lunes, 31 de octubre de 2016

Cuando Cristo anduvo sobre el mar. Jean Ray.

Sí.
Desde el fondo de sus laboratorios, los sabios anunciaron el acontecimiento; pero Ingrahm era una ciudad poco industriosa y de escaso comercio, que se solazaba en medio de la soledad de las tierras, y los sabios no tuvieron jamás allí voz ni voto.
Esto como introducción.
Así, pues, la ciudad se encontraba lejos, metida en las tierras, al norte de un río tan flojo que, con el tiempo, tuvieron que canalizarlo.
Sin embargo, David Stone creía que era una ciudad marítima y que tenía un puerto, porque una especie de embarcadero alquitranado se extendía desde la puerta de su oficina hasta la extensión poco profunda de las aguas.
-¿Es una nube lo que sube por detrás del telón de los álamos italianos? -preguntó Snuffy, el viejo dependiente.
-Es un barco -protestó David -. Un velero. Ha arriado un poco las velas y lo remolcan. Viene directamente del mar.
-¡Oh, un barco!- se burló Snuffy-. ¿por el río Hulmar un barco llega del mar? ¡Ji, ji, ji!…
-¿Y por qué no?- gruñó, furioso, Stone-. Hasta aquí llegan las gaviotas.
-Eso es cierto- asintió Snuffi-. Contra eso no puedo decir nada. Es verdad.
-Veo sus altas vergas.
-Son ramas de árbol.
David Stone, que se hallaba al frente de un inseguro comercio de la localidad, vivía con la magnífica idea de que un día llegaría un navío, procedente directamente del mar, a atracar a lo largo de su bamboleante embarcadero.
Se se le llamaba cordón de agua y birria de río, ladraba:
-Tiene agua suficiente. Puede venir un barco.
-Si- afirmaba Snuffy. Entonces, ¿por qué no en la artesa de la colada de la tía Appleby?
No obstante, aquella tarde él observaba, con un poco de inquietud, el lento avance de la sombra por detrás de los álamos.
-Es una nube- exclamó al fin con malvada alegría.
-En efecto- asintió David Stone, desesperanzado-. Pero mañana tal vez sea un navío el que…
-¡Mañana!- se mofó el dependiente.
No dudaba que aquella única palabra estaba llena de temorosas aprensiones.
-¡Qué gruesa y oscura!- dijo, aún, David, mirando lo que parecía una nube.
Y la conversación cesó.
Snuffy se puso a sumar.
-Los negocios van bastante mal- sopló.
En cuanto no estaba en juego ningún navío, David Stone se volvía hombre tímido y triste.
-¿Cree usted, Snuffy?
-¡No hay nada que sumar! Me pregunto cómo va usted a pagar al carnicero esta semana.
-¡Oh! ¿De verdad que no podremos pagarle?
-No, no podremos. ¡Y nos moriremos de hambre!
-A menos que…- comenzó a decir David.
-...un navío llegue con todo el oro de África y atraque a su embarcadero, ¿verdad?
-Soy muy desgraciado- confesó David Stonte-. Dígame, Snuffy, ¿quién es esa mujer que cruza la calle Hengfield?
-Es una artista, señor- respondió el dependiente, serio-. Canta esta noche en el teatro, y con esta ocasión el precio de las localidades se ha triplicado. Hengfield, el rico, le ofrecerá regalos seguramente.
-¿Una artista? Me gustaría mucho oírla.
-Bueno, venda su embarcadero como leña para la lumbre, monsieur Stone, y pague una localidad de paraíso. Pero ese embarcadero no podrá quemarse nunca, porque está podrido.
David Stone gimió.
-Mire qué hermosa es, Snuffy. Hace un momento dirigió sus ojos hacia nuestro escaparate. ¡Qué luz!
-¡Habráse visto!- exclamó Snuffy-. Y no tenemos ni para pagar al carnicero esta semana.
-Me gustaría oírla- repitió David, suavemente obstinado.
-Vaya a pedir limosna al ciego de la iglesia de San Juan; porque yo, aunque pusiera la caja boca abajo, no podría darle ni un penique.
-Me gustaría morirme…- comenzó a decir David en voz baja.
-¿Sin haber oído a la cantante ni haber visto flotar un barco de carga de tres mil toneladas en esta ensenada?- acabó Snuffy.
¡Dios mío, Dios mío! ¡Y sin poder meter la mano en una caja llena de chelines ni firmar un cheque por diez libras!
Un trueno conmovió la atmósfera.
-La nube habla- dijo Snuffy.
El aire si hizo de pronto tan pesado que tuvieron que levantar la ventana de guillotina; pero la calle sopló fuego al interior de la casa.
Sobre un alto pilote vecino, que terminaba en aguda punta, los fuegos de San Telmo dejaron ver su mirada de llama verde.
La noche se hizo casi repentinamente, como en un eclipse.
Snuffy encendió el gas. El pálido fulgor hizo parecer la oficina más miserable todavía. David volvió los ojos hacia la calle, que se animaba un poco.
Pasaron coches.
-Van al teatro- murmuró Stone.
-¡Tienen dinero!- casi gritó Snuffy-. ¡Muchos chelines, muchas libras!… ¡Ah, ah! ¿Por qué no quiso usted vender pieles de vaca en lugar de esperar barcos fantasma? David Stone, agente comercial marítimo. ¡Qué título glorioso!
Los álamos se pusieron a dar latigazos a una nube, como si quisieran oponerse a esa máscara de tinieblas y humos.
Luego, empezó a llover, insistentemente y con fuerza; cayeron granizos…


