días como hoy son un fatidio.
Se sentó en su lugar de trabajo. Tenía las greñas de la cabeza y de la barba más crecidas que nunca, pero sus ojos seguían manifestando mucha viveza.
-De modo que otra vez por aquí, después de tanto tiempo- añadió.
-Surgieron otros viajes -expliqué-. Ahora estoy recorriendo las costas, desde Ribadesella hasta Oporto. Los contornos marítimos de un mundo perdido.
-¿Y ese Libro de Naufragios?
-No lo he comenzado aún -repuse, confuso ante su buena memoria-. Tengo demasiados datos.
Guardó silencio durante un rato. El rumor de la lluvia marcaba las fronteras de un espacio sonoro que, complementado por límites de otra naturaleza -el verde de la vegetación, el azul cobrizo de los líquenes-, parecía localizarse fuera de lo cotidiano, en un tiempo sin usos ni rutinas. Habló al fin de sus investigaciones, con voz forzadamente sigilosa.
-He avanzado mucho, pero he llegado a un punto que considero en extremo peligroso, e incluso mortal.
Los adjetivos eran tan violentos e incongruentes, que preferí no asumirlos.
-¿Identificó los signos de las rocas? -pregunté.
-Era solo una intuición que no podía solucionarse por las vías de la lógica -repuso-. Si realmente se trata de un código, no parece estar elaborado con la razón ni destinado a la compresnión humana. Pero por ahí comenzaron mis especulaciones. Un día, rebuscando entre unas peñas, encontré un hacha de piedra pulimentada. Ya sabe usted que por todo el noroeste han considerado tal objeto, hasta hace poco, la piedra celeste por antonomasia, la piedra del rayo, buena para usos sanitarios y benéficos, de carácter más o menos mágico. La llevé en la mano muchos días, sintiendo con gusto su tacto, tan suave. Pensaba que aquel era uno de los primeros instrumentos inventados por el hombre, y su manoseo me llenaba de fantasías que, aunque vertiginosas, no dejaban de pertenecer a lo ordinario. Mas un día se me ocurrió una idea terrible: que había sido el instrumento quien había encontrado la mano, y no al revés. ¿Usted me comprende?
Arrebujado en mi chubasquero, yo le escuchaba comprendiendo que su manía estaba desbordando los contornos de la excentricidad.
-Que, convirtiéndose en instrumento, ese pedazo de materia inanimada, inorgánica, incapaz de esta palpitación a la que nosotros pertenecemos, había conseguido comenzar a participar en la historia de las cosas vivas.
Dejó de llover, pero desde las hojas de la parra siguieron escurriendo goterones que resonaban en el toldo con ritmo de tamboril. Yo le escuchaba absorto, muy interesado por el curso de aquel delirio que, de todos modos, tenía la verosimilitud de las ficciones.
-Así fui sospechando que lo inorgánico nos ha venido utilizando, de manera cada vez más compleja, para organizarse. Del mundo inorgánico ha salido la mayoría de nuestros instrumentos, armas, herramientas. Creemos que las botellas, los relojes, las máquinas de escribir, los automóviles, los bolígrafos, las lámparas, son objetos creados para nuestro servicio y acomodo, y en realidad estamos dando cada vez mayor protagonismo a las cosas, convertidas en un variadísmo soporte de nuestro bienestar. Unos siglos más, y la materia inorgánica habrá salido definitivamente de su inmemorial inmovilidad y se adueñará del mundo.
La desmesura de sus explicaciones tenía la sustancia convincente de esos artificios que dejan absorto al público en determinados espectáculos; y yo intuía, con una mezcla de gusto y temor, que un suceso inesperado corroboraría súbitamente sus confesiones, para demostrar, con la presencia de lo imposible, que todo aquello no era producto de un embeleco.
-Estoy escribiendo mi testimonio de ello. Pero ya he sido descubierto.
-¿Descubierto? -pregunté-. ¿Por quién?
-¿Por quién va a ser? -dijo, mirándome con extrañeza durante largo rato-. Solo en esta parte de la casa tengo cierta tranquilidad -prosiguió-. Las cerraduras comenzaron a estropearse hace ya tiempo, dejándome a menudo encerrado en las habitaciones. Las ollas se desportillan y cuartean sin razón alguna. Los vasos estallan en mi mano. Se estropea el paso de la electricidad dos o tres veces cada noche. A veces la casa misma se bambolea, como bajo los efectos de un terremoto. Intenté mecanografiar mi ensayo, pero las teclas no me obedecen y el carro corre sin motivo. Otro diría que la casa está embrujada, pero yo conozco la verdad. Y sé que, si no he sido destuido aun, es por la virtud de mi insignificancia. No se me teme lo suficiente. Pero soy objeto de continuas molestias, engorros y hasta burlas.
En aquel momento se oyó a mis espaldas el fuerte ruido de un objeto aplastándose contra el suelo. Souto se levantó de un salto y, atravesanto el corral rápidamente, regresó a mi lado llevando en sus manos un pedazo de madera que parecía la hoja de un ventanuco.
-¿Lo ve usted? -dijo-. Las sujeciones se han desatornillado solas. Me sucede habitualmente. Podría haberle roto la cabeza.
Comprobé el extraño aspecto que ofrecía aquel marco de donde los tornillos habían desaparecido limpiamente, sin que huella de esfuerzo alguno hubiese marcado la profundidad del orín y la perfección geométrica de los antiguos orificios.
-¿Qué piensa usted hacer? -pregunté cuando se sentó de nuevo.
-Quiero emigrar a lo más profundo de la selva tropical -repuso, muy seriamente- para sentirme inmerso en lo orgánico, lejos de las herramientas mecánicas o electrónicas, de los motores, de las casetes, de las cuchillas de afeitar. Tengo dinero suficiente para el viaje, pero no sé si podré conseguirlo.
-¿Por qué?
Me miró con una intensidad en que era evidente, junto con su angustia, su extrañeza ante mi falta de perspicacia.
-¿No lo comprende? Hasta llegar allí, todos los medios están bajo su control. Intentaré viajar a lomos de mulas, cruzar el estrecho a vela, o a remo. Pero no tengo ninguna confianza en conseguirlo.
Llovía otra vez con fuerza en el momento de despedirme de él. Y cuando dejé atrás su casa, todo el paisaje tenía esa tristeza sarcástica de la locura.


No volví a ver a Souto hasta la semana pasada. Cruzaba el paso subterráneo de Cibeles cuando, entre los vagabundos y mendigos que allí suelen vivaquear en estos meses de invierno, me pareció reconocer su inconfundible figura. Me acerqué a él y lo identifiqué enseguida. Llevaba las mismas greñas bajo la visera marinera y sus sucias y largas barbas de profeta.
-¡Souto! -exclamé-. ¿Qué hace usted aquí?
Me reconoció inmediatamente. Su mirada no había perdido nada de su brillo.
-Venga conmigo -repuso.
Echó a andar con paso rápido, dirigiéndose al Retiro, y solo cuando estuvimos bien adentrados en uno de los paseos laterales del parque, entre la fronda, me dirigió otra vez la palabra.
-No quise hablarle antes, pues puedo comprometerlo -dijo.
-¿Qué hace usted aquí? -insistí.
-Mi viaje no puede cumplirse. Todo parece estar en contra mía. Un incendio destruyó mi casa. Compré dos mulas y una fue muerta por un rayo y la otra pereció al desplomársele encima un muro. Tomé el tren -con toda clase de prevenciones- y descarriló cerca de Ávila. Habrá leido usted que perecieron veintiocho personas. He llegado a Madrid andando y vivo entre vagabundos, pues además no me queda ni un céntimo. Pero a mi paso se detienen y bloquean las escaleras mecánicas, se estropean los semáforos y hasta estallan las cañerías del agua.
-Véngase usted a mi casa. Necesita descansar, reponerse.
-Ni hablar -repuso, tajante-. Continuaré mi camino hacia el sur, a pie y por sendas. Cómpreme usted unos bocadillos y aléjese de mí. Ya le dije que mi compañía puede comprometerlo.


