sábado, 1 de agosto de 2020

Sólo oí el grito de mi madre. Svetlana Alexiévich.

Lida Pogorzhélskaia, ocho años
Actualmente es doctora en Ciencias Biológicas


Llevo toda la vida recordando aquel día… El primer día sin mi padre…
Yo tenía sueño. Mamá nos despertó de madrugada y nos dijo: «¡Es la guerra!». ¿Quién podría seguir durmiendo después de eso? Empezamos a prepararnos para el viaje. Todavía no había miedo. Todos mirábamos a papá y él se comportaba con naturalidad. Como siempre. Era un funcionario del partido. «Todos tenéis que coger algo», dijo. A mí no se me ocurrió nada que pudiera coger; mi hermana pequeña se llevó una muñeca. Mamá cogió en brazos a nuestro hermanito. Papá nos alcanzaría por el camino.
He olvidado mencionar que vivíamos en la ciudad de Kobrin, cerca de Brest. Por eso el primer día ya teníamos la guerra encima. No hubo tiempo para recapacitar. Los mayores apenas hablaban: caminaban en silencio, montaban a caballo en silencio. Eso daba miedo. La gente caminaba, mucha gente, y nadie hablaba.
Cuando nuestro padre se reunió con nosotros, nos tranquilizamos un poco. En nuestra familia mi padre estaba al frente de todo porque mamá era muy joven, se casó a los dieciséis años. Ni siquiera sabía cocinar. En cambio, nuestro padre era huérfano, sabía de todo. Recuerdo cómo disfrutábamos cuando papá tenía un rato libre y cocinaba para nosotros alguna cosa rica. Era una auténtica fiesta. Todavía hoy pienso que no hay nada más rico que la papilla que nos hacía papá. Había sido muy difícil estar sin él en aquella carretera, cómo lo esperábamos… Quedarnos en mitad de la guerra sin papá: ni nos lo podíamos imaginar. Así era nuestra familia.
Se organizó una hilera de carretas muy larga. Nos movíamos lentamente. A ratos todos paraban y miraban al cielo. Buscábamos nuestros aviones con la mirada… Pero nada…
Después del mediodía vimos una columna de militares. Iban a caballo y vestían uniformes nuevos del Ejército Rojo. Los caballos estaban bien alimentados. Eran grandes. Nadie sospechó que se trataba de infiltrados. Pensamos: «¡Son los nuestros!». Y nos alegramos. Papá salió corriendo a su encuentro y oí el grito de mi madre. No oí el disparo… Solo oí a mamá gritar: «Aaah…». Recuerdo que los soldados ni siquiera bajaron de sus caballos… Cuando oí el grito de mi madre, eché a correr. Todo el mundo corrió. Corríamos en silencio. Dejé de oír el grito de mamá. Corrí hasta que me tropecé y caí sobre la hierba alta…
Nuestros caballos permanecieron inmóviles en el mismo lugar hasta bien entrada la noche. Nos esperaban. Nosotros regresamos cuando oscureció. Allí solo se había quedado mi madre, estaba esperando. Alguien dijo: «Mirad, el pelo se le ha vuelto blanco». Recuerdo que los adultos cavaron un hoyo… Luego alguien empezó a darnos pequeños empujones, a mí y a mi hermana pequeña: «Acercaos. Decidle adiós a vuestro padre». Yo avancé dos pasos y no pude andar más. Me senté en el suelo. Y mi hermana, lo mismo: se sentó a mi lado. Nuestro hermanito dormía, era muy pequeño, no entendía nada. Mamá estaba inconsciente en la carreta, no nos dejaban que nos acercásemos a ella.
Así que ninguno de nosotros vio a papá muerto. Y nadie lo recuerda muerto. Yo siempre que lo recuerdo, por alguna razón, lo veo vestido con una guerrera blanca. Joven y alegre. Incluso ahora, y eso que ya soy mayor que nuestro padre.
En la región de Stalingrado, adonde nos evacuaron, nuestra madre se puso a trabajar en el koljós. Mamá, la misma que no tenía ni idea de escardar un huerto, que no sabía diferenciar la avena del trigo, se convirtió en la mejor trabajadora de todas. No teníamos padre, no éramos los únicos. Otros habían perdido a sus madres. O a su hermano. O a su hermana. O a sus abuelos. Pero no nos sentíamos huérfanos. Nos compadecían y nos criaban entre todos. Recuerdo a la tía Tania Morózova. Había perdido a dos hijos y vivía sola. Nos daba hasta el último pedazo de pan que le quedaba, igual que nuestra madre. No era de la familia, era una persona desconocida, pero durante la guerra se convirtió en un familiar más. Mi hermano, cuando se hizo mayor, decía que no teníamos padre pero que teníamos dos mamás: la nuestra y la tía Tania. Así crecíamos todos. Con dos o tres mamás.
También recuerdo que durante la evacuación nos bombardeaban y nosotros corríamos a escondernos. Pero no corríamos hacia mamá, sino hacia los soldados. Cuando se acababa el ataque, mamá nos reñía por habernos escapado. Pero, igualmente, cuando volvían a dispararnos, nosotros corríamos hacia los soldados.
Cuando liberaron la ciudad de Minsk, decidimos regresar. A casa. A Bielorrusia. Nuestra madre era de Minsk, pero cuando bajamos del tren en la estación, ella no sabía hacia dónde dirigirse. Era una ciudad distinta. Toda en ruinas…, las piedras hechas arena…
Más tarde, yo empecé a estudiar en la academia de agricultura de Gorétskaia… Vivía en una residencia estudiantil; en la habitación éramos ocho. Todas huérfanas. No es que nos hubieran juntado así a propósito, es que había muchos huérfanos. Había varias habitaciones donde todos eran huérfanos. Recuerdo que de noche gritábamos… Yo a menudo saltaba de la cama y me ponía a aporrear la puerta… Sentía el impulso de marcharme… Las demás chicas me paraban. Entonces rompía a llorar. Y ellas detrás de mí. Toda la habitación sollozando. Por la mañana nos tocaba levantarnos y asistir a las clases.
Una vez me crucé por la calle con un hombre que se parecía a mi padre. Caminé detrás de él un buen rato. Es que nunca llegué a ver a papá muerto…

 Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

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