Lida Pogorzhélskaia, ocho años
Actualmente es
doctora en Ciencias Biológicas
Llevo toda la vida
recordando aquel día… El primer día sin mi padre…
Yo tenía sueño.
Mamá nos despertó de madrugada y nos dijo: «¡Es la guerra!».
¿Quién podría seguir durmiendo después de eso? Empezamos a
prepararnos para el viaje. Todavía no había miedo. Todos mirábamos
a papá y él se comportaba con naturalidad. Como siempre. Era un
funcionario del partido. «Todos tenéis que coger algo», dijo. A mí
no se me ocurrió nada que pudiera coger; mi hermana pequeña se
llevó una muñeca. Mamá cogió en brazos a nuestro hermanito. Papá
nos alcanzaría por el camino.
He olvidado
mencionar que vivíamos en la ciudad de Kobrin, cerca de Brest. Por
eso el primer día ya teníamos la guerra encima. No hubo tiempo para
recapacitar. Los mayores apenas hablaban: caminaban en silencio,
montaban a caballo en silencio. Eso daba miedo. La gente caminaba,
mucha gente, y nadie hablaba.
Cuando nuestro padre
se reunió con nosotros, nos tranquilizamos un poco. En nuestra
familia mi padre estaba al frente de todo porque mamá era muy joven,
se casó a los dieciséis años. Ni siquiera sabía cocinar. En
cambio, nuestro padre era huérfano, sabía de todo. Recuerdo cómo
disfrutábamos cuando papá tenía un rato libre y cocinaba para
nosotros alguna cosa rica. Era una auténtica fiesta. Todavía hoy
pienso que no hay nada más rico que la papilla que nos hacía papá.
Había sido muy difícil estar sin él en aquella carretera, cómo lo
esperábamos… Quedarnos en mitad de la guerra sin papá: ni nos lo
podíamos imaginar. Así era nuestra familia.
Se organizó una
hilera de carretas muy larga. Nos movíamos lentamente. A ratos todos
paraban y miraban al cielo. Buscábamos nuestros aviones con la
mirada… Pero nada…
Después del
mediodía vimos una columna de militares. Iban a caballo y vestían
uniformes nuevos del Ejército Rojo. Los caballos estaban bien
alimentados. Eran grandes. Nadie sospechó que se trataba de
infiltrados. Pensamos: «¡Son los nuestros!». Y nos alegramos. Papá
salió corriendo a su encuentro y oí el grito de mi madre. No oí el
disparo… Solo oí a mamá gritar: «Aaah…». Recuerdo que los
soldados ni siquiera bajaron de sus caballos… Cuando oí el grito
de mi madre, eché a correr. Todo el mundo corrió. Corríamos en
silencio. Dejé de oír el grito de mamá. Corrí hasta que me
tropecé y caí sobre la hierba alta…
Nuestros caballos
permanecieron inmóviles en el mismo lugar hasta bien entrada la
noche. Nos esperaban. Nosotros regresamos cuando oscureció. Allí
solo se había quedado mi madre, estaba esperando. Alguien dijo:
«Mirad, el pelo se le ha vuelto blanco». Recuerdo que los adultos
cavaron un hoyo… Luego alguien empezó a darnos pequeños
empujones, a mí y a mi hermana pequeña: «Acercaos. Decidle adiós
a vuestro padre». Yo avancé dos pasos y no pude andar más. Me
senté en el suelo. Y mi hermana, lo mismo: se sentó a mi lado.
Nuestro hermanito dormía, era muy pequeño, no entendía nada. Mamá
estaba inconsciente en la carreta, no nos dejaban que nos acercásemos
a ella.
Así que ninguno de
nosotros vio a papá muerto. Y nadie lo recuerda muerto. Yo siempre
que lo recuerdo, por alguna razón, lo veo vestido con una guerrera
blanca. Joven y alegre. Incluso ahora, y eso que ya soy mayor que
nuestro padre.
En la región de
Stalingrado, adonde nos evacuaron, nuestra madre se puso a trabajar
en el koljós. Mamá, la misma que no tenía ni idea de escardar un
huerto, que no sabía diferenciar la avena del trigo, se convirtió
en la mejor trabajadora de todas. No teníamos padre, no éramos los
únicos. Otros habían perdido a sus madres. O a su hermano. O a su
hermana. O a sus abuelos. Pero no nos sentíamos huérfanos. Nos
compadecían y nos criaban entre todos. Recuerdo a la tía Tania
Morózova. Había perdido a dos hijos y vivía sola. Nos daba hasta
el último pedazo de pan que le quedaba, igual que nuestra madre. No
era de la familia, era una persona desconocida, pero durante la
guerra se convirtió en un familiar más. Mi hermano, cuando se hizo
mayor, decía que no teníamos padre pero que teníamos dos mamás:
la nuestra y la tía Tania. Así crecíamos todos. Con dos o tres
mamás.
También recuerdo
que durante la evacuación nos bombardeaban y nosotros corríamos a
escondernos. Pero no corríamos hacia mamá, sino hacia los soldados.
Cuando se acababa el ataque, mamá nos reñía por habernos escapado.
Pero, igualmente, cuando volvían a dispararnos, nosotros corríamos
hacia los soldados.
Cuando liberaron la
ciudad de Minsk, decidimos regresar. A casa. A Bielorrusia. Nuestra
madre era de Minsk, pero cuando bajamos del tren en la estación,
ella no sabía hacia dónde dirigirse. Era una ciudad distinta. Toda
en ruinas…, las piedras hechas arena…
Más tarde, yo
empecé a estudiar en la academia de agricultura de Gorétskaia…
Vivía en una residencia estudiantil; en la habitación éramos ocho.
Todas huérfanas. No es que nos hubieran juntado así a propósito,
es que había muchos huérfanos. Había varias habitaciones donde
todos eran huérfanos. Recuerdo que de noche gritábamos… Yo a
menudo saltaba de la cama y me ponía a aporrear la puerta… Sentía
el impulso de marcharme… Las demás chicas me paraban. Entonces
rompía a llorar. Y ellas detrás de mí. Toda la habitación
sollozando. Por la mañana nos tocaba levantarnos y asistir a las
clases.
Una vez me crucé
por la calle con un hombre que se parecía a mi padre. Caminé detrás
de él un buen rato. Es que nunca llegué a ver a papá muerto…
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.
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