domingo, 31 de julio de 2016

En Matilde. Julio Cortázar.

A veces la gente no entiende la forma en que habla Matilde, pero a mí me parece muy clara.
—La oficina viene a las nueve —me dice— y por eso a las ocho y media mi departamento se me sale y la escalera me resbala rápido porque con los problemas del transporte no es fácil que la oficina llegue a tiempo. El ómnibus, por ejemplo, casi siempre el aire está vacío en la esquina, la calle pasa pronto porque yo la ayudo echándola atrás con los zapatos; por eso el tiempo no tiene que esperarme, siempre llego primero. Al final el desayuno se pone en fila para que el ómnibus abra la boca, se ve que le gusta saborearnos hasta el último. Igual que la oficina, con esa lengua cuadrada que va subiendo los bocados hasta el segundo y el tercer piso.
—Ah —digo yo, que soy tan elocuente.
—Por supuesto —dice Matilde—, los libros de contabilidad son lo peor, apenas me doy cuenta y ya salieron del cajón, la lapicera me salta a la mano y los números se apuran a ponérsele debajo, por más despacio que escriba siempre están ahí y la lapicera no se les escapa nunca. Le diré que todo eso me cansa bastante, de manera que siempre termino dejando que el ascensor me agarre (y le juro que no soy la única, muy al contrario), y me apuro a ir hacia la noche que a veces está muy lejos y no quiere venir. Menos mal que en el café de la esquina hay siempre algún sándwich que quiere metérseme en la mano, eso me da fuerzas para no pensar que después yo voy a ser el sándwich del ómnibus. Cuando el living de mi casa termina de empaquetarme y la ropa se va a las perchas y los cajones para dejarle el sitio a la bata de terciopelo que tanto me habrá estado esperando, la pobre, descubro que la cena le está diciendo algo a mi marido que se ha dejado atrapar por el sofá y las noticias que salen como bandadas de buitres del diario. En todo caso el arroz o la carne han tomado la delantera y no hay más que dejarlos entrar en las cacerolas, hasta que los platos deciden apoderarse de todo aunque poco les dura porque la comida termina siempre por subirse a nuestras bocas que entre tanto se han vaciado de las palabras atraídas por los oídos.
—Es toda una jornada —digo.
Matilde asiente; es tan buena que el asentimiento no tiene ninguna dificultad en habitarla, de ser feliz mientras está en Matilde.


sábado, 30 de julio de 2016

Narciso 2.0. Eva Sánchez Palomo.

Caminas y mientras caminas vas lanzándote fotos a la cara. Alargas el brazo derecho, giras el cuello hasta conseguir el ángulo perfecto, sonríes y disparas. El dedo pulgar se mueve enloquecido, pasa el filtro y sube la foto. Tus seguidores estallan en likes, aman tu barbita recortada, las cejas discretamente depiladas, el flequillo cayendo impecable sobre los ojos que miran luminosos. Aman tu cara, pero no tanto como tú te amas. Caminas lanzándote fotos a la cara, porque te amas. Te lanzas fotos y te amas, no miras mientras caminas, y cruzas sin darte cuenta de que un coche derrapa. Derrapa y te golpea mientras cruzas y te miras en la foto, amándote. El teléfono vuela y se estrella a los pies de la gente que espera para cruzar al otro lado de la calle. Tu cara que amas se rompe contra el suelo. 
La sangre chorrea desde el pómulo destrozado y mancha la barbita recortada, pero el flequillo que amas sigue perfecto sobre los ojos que se van apagando porque no pueden mirar ya lo que más aman.

viernes, 29 de julio de 2016

Es cierto. Ana María Shua.

Es cierto que tengo miedo de abrir algunas puertas. Para controlarlo empleo métodos yogas y métodos caseros, pero el miedo también tiene sus recursos. Espera que logre dominarlo. Espera que pueda abrir la puerta. Espera pacientemente del otro lado para abalanzarse sobre mí.

 

jueves, 28 de julio de 2016

La bestia en la cueva. H.P. Lovecraft.

La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi confundida y reacia mente de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.

Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, para encontrar la salud en el aire salino, al parecer, del mundo subterráneo, de temperatura uniforme, aire puro y apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.

Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios. Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.

Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.

Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo. Mi mano derecha, guiada por mi confiable sentido del oído, lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse.

Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.

Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Parecía ser un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.

