lunes, 28 de noviembre de 2016

Ocho. Rafael Chaparro.

Nueve de diciembre. Martes nublado. Pitos de carros y buses. Como siempre alisté mis libros y me fui para el colegio. Todo seguía su curso normal: iba rajado en matemáticas y el profesor al que le pinchamos el carro en el parqueadero del colegio sospechaba de mí. Un agudo tambor de lata me martillaba la cabeza. La razón: cuando uno quería entrar al mundo de la cultura, en el colegio donde estudié, se hacía un elegante cóctel con aguardiente y vallenatos. Mientras iba muriéndome del guayabo, pero también de tedio, pensaba qué le iba a decir a esa china que no me dejaba ni dormir ni estudiar. Ocho de la mañana. La gente recién bañada. Los libros abiertos sobre los pupitres. Cartera. Llegó el profesor de Comportamiento y Salud, la abreviatura era “C y S” y tenía una extraña pero cierta semejanza con el deporte. A esta clase le decíamos la clase del “ciclismo”. Las dos primeras horas pasaron como una inyección dolorosa. Llegó el recreo. Hora de salir a echarse un pucho en el baño. Hora de hacer la tarea de francés. Hora de un brownie y de una coca-cola. Hora de mirar al cielo porque la china ésta se había enfermado y las palabras cursis que le pensaba decir quedaron atravesadas en la mitad de la garganta.
De pronto sentí como si tuviera un bombillo por allá dentro. Pequeñas gotas de lluvia empezaron a caer. No me dieron ganas de ir a jugar una veintiuna con los del C y tampoco terminé mi tarea sobre Rabelais. Nos tocaba la clase de gimnasia. En el calentamiento el profesor colocó en el equipo de sonido una música para desanquilosar el espíritu: de los parlantes salía la melodía de Let it Be, Help, Get Back, Dear Prudence y Julia. Ahí sí sentí que todo el sistema se me caía.
No lograba explicarme qué me pasaba, pues siempre que escuchaba a los Beatles su música me elevaba, era un puente a la alegría. Pero ese día sus canciones sonaban como un tren triste en medio de una tormenta de nieve. El profesor de gimnasia, viendo que además de la cultura necesitábamos un poco de ejercicio, nos sacó al campo de fútbol a trotar: 20 vueltas.
Mientras trotaba iba tarareando a los muchachos del puerto de Liverpool. La lluvia empezó a arreciar y el profesor nos dio la orden de seguir trotando.
El día terminó. Cuando llegué a mi casa, a eso de las cuatro, cogí el periódico para leerlo. Casi se me caen los ojos: en la primera página había un titular que decía: “Asesinado el ex beatle John Lennon”. Todo era lógico. Unas noches antes había soñado con unas gafas redondas que se rompían sobre la nieve. 


 Un poco triste, pero más feliz que los demás. Rafael Chaparro, 2013.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Soledades, derrotas y otros desconciertos. Javier Setó.

Fue cuestión de mala suerte. No nos pusimos de acuerdo. Yo le cedía el paso y él a mí. Yo se lo volví a ceder y él me hizo seña de que pasara. ¡Parecía que no se fiara! Le volvía a hacer seña y él a mí. Por un momento nos quedamos los dos parados, ¡y justo cuando arranco se le ocurre pasar! Porque llevaba yo el coche. Si llega a ser a la inversa, a ver quién estaría ahora contándolo. 

 

jueves, 24 de noviembre de 2016

¡Yo he matado a Alfred Heavenrock! Jean Ray.

Apoyé la bicicleta contra el poyo y desplegué el mapa que me habían entregado en la casa Calson, Mivvins y Mivvins.

Era un mapa del condado de Kent y de una parte del Surrey, pero la empleada que me lo dio afirmó que el de Kent se daba mejor.

Había mentido, por supuesto, porque no he conocido jamás gentes menos dispuestas que los habitantes de Kent a comprar navajillas de afeitar de Sheffield, tubos de pasta de jabón, frascos de lociones…; en fin, todo lo necesario para que una cara esté bien afeitada.

El mapa era lo suficientemente detallado para dirigirme a St. Mary Cray, saliendo de Londres por Lewisham; pero, a partir de Orpington, presentaba vergonzosos errores y lagunas.

Así fue como busqué en vano Chesfield, que la empleada había marcado con lápiz rojo para hacerme creer que era un buen sitio para vender.

Afortunadamente, un ser hirsuto y flaco vino en mi ayuda.

Surgió de una espesura, en donde seguramente acababa de echar un sueñecito provechoso, cubierto de ramitas y arena rojiza.

-¿Puede usted darme fuego?- preguntó, tocándose los restos del sombrero.

Tenía y se lo di.

-Es que tampoco tengo cigarrillos- añadió.

Le di el cigarrillo y el fuego y me echó una mirada de perro agradecido.

-¿Busca usted algo por aquí?- me preguntó entre bocanadas de humo.

-En efecto: Chesfield.

-Le da usted la espalda, pero no lo sienta. Está lleno de cretinos… Esto es Ruggleton.

-¿Ruggleton? Ese pueblo no figura en el mapa.

-Ya no es necesario. La aviación alemana hizo todo lo preciso para que desapareciera. Usted ha apoyado su bicicleta contra los últimos vestigios de mi casa.

-¿Este poyo?

-Es la piedra angular de la chimenea del comedor. De cuando en cuando vengo a visitarle y a quitar las hojas secas de la tumba de Polly.

-¡Oh!… ¿Su esposa?

-No, mi burro. Un animal muy inteligente. Aún me pregunto en qué podría beneficiar su muerte a los boches. ¿Pensarían ganar la guerra con ello?

Y se dispuso a marcharse.

-Si ha venido aquí a vender algo, diríjase más bien hacia la parte de Elms. La gente allí es menos bestia que en Chesfield- dijo.

-Por tanto, ¿todo esto es lo que queda de Ruggleton?- murmuré acariciando el poyo.

-No todo en realidad. Está la casa de miss Florence Bee, que ha sido respetada milagrosamente. Pasará por delante de ella cuando vaya a Elms. Está casi enfrente del cementerio. La casa está por alquilar; pero ¿quién será el loco que viniera aquí?