No lo he vuelto a ver, aunque estos días he recorrido varias veces los subterráneos de Cibeles. Por fin, y como un homenaje a su delirio y a su persona, he decidido escribir esta narración. Debo señalar que comencé a grabarla en el ordenador, pero que el texto se me ha borrado cuatro veces, tras la reiteración de insólitos apagones. Me puse entonces a la máquina de escribir, pero sin duda el largo desuso la ha estropeado, pues el carro se atascó y no he conseguido arreglarlo, con lo que he debido volver al ordenador, aunque cuidando de ir grabando poco a poco mi texto, en una labor casi artesanal. Todo ello me hace gracia, pese a todo, pues parece orquestar verazmente mi homenaje.
He decidido también que esta sea la introducción a mi Libro de los Naufragios, pues de un naufragio se trata, al fin y al cabo. Y mi proyecto es comenzar el libro de inmediato, después de poner en orden los demás estropicios de la casa.
Pues, como si se hubiesen puesto de acuerdo -no en vano cumplen todos ellos un plazo similar de funcionamiento, ya bastante largo, por cierto- se me están estropeando los aparatos electrodomésticos y tengo una grave avería en el cuarto de baño, con lo que mi vida está empezando a resultar bastante incómoda.

Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.
 

jueves, 27 de agosto de 2020

El sueño de la escalera. Dino Buzzati.

Creo que soy muy bueno produciendo sueños, especialmente de los que dan miedo.
De hecho estoy bastante buscado. Aunque no hago publicidad de ninguna clase, los espíritus de la noche prefieren mis servicios a los de muchos de mis colegas que ponen costosos anuncios en los periódicos.
Dispongo de un repertorio de pesadillas de lo más fantasioso. Hay uno sin embargo que es mucho más apreciado que todos los demás; uno de los menos originales, debo decir, lo que me mortifica un poco: es el sueño de la escalera.
En el medio, mi reputación reposa casi exclusivamente sobre este artículo que los espíritus nocturnos no se cansan de pedirme y que, por descontado, a medida que pasan los años procuro perfeccionar cada vez más. Dicen, los espíritus, que su efecto es irresistible, ya que contiene, según ellos, una alegoría de la vida.
¿Hacemos una prueba? Ahí tenemos al señor Giulio Minervini, cuarenta y cinco años, joyero y relojero, que poco antes de medianoche, después de ver la televisión, se acuesta junto a su mujer; y en seguida se duerme.
Como con todas las pesadillas angustiosas, esperaremos a que se halle sumido profundamente en los remansos del sueño, para que le resulte difícil salir, cuando desee liberarse.
Observémosle bien. Son más de las dos. Ha llegado el momento. El señor Minervini, recostado sobre el lado izquierdo, lo que obviamente facilitará la operación, parece hallarse en los campos elíseos, tan beatífica, y añadamos cretina, es la expresión satisfecha de su rostro.
Entonces le llamo. Él reacciona. No ve nada, pero oye, al otro lado de la puerta, pronunciar con insistencia su nombre; así como un débil crujido.
Es fundamental, en el oficio de los joyeros, la idea fija de los ladrones. Otra persona, tal vez, ante un ruido más o menos inexplicable, no le daría mayor importancia. Giulio Minervini, en cambio, sí. Dejando en la cama su propio cuerpo bestialmente amodorrado, se levanta, se pone a toda prisa los pantalones y en zapatillas entra en la habitación contigua. Donde, ¿hace falta decirlo?, no encuentra a nadie.
Entonces me desplazo al vestíbulo, renovando la llamada. Y cuando él se asoma al vestíbulo me traslado, invisible, al descansillo de la escalera. Doy ligeros golpecitos al pasamanos de hierro, simulando un apresurado ruido de pasos, llamo con un suspiro:
—¡Señor Minervini, señor Minervini!
¿Qué está sucediendo? El joyero, ya en pleno desasosiego, hace correr la pesada cadena de la puerta blindada por dentro, entreabre una hoja, echa un vistazo fuera. En este momento la partida está ganada.
Rápido como el pensamiento, me dirijo al descansillo inferior con un petulante repiqueteo de tacones de aguja. Y desde allí vuelvo a llamarle, esta vez con inconfundible voz femenina: joven, avispada, prometedora.
Él se asoma por la barandilla para mirar hacia abajo. No ve nada, sin embargo oye mi respiración, procedente del zaguán de la entrada de un piso inferior donde, por mucho que estire el cuello, su mirada no consigue llegar.
—¡Señor Minervini! ¡Señor Giulio! —ahora la voz ha sonado realmente delicada, procaz, carnal. Y el joyero, maldita sea, es un hombre que no desperdicia ninguna ocasión.
¿Qué hace entonces? Desprendiéndose de las zapatillas, descalzo, para no hacer ruido, empieza a bajar las escaleras. El primer tramo es de doce escalones. Luego un descansillo haciendo esquina, un tramo de siete, otro descansillo haciendo esquina, otro tramo de doce. La luz, procedente de unas lámparas dispuestas a lo largo de los rellanos, por donde se accede a las viviendas, es mortecina y bastante siniestra, pero alumbra.
Cuando haya bajado cinco o seis escalones, el pasamanos sobre el que apoya su mano izquierda se verá truncado, desvaneciéndose en la nada. Quedará un pedazo en el tramo inferior de las escaleras.
Bajar una escalera desprovista de barandilla y sin pasamanos a lo largo de la pared es algo bastante desagradable, aunque no haya ningún peligro si se va con cuidado.
La desaparición de la barandilla ha borrado, mientras tanto, en Minervini, la idea de la misteriosa mujer que le llamaba y que ahora ha dejado de llamarle. En este momento sólo tiene una duda: ¿le conviene volver a subir hasta el balcón corrido, todavía provisto de balaustrada y meterse lo antes posible en casa, afrontando sin embargo aquellos siete escalones tan repulsivos sin protección externa? ¿O le conviene bajar un par más de escalones hasta poder agarrarse al pedazo de barandilla inferior?
En el más absoluto silencio, el joyero se decide por la segunda opción, baja los dos escalones, con la mano izquierda se aferra al pasamanos de madera, que sin embargo cede, como si no estuviese unido a nada.
Minervini se queda de piedra, de su mano cuelga un pesado fragmento de barandilla. Con un escalofrío lo arroja por el hueco de la escalera, se pega, buscando protección, a la pared, oye el estruendo metálico en el portal, cinco pisos más abajo.
Sabe que ha caído en la trampa. Lo único que puede hacer es volver a subir. Lo hará con la máxima prudencia, por suerte descalzo es más difícil resbalar. El hueco de la escalera allí arriba, con su sólida balaustrada, le parece un agarradero fabuloso. ¿Por qué fabuloso? Sólo se trata de subir nueve escalones.
Nueve escalones, es cierto, pero en ese brevísimo intervalo de tiempo los escalones se han hecho altísimos y estrechos, parecen la pared de una pirámide azteca. Minervini no me ve, pero sabe que estoy allí. Pregunta:
—¿Es un sueño, verdad?
No contesto.
—Digo: ¿es un sueño, verdad? —repite.
Y yo:
—Bueno, ya veremos.
Se pondrá a cuatro patas, para aprovechar cuatro puntos de apoyo en lugar de dos. Sabia precaución porque mientras tanto se verá obligado a constatar que los escalones ya no son verdaderos escalones con un plano horizontal sino simples barras metálicas que asoman de la pared un metro aproximadamente, distantes entre sí unos cuarenta centímetros, y entre Una y otra el vacío. Además, más de la mitad de los travesaños han desaparecido bajo sus pies, y se abren unos vacíos espantosos que habría que salvar con un salto acrobático, lo que sería una locura porque debajo se abre un profundo precipicio en forma de embudo.
Un peldaño, dos peldaños, tres peldaños, todavía faltan seis para llegar al rellano. La mano se estira, buscando a tientas, el próximo peldaño ha desaparecido. En ese mismo momento también el peldaño sobre el que tiene apoyado el pie izquierdo se volatiliza inesperadamente, apenas le da tiempo a agarrarse con las dos manos al último peldaño restante, poniéndose peligrosamente a horcajadas. De ahí no se puede mover, nunca jamás podrá moverse. ¿Y quién le salvará?
Entonces empieza a pedir socorro. Oh, si pudiese. Aunque emplea todo su aliento, de la garganta no aflora ni un hilo de voz. ¡Socorro! ¡Socorro! Con horror se da cuenta de que la barra sobre la que se ha encaramado, su último recurso, está ablandándose por debajo, lentamente, como si fuese de goma. Se mantiene desesperadamente aferrado a la juntura, aprieta las rodillas contra el fláccido muñón. Pero sabe que todo es inútil.
Me llama:
—Dime, dime. ¿Es un sueño, verdad? Si es un sueño, acabaré despertándome. ¿Es un sueño, verdad?
Y yo:
—Bueno, ya veremos. 