La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.

Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.

El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.

Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí.
 

El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡un hombre!!!

miércoles, 27 de julio de 2016

Monólogos. Arantza Portabales.

Hoy como tortilla. Necesito podar el magnolio. Y han despedido a Julián, el del super. Además me he cortado con el cuchillo de las patatas. El pequeño. Me pregunto qué sentido tiene llamarte para contarte estas cosas. Pero las ramas del jodido árbol están a punto de atravesar las ventanas del estudio. Marco tu número. De nuevo el contestador. Aún así te lo cuento todo. Ya sabes que nunca me gustó el jardín. Y hay más cosas. Mi bici sigue en el taller. Sí, es verdad, eso ya te lo conté ayer. Juan y Noelia se han separado y ahora él vive en Isla Mujeres con una mejicana de veintidós años. Se veía venir. Cuando se ve venir es más fácil. Y sí, llamaré a Mario el jardinero de los vecinos. Te lo prometo. No, no me duele el corte. Le he echado Betadine. Y así sigo, hasta que se agota tu batería. Después saco tu móvil del cajón y lo pongo a cargar. Llamo otra vez. Cuatro pitidos. Y tu voz, apenas dos segundos. 
Hola, soy Fernando. Deja tu mensaje. 
Te echo de menos. Hoy como tortilla.

martes, 26 de julio de 2016

La espera. Eva Díaz Riobello.

En un rincón perdido de la biblioteca había un libro, y dentro del libro un bosque, y en el bosque una niña descalza que recogía hojas secas con forma de poemas arrugados y se las comía, riendo, y al reír exhalaba palabras hermosas que volaban entre las páginas, recorriendo las estanterías como insectos zumbantes, derribando cuentos, formando frases extrañas, hasta derramarse por fin en la cabeza del escritor que, sentado junto a la ventana, suspiraba por una pizca de inspiración.

Susurros en el tejado, Eva Díaz Riobello, 2010.

jueves, 14 de julio de 2016

Cosas que ocurren. Daniel Nesquens y Pepe Serrano.

El padre se llamaba Enrique. Estaba casado y era padre de dos niños y un perro. El perro se llamaba Lucas, como el hijo mayor. La hija se llamaba Cristina, como la madre. 
Se podía decir que Enrique no era excesivamente serio ni excesivamente divertido. Era como era. 
Cierta noche, después de cenar, con el ruido del lavavajillas de fondo, cuando toda la familia estaba viendo una serie de dibujos animados en el televisor, abrió la boca y dijo: 
—Que a gusto me convertiría en una pera. 
—¿En una pera? —preguntó el hijo. 
El padre afirmó con la cabeza. 
—¡Una pera! Nadie se convierte en una pera —dijo su mujer—. Además, es peligroso. Te puedes caer de la rama y «¡plooof!». 
—Tiene razón mamá —dijo la hija. 
—Sería mucho mejor convertirse en un melón —sentenció el hijo—. O en una sandía. 
—¡Guuuau! 
Y «¡zas!», justo cuando en la televisión daban paso a la publicidad y comenzaba el anuncio de un automóvil con llantas de aleación, elevalunas eléctrico y cierre centralizado, el padre se convirtió en una sandía verde, reluciente como el coche. 
El primero en reaccionar fue su hijo: 
—¡Pues si papá se ha convertido en una sandía, yo quiero convertirme en mi héroe favorito: en Batman! 
—¡Y yo en Batwoman! —dijo su hija, algo envidiosa. 
—¡Guuuau! 
Pero ninguno de los hijos se transformó en nada. Lo que sí ocurrió es que la mujer se levantó de un salto del sofá, y puso los brazos en jarras y un grito en el cielo: 
—¡Enrique! ¡Qué has hecho! ¡Te acabas de cargar siglos y siglos de evolución! ¡Estarás contento! 
—Si yo... —intentó dar una explicación la sandía. 
—¡Qué disgusto nos acabas de dar! ¡Cómo se te ocurre convertirte en una sandía. Me voy a dormir. Y vosotros también, que mañana tenéis que ir al colegio. 
—¡Halaaa! —protestaron, entonces, a coro los niños. 
—Si yo... —balbuceó el padre; es decir, la sandía. 
—Ni me hables. Y ni se te ocurra acudir con esas pepitas a la cama. Duermes en la encimera de la cocina o en la cesta de mimbre o en el frutero o dentro de la nevera en el cajón de la fruta. 
—Pero... 
—Ni peros ni peras limoneras —dijo la mujer. 
Y se transformó en una manzana reineta, verde, reluciente, como el coche del anuncio.

miércoles, 13 de julio de 2016

Poltergeist. Eva Sánchez Palomo.