* * *


Apenas si David podía mantenerse en pie contra la pared del teatro. Un viento furioso barría la calle. Las tejas volaban por el aire con ruido salvaje de cohetes.
Pero a través de los clamores de la tempestad, entre los suspiros de los violines, Stone oía las palabras de ensueño:
-Spring…, love...flowers…, love. (Primavera…, amor…, flores…, amor…)
-Love!… ¡Oh, love!- murmuró-. ¡Qué hermosa debe estar Ella ahora!
Un formidable relámpago iluminó la calle con claridad cegadora. Un prolongado ulular surgió repentinamente de la noche y se elevó a un diapasón tan agudo que parecía como si una horda de monstruosos fantasmas se hubiese puesto a pitar a la cantante.
Al mismo tiempo, una alta antorcha roja se iluminó por encima de una hilera de tejados.
“El rayo ha caído en la gasolinera -pensó Stone-. ¡Dios mío! ¿Qué es esto?… ¿Gente que corre?”
Recibió un golpe violento en la espalda; otro, en las piernas; un tercero, en pleno rostro.
Cayó de bruces al suelo.
Sin embargo, se volvió a levantar vivamente, aterrorizado por una bofetada helada.
Y entonces se encontró cara a cara con el rostro terrible del desastre.
Aguas tumultuosas, laminadas de fulgores insólitos, invadían la calle.
Por unos instantes sintióse aturdido por un trueno de desmoronamiento y de clamores.
No solamente la corriente se expandía con rabia insensata, sino que de lo alto del cielo, a través de las cataratas aullantes de un diluvio, las descargas eléctricas golpeaban la ciudad en largas llamas verticales.
A veinte pasos de él, otra corriente surgió, de golpe, por una amplia puerta, que voló bruscamente hecha astillas: la de una muchedumbre horrible, ululante, criminal, que invadía y se desparramaba por la calle, procedente del teatro.
En el espacio de algunos segundos, Stone vio crímenes de locura furiosa: rostros desgarrados, miembros retorcidos, hojas de cuchillos hundiéndose en las espaldas, disparos que rayaban la oscuridad…
-¡La nube!- hipó David.- Pero Ella, ¿dónde está?
El porche del teatro bostezaba ahora, vacío, bajo la luz escasa de algunas lámparas aún encendidas.
Sin saber demasiado cómo, David se encontró en un vestíbulo de donde salían llamadas de agonía: saltó por encima de cadáveres, cuya sangre se diluía ya en el agua viscosa que subía de nivel.
Había llegado a la sala de butacas del teatro.
Estaba terriblemente vacía; solo cascaditas lloraban con leve ruido argentino bajo las puertas. Las luces eléctricas se pusieron a guiñar en un acorde entrecortado.
Y de pronto la vio.
Sola, inmóvil en el escenario, como estatua del terror.
-Se…, señorita…- jadeó-. Valor… Ya…, ya voy…
Un inmenso trozo de yeso se desprendió de la bóveda y la pasó rozando.
Entre dos filas de butacas, el cadáver de Hengfield se reía burlón, con la frente partida de un cachiporrazo.
Stone saltó por encima de las butacas; chapoteó y vadeó un arroyuelo oscuro y rápido.
Las lámparas pasaron al rojo lívido y se apagaron.
...Ella estaba apoyada en su hombro.
Entonces una idea extraña acudió a la mente de David Stone:
-¡El embarcadero!


* * *


Sí.
A pesar de la oscuridad, la corriente desbordada y la tormenta, alcanzó el embarcadero en el preciso momento en que una sacudida infernal lo conmovía sobre sus bases. Y de repente, surgiendo de un remolino fantástico, la porción de vieja armadura de madera que los soportaba, se puso a flotar, salvándolos, solos, únicos, de toda una ciudad que ardía, se desmoronaba, se anegaba…


* * *


Aurora.
La nube parecía barrer la superficie de las aguas inmensas; ligeros vapores rebotaban sobre el oleaje picado. Los restos del embarcadero flotaban como una balsa, siguiendo el inmenso capricho de la corriente.
En el horizonte, Stone veía una masa difusa y fuliginosa flotar bajo el viento: las últimas humaredas del incendio que terminaban in Ingharm.
Ella era una cosita, muy pálida, desvanecida; él la miraba con estupor, como si viviese en la linde de un sueño interminable.
Pasó horas acariciando su rostro inmóvil. Luego, ella se estremeció y se echó a llorar.
-Vive, está salvada -murmuró David, con alegría llena de éxtasis.
Llegó la noche. La mantenía apretada contra él. La mujer parecía vivir en una inconsciencia profunda, conservando los ojos cerrados. No habían intercambiado ni una palabra. De una larga somnolencia, ella pareció pasar a un profundo sueño.
David se dio cuenta de que las maderas, carcomidas por la podredumbre senil, se hundía bajo sus pies.
Cuando vino el día, el agua le cubría los talones. Tenía a la cantante en sus brazos, rotos en mil pedazos por el frío y el cansancio.
Lentamente, el viejo embarcadero abandonaba a su dueño.


* * *


¡Oh, Jesucristo, Tú que andas sobre las aguas!
Era la plegaria que David lanzaba al cielo, donde las nubes comenzaban a agujerearse de azul y de claridades solares.
¡Oh, Jesucristo, Tú que andas sobre las aguas, sálvala!
La balsa de la suerte hizo un movimiento de rotación alarmante.
Con un inmenso esfuerzo, David Stone había logrado poner a la muchacha sobre sus hombros.
De pronto, el flotador se desprendió.


* * *


¡David tocó tierra con sus pies!
Las aguas le golpearon duramente el pecho, pero no eran muy profundas.
-Ando sobre el agua -exclamó, lleno de júbilo -. ¡Ando!
Y, de golpe, tuvo un deslumbramiento:
¡A cien pasos de allí flotaba un navío!


* * *


¡Un navío, un velero, procedente del mar!
Atrapado por la terrible tormenta a treinta millas de Inghram, en el río Hulmar, allí donde los barcos de cierto tonelaje marino han de detenerse faltos de aguas profundas, la crecida de la corriente lo había arrastrado en una carrera fantástica.
Ahora, el navío estaba allí, inmóvil, en medio del pantano, con la quilla profundamente hundida en el cieno, no pudiendo ganar ya las aguas navegables.
Pero David cantaba, transportado por una inmensa alegría.
-¡Un navío procedente del mar! Y EllaElla… ¡Oh, Jesucristo, no en vano te he pedido que hicieras el gran milagro!
Andaba sobre el fondo cenagoso que pegaba ventosas a sus pies. Las aguas cubrían ya sus hombros. Tragó una bocanada helada. Sus ojos se llenaron de sombras.
-Soy feliz- balbució-. ¡Oh, tan feliz!…
El velero estaba allí, a nueve metros, y le veían desde a bordo.
De pronto el suelo desapareció a su vez bajo los pies del salvador, y las aguas, fúnebres, cubrieron a los dos.
Brazos vigorosos agarraron a la cantante.
David Stone no reapareció.


* * *


-¿Dónde está el hombre que la llevaba en brazos?- gritaron los marineros del velero.
-¿Un hombre?- murmuró la joven-. ¿Un hombre?
-Se ha perdido- dijeron, desolados, los marineros.
-¿Un hombre?- repitió la joven con voz apagada-. No sé. ¿Había, por tanto, un hombre que me transportaba? Ni siquiera he visto su rostro.


Jean Ray, Las 25 mejores historias negras y fantásticas.


domingo, 30 de octubre de 2016

Ventura. Guillermo Bustamante Zamudio.

Un día fue a ver a la mujer para la que las cartas, dispuestas con cierto rigor y sometidas al azar de su desvelamiento, eran como un libro abierto.

—¿Cuánto viviré?

—Tienes una larga vida —informó la pitonisa.

—¿Cuánto? —insistió.

—Hasta los 90.

