sábado, 15 de agosto de 2020

Historia de la justiciera y el arcángel en el palacio de las pecadoras. Eduardo Galeano.

Señor escritor: No me mueve a escribirle la admiración, sino la piedad que me inspiran su escasa inspiración y su imaginación de corto vuelo. En su prosa, tan correcta como incapaz de sorpresa, el lector nunca encuentra más que lo ya leído.
Esta carta le ofrece la oportunidad de lucir sus talentos, habitualmente invisibles a los ojos del público, si es que los tiene usted escondidos en alguna parte. Créame si le aseguro que no se necesita ser un genio para cocinar una buena historia con todos los ingredientes que le estoy regalando. Se preguntará usted: ¿Por qué a mí, y no a otro?
En primer lugar, porque alguien me ha dado su dirección. En segundo lugar, porque los escritores que valen la pena yacen un par de metros bajo tierra, donde no llega el cartero.
Empecemos por el escenario: el burdel de Cormayagua, ubicado en lo alto de una colina, en una torre blanca que tocaba las estrellas. Debajo, estaba la Iglesia. Toda la población acudía a las misas y a las procesiones y la mitad de la población acudía al burdel; y así Comayagua bostezaba su destino.
Por si le resulta de utilidad, le transcribo la opinión de las señoras decentes, tal cual fue sintetizada por un viajero de la época: Aquí el relajito empezó con el baile agarrado, cuando vino la Independencia. En tiempos de los españoles se bailaba suelto y sin tocarse, el minué de Francia, la jota de Aragón...
El burdel pertenecía a don Idilio Gallo. Las muchachas trabajaban día y noche, sin un momento, de descanso. Don Idilio les exprimía la juventud hasta la última gota. Cuando ya no tenían jugo, las devolvía a la calle. Le ruego que no se extienda demasiado en este punto, señor escritor, habida cuenta de su notoria tendencia al panfleto, y permita cuanto antes la entrada en escena de Calamity Jane. Al fin y al cabo, si bien el trato dejaba que desear, las chicas de don Idilio Gallo no la pasaban tan mal —si se compara con la vida de los demás sapos que croaban en el fondo del pozo de aquella ciudad venida a menos.
Calamity Jane llegó maltrecha, tumbada en el lomo de su caballo Satán. Venía del Lejano Oeste, perseguida por los ecos de los tambores apaches. Había atravesado las montañas de tres países, guiada por los reflejos de su anillo de diamantes en las paredes rocosas. Calamity traía ese anillo, que desapareció la primera noche, y también traía su larga fama de corazón de madre y mano obligada a matar, gatillo alegre, lazo infalible, naipes marcados.
Las chicas le dieron refugio, sin que don Idilio supiera. Ella durmió una semana. Cuando despertó, lo encaró:
—El sombrero —dijo.
En lugar de descubrirse la cabeza, don Idilio, que poco tenía de caballero, se hundió el Stetson hasta las cejas. Calamity desenfundó el Colt y le voló el sombrero de un balazo.
A tiros lo sostuvo en el aire. Cuando el sombrero aterrizó, convertido en colador, don Idilio Gallo dejó escapar un gemido y Calamity sopló el humo del caño:
— Por eso no me quedé en Rapid City —dijo—. Se mata mucho en aquella mierda.
La mención de las marcas, Colt, Stetson, ¿le parece superflua? No me sorprende; pero un escritor profesional debería saber que en una narración verosímil, el todo está en lo que parece nada. Y dicho sea de paso, le sugiero tener en cuenta que Calamity usaba también un rifle Springfield, y no el fusil Winchester que le atribuyen los ignorantes.


Continuemos. Jugaron al póker. Las apuestas subían mientras bajaban las botellas de ron de Jamaica, hasta que don Idilio perdió el burdel y todo lo demás. Y entonces aquel hombre mandón y despiadado no se defendió. Sin pestañear aceptó su ruina, con aquel fatalismo de los Gallo, estirpe de centinelas, que en los terremotos se sentaban a esperar que la casa les cayera encima. Calamity le dio una carta de recomendación para el circo de Buffalo Bill. Sin otra cosa en el bolsillo, don Idilio se embarcó a París. Allá se emplumó, se disfrazó de cacique piel roja, posó de perfil para las fotos y murió de pulmonía.
El burdel, que había sido frío como un hospital y duro como un cuartel, se llenó de pájaros y guitarras y plantas y colores. Sólo se abrían piernas desde el crepúsculo, mientras duraba la noche. Durante el día, y hasta la primera campanada del ángelus, se abrían orejas. Esa idea vino de la experiencia. Las muchachas habían aprendido que todo macho en pelotas esconde un náufrago que suplica amparo. El confesionario tuvo tanto éxito que fue desbordado por las multitudes que acudían desde la enemiga ciudad de Tegucigalpa y desde todas partes. Largas colas de hombres se veían en las laderas de la colina, esperando turno para contar dudas y secretos, miedos guardados, sueños y pesadillas. La iglesia no era competencia. Los curas, como usted sabe, sólo reciben la confesión de los pecados, que es lo que la gente menos necesita confesar.


Mientras tanto, Calamity se ocupaba de arreglar papeles con el señor Gobierno. Había estrenado pollera, ella que siempre vestía pantalones. En la liga, bajo la falda, guardaba una bayoneta Collins, y el dinero en el corpiño.
— Que sea con sobre —exigió el señor Gobierno, cuando Calamity le deslizó un puñado de billetes calientes. Y un decreto exoneró de impuestos al burdel, por tratarse de una cooperativa sin fines de lucro, y prohibió la instalación de nuevos lenocinios en todo el territorio nacional.