La abuela Ramona no sabe pronunciar la palabra correctamente. “Poltergeist” es un poco difícil para ella, por eso prefiere llamarle “fantasma”, “almaenpena” o “criaturita”. Lo de “criaturita” es porque ha visto, igual que yo, por el rabillo del ojo, fugazmente, que ese destello, luz o presencia, tiene la forma de un niño. 
Al principio nos asustaba muchísimo con su manía de encender la radio o la televisión a todo volumen a las tantas de la madrugada; o cuando pasaba por detrás de ti justo cuando te estabas peinando o lavando los dientes ante el espejo. Daba frío verle. 
Después le dio por mover cosas. Abría los cajones, movía las sillas… Una vez colocó todas las sillas del salón formando una pirámide. La silla de la punta rozaba los cristales de la lámpara de araña. A mí me irritó bastante, porque imaginaba el estropicio que formaría como dejara caer todas las sillas a un tiempo. La mesa de cristal se haría añicos, por no hablar de la televisión y de la pecera. Pero la abuela decía que pobre criaturita, sin morirse del todo, debía aburrirse tantísimo que se entretenía haciendo esas tontunas, que le dejáramos al pobre, que ya se cansaría y dejaría en paz las sillas. Pero al final las tuve que recoger yo, menuda gracia. 
Entonces ayer a la criaturita se le ocurrió jugar con el armarito donde la abuela guarda su colección de elefantes de porcelana. El destrozo fue tremendo, no quedó uno con trompa. 
Así que la abuela se puso a gritar como una cosaca y a decir que iba a ir mañana mismo a avisar a don Fermín, el párroco de su pueblo, que le iba a hacer un exorcismo que le llevaría de cabeza al infierno, que era donde tenía que estar un zagal tan maleducado como aquel. 
No le volvimos a escuchar en toda la noche y hoy, al volver de la compra por la mañana, el poltergeist había hecho las camas y había fregado todos los cacharros del desayuno, sin romper ni uno.

martes, 12 de julio de 2016

Casi. Enrique Anderson Imbert.

—Odio este caótico siglo XX en que nos toca vivir — exclamó Raimundo—. Ahora mismo mando todo al diablo y me voy al católico siglo XIII. 
—¡Ah, es que no me quieres! —se quejó Jacinta—. ¿Y yo, y yo qué hago? ¿Me vas a dejar aquí, sola? 
Raimundo reflexionó un momento, y después contestó: 
—Sí, es cierto. No puedo dejarte. Bueno, no llores más. ¡Uff! Basta. Me quedo. ¿No te digo que me quedo, sonsa? 
Y se quedó.


lunes, 11 de julio de 2016

Yo nunca insulté a las meseras. Harry Golden.

Tengo por norma no quejarme jamás en un restaurante, porque sé perfectamente que hay más de cuatro billones de soles en la Vía Láctea, que es una de los tantos billones de galaxias. 
Muchos de esos soles son miles de veces mayores que el nuestro y son ejes de sistemas planetarios completos, que incluyen millones de satélites que se mueven a velocidad de millones de kilómetros por hora, siguiendo enormes órbitas elípticas. Nuestro propio sol y sus planetas, incluida la Tierra, están en el borde de esta rueda, en un diminuto rincón del universo. Sin embargo ¿por qué tantos millones de soles en constante movimiento no acaban chocando unos contra otros? La respuesta es que el espacio es tan inconmensurable que si redujéramos los soles y los planetas proporcionalmente a las distancias entre ellos, cada sol, siendo del tamaño de una mota de polvo, estaría a dos, tres o cuatro mil kilómetros de su vecino más próximo. Y ahora, imagínese usted, estoy hablando de la Vía Láctea —nuestro pequeño rincón—, que es nuestra galaxia. ¿Y cuántas galaxias hay? Billones de galaxias esparcidas a través de un millón de años-luz. Con la ayuda de nuestros precisos telescopios se pueden ver hasta cien millones de galaxias parecidas a la nuestra, y no son todas. Los científicos han llegado con sus telescopios hasta donde las galaxias parecen juntarse, y todavía quedan billones y billones por descubrir. 
Cuando pienso en todo esto, creo que es tonto molestarse con la mesera si trajo consomé en lugar de crema.



domingo, 10 de julio de 2016

La dama frente al espejo. Álvaro Menén Desleal.

