Tenía la mandíbula en la garganta, el labio y los dientes
superiores habían desaparecido, un ojo estaba cerrado, el otro era un agujero
en forma de estrella, sus cejas eran finas y arqueadas como las de una mujer,
su nariz estaba intacta, había una gota leve en el lóbulo de una oreja, su
limpio pelo negro caía hacia atrás hasta formar un remolino en la parte
posterior del cráneo, su frente tenía algunas pecas, sus uñas estaban limpias,
la piel de su mejilla izquierda estaba arrancada en tres tiras desiguales, su
mejilla derecha era suave y lampiña, había una mariposa posada en su mentón, su
cuello estaba abierto hasta la médula espinal, y allí la sangre era densa y
brillante; ésa era la herida que le había matado. Estaba tendido boca arriba en
medio del sendero, un joven delgado, muerto, casi delicado. Tenía piernas
huesudas, cintura estrecha, dedos largos y elegantes. Tenía el pecho hundido y
poco musculoso; un estudiante, tal vez. Sus muñecas eran las muñecas de un
niño. Llevaba camisa negra, amplios pantalones orientales negros, una canana
gris, un anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Sus sandalias de
goma habían volado. Una estaba junto a él, la otra unos metros más allá, en el
sendero. Tal vez había nacido en 1946 en la aldea de My Khe, cerca de la costa
central de la provincia de Quang Ngai, donde sus padres trabajaban la tierra, y
donde su familia había vivido durante varios siglos, y donde, durante la época
de los franceses, su padre y dos tíos y muchos vecinos se habían unido a la
lucha por la independencia. No era comunista. Era ciudadano y soldado. En la
aldea de My Khe, como en toda Quang Ngai, la resistencia patriótica tenía la fuerza
de la tradición, que era en parte la fuerza de la leyenda, y desde la más
tierna infancia el hombre a quien maté había oído historias sobre las heroicas
hermanas Trung y la famosa derrota que Tran Hung Dao infligió a los mongoles y
la victoria final de Le Loi contra los chinos en Tot Dong. Le habían enseñado
que defender su tierra era el deber más alto y el mayor privilegio de un
hombre. Lo aceptaba. Nunca fue amigo de discutir. Secretamente, sin embargo,
también le daba miedo. No tenía madera de soldado. Tenía mala salud, su cuerpo
era pequeño y frágil. Le gustaban los libros. Quería ser profesor de
matemáticas algún día. Por la noche, tendido sobre la estera, no podía
imaginarse llevando a cabo los actos valientes de su padre, o de sus tíos, o
de los héroes de las historias. Esperaba de todo corazón que nunca le pusieran
a prueba. Esperaba que los norteamericanos se fueran. Pronto, esperaba. Seguía
esperando y esperando, siempre, incluso cuando dormía.
-¡Vaya, hombre, has jodido al que te quería joder! -dijo
Azar-. ¡Lo has desparramado por completo, fíjate en lo que has hecho, lo has
desparramado como si fuera un jodido huevo!
-Vete -dijo Kiowa.
-¡Sólo estoy diciendo la verdad! ¡Como un jodido huevo!
-Vete -repitió Kiowa.
-De acuerdo, entonces; me largo -dijo Azar. Empezó a
apartarse, después se detuvo y dijo-: Como un jodido huevo, ¿sabes? ¡Si hay
categorías de muertos, este tío es de primera!
Sonriendo de su propia agudeza, se encogió de hombros y
enfiló el sendero hacia la aldea que estaba tras los árboles.
Kiowa se agachó.
-Olvídate de esa bestia -dijo. Abrió la cantimplora y me la
tendió por un momento y después suspiró y la retiró-. ¡No le des más vueltas,
hombre! ¿Qué otra cosa podías hacer?
Más tarde Kiowa dijo:
-Hablo en serio. Nadie podía hacer nada. Vamos, Tim, deja de
mirar así.
El cruce de senderos estaba sombreado por una hilera de
árboles y altos arbustos. El delgado muchacho estaba tendido con las piernas a
la sombra. Su mandíbula estaba en la garganta. Un ojo estaba cerrado y el otro
tenía un agujero en forma de estrella.