Las noches difíciles, 1971.
 

miércoles, 26 de agosto de 2020

La mercancía. Alberto López Aroca.

Al principio, yo quedé con mi contacto en que iba a ser lo de siempre, que no íbamos a tener más complicaciones que las normales en esto. Porque como se puede usted imaginar, complicaciones las tenemos a patadas, ¿eh? Pero a patadas. Y yo no digo que sea una cosa poco honrada, que no lo es, porque a esa pobre gente luego la putean mucho, pero eso lo hacen los empresarios, ¿sabe usted? Los empresarios, que son los que buscan lo que buscan, o sea, mano de obra y no barata, no, sino gratis. Y claro, gratis, gratis, lo que se dice gratis, pues no puede ser, porque la vida está muy jodida, y no sólo por ahí, de donde vienen todos éstos, no, sino también aquí. Y lo que yo digo, vamos, es que si vienen es por algo, y es porque se piensan que esto va a ser la hostia, que se van a hacer ricos, o vete tú a saber. Y este país puede ser cualquier cosa menos Jauja. Yo, sin ir más lejos, estoy bien jodido. ¿Se cree usted que me gusta pegarme las palizas de camión que me pego yo, eh? Mire, hasta cinco días sin dormir he estado yo en la carretera. Y claro, luego vienen que si los accidentes, los ayayais y los madres mías. Y es que no puede ser, coño, que para mantener a la familia uno tenga que hacer estas cosas. Pero cuando no hay más cojones, no hay más cojones, y ya está.
A mí la verdad es que me dan mucha lástima, qué quiere que le diga, pero también me da mucha lástima ver a los chavales aquí, que se pegan media vida estudiando, se sacan sus carrera y al final terminan de barrenderos. ¡Y eso con suerte, ojo! Porque las cosas están así de mal, o peor. Y si encima te vienen yo qué sé la de extranjeros de todas las partes del mundo, pues mira... Y es que en parte la culpa la tienen los jóvenes, que no quieren trabajar en las cosas de toda la vida. Dígale usted a uno de los chiquillotes esos que se ven por la calle, borrachos del todo, que se vaya a coger ajos. ¿Sabe qué le va a decir? Que unos cojones, que vaya su puta madre, con perdón. Y es que no saben que nosotros, sus padres, nos estamos partiendo el pecho por ellos. Y así va España.
No, no le pienso decir el nombre de mi contacto, señor. ¿Usted qué se ha creído, que yo soy tonto o qué? Bastante tengo ya encima con esto, como para encima buscarme más complicaciones. Que esta gente no se anda con tonterías, oiga, que a las primeras de cambio te pegan un tiro y se quedan más anchos que largos. Pues sí, hombre, no faltaba nada más que eso.
Lo del tío raro sí que se lo voy a contar, claro que sí.. Es que si no, ¿cómo se explica esta mierda? La verdad es que yo no lo entiendo, y aún me tiemblan las manos, para qué nos vamos a engañar. Me tomaría un cafelito, ¿sabe? Sí, con leche estaría bien. Y si tienen algo de comer... No, no se moleste, si con un bollo de esos que tienen en la máquina de ahí afuera me vale. Es que la he visto cuando estaba en la sala de espera, sí. Muchas gracias, señor.