Al entrar al Salón de los Espejos, la bonita señora no pudo resistir el impulso de mirarse. Por lo demás, es un impulso natural, y su comisión no conlleva nada delictivo ni pecaminoso. Había entrado al Salón de los Espejos para esperar a la Marquesa, con quien bebería el té en el coqueto jardín inglés del flanco izquierdo del castillo. 
Puso, pues, su carterita sobre una silla, quedándose con la polvera. Al ver su imagen reflejada en el azogue, respingó un poco la nariz para empolvarse. Luego puso en su sitio, con un gesto regañón, a dos o tres cabellos rebeldes, y se ajustó el traje sastre. 
Fue ése el momento en que percibió el fenómeno: atrás suyo, otra dama se ajustaba el vestido sastre frente a otro espejo de pared. Atrás de esta nueva mujer, otra más, igual también a ella, se ajustaba el traje sastre. Y más atrás, otra, y otra, y otra. 
Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. 
Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en  un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse de sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente, y aquel millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito. 
Palideció. Diez millones de mujeres palidecieron con ella. 
Entonces dio el grito, llevándose la mano a los ojos. Cien millones de mujeres corearon su grito y repitieron su gesto. Cayó al suelo. 
Mil millones de mujeres cayeron al suelo gimiendo. Ella se arrastró sobre la gruesa alfombra árabe, y un incontable número de mujeres, como soldados sobre el terreno, calcaron uno a uno sus movimientos felinos. No logró salir del Salón de los Espejos; al acudir los sirvientes, encontraron muerta Media Humanidad.

Cuentos breves y maravillosos, 1962.

sábado, 9 de julio de 2016

La cosa de allá arriba. Diego Muñoz Valenzuela.

Yo sé que estás allí, dentro del ropero, puedo escuchar desde el primer piso tu respiración dificultosa, sentir cómo te revuelves inquieta, maldita criatura, siento los lamentos de la madera que se queja bajo tu peso. Si pudieras, saldrías de ahí – a veces lo haces – y bajarías la escalera haciendo crujir los escalones uno a uno con tus pies escamosos, verdes, llenos de algas igual que tu piel resbalosa, cubierta de légamo de quizás qué horrible lugar. Respiras más fuerte ahora, es casi un bramido, el ropero se estremece, bajo el volumen del televisor, pero inmediatamente viene un silencio más difícil de soportar que los ruidos de la película o tus movimientos allá arriba, parece que ese silencio durara más, tú saldrías de allí en todo tu esplendor, con toda tu malignidad, con tus ojos hambrientos y terribles, tus garras filosas, tus dientes de tiburón. Eso, podrías llegar al fin. A veces todo se reduce a esperarte, espero la noche para este duelo cotidiano. Yo sé que un día va a ocurrir. No sé cómo explicarlo: sólo lo sé. Bajarás con tus tentáculos, tus ventosas, tus brazos – lo que sean – dirigidos hacía mí y yo no podré moverme, me quedaré mirándote, paralizado, inmóvil, así como si fuera de piedra. Tal vez alcance a recordar algún párrafo de Lovecraft. Pero lo importante es que estarás acá, de este lado, y yo no podré moverme. Respiras, te mueves inquieta, maldita criatura. Te puedo ver casi, agazapada en la oscuridad, tus ojos brillando. A pesar del miedo, a veces me imagino qué ocurriría si tú bajases, qué ocurriría, qué ocurriría si entraran en ese momento mis padres, que están prontos a regresar, por eso creo que ya no bajarás, aunque a veces, a veces, casi es como si lo deseara. 

 

viernes, 8 de julio de 2016

Rigor Mortis. Pablo Martín Sánchez.


