lunes, 29 de abril de 2019

El monje y la mosca. Alexandr Zchymczyk.


El timbre en los monasterios hace yin-yang.
—¡Maldita mosca!
Pero antes de poder levantar el brazo para asestar el certero golpe, el desesperante zumbido cesó y el monje se dio cuenta de repente: aquella mosca había descubierto su lugar exacto en el universo, había alcanzado la iluminación logrando el equilibrio perfecto y se desvaneció como si nunca hubiese existido.
—¡Maldita mosca! —dijo el monje y en su voz había envidia.


Delirios de imaginantes. Interancional Microcuentista, 2015.

domingo, 28 de abril de 2019

La espada encendida. Ignacio Aldecoa.


A Rafael Azcona.

Se sentía pegado a la gutapercha del sillón, y el agua del vaso estaba caliente, y una moscarda zumbaba por el despacho, y los zapatos le hacían daño en los pies hinchados. Dejó el periódico de Madrid sobre la mesa, cubriendo los papeles que tenía que firmar y lo que había firmado. Volvió la cabeza hacia el gran balcón abierto al campo cereal y contempló el horizonte, crepusculado en vino aloque. El trigo amarilleaba a ruin y un rebaño de ovejas venía por el campo con una nube de purpurina.
-Ha dicho el señor alcalde que te esperes.
-¿Hoy otra vez?
-Todos los sábados hasta que llegue el invierno o hasta que haga mal tiempo.
-Si tuviera mucho que pensar…
Acercó la mano a la campanilla y acarició la manija. Estuvo a punto de llamar al ujier para decirle que el guardia se fuese al diablo o a la taberna, pero pensó que era su deber y que no podía faltar a su deber, y que el deber era lo más importante para un hombre honrado y que quien desde un puesto rector no cumplía con su deber, no merecía el puesto rector. El rebaño avanzaba muy lentamente y su nube se iba violetando, anocheciendo.
-Entonces me quedo sin dominó hasta que llueva.
-No tiene trazas.
-He hecho un pan como…
-Sanfastidiarse.
-¿Y no se podía divertir de otra manera? Porque eso es como una degeneración.
-Pregúntaselo a él.
-Al levantarse del sillón tuvo la sensación de arrancarse un esparadrapo, grande como una manta, de las espaldas. Se asomó al balcón. Los patizuelos y corralizas de las casas ya eran nocturnos pozos. El enjalbegado de las fachadas tomaba color de hiel. Se recortaba el perfil boyuno del otero. Olía a campo reseco y a carbón quemado, y el soto era tiniebla, tiniebla cobijadora de pecado. Llamó con la campanilla y se sentó en el sillón.
El ujier, al entrar, ladeó la cabeza para expulsar el último humo de la chupada del cigarrillo.
-Mande, señor alcalde.
-¿Está Benítez?
-Sí, señor alcalde.
-Que lleve papel y lápiz.
-Sí, señor alcalde.
-… aunque debiera llevar un látigo.
-Si, señor alcalde.
-No, señor alcalde; porque no vivimos en la Edad Media y la picota de hoy es la prensa, y el látigo moderno, la multa.
-Si, señor alcalde.
-¿Se ha encendido el alumbrado?
-No, señor alcalde. Hasta las diez no da luz la fábrica.
-¿Por qué?
-Porque desde ayer, clarea, señor alcalde.
-Vete a la fábrica y que den la luz, o empaqueto a todos.
-Hoy hay luna grande, señor alcalde.
-Mejor.
Se levantó del sillón y se acercó al paragüero. Tomó su vara de mando de latón y cordoncillos, se cubrió la cabeza con su sombrero negro de ala entera y dura. El ujier le abrió la puerta e hizo una extraña reverencia.
-Prefiero que te cuadres.
-No soy militar, señor alcalde.
-Yo sí.
-Sí, señor alcalde.
-Un militar, aunque no esté en activo, siempre es un militar, y no hace falta que digas que no eres militar, porque se ve a la legua.
-Sí, señor alcalde.
-Mañana, después de misa, iré al cementerio, y luego vendré un rato al despacho.
-Es domingo, señor alcalde.
-Mañana vendré un rato al despacho.
-Sí, señor alcalde; pero yo quería ir de cangrejos con la familia.
-Eso te ahorras. Además, el arroyo no trae agua.
-Por eso, señor alcalde. Benítez cogió el domingo pasado quince docenas.
-¿Benítez? ¡Qué sabe ese de coger cangrejos!
-Se da muy buena maña, señor alcalde.
-Tonterías.
-Sí, señor alcalde.
El único botón de la chaqueta que podía abrochar era el primero. La cintura del pantalón le llegaba al pecho. El pantalón le hacía rodilleras y era de un color indefinido, casi castaño oscuro. Llevaba una abrazadera de luto en la manga izquierda. Calzaba zapatos negros y negros eran los calcetines y negra la corbata. La camisa era blanca con rayas verdes desteñidas. En la falange anular derecha, un anillo de roja piedra preciosa, chispeante, cubría las dos alianzas de su viudedad.
Andaba con la velocidad que le permitía su potra. Benítez se puso en pie al verlo y se cuadró.
-Bien, Benítez -el alcalde hizo una pausa.
-Que lleves papel y lápiz -dijo el ujier.
-Ya lo llevo.
-Bien, Benítez. Hoy me expulsas del Paraíso a todos los adanes y evas que haya y me los multas de diez pesetas a cincuenta, según familia. ¿Me entiendes?
-Sí, señor.
-Alcalde.
-Sí, señor alcalde.
-A los que veas haciendo cochinadas, me los apuntas con dos apellidos, que los voy a hacer salir en el periódico de la capital, con un inri.
-¿Y si no veo a nadie, señor alcalde?
-Verás, verás. Hoy hay luna grande. Yo me quedo fuera, en el banco de la fuente, y me tienes que dar una lista con diez parejas por lo menos. En esta Babilonia va a entrar la moral por las buenas o por las malas.