“¡Me quedan 60 años de vida!”, pensó. Pero sus ganas de creer eran tan fuertes como su deseo de demostración. Entonces subió al edificio más alto, para retar esa sabiduría en la que la mitad de su convicción se afincaba, y se lanzó del último piso.

Tardó 60 años en caer.


sábado, 29 de octubre de 2016

Elegía. Rafael Pérez Estrada.

Cuando murió, durante muchos días supe que sería suficiente con marcar su número para que ella misma me hablase de las excelencias del tiempo y de algunas noticias íntimas (estaba seguro que evitaría tratar de su propia muerte). Sin embargo, desconociendo yo la estética de los muertos, y el placer de sus conversaciones, me limitaba a apoyar la cabeza en el teléfono, y, sin descolgarlo, lloraba recordando su voz.

El domador, Rafael Pérez Estrada, 2008.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Hábitos. José Manuel Dorrego Sáenz.

Ayer decidí dejar de fumar. Hoy he decidido dejar a mi mujer: Acostumbrado a observarla tras el humo, acabo de comprobar que no es lo que parecía. Supongo que todo su encanto estaba en su silueta distorsionada tras la humareda de mi pipa Doctor Plumb. Probablemente no encuentre a otra mujer como Daniela, pero mucho me temo que su presencia resulta demasiado vulgar bajo la perspectiva de los malditos chicles con nicotina. 

 

lunes, 24 de octubre de 2016

Llaves. Raúl Brasca.

Fue triste cuando mi padre, sin que yo se lo pidiera, me dio la llave de la casa. Yo era casi un adulto y él me la dio como quien pide permiso para envejecer. 

 

domingo, 23 de octubre de 2016

Apariciones. Woody Allen.

El 16 de mayo de 1882 el señor J. C. Dubbs se despertó en mitad de la noche y vio a su hermano Amos, que llevaba muerto catorce años, sentado a los pies de su cama y desplumando gallinas. Dubbs le preguntó a su hermano qué estaba haciendo allí, y éste le respondió que no se preocupase, que seguía muerto y que había venido a la ciudad únicamente el fin de semana. Dubbs le preguntó a su hermano que cómo era «el otro mundo» y éste le respondió que no muy distinto de Cleveland. Añadió que había vuelto para comunicarle a Dubbs un mensaje, que llevar un traje azul oscuro con calcetines rosa pálido es un gran disparate.

En aquel momento, entró la joven sirvienta de Dubbs y vio a Dubbs hablando con una «niebla informe y blanquecina», la cual, dijo luego, le recordó a Amos Dubbs, pero su aspecto era un poco más agradable. Finalmente, el fantasma le pidió a Dubbs que le acompañase en un aria de Fausto, que ambos entonaron con gran fervor. Al despuntar el día, el fantasma atravesó la pared, y Dubbs, que pretendía seguirle, se fracturó la nariz.

Éste se presenta como un ejemplo clásico del fenómeno de aparición y, si hemos de creer a Dubbs, el fantasma reapareció, hecho que hizo que la señora Dubbs saltase de su silla y revolotease durante veinte minutos sobre la mesa donde estaba puesta la cena, hasta que se estrelló en la salsa. Es interesante observar que los espíritus tienen tendencia a mostrarse traviesos, lo cual A. F. Childe, el místico inglés, atribuye al marcado complejo de inferioridad que les produce el estar muertos. Las «apariciones» guardan frecuente relación con individuos que han tenido un fallecimiento insólito. Amos Dubbs, por ejemplo, murió en circunstancias misteriosas cuando un granjero le sembró accidentalmente junto con unos nabos.


Sin Plumas. Woody Allen, 1979.

sábado, 22 de octubre de 2016

El ahogado más hermoso del mundo. Gabriel García Márquez.

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tricotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.


 

martes, 18 de octubre de 2016

El tamaño importa. Ana María Shua.

En 1832 llegó a México, con un circo, el primer elefante que pisó tierras aztecas. Se llamaba Mogul. Después de su muerte, su carne fue vendida a elaboradores de antojitos y su esqueleto fue exhibido como si hubiera pertenecido a un animal prehistórico. El circo tenía también un pequeño dinosaurio, no más grande que una iguana, pero no llamaba la atención más que por su habilidad para bailar habaneras. Murió en uno de los penosos viajes de pueblo en pueblo, fue enterrado al costado del camino, sin una piedra que señalara su tumba, y nada sabríamos de él si no lo hubiera soñado Monterroso. 

Fenómenos de circo, Ana María Shua. 2011.

 

lunes, 17 de octubre de 2016

Sabor a olvido. Alberto Sánchez Argüello.

Hoy hace demasiado calor para jugar. Todos se fueron a sus casas, a excepción de Sara y Josué. La primera vez que los vi en el parque le pregunté sus nombres, ella respondió sin mirarme y eso fue todo, no quiso que jugáramos. Se la pasan apartados, Josué lanzando patadas mientras intenta subirse a los juegos más peligrosos y Sara que lo pellizca y empuja cuando cree que nadie los mira.

Ahora podría acercarme y ayudarla a mecer a Josué, que está dormitando por el sopor, pero ella está como ida, moviendo su mano sin darse cuenta. Decido levantarme y buscar refugio en la glorieta, pero me detengo al darme cuenta que Sara me mira. En el tiempo que me toma decidir si debo saludar, ella toma el columpio de su hermano y lo lanza con la fuerza suficiente para que el cuerpo de Josué vuele hacia el asfalto. Cierro los ojos, no quiero ver la caída.

Cuando los abro, Sara no está y el cuerpo de su hermanito está boca abajo en la calle. Su cabeza parece una tetera de porcelana quebrada. Tiene un agujero del que empiezan a salir mariposas negras. Se posan en los toboganes y columpios, en los árboles y las alcantarillas. Hay una que se coloca en mi boca, mueve sus alas despacio e intenta entrar, estoy demasiado mareado para evitarlo, así que la dejo.


 Cuento capturado del blog del autor, El Santuario de las Ideas.

domingo, 16 de octubre de 2016

La honda de David. Augusto Monterroso.

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.

Pasó el tiempo.

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.


sábado, 15 de octubre de 2016

El sastre. Slawomir Mrozek.