E hizo un gesto circular con la mano.

-Rugleton…, Polly…, os digo adiós para siempre- dijo con énfasis.

-¿Para siempre?

-He conseguido trabajo en un buque de carga que va a las Caribes. Una vez allí, pienso dejar el trabajo de a bordo y buscar algo en tierra.

Sosteniendo la bicicleta con la mano, pasé por delante del cementerio, devastado por las bombas de los alemanes más concienzudamente que el Valle de los Reyes por el equipo de lord Carnarvon, y vi a miss Florence Bee apoyada contra la cerca de su jardín observando cómo me acercaba.

Era una mujer que se aproximaba a la cuarentena, de rostro agradable, aunque un poco severo. Me vio echar una mirada sobre el cartel amarillo que estaba colocado sobre la cerca y sonrió.

-Si ha venido de la agencia…- empezó.

Negué con la cabeza.

-Si fuera usted un caballero, intentaría venderle una libra de jabón de afeitar- dije, devolviéndole la sonrisa.

Las ocasiones para cambiar algunas palabras con sus semejantes debían de ser muy raras para miss Bee, porque ella emitió algunos lugares comunes sobre los tiempos tan malos que corrían y sobre la inseguridad en que se vivía, con la evidente intención de no volver demasiado pronto al silencio y la soledad.

Desde el momento en que entré al servicio de Calson, Mivvins y Mivvins, a comisión, eso ni que decir tiene, hasta el instante en que dejé al amo de Polly y que sonreí a miss Bee, no había tenido otras intenciones que vender navajas de afeitar y jabón a los habitantes del condado de Kent.

Un instante más tarde empecé a elaborar un plan completamente diferente de los que debían proporcionarme el condumio cotidiano.

Y fue en ese momento cuando nació Alfred Heavenrock.

Eché una amplia mirada a mi alrededor y moví pensativamente la cabeza.

-Es extraño- dije a media voz-, realmente extraño…

Mientras decía esto, mis ojos iban del cartel anunciador al cementerio, sin detenerse en miss Bee.

-¿Extraño?- preguntó ella.

-Si. Estaba pensando en lo que Alfred Heavenrock me decía el otro día. Alfred Heavenrock es primo mío, un hombre no como los demás, sobre todo en lo que concierne a sus ideas. Un bribón de la cabeza a los pies, a pesar de ser primo mío.

-Heavenrock- murmuró, pensativa, miss Bee.- El nombre no me es desconocido del todo.

Mentía, evidentemente, con la esperanza de prologar aquella conversación inesperada.

-¡Bah!- continué-. No creo que hubiese un Heavenrock en Hastings ni más tarde en la Cámara de los Lores o en la de los Comunes. El único que tiene dinero es Alfred Heavenrock. Yo, yo me contenté con hacer la guerra.

Ella me miró con simpatía.

-¿Quiere usted sentarse, señor…?

-David Heavenrock. Los amigos me llamaban Dave, y si hablo de ellos en pasado es porque todos dieron la piel sobre el suelo francés cazando alemanes.

Nos acomodamos en un banco del jardín.

-¿Por qué ha dicho usted “extraño” cuando miró al cartel anunciador y después al cementerio? Seguí la dirección de su mirada.

Imité el gesto del hombre que se siente sorprendido en el fondo íntimo de su pensamiento.

-¿De verdad se dio usted cuenta?- pregunté, ingenuo-. Pues bien…

Pasó un ángel. Fue un silencio lleno de espera para miss Bee y de confusión, perfectamente interpretada, para mí.

Pero mi proyecto tomaba cuerpo.

-Pues bien- continué en un tono que ponía de manifiesto un verdadero aturdimiento-: el otro día Alfred me dijo: “Oye, David (nunca me llama Dave), oye: ya estoy harto de Londres, de las grandes ciudades y de los viajes.” “Prueba Bath, Margate o Sorlinges”, le aconsejé. Gruñó. “Cierra tu folleto de propaganda. Sin duda esperas sacar de ello una comisión, pero conmigo no la conseguirás. Lo que yo quiero es una casa en un desierto y cerca de un cementerio que no reciba ya ni muertos ni visitas.” Eso es lo que me dijo.

Miss Bee abrió desmesuradamente los ojos.

-¿Es posible? ¡Dios mío!- exclamó.

-Alfred no es un tipo como los demás- repetí-, y no es que pretenda que esté loco, porque no hay nadie más astuto que él para redondear su dinero, pero es un poco…, ejem…, maniático…

-¿Hasta qué punto?

-Digamos que su manía es mover el velador y leer obras de espiritismo. No jura más que por el doctor Dee, una especie de brujo del tiempo de la reina Isabel, que se ocupaba en hacer salir a los muertos de sus sepulturas.

-¡Qué horror!- exclamó miss Florence, cuyos ojos brillaban de alegría y de esperanza, ansiosa de oír más.

Pero me guardé muy bien de ampliar mi información.

-Esas tonterías me revuelven el estómago- continué-, pero me veo obligado a escucharlas porque de cuando en cuando Alfred me ayuda algo, muy poco, debo confesarlo. Sin embargo, tal vez le haga un servicio hablándole de su casa que se alquila, precisamente.

Me levanté para marcharme, aunque mi proyecto exigía una entrevista mucho más larga.

-Permítame que le ofrezca… un vaso de vino- propuso miss Bee tras un momento de vacilación.

Hice un ademán cortés de rehusar su ofrecimiento.

-Jamás bebo vino ni licores.

Me echó una mirada llena de admiración.

-En ese caso, no me rechazará una taza de té. Es muy bueno. Es de Lyon, de antes de la guerra.

Acepté, no sin haber vacilado visiblemente a mi vez.

Me hizo entrar en un salón de aspecto agradable y hasta rico, porque desde la entrada reparé en dos telas de Histler y en una fastuosa colección de objetos de plata, pero no manifesté asombro alguno.

El té era excelente, así como los cigarrillos: muratti.