Y en aquel año de loca prosperidad, llegó el arcángel. Según la tradición, el palacio de las pecadoras cerraba sus puertas todos los Viernes de Cuaresma. Y según la tradición, cuando Jesús Nazareno había recorrido, en hombros de las beatas, la calle del Calvario, y ya resonaban los últimos ecos de los cánticos de pasión y los rezos del Viacrucis, un jinete sin cabeza surgía, al galope, de la boca de la noche. El caballo pateaba las puertas del burdel, lanzando relinchos espeluznantes, y tras rajar las puertas se alejaba, perseguido por humaredas de azufre y remolinos de tormenta. Entonces, según la tradición, una de las ovejas descarriadas se arrepentía y llorando abandonaba la lujuria para iniciar vida honesta.
Aquel viernes, el jinete sin cabeza atropelló, ciego de furia, como todos los años, pero las puertas estaban abiertas de par en par. El caballo negro atravesó el burdel y se perdió en la lejanía; el jinete rodó por los suelos, chocó con una lámpara Tiffany y se estrelló contra la pared. Despertó en brazos de mujer:
—Oiga, señora —protestó.
—Señorita —corrigió Calamity Jane.
El jinete era un arcángel, un enanito de edad avanzada, con nariz roja y voz de niño, que Dios disfrazaba de diablo decapitado para meter miedo a las mujeres de vida licenciosa.


Hubo relámpagos y lluvia durante toda la noche y el mundo amaneció más luminoso que nunca. La mañana sorprendió al arcángel en pleno baño de asiento, metido en un tacho de leche de papaya verde. El pobrecito se había lastimado el culo cuando se rompió la cuerda que lo bajó del cielo. A su lado, Calamity, con la boca abierta, se dejaba hacer. El arcángel le estaba limpiando, con miel y canela, la lengua sucia de procaces maldiciones.


Por favor, se lo ruego, no me ofenda usted preguntando si esta historia ocurrió. Yo se la estoy ofreciendo para que usted haga que ocurra. No le pido que describa la lluvia de aquella noche de la visitación del arcángel: le exijo que me moje. Decídase, señor escritor, y por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe; y a sus años ya va siendo hora de que usted se entere.


Continúo. Como sabrá usted por la iconografía disponible, los arcángeles no tienen sexo, pero tienen barriga. Si había sucumbido Adán por una manzana cualquiera, ¿cómo no iba a sucumbir el arcángel? El burdel le ofreció las delicias de su huerto: la dorada carne del mango, el aliento mareador del maracuyá, la frescura de la piña, las suavidades de la guanábana y el aguacate.
Y como cualquiera sabe, los arcángeles tienen alma; y el alma necesita confesión, aunque no peque. Calamity hablaba mal del Lejano Oeste y el arcángel se quejaba del Cielo. De día los acompañaba el chocolate; de noche, el ron. Decía ella que si fuera dueña de Wyoming y del infierno, alquilaría Wyomlng y viviría en el infierno; y él decía que se había pasado toda la eternidad sirviendo al Señor en el Paraíso, en los más pesados menesteres, y el ingrato le pagaba mandándolo a la tierra a redimir putas y borrachos. Ella contaba escabrosas confidencias del general Custer y del sheriff Wild Bill Hickok y él se desahogaba contra los asesores del Altísimo; y charlando descubrían que habían estado toda la vida solos, y que no lo sabían.
Algunas tardes, Calamity paseaba al arcángel por las calles de Comayagua, en un cochecito de bebé. Andaban muy orondos, invulnerables al rencor y la envidia. Los perseguían las malas lenguas de los antiimperialistas, los ateos y los abogados de la virtud y las buenas costumbres, mientras los escépticos que nunca faltan se daban codazos cuchicheando: ¿Cómo es que Calamity Jane no entiende ni una palabra de inglés? ¿Qué clase de arcángel es éste, que no tiene alas, ni espada de fuego, ni sabe una jota de latín? ¿Por qué hablan los dos con acento de por aquí nomás?


No sé si fue: yo sólo sé que mereció haber sido. Lo demás es lo de menos. El tiempo ha borrado todas las huellas. Cabe imaginar que el arcángel lo pasaba de lo más bien, la vida era mucho más divertida que la salvación; pero también se puede suponer que Calamity, a la larga, se cansó de todo aquello. Se puede suponer que en aquel palacio, tapizado de espejos que la delataban, ella ya no encontraba refugio para esconderse de sus años. Que el burdel estaba en plena gloria, con la Orquesta Sinfónica Nacional tocando hasta el amanecer, y una noche Calamity bailó la danza del ombligo, desnuda bajo las gasas rojas, y el público la celebró riendo a las carcajadas y ella se aguantó las lágrimas. Y que al día siguiente se fue. Se fue sin despedirse, cuando nadie la veía. Su caballo, Satán, se arrodilló para ayudarla a montar. Ella no volvió al norte, al origen; siguió viaje al sur, al destino. Alguien ha de haber escuchado, entre dos luces, el ruido de cascos y el silbido. Ella silbaba. ¿Para acompañarse? ¿Para darse coraje? Usted elige.
¿Y el arcángel? ¿Se lo llevó Calamity en el regazo? ¿Volvió al cielo, o intentó volver? ¿Se convirtió, macho al fin, en un nuevo Idilio Gallo? Ni se moleste en preguntar. Nadie sabrá responderle, en Comayagua ni en ningún otro lugar de este planeta. Lo lamento, señor escritor, mamífero plumífero: no tendrá usted más remedio que inventarlo.


Suyo,


(Firma ilegible

Las palabras andantes, 1994.
 

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