El sastre anotó la última medida en su bloc, enrolló la cinta métrica y preguntó:
—¿Desea un traje con un lado o con los dos lados?
—¿Quiere decir normal o reversible?
—No. Pregunto si desea un traje corriente, de un tejido con dos lados, o un traje extra, de un tejido que se ve por un lado.
—¿Cómo … se ve … ?
—Sí, un traje que sólo tiene un lado
—¿Y el otro?
—El otro no existe
Le miré con más atención. Era un vulgar sastre. Mediocre, pueblerino, introvertido y melancólico, sin horizontes. Y de repente una cosa así…
—¿El traje con un sólo lado sería más barato? — pregunté más que por saber el precio, por no dejar ver mi estupefacción. El sastre lo había dicho con mucha seriedad, como si se tratara de algo evidente que no debería sorprenderme. Pero tal vez no fuera más que una broma.
—No, más caro, por supuesto
—¿Por qué? Dos lados son más que uno
—Pero un lado está mucho mejor que dos
—¿Por qué mejor?
—Porque con uno no hay dudas. Hay uno solo y ya está. Y con dos siempre hay problemas.
—¿Qué problemas?
—¿Nunca le ha pasado que se ha puesto algo al revés?
—Sí, pero ¿qué problema hay en eso?
—Hombre, que usted se encuentra entonces en el otro lado.
—Pues basta con quitarse la prenda y ponérsela del otro lado.
—Exactamente. Y entonces está usted de nuevo en el otro lado. Si no esta en un lado, está en el otro, o al revés. Y con un traje con un sólo lado esto no le puede ocurrir.
—Pero en cualquier caso también estoy en algún lado de este único lado.
—No, porque este único lado sólo tiene un lado. En el otro lado no hay ningún lado, así que no puede estar allí.
—Pero, entonces, si estoy en el lado que no existe, ¿dónde estoy?
—En ninguna parte, por supuesto. Pero eso vale dinero.
—¿Mucho?
El sastre miró el bloc, multiplicó unas cifras y sumó los resultados.
—Tanto como esto — dijo, acercándome el bloc e indicándome la suma con la punta del lápiz.
—¡Dios mío! — exclamé — ¿Quién se lo puede permitir?
—Nadie — dijo el sastre y cerró el bloc — Entonces, ¿en qué quedamos?
—Hágalo normal. 

 

La vida difícil, Slawomir Mrozek, 1995.


miércoles, 12 de octubre de 2016

Evolución. (Cuento de terror) María José Barrios.

Llevaban muchos siglos ya utilizando ascensores, escaleras mecánicas, aceras móviles, vehículos a motor, aparatos de gimnasia pasiva y andadores autopropulsados. Aún así todos se sorprendieron el día en que empezaron a nacer los primeros niños sin piernas.

 

martes, 11 de octubre de 2016

Casa tomada. Julio Cortázar.

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. -¿Estás seguro? Asentí. -Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba mas tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente. -No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


lunes, 10 de octubre de 2016

Canto a la realidad. José María Merino.

Sueña la Bruja del Este que es un ama de casa con los rulos siempre puestos y una receta estupenda de buñuelos de viento. Sueña el Príncipe Azul que es un funcionario público detrás de una ventanilla que pone sellos de hasta tres colores distintos. Sueña el Hada Madrina que es maestra de escuela en un pueblo pequeño y amante discreta de un hombre casado. Sueña el Viejo Dragón, en su cueva, con la partida de dominó de los sábados a ritmo de chatos de vino y aceitunas sin hueso. Cada mañana, todos despiertan con la triste conciencia de quien se sabe preso y sin salida en un mundo de fantasía.

jueves, 6 de octubre de 2016

Ciudad viuda. Esteban Dublín.

Lo que le digo, sumercé, en este pueblo sólo hay viudas. Tremendo, claro, porque sí, una puede que sea mujer correcta, que le guarde luto al marido, pero no hay cuerpo que aguante semejante sequía. Mercedes cumplió el mes pasado veintiocho años sin hombre. Amelia llegó a los dieciocho. Aunque bueno, a la viuda de López le ganó la gana a los ocho años. Se fue pa’ otro pueblo y por ahí supe que conoció macho. Bendita ella. ¿Qué dice, perdón? Ah, sí, eso pasa a cada rato. Aquí no llueve agua, sino maridos. Pero no duran, sumercé. Con esa fuerza con la que caen, se vuelven pedazos. Vea ahí no más un bracito. ¡Comadre, la escoba! 

 

miércoles, 5 de octubre de 2016

II. Javier Tomeo.

Mujer tejiendo junto a la ventana. Inesperadamente , entra en la habitación un NIÑO, sosteniendo algo en la hueco de la mano.
NIÑO.- Madre, mira qué te traigo.
MADRE.- ¿Qué me traes?
NIÑO.- Una luz.
MADRE.- ¿Dónde estaba?
NIÑO.- En la charca, debajo de la luna.
MADRE.- ¿Te vio alguien cómo la cogías?
NIÑO.- No, nadie.
MADRE.- Anda, préndemela pues en el pelo.
Pausa. El NIÑO se alza sobre la punta de sus pies y prende la luz en el cabello de la MADRE. Por un instante la MADRE deja de tejer y sonríe.

Por favor, sea Breve, 2. VVAA, 2009.

martes, 4 de octubre de 2016

Inventos. Jürg Schubiger y Franz Hohler.

Cuando el primer hombre llegó a la Tierra, se la encontró vacía, y estuvo dando vueltas hasta que se cansó. Aquí falta algo, pensó, «una cosa con cuatro patas para sentarse encima. Así inventó la silla. Se sentó, y se quedó mirando el horizonte. Wonderful. Maravilloso. Aunque no lo suficiente. “Aquí falta algo”, pensó, “una cosa con cuatro esquinas para estirar las piernas por debajo y sobre la que apoyar los codos”. Así inventó la mesa. Estiró las piernas por debajo de la mesa, apoyó los codos encima y se quedó mirando el horizonte. Wonderful. Hasta que empezó a notar que el viento que se había levantado a lo lejos se acercaba poco a poco, trayendo negros nubarrones. Se puso a llover. No wonderful. “Aquí falta algo”, pensó, “una cosa con otra cosa encima que me proteja del aire y del agua”. Así inventó la casa. Metió en ella la silla y la mesa, se sentó, estiró las piernas, apoyó los codos y se quedó mirando la lluvia a través de la ventana. Wonderful. Entonces distinguió a otro hombre caminando bajo la lluvia. Se dirigía hacia su casa.
—Con permiso, ¿le importa si me pongo a cubierto? —dijo el otro hombre,
—Please —dijo el primero—. Por favor.
Y le enseñó todo lo que había inventado: la silla para sentarse, la mesa para las piernas y los codos, la casa con las cuatro paredes y el tejado encima para protegerse del aire y del agua, la puerta para entrar y la ventana para mirar hacia fuera.
Una vez que el otro hombre vio, probó y elogió todos los inventos, el primero le preguntó:
—¿Y qué ha hecho usted, querido vecino?
El otro se quedó callado. No se atrevió a decir que era él quien había inventado el viento y la lluvia. 



Inventos. Jürg Schubiger y Franz Hohler. Así empezó todo, 34 historias sobre el origen del mundo, 2007.

domingo, 2 de octubre de 2016

Rescatado, una vez más. Fernando Aínsa.