Pues eso, que no sé cómo me pueden quedar ganas de tragar, pero bueno, yo soy así de toda la vida, me gusta cumplir.
Ya, al grano.
Yo llevé el camión hasta un puerto de Francia, y allí teníamos que recoger la mercancía. Y no ponga esa cara, porque yo no les llamo mercancía porque me guste, sino porque se dice así. Yo entiendo que son personas, pero vienen aquí a lo que vienen, y aunque me dan un poco de lástima, tampoco puedo andarme con tontunas de si tal o de si cual. Había unos doscientos o doscientos y pico, que yo no los conté, porque los ayudaron a subir los franceses. Que no eran franceses, ¿sabe?, sino rumanos, como ellos. Para que luego digan de nosotros; su misma gente es la que los lleva para arriba y para abajo, y luego, los que son como yo, nos llevamos las hostias. Nosotros somos los tontacos. Si los pillan a ésos, los mandan a su país de vuelta, hala, y si me pillan a mí, como me han pillado, me joden la vida. ¿Y esto es justicia, señor? ¿Usted me puede decir a mí que esto es justicia? Ni justicia ni nada. Esto es una mierda.
Que sí, señor, que me centro en lo que estamos.
Pues sí, eran rumanos, y lo sé por el acento y la pinta, que yo ya he visto gente de todas partes. Y no digo que los haya llevado yo, ¿eh? Que ésta es la primera vez que yo me meto en un fregao así, y la última. Y sólo por los cuartos, que son la perdición de todo hijo de vecino. ¿O es que usted está aquí a estas horas de la madrugada por gusto? Claro, coño. El dinero nos mueve a todos, y cada cual hace lo que le toca. A mí, llevar a los rumanos abajo, y a usted, hablar conmigo y sacarme toda la información que pueda. Si yo le entiendo, ¿sabe?, que soy una persona muy comprensiva, no se crea otra cosa... Yo entiendo a todo el mundo: a usted, a los jefes, a la pobre gente que se viene aquí para ganarse la vida... Los entiendo a todos. Por eso me extrañó lo que pasó al principio, cuando los fueron subiendo al camión. Yo estaba en el bar de enfrente, mirando por la ventana, y entonces vi que empezaron a pegarse con los nuestros. Me extrañó, porque que yo sepa, eso no suele ocurrir. Esa gente viene porque le da la gana, y si se tiene que subir a un camión y pegarse ocho, diez, quince horas de viaje como sardinas en lata, se las pegan sin rechistar. Y oiga, tan a gusto. Muy mal tienen que estar en su país, sí, pero en fin... El caso es que salí a ver qué pasaba, y me acerqué al encargado, que le estaba dando de bofetadas a uno que se había puesto gilipollas y le pregunté que qué pasaba.
—A lo tuyo —me dijo, y yo me hice a un lado y me quedé mirando para enterarme de cómo iba a acabar ese follón. Porque yo no quería follones, que si alguien no quería venir, por mí se quedaba en tierra y aquí paz y después gloria.
Por lo visto había tres o cuatro que iban con sus mujeres y con sus hijos, y no querían subir al camión con el tío raro. Esto me lo dijo uno de los que iban con el encargado, uno que no era rumano, yo creo que era bosnio o algo así. El caso es que chapurreaba un poco el francés y el español, y me lo contó. Yo al tío raro no lo vi, porque estaba ya al fondo del camión, con los otros. Y me pareció una cosa muy extraña, la verdad. Pero total, los subieron a hostias y me dijeron que chitón, que a mí eso ni me iba ni me venía. Y no me hacía gracia, ¿eh?, que a mí no me gusta llevar a la gente a disgusto. Pero en fin...
Algunos de los que subían iban cuchicheando entre ellos, todos muy serios, ¿sabe usted? Ahora que lo pienso, aunque no entiendo ni una palabra de rumano, supongo que estarían hablando del tío raro. A saber...
Los cargaron a todos, a mí me dieron el fajo de billetes que se han quedado ustedes, y me explicaron que me darían el resto al llegar a Madrid. Lo normal en estos casos... Vamos, digo yo que será lo normal, porque es la primera vez, ya le digo. Yo me subí en mi camión, y cogí carretera y manta con toda tranquilidad. Ya me habían avisado de que tuviera mucho cuidado, y me explicaron la ruta mil veces, pero yo me la sabía de memoria. A la hora o así, tuve que parar en la frontera y pagar las tasas y todo eso, y también unté un poco a los guardias, claro. Así se hacen estas cosas, que yo sepa. Sin problemas, vamos. Hasta me tomé unos cafés con los franceses, ¿sabe? Me bajé a la garita y ahí cerré el trato... Bueno, en realidad el trato ya lo habían cerrado los jefes hace días, ¿no? Pero pasa lo que pasa, que esa gente también tiene hijos que mantener, y procuran arañar cuatro perras más si pueden... Y uno, para evitarse problemas, les paga un poquito más de la cuenta y en paz, hombre, para qué vamos a reñir. Y eso me lo quité yo de mi bolsillo, ¿eh? Pues nada, estábamos tan tranquilos cuando empezamos a oír los gritos. Y dice uno de los guardias franchutes, que hablaba español mejor que yo, que soy de Cuenca:
—Eso es en el camión.
—No, hombre —le digo yo—. ¿Cómo va a ser en el camión? Si dentro ya pueden estar cayendo rayos y centellas, que a la parte de fuera no llega nada de nada.
—Vamos a ver —dice, y va y saca la pistola.
Total, que salimos de la garita y vamos para el camión. Y sí, los gritos eran de allí dentro. Y yo pensé: «¿Pero esto cómo puede ser?». Y di la vuelta y me fijé en que las puertas estaban mal cerradas, ¿sabe? Habían echado el cerrojo, pero la parte baja no estaba bien enganchada. Me di cuenta porque vi un montón de manos que asomaban por ahí abajo, y hacían fuerza para salir. Estaban armando un escándalo de mil demonios, y el guardia francés me dijo que me cortara un pelo y que llevara el camión a otra parte pero ya, o se quedaba en la frontera. A mí me dio no sé qué, porque además, así no podía cerrar. Tenía que abrir la puerta otra vez para no pillarles las manos. ¡Menudo lío! Y anda que no me lo dejó bien claro mi contacto: «Ni se te ocurra abrir la puerta hasta que estés en Madrid, o te buscas un problema con nosotros».
¿Y qué iba a hacer yo, si además tenía al franchute con la pistola en la mano y una cara de mala virgen que no podía con ella? Pues seguir adelante, por supuesto. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar, eh? Lo mismo. Se lo digo yo, señor.
¡Hombre, el café! No sabe usted lo bien que me va a venir, oiga, que estoy que me duermo. Y el bollo este... ¿No había en la máquina unos de esos que llevan chocolate por dentro también? ¿Sabe de cuáles le digo? Ya, ya, no es cuestión de abusar. Si a mí estos que llevan sólo chocolate por fuera también me gustan mucho. Pero tómese usted uno y me acompaña, ¿no?
Vale, vale, a lo que estábamos.
Pues sí, señor. Cogí el portante, como quien dice, y me metí en la Península, que no sabe usted el descanso que le queda a uno cuando sabe que ya está en su patria. Y es que lo de salir fuera para trabajar no le gusta a nadie, se lo digo yo, Cada vez que entro en España, me da como un no sé que, ¿sabe usted? Primero como emoción, que uno dice «Hala, ya estoy en mi casa», aunque estés en Cataluña y te queden horas de carretera. Pero hacerlas aquí, en carreteras de las nuestras, ya no es lo mismo. Y aparte de la emoción, también es que haces el resto de viaje más tranquilo, pensando que lo más que puede pasar es que lo paren ustedes a uno, y ya sabe, un cigarrito y a tragar millas.
Pero esta noche la cosa no estaba como para tranquilizarse. Y ya no es sólo saber que detrás llevaba a toda esa gente, no. El problema es que desde que había pasado la frontera, los cabrones no habían dejado de gritar. Y que el remolque no estuviera bien cerrado era una preocupación más. Y es eso que le digo, los gritos es que los tengo aún metidos aquí, en la sesera. ¿Se lo imagina usted? Ya, claro que se lo imagina. Después de haber visto lo que yo, claro que se lo tiene que imaginar.
Ya sabe usted lo del cabrito ese que venía con las luces largas, el muy hijo de puta. A ése sí que lo tenían que pillar ustedes, ¿sabe? Ése sí que es un criminal, a mí que no me fastidien. Yo que ya tenía bastante con el guirigay que me estaban montando los rumanos atrás, no hago más que pasar Calatañazor, y ya sabe usted, como a tres o cuatro kilómetros del Burgo de Osma, en un tramo que es una recta, coño, y va y me sale el cabronazo ese de las luces largas, y yo que lo veo me digo: «¡Se me tira encima, se me tira encima!». Y hala, volantazo y a tomar por saco. Pero qué le voy a contar a usted, que estará harto de ver estas cosas día sí, día también.