-¿Y en fiestas, señor alcalde? -preguntó ingenuamente Benítez.
-En fiestas se verá. Si ha remitido la concupiscencia, habrá venia; si no, para los hombres retén hasta que pasen los festejos, y para las mujeres… bueno, para las mujeres me lo pensaré.
-Si, señor alcalde. ¿Y por donde entro al soto? ¿Por el lado del puentecillo, como siempre?
-Sí. De esa manera no se nos escapará nadie. Me los ojeas hacia la fuente, que allí les espero yo. ¿Alguna pregunta más?
-Señor alcalde: yo pensaba -dijo el ujier- que podía ir al arroyo, luego podía venir el rato que usted estuviese en su despacho y después me podía volver al arroyo. ¿Le parece, señor alcalde?
-Lo primero es el deber.
-Sí, señor alcalde.
-Vamos, Benítez.
-A sus órdenes, señor alcalde.
El parque de la villa tenía siete árboles, siete farolas y siete bancos. En el parque de la villa, entre el polvo, jugaban los niños y recordaban los viejos. Los siete árboles, los siete bancos, las siete farolas nunca habían cobijado, dado asiento y alumbrado un idilio. cuando sonaban las diez en el reloj del Ayuntamiento, los niños, ya sin risas, dejaban el parque. Cuando sonaban las diez y media en el reloj de las Hermanas de la Caridad, los viejos, con todos sus recuerdos titubeantes, se marchaban del parque. Después de las doce de la noche solía haber en el parque algún borracho cantarín, pero el Bando lo prohibía.
Benítez caminaba detrás del alcalde, arrancándose hilos de las deshilachadas bocamangas de su uniforme. En el cielo raso y hondo, una estrella fugaz irrumpió en la armonía de las constelaciones. El alcalde taconeaba su vara con pompa, y su mirada al frente avisaba al pueblo que respondía a la llamada del deber.
-Benítez -llamó.
-Sí, señor alcalde.
-De aquí en adelante habrá que proveer un sistema de multas más duras para los que se hagan aguas en las rinconadas.
-Sí, señor alcalde. ¿Y si es un niño?
-Un capón bien dado.
-¿Y si es un viejo, señor alcalde?
-Afeas su conducta al anciano, con respeto, eso sí, pero sin debilidad.
-¿Y si es un forastero?
-Si coges a un forastero… si coges a un forastero meándose… ¿Qué se te ocurre a ti de un forastero que cometa esa grave infracción?
-Le miento la madre y leña por todo lo alto, señor alcalde.
-Pierdes autoridad. Leña y prevención hasta que pague una buena multa.
-Sí, señor alcalde; pero puede ser extranjero.
-Los extranjeros son más civilizados que nosotros y no andan como los perros.
-Sí, señor alcalde.
Al guardia Benítez no le gustaba meterse con las parejas, porque quedaba mal parado su prestigio de hombre; por eso cuando entraba en el soto silbaba, para advertir su presencia. El alcalde le remondó:
-Como si fueras a levantar liebres como un galgo, Benítez, como un galgo, no como un desfile de Artillería.
-Sí, señor alcalde.
-Y no te olvides que es infracción desde el abrazo para arriba.
-Sí, señor alcalde.
-A los sentados, que circulen.
-¿Y a los tumbados que no están haciendo nada malo, señor alcalde?
-Multa por figurar.
-Sí, señor alcalde.
El alcalde se sentó en el banco de la fuentecilla. Había salido la luna y brillaba argentado el chorro del agua. Ronqueaba un sapo entre la yerba, y los ruidos, todos los ruidos del campo, se entremezclaban y eran como un hervor.
Una pareja salió del soto; llegaban hasta él cogidos de las manos.
-Buenas, señor alcalde -dijeron los jóvenes-. ¿Tomando el fresco?
-¿Vosotros, también, del soto?
-¿Pues dónde vamos a ir con este calor? -dijo el muchacho.
-Bien, bien; pero no es conveniente.
Los jóvenes se despidieron. El alcalde apoyó su mano derecha sobre la pierna y un rayo de luna hizo brillar un instante el anillo de la roja piedra preciosa. Intentó recoger el rayo que había arrancado aquella luz y no lo consiguió. Entonces llegó Benítez.
-Nada, señor alcalde; yo creo que ahora la mocedad va a la carretera.
-Eso es que les avisan.
-Sí, señor alcalde.
-Desde el sábado próximo, a la carretera, Benítez.
-Eso tiene mucho que andar, señor alcalde.
-Ya veremos. Vámonos para casa.
-Sí, señor alcalde.
-A ver lo que dice mañana el padre Eustasio.
-¿Qué va a decir, señor alcalde? ¡Que si los jóvenes, que si la vida moderna, que si el soto…! Desde antes de entrar en quintas lo vengo oyendo.
-Más vale prevenir que curar.
-Todos se casan, como no sea alguno que echa a correr mundo, señor alcalde.
-Pero la moral, Benítez, es la piedra angular de nuestra sociedad.
-Claro, claro, señor alcalde.
La villa estaba enlucida por la luna y el alcalde la contempló largamente. Luego le pensó: soledad y blancura como un panteón.
-Vamos, Benítez.
-Sí, señor alcalde.
-¿Tú crees que se puede hablar con los muertos?
-No, señor alcalde; en pudriéndose ya no son muertos, sino materia, y luego tierra como toda.
-Calla, calla, insensato.
-Eso está visto, señor alcalde.
Caminaron en silencio.
-Si no manda cosa el señor alcalde, me retiro por el desvío.
-Nada, Benítez. El sábado iremos a la carretera a ver si hay caza.
-Se nos virarán al soto, señor alcalde.
-Ahí los quiero ver.
-Lo que diga el señor alcalde.
Al pasar por el parque de la villa se sentó en uno de los bancos. Le hacían daño los zapatos y no deseaba entrar en el vacío de su casa.