De pequeño se asomaba al aljibe que había en la cocina de su casa. Se subía a un taburete, intentaba reflejarse en el fondo, respiraba la húmeda frescura y, luego, temblaba. Sentía un vértigo entre viscoso y dulzón y una extraña atracción por lo desconocido. Dejaba entonces caer el cubo y en la desgarrada superficie quebrada imaginaba, por un instante, su cuerpo hiriendo las aguas para quedar en su fondo entumecido.
Luego, al izarlo con agua desbordante, se sabía en su tambalear sobre el brocal, una vez más, rescatado. 


 

sábado, 1 de octubre de 2016

Un camino a través del aire. Ray Bradbury.

‒¿Te enteraste?
‒¿De qué?
‒¡Los negros, los negros!
‒¿Qué les pasa?
‒Se marchan, se van, ¿no lo sabes?
‒¿Qué quieres decir? ¿Cómo pueden irse?
‒Pueden irse. Se irán. Se van ya.
‒¿Una pareja?
‒Todos los que hay en el Sur.
‒No.
‒Sí.
‒Imposible. No lo creo. ¿Adónde? ¿A África?
Silencio.
‒A Marte.
‒¿Quieres decir al planeta Marte?
‒Exactamente.
Las figuras de los hombres se alzaban en la sombra cálida del porche de la ferretería. Uno de ellos dejó de encender una pipa. Otro escupió en el polvo ardiente y luminoso.
‒No pueden irse. No pueden hacerlo.
‒Pues sin embargo se van.
‒¿Cómo lo sabes?
‒Lo dicen en todas partes. Hace un minuto lo dijo la radio.
Como una hilera de estatuas polvorientas, los hombres se animaron. Samuel Teece, el propietario de la ferretería, rió nerviosamente.
‒Me pregunto qué le habrá pasado a Silly. Lo mandé con mi bicicleta hace ya una hora. Todavía no ha vuelto de casa de la señora Bordman. ¿Creen ustedes que ese negro tonto se habrá ido a Marte pedaleando?
Los otros gruñeron.
‒Mejor será que me devuelva la bicicleta. No digo más, sí, señor. Por Dios, no permitiré que nadie me robe.
‒¡Oigan!
Irritados, los hombres se volvieron, tropezando unos con otros. Las aguas negras y cálidas descendían desde lo alto de la calle e inundaban el pueblo, como si se hubiera roto un dique. La marea negra corría entre las resplandecientes riberas blancas de las casas, entre los silencios de los árboles. Avanzaba espesamente, como una melaza de verano, sobre la canela polvorienta del camino; avanzaba lentamente, lentamente, y era hombres y mujeres y caballos y perros alborotados, y niños y niñas. Y de las bocas de la gente que formaba aquella marea, salía un sonido de río. Un río de verano que iba a alguna parte, sonoro e irrevocable. Y en ese caudal sombrío, lento y continuo, que atravesaba el blanco resplandor del verano, se veían unas vivas pinceladas de un blanco alerta: los ojos, los ojos de marfil que miraban adelante y a los lados, mientras el río, el largo e interminable río, entraba en un cauce nuevo. Con innumerables afluentes, con arroyos de animado color, se había formado una corriente madre que no dejaba de crecer. Y flotando entre las olas iban las cosas que se llevaba al río: relojes de pared con ruidosos carillones, relojes de cocina de sonoro tictac, gallinas enjauladas que protestaban cacareando, y bebés que lloriqueaban, y nadando entre los espesos remolinos iban mulas y gatos, colchones con los muelles al aire y las crines revueltas y enloquecidas, y cajas y canastos, y retratos de oscuros abuelos en marcos de roble... El río pasaba, y los hombres estaban ahí en el porche, como nerviosos perros de presa ‒era demasiado tarde para reparar el dique ‒, con las manos vacías.
Samuel Teece no quería creerlo.
‒¿Cómo diablos van a viajar? ¿Cómo van a llegar a Marte? ‒En cohetes ‒dijo el viejo Quartermain.
‒¡Malditos aparatos! Pero ¿de dónde los habrán sacado?
‒Ahorraron dinero y los construyeron.
‒No sabía nada.
‒Parece que estos negros guardaron el secreto, y los armaron ellos mismos... Quizás en África.
‒¿Y pueden hacerlo? ‒preguntó Samuel Teece, paseándose por el porche ‒. ¿No hay una ley?
‒No es lo mismo que si declarasen la guerra ‒dijo el viejo en voz baja.
‒¿De dónde van a partir esos malditos conspiradores? ‒exclamó.
‒Los negros del pueblo están citados en el lago Loon. Los cohetes estarán allí a la una; los recogerán y los llevarán a Marte.
‒¡Telefoneen al gobernador, llamen a la milicia! ‒gritó Teece ‒¡No pueden irse sin avisarnos!
‒Ahí viene su mujer, Teece.
Los hombres se volvieron otra vez.
Calle abajo, en la luz ardiente y sin viento, apareció primero una mujer blanca y luego otra, y todas traían unas caras de asombro, y todas susurraban como papeles viejos. Algunas lloraban, otras estaban serias. Todas venían en busca de sus maridos. Empujaban las puertas de vaivén y desaparecían en las tabernas. Entraban en los almacenes frescos y silenciosos. Se metían en las droguerías y en los garajes. Y una de ellas, la señora Clara Teece, se detuvo al pie del porche de la ferretería, en el polvo de la calle, y miró parpadeando a su tieso y enfurecido marido mientras el caudaloso río negro fluía detrás.
‒Es Lucinda, Sam. ¡Tienes que venir a casa!
‒¡No me moveré por una condenada negra!
‒Se va. ¿Qué haré sin ella?
‒Te las arreglarás. Yo no voy a pedirle de rodillas que se quede.
‒Pero es casi de la familia ‒gimoteó la señora Teece.
‒¡No grites! Lloriqueando así en público por culpa de una maldita...
La mujer sollozó débilmente y Teece se calló.
‒Me cansé de decirle: «Lucinda, quédate y te subiré el sueldo ‒comenzó a recitar la señora Teece secándose los ojos‒. Tendrás dos noches libres por semana, si quieres». Pero estaba realmente decidida. Nunca la vi así. Y entonces le dije: «¿No me quieres, Lucinda?». Y ella me dijo que sí, pero que tenía que irse pues así eran las cosas. Limpió la casa, preparó el almuerzo, lo sirvió, y luego apareció en la puerta de la sala, y allí estaba con dos paquetes en el suelo, junto a ella, uno a cada lado, y me dio la mano y me dijo:«Adiós, señora Teece». Y se fue. Allá quedó el almuerzo sobre la mesa, y todos tan aturdidos que ni siquiera lo probamos. Todavía estará allí. La última vez que lo miré, ya estaba casi frío.