Ya, ya, lo de después, que eso sí que no es de verlo todos los días.
Bueno, pues total, la máquina se me salió a la derecha, al bosquecillo, me tragué yo qué sé la de árboles, y al final volcó. ¡Menuda hostia, señor! ¡Pero de las gordas, eh! Yo creía que me había matado, pero no. En el fondo aún tendré que dar gracias a Dios y todo...
Cuando vuelvo en mí y me veo ahí, sujeto por el cinturón de seguridad, me digo «¡Menudo milagro!». Y entonces me acuerdo de las pobres gentes de ahí atrás, que ya ni chillaban ni nada, y digo «¡Me cago en Satanás, que me los he cargado a todos!».
Así me gusta el café, calentito, calentito, casi hirviendo. Y lo bien que sienta ahora. Si es que son muchas horas sin dormir, y encima con el trauma del golpe... ¿Me dejarán echar una cabezada aunque sea en el calabozo?
Ya, ya...
El caso es que me las ingenié para salir de la cabina, que el camión había volcado del lado derecho, y yo tuve que salir por la puerta del conductor. Y miré a ver si el cabronazo de las luces largas había parado, pero ¡quia!, ése se había largado de allí y no quería saber nada. Total, que salgo fuera, compruebo que no tengo nada roto, y digo: «Pues a esta gente habrá que sacarla de ahí adentro, que alguno quedará vivo, y al ir tantos habrán hecho de colchón unos con otros». Y claro, ya a esas alturas, me daba lo mismo que me hubieran dicho que no abriera la puerta hasta llegar a Madrid, porque llegar llegar, lo que se dice llegar, ya no íbamos a llegar a ninguna parte.
Y abrí la puerta. ¡Vaya si la abrí! ¡Y maldita sea la hora en que se me ocurrió! Yo ahora lo pienso y ¿sabe usted?, ojalá y me hubiera mordido la mano un gorrino. Así de claro se lo digo. Porque no es lo mismo contarlo así, a lo pavo, tomándonos un café tranquilamente, que estar allí.
Me voy para la parte de atrás del camión, y yo ya sabía que aquello iba a ser un disparate, ¿sabe usted? Pero no tanto como lo que me encontré. Mire, los pilotos de atrás aún funcionaban, y algo alumbraban. Y vi los chorros de sangre que se escapaban por los bajos, que ahora estaban en vertical, a la izquierda. Y no había poca sangre, no. Y yo pensé: «Madre mía, menudo desastre, si es que se han reventado todos...».
Descorrí el cerrojo con cuidado, porque si me descuido la puerta se me cae encima... y aquello era como para asustar al miedo.
No era sólo el olor normal en sí, que aquello olía a doscientas y pico personas hacinadas, o sea, a sudor y a mierda y a meados. Es que además olía a la sangre, que usted sabrá que es así como un olor dulzón muy asqueroso... A ver si me explico... Cuando uno se hace un corte en un dedo y se chupa la herida, ¿ese regustillo que se te mete en la garganta? Pues era como estar chupando sangre por la nariz; yo estaba respirando sangre...
Y ahí adentro algunos todavía gemían. No podía verlos... Bueno, sí. Algunos estaban amontonados y se cayeron fuera del camión cuando abrí la puerta... Y mire, yo no esperaba eso... Me había imaginado a alguno reventado por el golpe, pero es que aquello no era cosa del impacto.
No sé si me estoy explicando, señor. Yo estaba todavía atacado y un poco atontado por el hostión, y con las luces rojas de atrás tampoco podía ver gran cosa.
Mire...
Había brazos sueltos, y piernas, y más sangre por todas partes. Y una cabeza salió rodando y terminó ahí, a mis pies, ¿sabe? Eso... Eso no puede ser culpa del accidente. ¡Joder, si el camión se había salido, sí, y había volcado! Pero ¿cómo va alguien a perder la cabeza, o un brazo, o los dos? No tiene ningún fuste.
Y dentro, en lo oscuro, algunos todavía gemían... Yo estaba acojonado, pero a la vez me daban ganas de llorar. Es una impresión muy gorda. No sabía qué hacer, estaba como paralizado, ¿comprende? Me quedé mirando aquello, y es que no podía ni reaccionar. Nunca he visto una cosa así antes, ni quiero volverla a ver.
Perdone, si no le importa voy a terminarme el café, que a mí en vez de ponerme nervioso, me calma... Aunque ahora no sé si me va a caer bien al estómago...
Lo que quería decirle es que antes de verlo, lo oí. Se lo juro por mi madre que le digo la verdad, señor... Lo oí aullar ahí dentro, entre los muertos. Y se lo juro otra vez, no era ninguno de esos pobrecillos que aún quedaban vivos, que a ellos todavía se les oía. Poco, pero se les oía.
Esto era otra cosa, señor. Ni gemidos ni hostias en vinagre; ese aullido lo tuvieron que sentir en Calatañazor y en el Burgo, se lo digo yo. Eso, señor, no era un hombre, se lo juro por mis hijos. Se me pusieron los pelos como escarpias. Lo primero que pensé al oír aquello entre tantos cadáveres fue que de alguna manera, alguien me había colado un tigre en el camión. Un tigre como una casa de grande, y es que no le veía otra explicación. O sea, le digo la verdad, no me cagué ni me meé en los pantalones porque ya me había aliviado en la frontera, cuando estuve con los franchutes. Ya no me extrañaba que los rumanos hubieran estado berreando todo el camino.
Ya le digo, un tigre. Lo tuve muy claro. No se me ocurrió que fuera un león, o un leopardo, o yo qué sé. No, un tigre.
Al segundo aullido se me quitó esa idea de la cabeza. Ésa, y cualquier otra idea que pudiera tener, porque salí por piernas, carretera abajo. Pensé por un momento en volver a la cabina del camión, pero me dije: «Sí, y unos cojones».
Y sí, sí que lo vi, señor. Y no, no era un tigre, ni un león, ni Cristo que lo fundó.
Estaría a cincuenta metros o así, no más, que ya sabe que el tramo aquel es una recta. Y se me ocurrió volver la cabeza, y fue entonces cuando lo vi salir.
Claro que sí, señor, claro que estaba muy oscuro, si lo sabré yo, que estaba allí. Pero se lo juro las veces que haga falta, por quien haga falta y sobre la Biblia de Tutankamón si a usted le da la gana: los pilotillos rojos no iluminan mucho, ni falta que me hicieron para ver una cosa muy grande, no sé, como una vaca o un toro de grande. Y salió de allí, de mi puto camión, a cuatro patas.
Fue sólo un instante, ¿sabe usted? Lo justo para verlo de lejos, y sí, con muy poca iluminación. Grande, muy grande, y sí, a cuatro patas. Y si me lo pregunta usted, señor, le diré que aquello tenía pelo negro, ¿de acuerdo? Y orejas largas. ¿Y sabe otra cosa? Llevaba algo en la boca. Era la pierna o el brazo de alguien. Y la llevaba así, en esa bocaza llena de colmillos que sí, que los vi a cincuenta metros, con menos luz que una mierda. Vaya si los vi.
Y si no está contento con lo que le cuento, que no lo estará, menos le va a gustar esto otro: justo antes de que siguiera la carrera pensando que esa cosa iba a ir a por mí, antes de que me recogiera doscientos metros más abajo el señor ése del Renault cinco, aún vi más, ¿sabe? Porque vi a esa cosa meterse en el bosque y desaparecer con el almuerzo colgándole de las mandíbulas. Pero antes, señor... Antes se había enderezado. Esa cosa de mierda se marchó de allí caminando, ¿sabe, señor? Andando como hacemos usted y yo, y todo el mundo: a dos patas. Se entró a los árboles y desapareció.
Mi teoría, por si le interesa, es que esa cosa era el tío raro, ¿se acuerda? Ése con el que no querían subir los rumanos. Me ha dado tiempo a pensarlo en el rato que me han tenido aislado en la habitación aquella, y yo creo que ellos sabían que el tío raro no era... bueno, normal.
Y no ponga esa cara...
No se ha creído usted ni una palabra, ¿verdad, señor? Y sin embargo, usted ha visto el camión, ¿no? Ha visto los cadáveres. Y sabe perfectamente que esa carnicería no la puede causar un accidente como éste, ¿verdad?
Pero me van a cargar a mí todos los muertos, ¿no? ¿Es eso lo que quiere decir?
Bueno. Créase lo que le dé la gana. Yo no le puedo contar otra cosa, porque lo que le he dicho es la pura verdad. Palabra de honor.
Y no, no insista: no pienso decirle el nombre de mi contacto.

