Dios, hijo primogénito de El Eterno, edificó un laberinto para perder en él a Satán, su hermano. Dicha empresa (que algunos conocen como El Universo) fue un fracaso: paradójicamente, el principal defecto de la magnánima obra era la perfección, el minucioso orden bajo el cual laboraba. Satán urdió como respuesta un dédalo insondable, caótico, imperfecto (y, por tanto, perfectible) propio de una monstruosa genialidad, destinado a transgredir el nombre, la esencia y la obra de su hermano: la mente humana.
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