Teece tuvo ganas de pegarle.
‒Maldición, señora Teece, váyase a casa. ¡Qué espectáculo está dando!
‒Pero, Sam...
Teece entró a grandes trancos en la cálida oscuridad de la tienda. Un instante después reapareció con un revólver plateado en la mano.
La señora Teece se había ido.
El río fluía oscuramente entre los edificios, susurrando, crujiendo, con un constante y apagado ruido de pasos, con un movimiento decidido y tranquilo, sin risas, sin gestos, como una corriente interminable, firme y decidida. Teece se sentó en el borde de la silla de madera.
‒Si alguno de ellos se atreve a reírse, ¡por Cristo que lo mato!
Los hombres esperaron. El río pasaba lentamente en el somnoliento mediodía.
‒Parece que tendrás que cosechar tus propios nabos, Sam Teece ‒rió el viejo Quartermain entre dientes.
‒También puedo acertarle a algún blanco ‒replicó Teece sin mirar al viejo.
El viejo volvió la cabeza y cerró la boca.
‒¡Un momento! ‒Samuel Teece saltó del porche, alargó un brazo y agarró las riendas de un caballo montado por un negro ‒: ¡Tú, Belter, bájate!
‒Sí, señor.
Belter desmontó.
Teece lo miró de arriba abajo.
‒¿Qué crees que estás haciendo?
‒Mire, señor Teece...
‒Supongo que piensas irte... ¿Cómo dice esa canción? «Camino arriba, a través del aire», ¿no es así?
‒Sí, señor.
El negro esperó.
‒¿Recuerdas que me debes cincuenta dólares, Belter?
‒Sí, señor.
‒¿Y quieres escaparte? ¡Te mataré a latigazos!
‒Con toda esa agitación, se me había olvidado, señor.
‒Se le había olvidado... ‒Teece echó un guiño malicioso a los hombres que estaban en el porche ‒. Maldito seas, muchacho, ¿sabes lo que vas a hacer?
‒No, señor.
‒Pues vas a trabajar hasta pagarme esos cincuenta dólares, o no me llamo Samuel W Teece.
Y se volvió con una confiada sonrisa hacia los hombres sentados a la sombra. Belter miró el río que corría por la calle, el río oscuro que pasaba y pasaba entre las tiendas, el río oscuro que se deslizaba sobre ruedas, caballos y zapatos polvorientos, el río oscuro del que había sido arrebatado. Se estremeció.
‒Déjeme ir, señor Teece. Le mandaré el dinero desde allá arriba, ¡se lo prometo!
‒Escucha, Belter ‒dijo Teece tomando al negro por los tirantes, como si fueran dos cuerdas de arpa, jugando con ellos de vez en cuando, mirando el cielo con aire de desprecio y burla, y alzando un dedo huesudo, que apuntaba directamente a Dios‒. Belter, ¿sabes lo que te espera allá arriba?
‒Sólo sé lo que me han dicho.
‒¡Sólo lo que le han dicho! ¡Cristo! ¿Han oído? ¡Sólo lo que le han dicho! ‒Hamacó al negro, sosteniéndolo por los tirantes, ociosamente, distraídamente, sacudiendo un dedo bajo la cara negra‒. Subirás y subirás como un petardo en la noche del cuatro de julio, y luego, ¡pum! Y allá estarás tú, unas pocas cenizas desparramadas en el espacio. Esos chiflados hombres de ciencia, no saben nada, ¡los matarán a todos!
‒No me importa.
‒Me alegro. Porque ¿sabes qué hay allá, en ese planeta Marte? ¡Monstruos de ojos saltones y ensangrentados como hongos! ¡No los viste en esas revistas de cuentos del futuro que compras en la droguería por una moneda? Eh, ¿no los viste? Bueno, ¡esos monstruos se te echarán encima y te devorarán hasta los tuétanos!
‒No me importa, no me importa nada.
Belter miraba a los que desfilaban por la calle alejándose. El sudor le brillaba sobre la frente oscura. Parecía a punto de desmayarse.
‒Y además allá arriba hace frío. No hay aire. Caerás, retorciéndote como un pescado, boqueando, y te ahogarás y te ahogarás hasta morir. ¿Te gusta eso?
‒Hay muchas cosas que no me gustan, señor. Por favor, señor, déjeme ir. Se me hace tarde.
‒Te dejaré ir cuando esté dispuesto a dejarte ir. Seguiremos charlando amablemente y ya te diré cuándo puedes irte. Ya lo sabes. Quieres viajar, ¿no es cierto? Muy bien, señor camino a través del aire, ¡largo para casa!, ¡y a trabajar hasta que me pagues los cincuenta dólares! ¡Te llevará dos meses!
‒Pero si me quedo a trabajar perderé el cohete, señor.
Teece puso una cara triste.
‒¿No es una lástima?
‒Le doy mi caballo, señor.
‒El caballo no es un pago legal. No, no te vas hasta que tenga mi dinero.
Teece rió entre dientes satisfecho y feliz. Un grupo de gente negra se había reunido a escucharlos. Belter, cabizbajo, temblaba de pies a cabeza y un viejo dio un paso adelante. Teece le echó una breve mirada.
‒¿Qué pasa?
‒¿Cuánto le debe este hombre, señor?
‒Nada que te interese.
El viejo miró a Belter.
‒¿Cuánto, hijo?
‒Cincuenta dólares.
El viejo abrió las negras manos y miró a la gente de alrededor.
‒Sois veinticinco. Que cada uno dé dos dólares. Pronto, no es momento de discutir.
‒¡Eh, un momento! ‒exclamó Teece poniéndose tieso, y erguido, muy erguido.
Aparecieron los dólares. El viejo los metió dentro de su sombrero y se los dio a Belter.
‒Hijo ‒comentó ‒, no perderás el cohete.
Belter miró sonriendo dentro del sombrero.
‒No, señor, me parece que no.
‒¡Devuélveles ese dinero! ‒gritó Teece.
Belter se inclinó respetuosamente, tendiéndole el dinero. Teece no se movió. Belter depositó el dinero en el polvo, a los pies de Teece.
‒Ahí está su dinero, señor ‒dijo ‒. Muchísimas gracias.
Sonriendo, montó en el caballo, lo hizo avanzar y le dio las gracias al viejo, que cabalgó con él hasta que se alejaron y desaparecieron.
‒Hijo de perra ‒murmuraba Teece mirando ciegamente al sol ‒. Hijo de perra.
‒Recoge el dinero, Samuel ‒dijo alguien desde el porche.
Escenas similares se repetían a lo largo del camino. Niños blancos, descalzos, traían corriendo las noticias.
‒Los que tienen, ayudan a los que no tienen. ¡Y así todos pueden irse! Vimos a un rico que le daba a otro diez dólares, cinco dólares, dieciséis dólares, montones de dólares, ¡en todas partes, todos!