-Hábleme de su primo- me pidió miss Bee-, puesto que puede llegar a convertirse en inquilino mío.

-¡Oh!- exclamé-. No le he prometido a usted nada. En verdad, Alfred no es un tipo vulgar, y aunque es supersticioso como el diablo, no espere que le sacará gran cantidad de dinero. Cuando se trata de dinero, se vuelve frío y exacto como una máquina eléctrica de calcular.

-No tengo esa intención- protestó la mujer-. Me sentiré contenta con alquilar esta casa completamente amueblada por un precio razonable, a fin de poder evadirme para siempre de estos lugares malditos. Cuento con retirarme a Doncaster, en donde poseo una propiedad.

-¡Qué feliz es usted al poder decir eso!- murmuré.

Las mujeres han afirmado frecuentemente que mi boca es agradable de mirar cuando, por una rápida bajada de las comisuras, expresa amargura. Creo que no están equivocadas.

Esbocé, pues, una mueca de esta clase y miss Florence la apercibió.

-No se ponga triste, señor… Dave- balbució-. La propiedad de Doncaster no puede causar la dicha de nadie.

-Una bala bien disparada, digamos en pleno corazón, hubiera hecho la mía- dije, componiéndome una cara triste-: una bala como la que recibió Percy Woodside en Octeville, Y Bram Stone un poco más lejos…

Ni Percy Woodside ni Bram Stone habían existido jamás, y ni por la casualidad mayor hubiera podido alcanzarme jamás una bala, ya que hice el servicio militar muy retaguardia, como ayudante de farmacia.

-No sea amargo, Dave- suplicó.

Su mano se había posado sobre la mía.

-Todo el mundo tiene preocupaciones… A propósito: ¿es usted casado?

Me encogí de hombros.

-A Dios gracias, no. No hubiera podido ofrecer a mi mujer más que amor y agua clara, lo cual, según el proverbio, nutren muy mal a todo el mundo.

Esta vez no mentía.

La vi sonreír.

Era muy agradable de ver, y mis miradas se posaban con placer en su boca un poco grande, sus dientes deslumbradores y sus ojos oscuros. Al mismo tiempo admiré el espléndido camafeo que llevaba prendido en el pecho y que valoré en unas cien libras.

-Hábleme de su primo- repitió, lamentando visiblemente tener que dar otro giro a la conversación.

-Puedo describírselo: se cree guapo, pero es deplorablemente feo, con su bigotillo retorcido, sus espesas cejas rojizas y sus horribles gafas oscuras. Está echando barriga. (No puedo sufrir a los hombres gordos.) Siempre tiene las manos sucias, como si acabase de rebuscar en el fondo de una buhardilla…, y…, y… ¡bebe!

-Y usted- dijo miss Florence sonriendo-, usted es sobrio, lo cual explica su repugnancia, aunque en eso demuestra usted un poco de falta de caridad.

-Si bebiese whisky o ginebra, como todo el mundo, podría pasar: pero no sale jamás sin una botella plana completamente llena de kirschwasser. ¡Qué horror! Y si acabara ahí… Pero considera una injuria si se niega uno a saborearlo, porque es lo único que gusta compartir con el prójimo. ¡Lo que me ha hecho sufrir imponiéndome por la fuerza ese atroz brebaje!

Miss Florence se echó a reír.

-¡Exagera usted! Yo misma no retrocedo ante un vasito de kirsch fresco y perfumado.

Fruncí las cejas y adquirí aspecto descontentadizo.

-No se haga el malo- dijo ella amablemente-. No hay que juzgar demasiado severamente a los demás. Hay que saber perdonar sus pequeñas faltas. ¿Acaso no tiene usted algunas?

Fijé mis ojos en los suyos.

-Sí, y no solo pequeñas, sino grandes. Y no son faltas, sino defectos. Primero, quiero que se respete a los muertos y que no se les moleste en su divino reposo por medio de prácticas de brujería…

-Pero eso no es un defecto…- exclamó mi nueva amiga.

-Conforme, a condición de no conducirse como un borracho indecoroso cuando se vulnera lo que yo considero como ley sagrada.

-¿Sería usted… un poco… violento?

-Lo soy. Más de una vez he descargado mi puño en las narices de Alfred por este motivo. Escuche: yo soy de los que defienden a sus amigos. Los míos están muertos…, ¡y muertos continúo defendiéndolos!

Vi que sus labios temblaban.

-¡Dios mío!- exclamó ella lentamente-. Dave, usted es un verdadero hombre.

Me levanté del sillón y esperé, para estrecharle la mano, a que ella me alargase la suya.

-Adiós, miss Bee- dije-. Hablaré a Alfred. Pero recuerde que no tengo ninguna influencia sobre él.

-¿Por qué me dice usted adiós?

Bajé los ojos. Mi boca esbozó su rápido y amargo rictus.

-Porque…, y, además, no lo sé. ¡Adiós!

Me alejé a largos pasos, sin volverme. Luego monté en mi bicicleta.

Mientras me marchaba no aparté los ojos del espejo retrovisor.

Miss Florence Bee, inmóvil contra la cerca, con la mano apoyada en el corazón, me seguía con la mirada…


Necesité varios días para poner mi plan a punto y encontrar cinco o seis libras.

La bicicleta pertenecía a Colson, Mivvins y Mivvins; pero vendí mi tomo de Shakespeare, una edición muy bonita que lamentaré toda la vida. Me gasté dos chelines apostando sobre Halifax, que corría en las carreras de Norwood.

El diablo tenía que estar a mi lado, porque el caballo me hizo ganar diez libras.

Tuve algunas dificultades en encontrar una botella de Kirschwasser; menos, en procurarme ácido prúsico, porque ya he dicho, creo, que durante la guerra había sido farmacéutico.

Un tinte capilar, que volviese mi cabellera pelirroja y que, en un dos por tres, recuperase su verdadero color, fue más difícil de encontrar. Pero lo logré.

Bigotes postizos, un traje bastante decente, aunque algo llamativo; gafas de cristales ahumados…; todo eso lo conseguí en pocas horas.