Caballo de pica. Ignacio Aldecoa, 1961.

sábado, 27 de abril de 2019

La expulsión de los jesuitas. Eduardo Galeano.


Las instrucciones llegan en sobres lacrados desde Madrid. Virreyes y gobernadores las ejecutan de inmediato, en toda América. Por la noche, de sorpresa, atrapan a los padres jesuitas y los embarcan sin demora hacia la lejana Italia. Más de dos mil sacerdotes marchan al destierro.
El rey de España castiga a los hijos de Loyola, que tan hijos de América se han vuelto, por culpables de reiterada desobediencia y por sospechosos del proyecto de un reino indio independiente.
Nadie los llora tanto como los guaraníes. Las numerosas misiones de los jesuitas en la región guaraní anunciaban la prometida tierra sin mal y sin muerte; y los indios llamaban karaí a los sacerdotes, que era nombre reservado a sus profetas.
Desde los restos de la misión de San Luis Gonzaga, los indios hacen llegar una carta al gobernador de Buenos Aires. No somos esclavos, dicen. No nos gusta la costumbre de ustedes de cada cual para sí en vez de ayudarse mutuamente.
Pronto ocurre el desbande. Desaparecen los bienes comunes y el sistema comunitario de producción y de vida. Se venden al mejor postor las mejores estancias misioneras. Caen las iglesias y las fábricas y las escuelas; las malezas invaden los yerbales y los campos de trigo. Las hojas de los libros sirven de cartuchos para pólvora. Los indios huyen a la selva o se hacen vagabundos y putas y borrachos. Nacer indio vuelve a ser insulto o delito.

Memoria del fuego II. Las caras y las máscaras. Eduardo Galeano, 1984.