lunes, 8 de abril de 2019
Cantemos alabanzas al señor. Eduardo Galeano.
La revelación de Dios ocurrió a la luz de los relámpagos. El capitán John Newton se convirtió al cristianismo una noche de blasfemias y borrachera, cuando una súbita tempestad estuvo a punto de echar su barco al fondo del océano.
Desde entonces, es un elegido del Señor. Cada atardecer, dicta un sermón. Reza plegarias antes de cada comida y comienza cada jornada cantando salmos que la marinería repite roncamente a coro. Al fin de cada viaje, paga en Liverpool una ceremonia especial de acción de gracias al Altísimo.
Mientras espera la llegada de un cargamento en la desembocadura del río Sierra Leona, el capitán Newton espanta miedos y mosquitos y ruega a Dios que proteja a la nave African y a todos sus tripulantes, y que llegue intacta a Jamaica la mercadería que se dispone a embarcar.
El capitán Newton y sus numerosos colegas practican el comercio triangular entre Inglaterra, África y las Antillas. Desde Liverpool embarcan telas, aguardiente, fusiles y cuchillos que cambian por hombres, mujeres y niños en la costa africana. Las naves ponen proa a las islas del Caribe, y allá cambian los esclavos por azúcar, melaza, algodón y tabaco que llevan a Liverpool para reiniciar el ciclo.
En sus horas de ocio, el capitán contribuye a la sagrada liturgia componiendo himnos. Esta noche, encerrado en su camarote, empieza a escribir un himno nuevo, mientras espera una caravana de esclavos demorada porque algunos quisieron matarse comiendo barro por el camino. Ya tiene el título. El himno se llamará Cuán dulce suena el nombre de Jesús. Los primeros versos nacen, y el capitán tararea posibles melodías bajo la lámpara cómplice que se balancea.
Memoria del fuego II. Las caras y las máscaras. Eduardo Galeano, 1988.
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