En el colegio había interpretado algunos papeles en las comedias de salón y todo el mundo me predestinaba que yo acabaría siendo actor.

La vida se complace en desmentir a los profetas.

Desde aquella época lejana he hecho cientos de trabajos, excepto el de actor.

Lo que no impidió que el espejo me devolviese la imagen de un Alfred Heavenrock perfecto.

Mis cálculos no concedían a este recién nacido de bigotes y gafas más que veinticuatro horas de existencia apenas.


-Míster Alfred Heavenrock- dijo miss Florence Bee-, le he reconocido inmediatamente; tanta exactitud empleó su primo en describirle.

-Entonces, ha debido de parlotear bien a cuenta mía- respondí con espantosa voz de carraca-, porque no lo haría de otra forma.

-No dijo nada de particular- respondió miss Bee.

-Vamos, vamos, conozco bien a David. Es un ser envidioso porque no triunfó en la vida. Pretende que no existe nada por encima de la estricta honradez. ¡Qué imbécil!, ¿verdad?

-No lo considero así- dijo miss Florence, mordiéndose los labios.

-Ta, ta, ta, es un animal. No vacila en emplear sus puños hasta cuando no se le ataca directamente. Es cierto que eso le sirvió de mucho durante la guerra. Es valiente, debo admitirlo, aunque yo no sea de los que admiren esa virtud militar. ¿Cómo lo encuentra usted? Muy bien de aspecto, ¿verdad?

-En realidad, no está mal- respondió con franqueza miss Bee.

-¿Ve? Todas las mujeres están de acuerdo para decir lo mismo. ¿Cree usted que saca algún provecho de eso como podría hacerlo si quisiera? En absoluto. ¡Ese asno es un virtuoso!

-¿Quiere usted ver la casa?- le preguntó miss Bee con voz helada.

-A eso he venido, y también- añadí, riendo groseramente- para ver si era usted tan bonita como él dijo.

-¿Cómo? ¿El dijo que…?

-Lo dijo, sí; pero no espere nada de ese dechado de virtud.

Mis Bee se irguió, con las mejillas encendidas.

-Dejemos eso, míster Alfred Heavenrock- dijo, recalcando con fuerza el nombre-, y sírvase seguirme.

La casa era muy bonita, cómodamente amueblada y muy bien cuidada.

-¿Le cuestan muy caros los criados?- pregunté.

-Hace meses que carezco de ellos. El lugar es muy solitario; pero no lo siento. Claro que, a veces, el cuidado de esta casa se hace demasiado pesado para mí sola.

Hice una mueca de disgusto.

-Seguramente encontrará usted personal en Elms- dijo, muy de prisa.

-O en Londres, no se preocupe- respondí-. En el fondo, esta gran soledad es lo que me agrada.

Me volví hacia la ventana y me quedé contemplando el cementerio. De cuando en cuando, como perdido en mis pensamientos, murmuraba:

-¡Oh, sí!… Está bien eso… Eso podría convenirme…

Me volví a miss Florence y mi voz se hizo más agria, más apagada que nunca.

-Escuche, pequeña mía…

Noté cómo reprimía un sobresalto de indignación.

-… soy hombre franco como el oro- continué-, lo cual no quiere decir que lo tire por la puerta o por las ventanas. Su casa me gusta lo suficiente para alquilarla. Pero no vaya a pedirme un precio exorbitante, porque, entonces, no hay nada que hacer.

-¿Cien libras al año?- dijo-. Y un alquiler por tres años.

-Corre demasiado- respondí-. La mitad, no digo que no.

-No discutamos- dijo con desgana-. El precio es razonable…

-Ponga sesenta libras y pago al contado…

Saqué el fajo de billetes. Eran billetes falsos, adquiridos por tres chelines el ciento. Quedamos de acuerdo en sesenta libras y no oculté mi alegría.

-Extienda el recibo, querida mía. Acaba usted de hacer un negocio fabuloso, y yo, yo no me quejo, aunque, según mi opinión, sea un poco caro. ¿Quiere que lo celebremos con una copa?

-No tengo vino para ofrecerle- dijo fríamente.

-Yo tengo el que me hace falta- dije, sacando del bolsillo mi frasco achatado y cogiendo dos copas del aparador.

La suerte estaba echada. Miss Florence iba a morir. El licor, del que iba a entregarle una copa, la mataría dentro de unos cuantos segundos.

Yo ya había reparado en la caja de caudales que no tenía ni un disco cifrado: su bolso de mano, entreabierto sobre un velador, y que estaba repleto de billetes de banco y de algunas alhajas de valor.

Hecho eso, Alfred desaparecería y volvería David.

Pero he aquí que, de repente, abandoné este plan e inmediatamente concebí otro, hacia el cual no se alargaba la sombra de la horca.

Me es imposible determinar el tiempo que esto me llevó. Yo creo que la cuestión tiempo no estuvo en juego; tan inmediato, tan espontáneo fue, pero ¡cuán grandioso!

Volví a dejar las copas sobre el aparador y me guardé el frasquito.

-Dígame, pequeña- murmuré-, ¿sabe usted que David es menos tonto de lo que yo creía?

Miss Florence dejó la pluma, porque se disponía a escribir, y me miró interrogativamente.

-Bonita…, ya lo creo que lo es usted, ¡caramba!, y si no me he dado cuenta hasta ahora, es que no pensaba más que en nuestro negocio y los negocios son antes que todo, ¿verdad, bonita mía?

-¿Entonces?

-¿Sabe usted que ese imbécil de David no quiere volver a verla jamás?

La pluma se escapó de la mano de miss Bee y echó un borrón sobre el recibo aún en blanco.

-Porque está enamorado de usted… ¡Fue un flechazo! Me dijo… (déjeme que me ría) que jamás podría amar a otra mujer que no fuera usted. Sí, sí, sí. Dijo eso, el triple idiota.

Vi cómo se pasaba la mano por la frente y se estremecía todo su ser.

-¡El estúpido!- grité yo con todas mis fuerzas-. Si yo hubiese estado en su lugar, ¿sabe usted lo que yo hubiera hecho?