 

martes, 25 de agosto de 2020

Esquina peligrosa. Marco Denevi.

El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.

 

lunes, 24 de agosto de 2020

Playa de otoño. Pío Baroja.

Era una excursión que María Luisa hacía todos los años a principios de otoño. Cuando su marido marchaba con algún amigote a Biarritz o a San Juan de Luz, ella tomaba la diligencia que va recorriendo los pueblecitos de la costa de Guipúzcoa, y en uno de ellos se detenía.
Aquel viaje era para ella una peregrinación al santuario de sus amores, lugar donde su espíritu se refrescaba con las dulces memorias de lo pasado, y descansaba un momento de la fiebre de una vida ficticia.
Allá, en el camposanto de uno de aquellos pueblos colocados junto al mar, dormía el sueño eterno el hombre querido, en un cementerio poblado de cipreses y de laureles, huerto perdido en el monte, rodeado de soledad, de flores y de silencio…
Aquella tarde, al llegar María Luisa al pueblo, se detuvo, como siempre, en casa de su nodriza. Estaba rendida del viaje; se acostó temprano y durmió hasta la madrugada con un sueño intranquilo.
Se despertó con un sobresalto; abrió los ojos; ni un rayo de luz se filtraba en la alcoba. Debía ser de noche. Trató de volver a dormirse, pero iban acumulándose en su cerebro tantos recuerdos, tantas fantasías, que para calmar su excitación saltó de la cama, se vistió ligeramente y fue tanteando en la oscuridad hasta encontrar la ventana y abrirla.
El amanecer era de otoño. Una gasa de niebla luminosa llenaba el aire; ni un ruido, ni un signo de vida rompía la calma del crepúsculo. A lo lejos se oía el murmullo del mar, lento, tranquilo, sosegado…
El pueblo, el mar, los montes, todo estaba borrado por la bruma gris, que empezaba a temblar por el viento de la mañana.
María Luisa, pensativa, encontraba tranquilidad al contemplar la niebla opaca y maciza que impedía a los ojos ver más allá. Poco a poco, sus pupilas, ensanchadas en presencia de las tinieblas, iban sorprendiendo aquí una sombra sin contornos; allá la claridad de la arena de la playa, y las siluetas sin forma aparecían y desaparecían con los movimientos de las masas de bruma.
El viento era de tierra húmedo y tibio, lleno de olores acres, de efluvios de vida exhalados de las plantas. A veces, una bocanada de olor a marisma indicaba la presencia del viento del mar.
La luz de la mañana empezaba a esparcirse por entre los grises cendales de la niebla; luego, ya las formas confusas y sin contornos claros se iban fijando, y el pueblo, aquel pueblecillo de la costa guipuzcoana, formado por negros caseríos, iba apareciendo sobre la colina en que se asentaba, agrupado junto a la vieja torre de la iglesia, mirando de soslayo al mar, al mar verdoso del Norte, siempre agitado por inmensas olas, siempre fosco, murmurador y erizado de espuma.
Se desarrollaba con lentitud el paisaje de la costa, veíanse a la izquierda montones de rocas, sobre las cuales pasaba la carretera; a la derecha se dibujaba vagamente la línea de la playa, suave curva que concluía en grandes peñones negros y lustrosos, que en las bajas mareas se destacaban a flor de agua como monstruos marinos nadando entre nubes de espuma.
Ya el pueblo comenzaba a despertar. El viento traía y llevaba el sonido de la campana de la iglesia, cuyos toques, reposados y lentos, de la oración del alba vibraban en el aire empañado del angustioso crepúsculo.
Se abrían las ventanas y las puertas de las casas; los labradores sacaban el ganado de los pesebres a la calle, y en el silencio del pueblo sólo se oían los mugidos de los bueyes, que, con las cabezas hacia arriba y las anchas narices abiertas, respiraban con delicia el aire fresco de la mañana.
Ante aquellas vidas humildes y resignadas, en presencia del mar que gemía y de la religión que le hablaba por la voz de la campana una vaga languidez invadió a María Luisa, y sólo cuando los rayos del sol entraron en el cuarto se sintió animada, se miró al espejo y encontró en sus ojos una expresión dulce, de soñadora tristeza.
Se preparó para salir: se puso un trajecillo de color violeta oscuro en la cabeza, un canotier sin adornos; se cubrió la cara con un velillo blanco, cuajado de graciosas notas, y salió a la carretera, llena de charcos de agua amarillenta.
De cuando en cuando se encontraba con algún boyerizo que con el palo al hombro, marchaba delante de los bueyes, que iban a lento paso, arrastrando las chirriantes carretas.
María Luisa respondía a los saludos que la dirigían.
Luego fue acercándose al pueblo cruzó la plaza, desierta, y pasó por debajo de un arco pequeño de piedras ennegrecidas por la humedad a una callejuela llena de pedruscos, estrecha y en cuesta, en donde descansaban de sus antiguas faenas algunas barcas medio podridas, con la quilla al descubierto.
En la clave de arco, resto de la antigua muralla que rodeó al pueblo, veíase una imagen toscamente tallada, y, debajo de ella, una guirnalda de hierbajos crecía en los intersticios de las piedras.
Desde el final de la callejuela se veía la playa. Era un desbordamiento de alegría el que iba inundando el paisaje, a medida que el sol destrozaba las nubes y las nieblas subían del mar para desvanecerse en el aire.
El ambiente se purificaba, aparecían jirones de cielo azul, de un azul pálido, y en las faldas de los montes se veían, al descorrerse la niebla, aquí un caserío solitario en medio de sus verdes heredades de forraje; allá un bosquecillo de hayas y de robles; en las cimas, piedras angulosas y algún que otro
arbusto raquítico de ramas descamadas.
Hacía calor en la playa. María Luisa apretó el paso hasta llegar al extremo del arenal, y allí, en una roca, se sentó, fatigada.
El mar, terso y ceñudo, se obstinaba en rechazar la caricia del sol, amontonaba sus brumas pero en balde; la luz dominaba, y los rayos del sol empezaban a brillar sobre la piel ondulada del monstruo de las olas verdosas.
De repente, el sol pareció adquirir más fuerza; el mar se fue alargando y alargando, hasta unirse en línea recta con el horizonte.
Entonces se vieron llegar las olas; unas, oscuras, redondas, impenetrables; otras, llenas de espuma, algunas, como alardeando de sinceridad, mostraban a la luz del día sus interiores turbios; allá, en las puntas, se estrellaban furiosas contra las rocas; a la playa llegaban suaves, con languideces de
mujer convaleciente, bordando una puntilla blanca sobre la playa, y al retirarse dejaban en la arena negruzcas algas y oscuras medusas, que brillaban con destellos a la luz del sol.
La mañana parecía de verano, y, sin embargo, en los colores del mar, en el suspiro del viento, en los murmullos indefinidos de la soledad, sentía María Luisa la voz del otoño. El mar le enviaba en sus olas la vaga sensación de su grandeza.
Y al compás del ritmo del mar, el ritmo de su pensamiento le llevaba a la memoria los recuerdos de sus amores.
Y llegaban como oleadas imágenes de aquellas horas que pasaron los dos, solos, tendidos en la arena de la playa sin hablar, sin pensar, sin formar ideas, fundiendo su espíritu con el espíritu que late en las olas, en las nieblas, en el mar inmenso.
Allá, en aquel mismo sitio, le había conocido; hacía ya diez años, ¡diez años! Había empezado por tenerle compasión viéndole enfermo, y al oírle y al hablarle quedó estremecida en lo más oculto de su alma; ella, indiferente se sintió enamorada ella satisfecha de ser estéril, sintió envidia por la maternidad.
Las ráfagas del deseo crisparon sus nervios cuando, solos los dos, sentían reflejarse en sus espíritus los grandiosos crepúsculos de agosto, cuando el sol rojizo se ocultaba en el horizonte y el mar palpitaba con reflejo de escarlata. ¡Diez años pasados! ¡Diez años! Quizá era esto lo que más sentía ella.
Miraba en el porvenir la indiferencia, el cielo ceniciento de la vejez. ¡Diez años! ¡Y entonces ella tenía veintiocho!
«Y llegarán otras primaveras y otros veranos —pensó con desesperación—, y ante el mismo mar que ruge, agitado en olas inmensas; ante los mismos crepúsculos rojizos y las mismas noches estrelladas, germinarán otros amores y otras ilusiones en otras almas, y yo habré pasado como la espuma que brilló un momento.»
Y María Luisa contempla la playa solitaria y triste, y del mar, que suspira bajo el cielo pálido del otoño, llega a su espíritu la vaga sensación del océano a agrandar la melancolía que siente al ver su decadencia.

 

domingo, 23 de agosto de 2020

La criatura. Carlos Burgos.