Kiowa le echó un vistazo al cuerpo.
-Está bien, déjame hacerte una pregunta -dijo-. ¿Te gustaría
cambiarte con él? Ponte en su lugar: ¡te gustaría? Contéstame francamente.
El agujero en forma de estrella era rojo y amarillo. La parte
amarilla parecía ir ampliándose, desplegándose hacia el centro de la estrella.
El labio superior, la encía y los dientes habían desaparecido. La cabeza del
hombre estaba acomodada en un ángulo insólito, como si el cuello se hubiera
soltado, y su cuello estaba mojado de sangre.
-Piénsalo -dijo Kiowa.
Después, más tarde, dijo:
-Tim, es una guerra. El tío ese no era Heidi: tenía un arma,
¿correcto? Es duro, desde luego, pero tienes que dejar de mirar. Después dijo:
-Tal vez lo mejor sería que te tumbaras unos minutos.
Después de un largo rato de silencio dijo:
-Tómatelo con calma. Ve adonde el espíritu te lleve.
La mariposa se estaba abriendo camino a lo largo de la frente
del muchacho, que estaba salpicada de pequeñas pecas oscuras. La nariz estaba
intacta. La piel de la mejilla derecha era suave y tersa y lampiña. De aspecto
frágil, huesos delicados, el joven nunca había querido ser soldado y en lo más
hondo de su corazón había temido comportarse mal en la batalla. Incluso cuando
era un muchacho que crecía en la aldea de My Khe se había preocupado a menudo
por eso. Se imaginaba cubriéndose la cabeza y tendido en un agujero profundo y
cerrando los ojos y quedándose inmóvil hasta que la guerra terminara. No tenía
estómago para la violencia. Le encantaban las matemáticas. Sus cejas eran finas
y arqueadas como las de una mujer, y en la escuela los muchachos a veces se
burlaban de él por lo hermoso que era, con sus cejas arqueadas y sus dedos
largos y elegantes, y en el patio de recreo imitaban el modo de caminar de una
mujer y se mofaban de su piel tersa y su amor por las matemáticas. No era capaz
de pelear con ellos. A menudo deseaba hacerlo, pero le daba miedo, y eso
aumentaba su vergüenza. Si no se atrevía a pelear con chicos, pensaba, ¿cómo
podría ser soldado y luchar contra los norteamericanos con sus aviones y sus
helicópteros y sus bombas? No parecía posible. En presencia de su padre y sus
tíos, fingía estar ansioso por cumplir con su deber patriótico, que era además un
privilegio, pero por la noche rezaba con su madre para que la guerra terminara
pronto. Por encima de todo, temía ser una deshonra para sí mismo, y por lo
tanto para su familia y su aldea. Pero todo lo que podía hacer era esperar y
rezar y tratar de no crecer demasiado deprisa.
-Escúchame -dijo Kiowa-. Te sientes muy mal, lo sé.
Después dijo:
-Está bien, tal vez no lo sé.
A lo largo del sendero había pequeñas flores azules, como
campanillas. La cabeza del muchacho estaba torcida de costado, pero sin llegar
a mirar de frente a las flores, y aunque se encontraba a la sombra, un rayo de
luz solar refulgía contra la hebilla de su canana. Su mejilla izquierda estaba
pelada hacia atrás en tres tiras desiguales. Las heridas del cuello aún no se
habían coagulado, lo que le hacía parecer animado incluso en la muerte, pues la
sangre se desparramaba por la camisa.
Kiowa sacudió la cabeza.
Hubo un largo silencio antes de que dijera:
-Deja de mirar.
Las uñas del muchacho estaban limpias. Había una gota leve en
el lóbulo de una oreja, una salpicadura de sangre en el antebrazo. Llevaba un
anillo de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Tenía el pecho hundido y
poco musculoso: un estudiante, tal vez. Durante años, a pesar de la pobreza de
su familia, el hombre a quien maté había estado decidido a continuar sus
estudios de matemáticas. Los medios para ello tal vez se habían arreglado
mediante los cuadros del movimiento de liberación de la aldea, y en 1964 el
joven empezó a asistir a clases en la Universidad de Saigón, en donde evitó la
política y prestó atención a los problemas de cálculo. Se dedicó al estudio.