Miss Florence no dijo una palabra, no hizo un gesto; pero creí ver deslizarse una lágrima por su mejilla.

-¡Esto es lo que yo hubiera hecho!

Me acerqué a ella y le planté bruscamente los labios en el cuello.

¡Ah, amigos míos! ¡Qué tigresa!

Dio un salto, su silla se cayó con ruido, algo se rompió sobre la mesa, creo que fue el tintero, y recibí la bofetada más formidable que jamás deshonró la mejilla de un hombre.

-¿Y… el alquiler?- balbucí.

-Haré de mi casa un asilo para perros errantes antes que alquilarla a un sinvergüenza de su especie. ¡Salga le digo, Alfred Heavenrock!

¡Con qué dureza fue lanzado este “Alfred” y con cuánto desprecio!

Deslicé mi frasco de kirsch y los billetes falsos, y me retiré.

Una vez en el jardín, me volví y lancé a miss Bee el más innoble de los insultos que un hombre puede arrojar a la cara de una mujer.


Alfred Heavenrock desapareció aquel mismo día con su bigote postizo, su tinte rojo, sus gafas, su frasco de kirsch y sus billetes falsos, y David Heavenrock recuperó su lugar en la vida.

Dos días después yo llamaba a la puerta de miss Bee, y por un instante creí que iba a ponerse enferma. Cerré precipitadamente la puerta detrás de mí.

-No creo que nadie me haya visto- murmuré.- He tomado senderos apartados.

-¿Por qué?- preguntó la mujer-. Usted puede venir aquí sin ocultarse de nadie.

-No- dije con voz sorda.

Solo entonces ella se dio cuenta de mi aspecto descompuesto, mis ojos huidizos y mis manos temblorosas.

-Quería verla por última vez, Florence- balbucí.

-¡Dios mío! ¿Qué ha pasado, Dave?

-Ha pasado que… Pero no, permítame que le haga una pregunta, una sola, más será terrible.

-No podría hacerme semejante pregunta. Le conozco demasiado bien- exclamó ella cogiéndome una mano.

-Lo será, sin embargo.

-Entonces, ¡hágala!

Me puse a hablar en voz muy baja.

-Alfred me dijo que…, que usted… ¡Dios mío, las frases se niegan a salir de mi boca!… ¡No, no puedo preguntárselo!

-Insisto- dijo, y sus labios estaban muy cerca de los míos.

-Que él le hizo la corte, que usted no le negó nada, que… ¡Oh, no!…

De repente, sentí sus labios sobre los míos.

-Ha mentido. ¡Es el más bajo de los hombres!… ¿Me cree usted, Dave?

Me separé de ella y le cogí la cabeza entre las manos.

-La creo ahora, pero… Perdóneme, le creí a él, y…

-¿Y qué?

Me erguí, feroz.

-Perdí la cabeza, lo vi todo rojo, cogí algo que estaba sobre la mesa, algo pesado, y golpeé.

-Y golpeó- repitió ella como un eco.

-Cayó… No se movió más.

-No… se… movió… más- repitió ella lentamente.

-Muerto…

Hubo un silencio, muy largo, casi terrible. Luego ella sollozó y se apretó contra mi pecho.

-Mi amado, mi hombre… Tú has hecho eso… ¡por mí!

La rechacé suavemente.

-Tengo que marcharme. No lo lamente, Florence, puesto que yo mismo no lo siento. ¡Que se cumpla mi destino!… ¡Adiós!

-¡No!

Y echó el cerrojo.




No me hizo más que una sola pregunta sobre “mi crimen” y solo una vez:

-¿Y el cadáver?

-En el río- murmuré-. Es espantoso, ¿verdad?

-Es perfecto.


Yo esperaba que miss Bee me ofreciera dinero suficiente para atravesar el mar y rehacer mi existencia. No ocurrió nada de eso.

Abandonamos Ruggleton algunos días más tarde. Nos dirigimos a Doncaster, y tres semanas después estábamos casados.

Ningún matrimonio fue jamás más perfecto, más feliz. Mi mujer era muy rica y me prohibió que buscase una ocupación. Un año más tarde nacía nuestro hijo: un varón.


Tenía Lionel veinte meses cuando Florence regresó un día del paseo, descompuesta y temblorosa.

-Dave, ¿estás completamente seguro de que Alfred está muerto?- me preguntó.

La miré con estupor.

-Claro que sí, querida. ¿Por qué esa pregunta?

-¡Porque lo he visto!

-¡Imposible!

-Sin embargo, así es, Paseaba a lo largo de la tapia del cementerio, cuando la verja se abrió y él se encontró delante de mí. Era él, no había duda, con sus cabellos rojos, su espantoso bigotito, sus manos sucias de tierra, sus gafas ahumadas…

-Un parecido- balbucí.

-No, ¡oh!, no. Se reía burlón y, de repente, con su horrible voz de falsete, me lanzó el insulto, el espantoso insulto que fue la última palabra que me dirigió.

Creo que todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y, de pronto, supe lo que era el espanto.

Algunos días más tarde, Florence, sentada en la ventana, lanzó un grito de terror:

-¡Ahí va!

La tarde caía, una chotacabras gritaba en la sombra que empezaba a extenderse. Pegué la frente contra el cristal.

A lo lejos, una figura que la noche hacía indefinida se perdía en la bruma: ¡Alfred Heavenrock!

Pero el crepúsculo y la niebla se prestan corrientemente a la fantasmagoría.


“Mi querido Dave:

No puedo más. Ha vuelto. Me habla. Exige. Amenaza. Tengo que ceder por ti, amado mío, por nuestro Lionel. Me marcho con él. No creo que vuelva a verte jamás.

¡Que Dios tenga piedad de mí!

Tu desgraciada,

Florence.”


Hoy hace tres años que recibí esta carta. La leo todos los días.

Florence no volvió.

No volverá jamás.

Lo presiento, lo sé.

No se tienta impunemente a las fuerzas del infierno.

Lionel ha crecido. Es pelirrojo como un fuego; su voz es agria y crepitante. Se pasan grandes apuros para lavarle. Siempre tiene las manos sucias. Es malo y le gusta extraordinariamente el dinero. Su mayor placer son los chelines nuevos y brillantes.