No empecé a tener problemas con mi novia hata que conocí a su perro. Una especie de mutación mimada, estúpida y caprichosa con ladrido de alfiler.
La Criatura -ése fue el nombre que le puse- ladraba por cualquier estupidez mientras desayunábamos, hasta que se salía con la suya: joder mi desayuno-ritual con cereales. Como colofón, mi novia le permitía lamer su boca, diciéndole: "Sí, cariño, besitos, besitos a mamá". Cuando era frecuente que minutos antes se hubiese estado lamiento su esfínter perruno.
El resto de La Critaura debía ser -según le dijo a mi novia el veterniario- una mutación híbirda de pincher con chihuahua; popurrí genético que le otorgaba un aspecto repulsivo: párpados a punto de escupir el globo, cuello excesivamente largo -de entrometido-, aspecto enclenque y cabeza de morro cerdil rematada por orejas de conejo.
Cuando alguien le preguntaba por la raza de La Criatura, mi novia, que detestaba confesar que le habían estafado, aseguraba que era un katori japonés; raza que, afortunadamente para la dignidad de los cánidos, no existe.
No supe de su existencia hasta que nos fuimos a vivir juntos y, claro, La Criatura vino en el lote.
Desde el primer día convivir con eso fue insufrible; todo se disponía por y para su conveniencia. Para colmo, esa noche se emperró en dormir entre ambos, porque, según mi novia, se celaba: "Eso no es bueno para un katori japonés".
Hiciera bueno o mal tiempo, padecía la humillación de sacarlo a pasear, al menos una vez. Lo que conllevaba recoger sus excrementos; aunque a veces, si esperaba lo suficiente, se los comía él solito con fruición. Entonces le felicitaba concienzudamente para reforzar el hábito, deseando que en una de sus ingesta estirase la pata en pleno proceso de reciclado.
Aunque el chucho no era el único que se aliviaba a gusto; vivir con él me producía un efecto laxante continuo. No sé si era debido a los nervios que me causaban sus lamentos, o a esa euforia estúpida y repentina que le hacía brincar tirando todo a su paso.
Finalmente de tanto ir al váter, y debido a los picores que padecía descubí algo vivo en mis deposiciones. Lo sé, es repugnante; pero más repugnant es la forma de contagio -según me explicó el doctor- de la Ascaris Lumbricoides. Un gusano que vive en cualquier intestino que se precie, cuyas hembras reptan con nocturnidad hasta la parte externa del ano y depositan allí sus huevos. Cuando el perro se lame la zona, los huevos de las Ascaris se le quedan prendidos del morro, a la espera de que algún estúpido lo bese.
Por aquel suceso tuvimos una buena crisis de pareja, de esas que sólo se solucionan atiborrándote a pastillas. Sólo que en este caso fuimos los tres quienes tuvimos que tomarlas, por prescripción veterinaria.
Me repugnaba tanto haber tenido algo vivo dentro del cuepro, en el recto, que me sentí violado por culpa de La Criatura y tuve que empezar a ir a terapia semanalmente.
La solución que me dio este buen hombre, por setenta euros la hora durante dos meses, fue: "Regálelo, déselo a alguien en adopción, o rompa su relación de pareja".
Fue a raíz de este diagnóstico cuando empecé a sentirme más hundido, presa de una situación que empeoraba a diario.
Quizá por ello me volví un neurótico, y las noches que le tocaba cocinar a mi novia todo tenía un regusto a pienso. Seguramente no se lavaba las manos después de estar toqueteando la comida de La Criatura -porque cenaba siemrpe antes, por norma- y, como le solía servir la suya en nuestros platos, decidí ser yo a partir de entonces el encargado de la cena. Así por lo menos controlaba el proceso de manipulación y lavado de ingredientes.
Con respecto al asco que me daba darle de comer en nuestros platos, y como sabía que era una batalla perdida convencer a mi novia de la cantidad de gérmenes que podíamos compartir con su perro, le compré un comedero en la tienda de mascotas e hice que grabasen el nombre, elegido por mi novia cuando algún sádico le regaló el bicho: Papito.
Curiosamente, de vez en cuando también lo usaba para reclamar mi atención, pero lo que puso al límite mi elástica y holgada paciencia fue que, por culpa de esa abominación esmirriada, nuestra vida sexual se extinguió. Como si fuera un saurio que se rinde en pos de los mamíferos cuadrúpedos, estúpidos, y esmirriados. No había nada que hacer.
A mi novia no le gustaba hacerlo en su persencia porque: "Papito es muuy listo y se da cuenta de todo". RAzón por la que intentaba participar con una especie de apéndice vermiforme torcido como un alambre. Si lo sacábamos de la habitación era peor, porque se quedaba junto a la puerta lamentándose, arañándola y resoplando..., haciendo imposible que me concentrara.
Ante mi repentina e "inexplicable" incompletencia amorosa, mi novia me compró una caja de Viagra, y yo, que no pude hacerle razonar sobre cuál era el verdadero motivo de mi falta de entusiasmo, metía las pastillitas azules en la comida del perro; que se pasaba el día comiéndse sus excrementos empalmado.
Parece mentira que uno pueda acostumbrarse a las abominaciones rutinarias que suponen convivir con algo como La Criatura, pero cuando me estaba haciendo la ilusión de conseguirlo, el muy mierdero se introdujo en mi coche nuevo y me decoró la tapicería con una mixtura de cagarrutas, pis y vómito, que sellaron su sentencia de muerte.
Mientras lo limpiaba, como si formase parte de la tarea en sí, estuve urdiendo la manera de eliminar a La Critaura de manera exculpatoria.
En todo este tiempo, me había dado cuenta de que, de darle a elegir, mi novia preferiría deshacerse de mí antes que de su "Papito querido". Por otra parte, el resultado sería el mismo de saberme culpable de su ejecución, sólo que no me lo perdonaría jamás. Eso en el mejor de los casos.
En mi caso no había perdón para La Criatura, y aunque, para hacerle justicia al coche, estuve tentado de atropellarlo, lo descarté enseguida. Porque se trataba de un perro demasiado pequeño como para acertar al volante. Además, habría que hacerlo en exteriores y, aparte de que me podía ver alguien, si acusaba al vecino, mi novia era capaz de ir a comparar las huellas de los neumáticos -le gustaban mucho esas series de mierda sobre la policía forense-.
Por este motivo, también descarté encargárselo a un profesional. Mi sobrino no me hubiese salido nada caro, ya que era algo que hacía gratuitamente con todo bicho viviente que se cruzase en su camino. Pero cualquiera sabe que los niños son malos cómplices y cantan sin necesidad de que se los presione a la primera de cambio. Se lo hubiera soltado a mi hermana -parece que lo estoy viendo- sin necesidad de que ella le preguntase nada: "Mama, ¿sabes lo que me ha pedido el tío que haga?". Eso le encantaría a mi hermana, que me le tenía jurada desde que se me escapó, delante de mi cuñado, que ella era la responsable del bollo que adornaba un lateral de su furgoneta nueva, y no habían sido los críos de un balonazo -como aseguraba ella-.
Me costó lo mío encontrar un método aceptable, pero, finalmente, en unos foros de Internet que abordaban el tema: "Cuál es la mejor forma de acabar con el perro de tu novia", hallé lo que buscaba.
Al día siguiente por la tarde al volver del trabajo, me detuve en una pajarería en la otra punta de la ciudad y compré varios venenos para roedores, cucarachas y gusanos -seguramente especie que comparten gran parte de su ADN con La Criatura-.
Nada más llegar a casa, me fui a hurtadillas al garaje e hice una pasta con ellos. La mezclé con un poco de cola rebajada con amoniaco, con somníferos, y para terminar con un apizca de carne picada que encontré para la cena en la nevera.
En el foro dejaban bien claro que había que dárselo durante la noche, no con la cena, sino justo antes de ir a dormir; para que hiciera efecto mientras todos duermen y no hubiese posibilidad de socorro. Al parecer -según decía uno de los usuarios en su post-, la cola rebajada con el amoniaco ejerce un efecto paralizante, que impediría que La Criatura se quejase si empezaba a sentirse mal, antes de que el somnífero hiciera efecto.
Pero a la mñana siguiente el bicho estaba hecho un nervio, como siempre. Sin asomo de debilidad o malestar.
Miré su plato y, como estaba brillante por los lametazos, le preparé otra dosis como para matar a un burro antes de irme al trabajo.
Cuando llegué por la tarde, mi novia estaba llorando en el salón. Lo que -es difícil de explicar con palabras- me produjo un estado interno de algarabía y felicidad, que hizo que yo también empezase a llorar.
Entonces ella me miró muy sorprendida y me preguntó por qué estaba llorando. Y yo, que me había dado cuenta de mi error, contesté que había tenido un día muy estresante y que al verla llorar..., que me disculpase.
La disculpa le pareció aceptable y, tras sonarse como si estuviese llamando a un paquidermo, me contó que había muerto Moka. "¿Moka?", dije. "¿Quién -coño- es Moka?". "El perro de Alicia, la vecina... -mi novia rompió a llorar-. Me lo había dejado para que pasase la tarde con su mejor amigo, Papito".
"¿Y Papito?", dije sin poder evitar que se me escapasen de nuevo las lágrimas, hecho que conmovió a mi novia. "No sabía que lo quisieras tanto. ¡Está aquí!", gritó como si estuviera abriendo un pastel sorpresa.
