Durante días, el pequeño Matthew sumó valor y
estudió y maduró su plan.
La contemplación del espejo, al final del oscuro
corredor, lo mantuvo abstraído largo rato; buscaba esa sombra indefinida y
espeluznante que a veces, de soslayo, creía ver en el azogue. La manita izquierda
se hizo puño, la derecha comprimió el martillo. Sobre la alfombra, avanzó con
desnudos pasitos y se detuvo, porque el espejo también había dado unos pasos
hacia él.
“¡¡¡Te oí, a la cama!!!”, exigió la voz desde un
dormitorio.
Matthew blandió el martillo en gesto de amenaza.
“Volveré”, cuchicheó.
El espejo retrocedió hasta la pared.
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