En sus paseos siempre lleva a la criada hacia el cementerio.

-¿Qué hay bajo esas losas?- pregunta.

-Pues… muertos.

-Quiero hacerlos salir- berrea.

El otro día, en casa de los vecinos, servían licores. Lionel paseó la mirada sobre las botellas y se puso de repente a gritar:

-¡Quiero de ese!… ¡Quiero de ese!…

Y con un dedo ávido señaló un frasco de kirschwasser.

Sus amiguitos le llaman Freddy.

¿Por qué?

...¡Oh, mi querido Shakespeare, cómo te echo de menos! ¡Cómo tus frases, profundas, sombrías, cantan en mi espantada memoria:

“Hay en el cielo y en la tierra más cosas, Horacio, con las que no pueden ni soñar los filósofos...”


Jean Ray, Las 25 mejores historias negras y fantásticas.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Ese soy yo. Ramón Gómez de la Serna.

Cuando vi sacar aquel cadáver del agua, grité:

-Ése soy yo… Yo.

Todos me miraron asombrados, pero yo continué: “Ése soy yo… Ése es mi reloj de pulsera con un brazalete extensible… Soy yo”.

-¡Soy yo!… ¡Soy yo! -les gritaba y no me hacían caso, porque no comprendían cómo yo podía ser el que había traído el río ahogado aquella mañana.


martes, 22 de noviembre de 2016

Macrocosmos, microcosmos. Antonio Rohman Montufar Melo.

Dios, hijo primogénito de El Eterno, edificó un laberinto para perder en él a Satán, su hermano. Dicha empresa (que algunos conocen como El Universo) fue un fracaso: paradójicamente, el principal defecto de la magnánima obra era la perfección, el minucioso orden bajo el cual laboraba. Satán urdió como respuesta un dédalo insondable, caótico, imperfecto (y, por tanto, perfectible) propio de una monstruosa genialidad, destinado a transgredir el nombre, la esencia y la obra de su hermano: la mente humana. 

 

lunes, 21 de noviembre de 2016

Nieve. Antonio Báez.

Hay un parque. Es un parque grande, lleno de senderos, túmulos, bancos, estanques. Nieva por primera vez después de generaciones. De hecho, es la primera vez que los paseantes y vagabundos, que pueblan el parque esa tarde de invierno, ven la nieve en ese parque. La conocen, por supuesto, ya que quien más, quien menos ha cogido un tren, ha hecho el servicio militar en el norte o tuvo que emigrar a Suiza para sacar adelante a la prole. Pero ahora les ha tocado aquí. Esos copos de nieve son para los adultos como una manguera de agua fría en verano para los chiquillos. Excitan sus ilusiones y los ponen de buen humor. Hasta quien no ha comido caliente en los últimos días y no tiene techo donde refugiarse mira con esperanza hacia el cielo. Nieva. Aquí también.

Los malvados se enternecen con la estampa. Achispan los ojos e imaginan sus atrocidades sobre el blanco manto que lo cubre todo como si fuese una colcha de claveles blancos. Hasta los más juiciosos se atreven a coger un puñado de nieve y lo aprietan en la mano, mientras buscan un objetivo contra el que disparar. Un árbol, vale, pero la gracia no está ahí, sino en darle a alguien, a quien quizás hemos respetado hasta ese preciso instante. Al profesor, es una idea. Es una excelente ocasión para tirarle bombas de nieve a la cabeza. A las chicas, al culo.

Nieva y todos ríen, aunque muestren las caries negras, los colmillos rotos, la boca podrida por los vicios. En el parque empiezan a aparecer los gamberrillos que quieren deslizarse por la nieve a costa de atropellar a las ancianas, que discuten acerca de la fecha concreta de la última nevada.

-Fue poco después de la guerra.

-Bueno, en aquellos tiempos solía nevar de vez en cuando. Pero la última última vivía aún mi marido. Lo recuerdo perfectamente porque me hizo salir a la calle y me cogió por la cintura.

Ploff.

-Ha sido el hijo de puta ese, el negrillo.

-¡Chaval, cuidado! -amenaza la anciana.

Una figura extraña cruza el parque entre la excursión colegial, los jubilados, las viudas, los porretas y las parejas que surgen entre oficinistas curiosos. Una mujer de rostro severo, oscurecido por las arrugas y los pliegues de la edad, vestida con un uniforme o un hábito, que camina, no con la abstracción de una dama dentro de su recinto privado, sino como una reclusa en el patio de un presidio. No le presta atención a lo que sucede a su alrededor. Lleva unas botas rotas y por los agujeros se asoman sus callos ateridos, con esa vida independiente y lúcida que van conquistando las partes de los cuerpos abandonados por el espíritu. Que cada cual se ocupe de lo suyo y lo gestione como le venga en gana: el codo de sus rozaduras, la barbilla de sus largos filamentos de bruja, las manos de la roña, la boca con su aliento. Una mujer hecha de miles de trozos inteligentes, que no obedecen a general alguno. Una mujer para quien la nieve ya no es un milagro, porque viene caminando del lugar de la nieve y se dirige al cementerio de la nieve.

Ploff.

La mujer ignora el golpe, ya que quien debe hacerse cargo de él es su espalda. O más concretamente esa joroba que le ha ido creciendo sobre la cerviz. La mujer se aproxima al grupo de chavales desde el que ha salido el proyectil, sin ánimo alguno de echarles una bronca, al desconocer el motivo por el que podría hacerlo. Se acerca y los raterillos empiezan a hacer esos aspavientos y muecas juveniles, en los que encuentran ficción para su identidad. Recelan.

-No sé si vosotros seréis amigos de mi hijo, pero si le veis, le decís que lo estoy buscando.

-¿Cómo se llama?

-Es mi hijo, da igual su nombre. Cuando lo veáis reconoceréis que es hijo mío.

-¿Se parece a ti? -Más a su padre, pero también a mí. Pero no es el físico en lo que más nos parecemos.

-¿Es de nuestra edad?