Pasaba las noches solo, escribía poemas románticos en su diario íntimo, gozaba
de la gracia y la belleza de las ecuaciones diferenciales. Sabía que la guerra,
al fin, le llamaría, pero por el momento procuraba no pensar. Había dejado de
rezar; en vez de eso, ahora esperaba. Y mientras esperaba, en el último año de
universidad, se enamoró de una compañera de estudios, una muchacha de
diecisiete años, que un día le dijo que sus muñecas eran como las muñecas de un
niño, pequeñas y delicadas, y que admiraba su cintura estrecha y el remolino
que se alzaba como la cola de un pájaro en la parte posterior de su cabeza. Le
gustaba el modo sereno de ser del muchacho, se reía de sus pecas y de sus
piernas huesudas. Una noche, tal vez, intercambiaron anillos de oro.
Ahora un ojo era una estrella.
-¿Estás bien? -dijo Kiowa.
El cuerpo estaba casi por entero en la sombra. Había jejenes
en su boca, y partículas de polen vagaban encima de su nariz. Había dejado de
sangrar, salvo las heridas del cuello. La mariposa se había ido.
Kiowa recogió las sandalias de goma y las limpió, después se
agachó para registrar el cuerpo. Encontró una bolsita de arroz, un peine, un
cortaúñas, unas pocas piastras sucias, una instantánea de una muchacha de pie
ante una motocicleta. Kiowa colocó aquellos objetos en su mochila junto con la
canana gris y las sandalias de goma.
Después se agachó.
-Te diré la pura verdad -dijo-. El tío este estaba muerto en
cuanto pisó el sendero. ¿Me entiendes? Todos le teníamos en el punto de mira.
Una buena presa: arma, munición, todo… -Minúsculas gotas de sudor brillaban en
la frente de Kiowa. Sus ojos pasaron del cielo al cuerpo del hombre muerto y a
los nudillos de su propia mano-. Así que, escucha, ¡tienes que recobrarte,
coño! No puedes quedarte sentado aquí todo el día.
Más tarde dijo:
-¿Entiendes?
Después dijo:
-Cinco minutos, Tim. Cinco minutos más y seguimos adelante.
En el ojo cerrado se operó una curiosa transformación: pasó
del rojo al amarillo. La cabeza estaba torcida de costado, como si el cuello se
hubiera soltado, y el muchacho muerto parecía estar mirando un objeto lejano
más allá de las flores como campanillas del sendero. La sangre del cuello se
había vuelto de un profundo negro purpúreo. Uñas limpias, cabello limpio: había
sido soldado un solo día. Después de sus años en la universidad, el hombre a
quien maté regresó con su esposa -se acababan de casar- a la aldea de My Kbe,
donde se alistó como soldado raso en el 48 batallón del Vietcong. Sabía que no
tardaría en morir. Sabía que vería un relámpago de luz. Sabía que caería muerto
y despertaría en las historias de su aldea y de su pueblo.
Kiowa cubrió el cuerpo con un poncho.
-¡Vaya, Tim, tienes mejor aspecto! -dijo-. No hay duda al
respecto. Todo lo que necesitabas era tiempo: un poco de permiso mental.
Después dijo:
-Chico, lo siento.
Después, más tarde, dijo:
-¿Por qué no me hablas?
Después dijo:
-¡Venga, hombre, háblame¡
Era un muchacho delgado, muerto, casi delicado, de unos
veinte años. Estaba tendido con una pierna doblada debajo de él, la mandíbula
en la garganta, la cara ni expresiva ni inexpresiva. Un ojo estaba cerrado. El
otro era un agujero en forma de estrella.
-¡Háblame! -dijo Kiowa.Las cosas qeu llevaban los hombres que lucharon. Tim O'Brien, 1990.
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