Y juro por Dios que ahí estaba. Su figura esmirriada y nerviosamente febril, protagonista de todas mis pesadillas, se dibujó trémulamente en la cascada que proyectaban mis lacrimales.
Entre llanto y llanto, Alicia, la vecina, hizo que le practicasen algo parecido a una autopsia, que pagó de su bolsillo junto con el nuestro por iniciativa de mi novia; cosa que, aunque sea para perros -yo no sabía que eso existe-, no es barata.
Amén de la ceremonia en un cementerio para mascotas, en la que tuve que personarme para ver una turba de plañideras, que hablaban a través de sus perros como ventrílocuos enfervorecidos: "Todos tus amiguitos del parque te queremos Moka, nunca nos olvidaremos de ti", dijo mi novia poniendo una voz aguda mientras alzaba a Papito, dejándolo suspendido frente a la tumba de Moka.
Papito no pudo evitarlo y desde esa situación de privilegio, ingrávido como estaba, se despidió de su compadre regando su tumba con un chorrito ruin. "¡Muy bien, Papito! -dijo una vieja totalmente senil-, así crecerán muchas florecitas en la tumba de tu amiguito".
Mientras la mayoría se enternecía con estas palabras pronunicadas por la demencia, sentí una náusea que me hizo retirarme tras unos árboles, donde vomité generosamente encima de la tumba de un tal Otelo: "Tú que tenías todas nuestras virtudes y ninguno de nuestros defectos", decía su epitafio.
Los resultados de la autopsia perruna determinaron que Moka había sido intoxicado con una "mixtura intencionada" de venenos. Ahora sólo faltaba encontrar al culpable.
La culpa cayó sobre un vecino del barrio, que con sus protestas públicas había dejado claro -cada vez que se cagaban en su jardín- que detestaba a los perros. Pobre hombre. Alicia y mi novia arengaron a otros vecinos, también propietarios y fanáticos perrunos, y se dedicaron a hacerle la vida imposible: le abrían las bolsas de basura antes de que pasase el camión y se las esparcían por el jardín; le arrancaron el buzón, como medida preventiva para no tener que madrugar y robarle la correspondencia, etcétera.
Yo, mientras, aterrado como estaba al ver cómo las gastaban en el barrio, me había sumado a la persecución del pobre mostruos antorcha en mano -no me quedaba otra-.
El pobre hombre se hartó de poner denunicas, y al mes, vimos a un agente inmobiliario que clavaba un letrero en el jardín de la casa. Al terminar, el último golpe evocó el sonido de un clavo fúnebre.
Pero aunque tras aquello volví a mi rutina de sumisión y obediencia, no pude deshacerme del sentimiento de venganza que clama en el interior de cualquier oprimido; por cobarde, despreciable y mísera que sea su condición.
Allí, de pie sobre el césped, mientras intentaba disolver con la manguera las mierdas que no se había comido La Criatura, tuve muy claro, a la vista del aquelarre de vecinos que celebraban su victoria con una barbacoa, que esta vez no podía haber fallo que me inculpase; ni a mí ni a otra víctima de los cánidos. Necesitaba una idea mejor.
Y me la dio una película de dibujos animados en la que un ratón frotaba un cable pelado con los restos de una sardina y, cuano el gato lamía el cable, se quedaba electrocutado, como un reo el día que toca fritanga en San Quintín.
No perdí el tiempo, aproveché que las navidades estaban a la vuelta de la esquina y convencí a mi novia para comprar un árbol y que lo decorársemos juntos. "Así nos quitamos el mal sabor de boca por lo del perro de la vecina", dije, y la idea le encantó.
Lo adornamos sin reparar en gastos, y me preocupé de que parte de los adornos fueran perrunos: huesos luminosos con lazos de colroes, golosinas con forma de gatito... Mi novia me abrazó feliz cuando encendí aquella aberración luminosa y Papito se puso a aullar. "Mira, está cantando un villancico", dijo, y se rió de su propio ingenio. "Qué bueno eres con Papito, y por eso él te quiere, te quiere mucho, ¿verdad, Papito?", dijo, y me lo acercó ofreciéndome su trasero ante los labios. Yo, que aún tenía pesadillas con Ascaris Lumbricoides del tamaño de un presidiaro que me sodomizaban, le lancé un beso a escasos centímetros y lo cogí en brazos para que mi novia no volviera a acercármelo a la cara.
Aquella noche, mientras cenábamos, experimenté un sentimiento de felicidad. Fue como un adelanto. Saboreaba que al día siguiente, al volver del trabajo, La Criatura estaría frita y nadie podría vincularme con el accidente.
Antes de acostarnos me fui al salón y con un cortaúñas pelé el cable que le daba corriente al árbol de Navidad. Sabía que mi novia no le daba permiso para entrar en el salón hasta que llegaba por las tardes del trabajo. Abrí una tarrina de paté que venía en la cesta que regalaba mi empresa, y froté el cable con su grasa amarilla hasta que desaparecieron lo grumos y el unto se hizo invisible.
A La Criatura le encantaba el paté, especialmente la grasa que lo recubre. A menudo, mi novia se lo daba en tostaditas, y el perro se volvía loco mientras se las preparaba, sólo con olerlas.
Como sé que mi novia es muy descuidada y se olvidaría de encender el árbol, compré un temporizador de esos que se ponen en los enchufes, para que se encendiera todas las tardes a las cinco y media, diez minutos antes de que mi novia llegase a casa.
A las cinco y veinte sonó la alarma de mi móvil y me levanté de mi cubículo para ir a por un café.
Lo paladeé como si fuera el brebaje de la victoria y hubo quien, al verme sonreír frente a la máquina, me preguntó si me había tocado algo en el sorteo de Navidad. Casi. A las cinco y media sería rico, para todo aquel que no confunda el dinero con la riqueza.
Eran las seis y media y no había recibido ninguna llamada de mi novia, lo cual me pareció raro. Me angustió la idea de que fallase, o el voltaje fuese insuficiente como para acabar con La Criatura. A lo peor mi novia lo había llevado al veterinario y lo estaban dejando como nuevo, la muy... Miré el reloj, aún faltaba una hora larga para que pudiera marcharme. ¿Y si llamase yo?, pensé, pero lo cierto es que nunca llamaba a esas horas y podría parecer sospechoso.
Durante el camino de vuelta a casa, me martiricé con la iea de que sospechasen de mí. Era preciso que llorase la muerte de La Criatura de forma convincente... ¿Y si mi novia compraba otro... o se lo regalaba alguno de sus amigos psicópatas? Tuve que poner las luces de emergencia y parar en el arcén para poder respirar.
Un policía motorizado se detuvo a mi lado. "No puede detenerse aquí, caballero, continúe, por favor", dijo.
Cotinué conduciendo mareado hasta llegar a casa. El coche de mi novia estaba en el garaje, lo que significaba que, si había ido al veterinario, ya estaba de vuelta.
Antes de abrir la puerta respiré hondo, para enfrentarme concentrado a lo que quiera que hubiese pasado.
"Estoy en casa", dije como hacía siempre, pero la voz me hizo un gallo. Carraspeé aflojándome el nudo de la corbata. Nadie respondió. La puerta del salón estaba abierta. El cristal de la puerta que estaba cerrada proyectaba destellos aleatorios contra el pasillo. Cuando me acerqué al umbral percibí el olor a chamusquina y el sonido de un chisporroteo eléctrico. Junto al árbol, tendido en el suelo, estaba el cuerpo humeante de mi novia con los brazos estirados, como si fuera un jugador de rugby sin pelota. Las manos parecían garras que se hubieran quedado con la forma de lo que apresaban.
La Criatura estaba sobre uno de los sofás, lamiéndose las patas delanteras. Tenía el pelo ligeramente rizado, y una línea negra en el espinazo de la cabeza a la cola; cuyo extremo parecía un cable pelado. Me fui a la cocina y me preparé una tostada de paté. La Criatura apareció moviendo su rabo despeluchado y arranqué un pedazo y se lo di. Se lo comió a toda velocidad y se puso a mirarme fijamente sin pedir más.
Mientras masticaba pensé en la policía, en la palabra asesinato e, irremediablemente, en la cárcel. Sin embargo, pese a tener esta serie de pensamienos oscuros que se encadenaban con otros cada vez más siniestros, me sentí renovado. Era una sensación parecida a la que tengo cada vez que me formatean el disco duro para instalarme los nuevos programas que ha comprado la empresa. Sí, un sentimiento de oportunidad, como cuando abres un cuaderno por primrea vez.
La policía interpretó este sentimiento como parte de un bloqueo emocional, y me enviaron a un psicólogo del cuerpo. No tuve que repetir la historia, ni me hicieron más pregtuntas. La policía forense no apareció por ningún sitio, y cada uno de los detectives y agentes que pasaron por casa se despidieron tocándome el hombro tras darme el pésame.
Durante el entierro, tuve a La Criatura todo el rato en brazos. No lo hice por guardar las apariencias, pero tampoco puedo decir por qué.
Al ver a los familiares de mi novia berrear sentí un dolor prestado, que en nada la incluía a ella.
De pie frente a su nicho me sentí aún más libre, aunque cuando volvíamos hacia los coches, la hermana pequeña de mi novia me preguntó si se podía quedar con Papito, y, todavía no sé por qué, le dije que no.

Cosecha eñe, 2010.