La mujer ignora lo dicho y deja que sus palabras caigan a la nieve, en la que se hunden, derritiendo el contorno. Como piedras incandescentes.

Los chicos la ven alejarse y a distancia la increpan. Uno de ellos, el más lanzado, resbala y se abre la crisma contra una piedra. La nieve se tiñe de rojo como si fuese un granizado de grosellas. El chico se queda mirando al cielo con los ojos de par en par. A su alrededor sus amigos corren asustados.

El chico está muy tranquilo. Mira hacia atrás y se ve tumbado en el parque, a la espera de que llegue la ambulancia. Pero si mira a su lado ve a la mujer que se les acercó hace un instante. En su mano, la mano de la mujer.

-Hijo, mi vida -le dice la vieja.

Y el chico siente que su pecho se llena como una esponja cuando coge agua.

-¿Dónde estabas, mamá?

-Buscándote, hijo mío. Llevo años tras de ti.

Nieva. También aquí. La gente juega ilusionada con los copos de nieve. Y esa misma tarde, cuando la vieja sale de la ciudad en un autocar de línea, acompañada de su niño del alma, lentamente deja de nevar.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Una nueva vida. Slawomir Mrozek.

Decidí comenzar una nueva vida. Categórica e inapelablemente. Sólo quedaba una cuestión por decidir: ¿a partir de cuándo?
La respuesta no dejaba lugar a dudas: «a partir de mañana.»
Al despertarme al día siguiente constaté que una vez más era «hoy», igual que «ayer». Puesto que había de comenzar una nueva vida a partir de mañana, no podía comenzarla hoy.
«No importa —pensé—. Mañana será también mañana.»
Y pasé tranquilamente el día a la antigua. No sólo sin remordimientos de conciencia, sino lleno de buenos sentimientos y reconfortante esperanza.
Pero, por desgracia, el día siguiente era de nuevo hoy, igual que ayer y anteayer.
No es culpa mía —pensé— que algún demonio no pare de cambiar el mañana por el hoy. Mi decisión es irreprochable e irrevocable. Intentémoslo una vez más, acaso el demonio se canse y mañana sea por fin mañana.»
Desgraciadamente no fue así. Seguía siendo hoy y nada más que hoy. Acabé por perder la esperanza. «Todo parece indicar que nunca llegará ese mañana —pensé—. ¿Y si comienzo la nueva vida no a partir de mañana sino a partir de hoy?»
Sin embargo, en seguida advertí lo absurdo de semejante planteamiento. Porque si hoy se repite invariablemente desde hace tanto tiempo, tiene que ser ya muy viejo, y por tanto cualquier vida hoy también tiene que ser vieja. Una nueva vida es una nueva vida y sólo es posible si comienza de nuevo, o sea a partir de mañana, si es que ha de ser de veras nueva.
Y me fui a dormir con la firme decisión de que a partir de mañana comenzaría una nueva vida. Porque a pesar de todo siempre tiene que haber un mañana.


sábado, 19 de noviembre de 2016

Mi sombra. Enrique Anderson Imbert.

No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo cuando, por casualidad, nos encontramos en el parque. En esas tardes la veo siempre delante de mí, vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se detiene. Yo también la imito. Si me parece que ha entrelazado las manos por la espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces ladea la cabeza, me mira por encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan excesivo en mis dimensiones, tan coloreado y pletórico. Mientras paseamos por el parque la voy mirando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada, doy unos pasos medidos -más allá, más acá, según- hasta que consigo llevarla adonde le conviene. Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco una postura incómoda para que mi sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco.

 

jueves, 17 de noviembre de 2016

La luz es como el agua. Gabriel García Márquez.

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.







 

martes, 15 de noviembre de 2016

Talpa. Juan Rulfo.

Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.

Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.

Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.

Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.

La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.

Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.

Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.

Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.

“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.

Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos, me acuerdo muy bien.

Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.

Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.

Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.

Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. “Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo", dizque eso le dijo.

Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.

Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.


Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.


Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.

Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol, el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.

Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol, de aquel calor del sol repartido entre todos.

Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.

En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.

Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:

“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo.

Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.

Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.

Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.

Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.

Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.


Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.

Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.

Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.

Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.

A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.

Pero no le valió. Se murió de todos modos.

“... Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios...”

Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.

Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.

Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.

Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.


Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni qué hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.

Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.

Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.


Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.


lunes, 14 de noviembre de 2016

Sin título. Alfredo Álamo.

Los basureros de la ciudad recogen de madrugada corazones rotos y vidas frustradas. Sin embargo dejan que los sueños perdidos revoloteen un poco más. Les gusta ver cómo se inflaman en llamas con las primeras luces del alba. 

 

domingo, 13 de noviembre de 2016

Lo normal. Isabel González.

Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé. 

 

sábado, 12 de noviembre de 2016

Nudos en el pañuelo. Ernesto Santana.

Me dijeron que así no olvidaría. Viendo el nudo, recordaría enseguida lo que no debía olvidar. Hoy, mi único pañuelo es un nudo de nudos que nada significa. Como otras veces, empiezo por deshacer el nudo, y entonces es como si resultara al fin aquello por lo cual hice esa marca. Cuando el pañuelo queda libre de nudos, estrujado pero leve, lo contemplo un rato sobre mi mano con cierta inquietud, como si fuera un ave rara que sabe algo que yo no sé, pero que nunca podrá decírmelo.


viernes, 11 de noviembre de 2016

De cómo estoy. István Örkény.

—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Cómo está?
—Bien, gracias
—Y de salud, ¿cómo se encuentra?
—No tengo motivos para quejarme.
—Pero, ¿por qué arrastra esa cuerda tras de sí?
—¿Cuerda? —preguntó, echando una mirada hacia atrás—. Son mis intestinos. 


 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

La carrera. Ito Kasuro.

Ella me tomó de la mano y me arrastró con su huida. Me hizo girar por calles, pasajes y avenidas. Me hizo chocar con personas sin siquiera mirar atrás. Corrimos sin decir una palabra. Fue hermoso. Romántico. Pero me agotó con su energía. Entonces, en el callejón más oscuro del lugar, se detuvo para besarme y decirme emocionada: “Es la primera vez que robo” Y recordé por qué corríamos.


martes, 8 de noviembre de 2016

No se culpe a nadie. Julio Cortázar.