Los blancos sentían un gusto amargo en la boca; cerraban los ojos hinchados como si el viento, la arena y el calor les hubiera golpeado las caras.
Samuel Teece estaba furioso. Subió al porche y contempló el enjambre en marcha. Sacudió el revólver. De pronto, no pudo más y se puso a gritarle a cualquiera, a cualquier negro que levantase los ojos hacia él.
‒¡Pum! ¡Otro cohete estalla en el espacio! ‒gritó para que todos pudieran oírlo. Las oscuras cabezas seguían impasibles, pero los ojos blancos miraban a un lado y a otro
‒¡Crac! ¡Caen todos los cohetes! ¡Gritos! ¡Muertes! ¡Pum! ¡Dios Todopoderoso, cuánto me alegra estar aquí, pisando tierra firme! Como dice el viejo chiste, cuanto más firme, menos tierra. ¡Ja, ja!
Los caballos pasaban levantando el polvo de la calle. Los carros traqueteaban sobre muelles rotos.
‒¡Pum! ‒La voz de Teece clamaba solitaria en medio del calor, como si quisiera atemorizar al polvo o al deslumbrante cielo soleado ‒. ¡Pam! ¡Negros por todo el espacio! ¡Despedidos fuera de los cohetes como pececitos golpeados por un meteoro! ¡Dios Santo! El espacio está inundado de meteoros, ¿no lo sabíais? ¡Claro que sí! Y los gruesos perdigones entran en los cohetes de lata, y los cohetes caen como patos o estallan en pedazos como pipas de yeso, o latas de sardinas en aceite y bacalao negro! ¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! ¡Golpeándose como ristras de pimientos verdes! Diez mil muertos por aquí. Diez mil muertos por allá. Flotan en el espacio, alrededor y alrededor de la Tierra, siempre y para siempre, helados y muy lejos ¡Señor! ¿Me oís vosotros ahí?
Silencio. El río era ancho y espeso. Había entrado en todas las chozas de la plantación durante una hora, y se había llevado todos los objetos de valor, y arrastraba ahora los relojes, las tablas de lavar, las piezas de seda y las varillas de las cortinas hacia algún mar oscuro y lejano.
La marea descendió. Eran las dos de la tarde. Vino la marea baja. El río se secó, el pueblo calló, y una capa de polvo cubrió las tiendas, los hombres sentados y los árboles altos y calientes.
Silencio.
Los hombres sentados en el porche escucharon atentamente. No oyeron nada y extendieron la imaginación y los pensamientos hacia los prados cercanos donde en las primeras horas del día habían resonado los ecos familiares. Aquí y allá, con la obstinada persistencia de la costumbre, había habido voces que cantaban, risas dulces bajo las ramas de las mimosas, risas cristalinas a orillas del arroyo, figuras que se movían e inclinaban en los campos, y bajo la sombra fresca y verde de la parra, bromas y gritos de alegría.
Y ahora, como si un huracán se hubiera llevado los ruidos de la Tierra, no había nada. Puertas esqueléticas colgaban de los goznes de cuero, y los neumáticos de los columpios pendían en la tarde apacible. No había nadie en las orillas rocosas del río, donde antes se reunían las lavanderas, y en los huertos abandonados el sol calentaba los licores ocultos de las sandías. Las arañas comenzaron a tejer nuevas telas en las chozas abandonadas, y el polvo entró en motas doradas por los techos agujereados. Aquí y allá, una débil hoguera, olvidada en las últimas prisas, crecía de pronto, alimentándose con los huesos secos de una desordenada cabaña. El ligero crepitar de las llamas se elevaba en el aire tranquilo.
Los hombres seguían sentados en el porche de la ferretería, sin parpadear, con las gargantas resecas.
‒No comprendo por qué se van ahora. Las cosas mejoran, es indudable. Todos los días tienen nuevos derechos. En fin, ¿qué quieren? Han quitado el impuesto electoral y hay cada vez más estados que aprueban leyes contra el linchamiento y la discriminación. ¿Qué más quieren? Ganan casi tanto dinero como los blancos, y sin embargo se van.
En el extremo de la calle desierta, apareció una bicicleta.
‒¡Teece, mira, ahí viene Silly!
La bicicleta se detuvo frente al porche. La montaba un negrito de diecisiete años, todo brazos y pies y piernas largas, y cabeza redonda de sandía. Miró a Samuel Teece y sonrió.
‒Ah, has vuelto. No tenías la conciencia tranquila ‒dijo Teece.
‒No, señor. Sólo vengo a traerle la bicicleta.
‒¿Qué pasó? ¿No cabía en el cohete?
‒No es eso, señor.
‒¡No me digas lo que es! ¡Fuera de aquí! ¡No permitiré que me robes! ‒Dio un empellón al muchacho. La bicicleta cayó ‒. Métete dentro y empieza a limpiar los bronces.
‒¿Cómo dice? ‒preguntó Silly abriendo los ojos.
‒Ya me oíste. Hay que desembalar unos fusiles y acaba de llegar un cajón de clavos de Natchez...
‒Señor Teece...
‒Y hay que arreglar una caja de martillos...
‒Señor Teece...
Teece lo miró furiosamente.
‒¡Todavía estás ahí!
‒Señor Teece, si usted me diera permiso para no trabajar hoy... ‒dijo el muchacho como disculpándose.
‒Ni tampoco mañana, ni pasado mañana, ni todos los demás días ‒dijo Teece.
‒Temo que así sea, señor.
‒Haces bien en temerlo. Ven aquí. ‒Hizo que el muchacho atravesase el porche y sacó un papel de un escritorio ‒. ¿Te acuerdas de esto?
‒Señor.
‒Es tu contrato. Tú mismo lo firmaste. Esta cruz es tuya, ¿no es así? Contesta.
‒Yo no firmé eso, señor Teece. Cualquiera puede hacer una cruz.
El muchacho temblaba.
‒Escúchame, Silly: «Contrato. Trabajaré con el señor Samuel Teece durante dos años a partir del quince de julio del año dos mil uno, y si decido irme le avisaré con cuatro semanas de anticipación y seguiré trabajando hasta que otro ocupe mi puesto». Ya lo oyes. ‒Y Teece golpeaba el papel, con los ojos brillantes ‒. ¿Buscas dificultades? Bien, llevaremos el asunto a la justicia.
‒No puedo, señor ‒gimió el muchacho, y unas lágrimas le rodaron por la cara ‒. Si no voy hoy, no iré nunca.
‒Comprendo lo que sientes, Silly. Sí, muchacho, te compadezco. Pero te trataremos bien y te daremos buena comida, muchacho. Ahora, entras, te pones a trabajar, y olvidas todas esas tonterías, ¿eh, Silly? Claro que sí.
