No
nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto
como yo cuando, por casualidad, nos encontramos en el parque. En esas
tardes la veo siempre delante de mí, vestida de negro. Si camino,
camina; si me detengo, se detiene. Yo también la imito. Si me parece
que ha entrelazado las manos por la espalda, hago lo mismo. Supongo
que a veces ladea la cabeza, me mira por encima del hombro y se
sonríe con ternura al verme tan excesivo en mis dimensiones, tan
coloreado y pletórico. Mientras paseamos por el parque la voy
mirando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada, doy unos
pasos medidos -más allá, más acá, según- hasta que consigo
llevarla adonde le conviene. Entonces me contorsiono en medio de la
luz y busco una postura incómoda para que mi sombra, cómodamente,
pueda sentarse en un banco.
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