Llevaba unos tejanos rotos y una camiseta naranja con un dibujo del Pato Donald. Por eso me sorprendió cuando apareció en mi cuarto y me dijo:
—Hola, soy la Muerte.
Había que ganar tiempo como fuese, así que respondí lo primero que me pasó por la cabeza:
—Perdona, pero estás muy equivocada: la Muerte soy yo.
Se quedó de piedra, desconcertada, como intentando evaluar si a ella también le habría llegado la hora. Posó su mirada sobre mi pijama azul con dibujos del Tío Gilito y pareció entenderlo todo, porque inmediatamente respondió:
—Lo siento, lo siento de veras... Debe de tratarse de algún error. Revisaré mis archivos...
—No importa, no importa —le dije con una amplia sonrisa mientras la acompañaba tranquilamente hacia la puerta de salida—. Otra vez será.
Musitó una nueva excusa y desapareció por el hueco de la escalera. Entonces cerré rápidamente la puerta y corrí hacia el armario de mi cuarto. Saqué la escopeta de caza y me aposté en la ventana que daba a la calle. En cuanto vi la camiseta naranja salir del portal disparé dos veces. Y antes de que cayera al suelo le grité:
—¡Nunca me han gustado los cargos vitalicios!
“Jódete”, pensé mientras cerraba la ventana. “Por lo de mi tío Anselmo.” Entonces volví tranquilamente al armario, dejé la escopeta y empecé a buscar entre mis ropas. Una camisa floreada y unas bermudas a rayas me parecieron la combinación ideal para mi nuevo cargo. “Lo importante es pasar desapercibida”— me dije observándome en el espejo.
Salí a la calle y me puse a trabajar, pensando ya en las vacaciones.




jueves, 7 de julio de 2016

El uno y el otro. Eva Sánchez Palomo.

Nacieron iguales. Dos pequeñas gotas de agua indistinguibles. 
La soledad y el abandono de un padre desconocido y una madre incapaz les ató profundamente y les enseñó a mirarse el uno al otro para encontrarse cada uno a sí mismo. 
Aprendieron a transitar la vida aferrados, fundidos desde las entrañas, y crecieron formando un solo ser con dos cuerpos distintos. Intercambiaron exámenes, novias, trabajos. Vivieron una misma vida duplicada, compartiendo el pensar y el sentir, la misma cabeza y corazón, idénticos deseos y caprichos. 
Pero un día llegó la muerte, que separó al uno del otro como un hachazo imprevisible de la vida. 
El que quedó destruyó espejos, escaparates, cristales, parabrisas, objetos monstruosos que arrojaban un reflejo falso, incompleto y mentiroso de sí mismo.



miércoles, 6 de julio de 2016

Pecado de omisión. Ana María Matute.

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa. 
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos: 
-¡Lope! 
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada. 
-Te vas de pastor a Sagrado. 
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado. 
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal. 
-Sí, señor. 
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos. 
-Sí, señor. 
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina. 
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia. 
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes. 
-¿Qué miras? ¡Arreando! 
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared. 
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís. 
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico. 
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar. 
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela… 
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos: 
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa. 
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno. 
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco. 
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol. 
-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar. 
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano. 
Francisca comentó: 
-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado. 
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta. 
-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido. 
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía. 
-¡Lope! ¡Hombre, Lope…! 
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez. 
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo. 
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole: 
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises. 
-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora… 
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más. 
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope sólo lloraba y decía: 
-Sí, sí, sí…

martes, 5 de julio de 2016

W.C. Fernando Iwasaki.

Era la primera gasolinera en varios kilómetros y suspiré agradecido porque los intestinos se me disolvían entre retortijones. Un hombre sin párpados me señaló un corredor devorado por la penumbra y hacia allí caminé de baldosa en baldosa, como un equilibrista que no quiere que el público descubra que lleva las mallas descosidas. En el baño no había espejo ni luz, y el chapoteo de mis pasos delataba dos dedos o tres de un líquido sin nombre. El primer clínex lo gasté limpiando a ciegas la rueda. Al darme la vuelta pateé algo así como un casco de moto y me senté sujetándome los pantalones para que no se empaparan. 
La sensación de alivio y beatitud sólo duró unos segundos porque alguien cerró la puerta con llave desde afuera. Pensé en mi coche y en el ordenador portátil que estaba en el asiento trasero. Pensé en el hombre sin párpados con mis corbatas de seda. En todo eso pensaba cuando un gruñido líquido brotó de las entrañas del alcantarillado. 
Sentado en el retrete percibí que algo veloz y delirante subía por las tuberías. Sus uñas crepitaban metálicas y los sorbos de la criatura eran tan intensos como el chasquido de sus mandíbulas. El segundo clínex se me cayó en aquel charco espeso. Me incorporé hacia la puerta sin soltar mis pantalones cuando algo salió del guáter con la potencia de las focas de los circos rusos. Caí de bruces al suelo. 
La conciencia del asco era más fuerte que los mordiscos. Con el tercer clínex me limpié la boca. El casco de moto tenía dos cuencas vacías.

