Exhaustos, aturdidos y heridos caminábamos sin rumbo, buscando refugio para el cuerpo y reposo para el alma, turbada ante tanta destrucción.
En nuestro camino hacia la cueva fuimos encontrando más supervivientes que se unían a nosotros, silenciosos y despavoridos. Llegamos a la entrada de la gruta formando una cohorte trágica y terrible, una procesión de almas en pena más cercana a la muerte que a la vida.
Allí nos detuvieron los aullidos. Eran gritos inhumanos de dolor, de desesperación y de locura que salían de la cueva para helarnos la sangre y paralizarnos, indecisos y aterrados, ante aquella boca abierta en la montaña. Pero el horror a permanecer afuera, bajo ese sol inclemente que nos deshacía, era aun mayor, así que nos internamos en la roca. Buscamos con afán en el interior, inspeccionando las entrañas a la espera de encontrar seres heridos; pero no encontramos otra cosa que desgarradores alaridos en esa oquedad fría y vacía.
Comprendimos con horror que era la propia Tierra quien bramaba de dolor a través de aquella garganta oscura.
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