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más, como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos. 

Final del juego. Julio Cortázar, 1956.
Ilustración: Gal Gómez Filchtinsky.
 

domingo, 6 de noviembre de 2016

Cine Olimpia. Josep M. Nuévalos.

A los Dioses les gusta ir de jarana por los cines de verano. Al son de la música de ferias cercanas la familia al completo desciende del Monte Olimpo y, confundidos con los mortales, comparten algodón de azúcar, almendras garrapiñadas y helados de vainilla y chocolate. Todo cabe en la noche de un cine de verano, desde el perfume a jazmín y madreselva, a la luna, los astros y las constelaciones. Cuando la película no sea del agrado de Zeus, es posible que sintáis el ruido y la furia de algún aguacero que os arruine la función. Pero esta noche no hay peligro; hoy echan “una de romanos”. 

 

sábado, 5 de noviembre de 2016

Naufragio. Francisco Rodríguez Criado.

Después de pasar toda la noche braceando en las frías aguas del Atlántico, llegó exhausto a la orilla justo cuando empezaban a clarear las primeras luces de la mañana. Exhausto, se arrojó sobre la arena y, palpando tierra seca, se echó a llorar de rabia y alegría: sabía que estaba a salvo. Cuando se giró para maldecir a ese desaprensivo océano que había tratado de acabar con su vida, vio que allí no había agua sino un inhóspito e interminable desierto. ¡Un desierto! El náufrago se echó a llorar de nuevo. Pero de repente vislumbró a lo lejos un reluciente oasis. Venciendo al cansancio, empezó a correr en dirección hacia el oasis. El suelo, duro y agreste, lastimaba sus pies desnudos. Loco de emoción –el objetivo estaba cada vez más cerca–, el náufrago recobró la creencia de que la felicidad es posible. Aquel pensamiento no duró demasiado, porque a pocos metros de alcanzar el oasis el desierto se cubrió nuevamente con las frías aguas del Atlántico. Su vida volvía a correr peligro.
Tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para bracear por segunda vez hasta ganar la orilla. Afortunadamente, en esta ocasión las olas jugaban a su favor. Y también por segunda vez alcanzó la arena, tumbándose sobre ella, más exhausto aun si cabe, ahora con más rabia que alegría, prometiéndose no abrir los ojos bajo ningún concepto. Y en esa posición hubiera estado un día entero de no ser porque su mujer entró en la habitación, vistiendo un raída bata de color fucsia, los rulos en la cabeza y los brazos en jarras, para preguntarle, airada, si tenía pensado quedarse toda la mañana del domingo en la cama, o si por el contrario iba a levantarse de una vez para ayudarle en las tareas domésticas. 

El hombre, incapaz de seguir escuchando la voz agreste de su malhumorada esposa, por la que ya no sentía sino hastío, se tapó los oídos y hundió el rostro en la vivificante arena. 

viernes, 4 de noviembre de 2016

Primera cita. Alejandro Bentivoglio.

Vi que Laura sacó las llaves pero al llevarlas hacia la cerradura se le fue yendo la mano dentro de esa profundidad oscura y luego el brazo y el resto del cuerpo hasta que estuvo del otro lado y ya no supe más de ella.
Ahora pienso que tal vez nunca necesitó realmente de las llaves y que buscarlas en su bolso y sacarlas sólo fue una excusa para distraerme y no darme el beso que yo había esperado toda esa noche.



jueves, 3 de noviembre de 2016

Cuento de horror. Marco Denevi.

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

-Thaddeus, voy a matarte.

-Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.

-¿Cuándo he bromeado yo?

-Nunca, es verdad.

-¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

-¿Y cómo me matarás? -siguió riendo Thaddeus Smithson.

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.


martes, 1 de noviembre de 2016

El profesor. Thomas Bernhard.

El profesor se ha vuelto loco estudiando a las mariposas. Primero lo llevaron a un establecimiento, pero al cabo de dos años volvieron a soltarlo, al llegar a la conclusión de que su locura no era peligrosa para la gente. Tenía la originalidad de corretear por el parque con un cazamariposas, lo que resultaba muy divertido, porque el profesor es un personaje más bien enclenque. Casi no hace ninguna comida y, por deseo suyo, colocan en su habitación una gran pizarra negra en la que escribe la palabra ALEGRÍA. Siempre que escribe en ella la palabra ALEGRÍA, llama a un enfermero que tiene que borrarla con una gran esponja. Y cada vez recibe por ello una moneda del profesor, de modo que ya tiene un saco repleto de esas monedas. Cuando el profesor tiene que salir del sanatorio, lo cual lo entristece mucho, ruega que dejen la palabra ALEGRÍA escrita en la pizarra. Dice que dará al enfermero la orden de borrarla en un momento todavía muy lejano. Realmente los empleados del establecimiento se muestran inconsolables cuando vienen a buscar al profesor y se lo llevan a la finca de su hermana. Allí puede moverse libremente, pero él sólo vive recordando su estancia en el establecimiento. Todo lo ocurrido antes lo ha olvidado hace tiempo. Allí en la finca, en verano, viste trajes blancos y de color crema. Los aldeanos se burlan de él cuando lo ven paseando por las colinas con su cazamariposas. No obstante, a partir de cierto día, solo quiere salir de casa de noche, lo que no quieren consentir su hermana y el médico de la familia, que le dedican todo su existencia. Sin embargo, él logra imponer su voluntad. Dice que quiere atrapar las luces, porque no hay nada más precioso que la luz. Dice que quiere coleccionar las luces, conservarlas en un sitio seguro y publicar un libro sobre ellas. De modo que por la noche se pasea sin ser molestado. Una noche llega a la vía férrea. Levanta su cazamariposas hacia las dos luces del expreso que van aumentando rápidamente de tamaño. Cuando están justo delante de él las atrapa con un veloz movimiento de sus manitas juntas.

Acontecimientos y relatos, Thomas Bernhard. 1997.