Ajuar funerario, 2004.

lunes, 4 de julio de 2016

Desazón. Luis Mateo Díez.

Toda la semana con aquel creciente desasosiego. Una inquieta comezón que me desvelaba, que no me daba reposo. Hasta que el sábado, después de ir de un sitio a otro sin alivio, quedé desfallecido en un banco del parque.
No sé si dormí un minuto o tres horas. Me despertó aquel raro rumor que sentía dentro de mí, un murmullo como de bocas devoradoras. Un niño me observaba.
—Mira, mamá —dijo señalando con el dedo—, a este señor le salen hormigas por la nariz.


El árbol de los cuentos, 2006.

domingo, 3 de julio de 2016

Eurídice. José de la Colina.

Habiendo perdido a Eurídice, Orfeo la lloró largo tiempo, y su llanto fue volviéndose canciones que encantaban a todos los ciudadanos, quienes le daban monedas y le pedían encores. Luego fue a buscar a Eurídice al infierno, y allí cantó sus llantos y Plutón escuchó con placer y le dijo:
—Te devuelvo a tu esposa, pero sólo podrán los dos salir de aquí si en el camino ella te sigue y nunca te vuelves a verla, porque la perderías para siempre.
Y echaron los dos esposos a andar, él mirando hacia delante y ella siguiendo sus pasos...
Mientras andaban y a punto de llegar a la salida, recordó Orfeo aquello de que los Dioses infligen desgracias a los hombres para que tengan asuntos que cantar, y sintió nostalgia de los aplausos y los honores y las riquezas que le habían logrado las elegías motivadas por la ausencia de su esposa.
Y entonces con el corazón dolido y una sonrisa de disculpa volvió el rostro y miró a Eurídice.


Orfeo y Eurídice. Sir Edward John Poynter.

sábado, 2 de julio de 2016

Clase de biología. Alberto Sánchez Argüello.

Ella me encontró cerca del estanque donde llevaba años aguardando. 
Apenas pude contener la emoción que sentí cuando me tomó entre sus manos y salió corriendo conmigo hacia su casa. Me puso en una caja de cartón debajo de un mueble de la cocina, pero no me inquieté, imaginé que necesitaba tiempo para conocerme. 
Hoy por la mañana me trajo a un gran edificio con muchos niños. Tardé un tiempo en entender que era su escuela. Finalmente terminamos en una especie de laboratorio. Me sacó de la caja y acarició mi lomo, yo estaba seguro de que había llegado el momento, pero en vez de acercarse me puso de panza. 
Ahora le grito que me bese, que soy un príncipe, pero la niña sólo me entiende croar, mientras me abre los intestinos.

viernes, 1 de julio de 2016

La cueva. Eva Sánchez Palomo.

Exhaustos, aturdidos y heridos caminábamos sin rumbo, buscando refugio para el cuerpo y reposo para el alma, turbada ante tanta destrucción. 
En nuestro camino hacia la cueva fuimos encontrando más supervivientes que se unían a nosotros, silenciosos y despavoridos. Llegamos a la entrada de la gruta formando una cohorte trágica y terrible, una procesión de almas en pena más cercana a la muerte que a la vida. 
Allí nos detuvieron los aullidos. Eran gritos inhumanos de dolor, de desesperación y de locura que salían de la cueva para helarnos la sangre y paralizarnos, indecisos y aterrados, ante aquella boca abierta en la montaña. Pero el horror a permanecer afuera, bajo ese sol inclemente que nos deshacía, era aun mayor, así que nos internamos en la roca. Buscamos con afán en el interior, inspeccionando las entrañas a la espera de encontrar seres heridos; pero no encontramos otra cosa que desgarradores alaridos en esa oquedad fría y vacía. 
Comprendimos con horror que era la propia Tierra quien bramaba de dolor a través de aquella garganta oscura.