Teece sonrió con una mueca y palmeó el hombro del negrito.
Silly se volvió y miró a los hombres que estaban sentados en el porche. Apenas podía ver ahora, cegado por las lágrimas.
‒Quizá... Quizás alguno de esos señores...
Los hombres alzaron lentamente la cabeza en las sombras calurosas, inquietas, y miraron primero al muchacho y después a Teece.
‒¿Acaso estás pensando que un hombre blanco va a ocupar tu puesto, muchacho? ‒preguntó Teece fríamente.
El viejo Quartermain sacó las manos rojas de encima de las rodillas, contempló pensativo el horizonte y dijo:
‒Teece, ¿sirvo yo?
‒¿Qué?
‒Tomo el puesto de Silly.
Todos callaron. Teece se balanceó en el aire.
‒Abuelo ‒dijo en tono de advertencia.
‒Deja que el muchacho se vaya. Yo limpiaré los bronces.
‒¿Lo haría usted, lo haría usted, de veras?
Silly corrió hacia el viejo, riéndose, con lágrimas en las mejillas, incrédulo.
‒Claro que sí.
‒Abuelo ‒dijo Teece ‒, no te metas.
‒Teece, déjalo ir.
Teece se adelantó y tomó al muchacho por el brazo.
‒Es mío. Lo encerraré en el cuarto del fondo hasta la noche.
‒¡No, señor Teece! El muchacho se echó a llorar, con los ojos apretados, y el llanto llenó al aire del porche. En el extremo de la calle apareció un Ford destartalado con una última carga de gente de color.
‒Ahí viene mi familia, señor Teece. ¡Por favor! ¡Por favor, señor Teece!
‒Teece ‒dijo un hombre del porche, levantándose ‒, déjalo ir.
‒Opino lo mismo, Teece ‒dijo otro incorporándose también.
‒Y yo ‒dijo un tercero.
‒¿Qué pretendes, Teece? ‒Todos los hombres hablaban ahora ‒. Suéltalo.
‒Déjalo ir.
Teece metió la mano en un bolsillo, buscando el arma. Vio las caras de los otros hombres y sacó la mano vacía.
‒¿Conque esas tenemos?
‒Así es ‒dijo uno.
Teece soltó al muchacho.
‒Muy bien, vete. ‒Señaló la trastienda con un movimiento del brazo ‒. Pero supongo que no me dejarás tus cachivaches estorbando en mi tienda.
‒No, señor.
‒Saca todo lo que tienes en esa choza del fondo. Quémalo.
Silly sacudió la cabeza.
‒Me llevaré mis cosas.
‒No van a permitir que las metas en ese cohete maldito.
‒Me las llevaré ‒insistió el muchacho.
Entró de prisa en la ferretería. Se oyeron los ruidos de una escoba y de unos trastos que cambiaban de sitio, y un momento después Silly reapareció con las manos cargadas de trompos y canicas, de viejas cometas polvorientas y otros tesoros reunidos durante años. El viejo Ford llegó justo entonces frente al porche y Silly subió y cerró de un golpe la portezuela. Teece estaba de pie en el porche con una sonrisa amarga.
‒¿Qué vas a hacer allá arriba?
‒Empezaré de nuevo ‒contestó Silly ‒. Tendré mi propia ferretería.
‒¡Maldito seas! ¡Aprendiste a hacer el trabajo sólo para escapar y aprovecharte!
‒No, señor. Nunca pensé que esto ocurriría algún día. Pero ha ocurrido. Ahora no puedo olvidar lo que aprendí, señor Teece.
‒Supongo que habréis bautizado los cohetes...
Los negros miraron el reloj del coche.
‒Sí, señor.
‒Como Elías y el Carro, El Gran Vehículo y El Pequeño Vehículo. Fe, Esperanza y Caridad, y otros nombres parecidos.
‒Bautizamos las naves, señor Teece.
‒Dios, Hijo y Espíritu Santo, supongo. Dime, muchacho, ¿no hay ninguno llamado Primera Iglesia Baptista?
‒Tenemos que marcharnos, señor Teece.
Teece se echó a reír.
‒Tendrán uno llamado Swing low y otro llamado Sweet Chariot. El coche arrancó.
‒¡Adiós, señor Teece!
‒Alguno se llamará Roll Dem Bones.
‒Adiós, señor.
‒Y otro Over Jordan ¡Ja! Bueno, cárgate ese cohete a la espalda, muchacho, vuela con él, revienta con él, ¡ya ves cuánto me importa!
El coche se alejó balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió, acercó las manos a la boca, y gritó por última vez:
‒¡Señor Teece! ¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a hacer por las noches, señor Teece?
Silencio. El automóvil se alejó por el camino y desapareció.
‒¿Qué diablos quiso decir? ‒murmuró Teece pensativo ‒. ¿Qué voy a hacer por las noches?
Miró cómo el polvo volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió. Recordó las noches en que unos hombres de mirada torva, sentados en los dos asientos de un automóvil, con las rodillas muy salientes, y entre ellas los fusiles más salientes aún, llegaban a su casa como un cargamento de sifones bajo los árboles nocturnos del estío. Tocaban la bocina y él salía dando un portazo, con un arma en la mano, riéndose por dentro y el corazón latiéndole de prisa, como el corazón de un niño de diez años. Se alejaban por la sombría y cálida carretera. El lazo de cuerda de cáñamo estaba enrollado en el piso del coche, y las cajas de balas abultaban en todos los bolsillos. ¡Cuántas noches a lo largo de los años, cuántas noches en las que el viento embestía el coche, les echaba el pelo sobre los ojos torvos y rugía mientras buscaban un árbol grande y robusto y llamaban a la puerta de una cabaña!
‒¡Conque eso quería decir el hijo de perra! ‒Teece dio un salto hacia la luz del sol‒, ¡Vuelve, bastardo! ¿Qué voy a hacer por las noches? Insolente, asqueroso hijo de...
Era una buena pregunta. Se sintió débil, enfermo. Sí, ¿qué iba a hacer por las noches? Ahora que se habían marchado, ¿qué iba a hacer? Sacó el arma del bolsillo y verificó la carga.
‒¿Qué estás tramando, Sam? ‒preguntó uno.
‒Matar a ese hijo de perra.
‒No te acalores ‒le dijo el viejo Quartermain.
Pero Samuel Teece estaba ya en la trastienda de la ferretería. Un momento después apareció en la calle en un coche abierto.
‒¿Quién viene conmigo?
‒Me gustaría dar un paseo ‒contestó el viejo poniéndose de pie. ‒¿Alguno más?
Nadie contestó.
El viejo subió al coche, cerró de golpe la portezuela y se alejaron envueltos en un torbellino de polvo. No se hablaron mientras se precipitaban por el camino, bajo el cielo brillante. En los campos secos reverberaba el calor.
‒¿Qué camino tomaron? ‒preguntó Teece. deteniendo el coche en una encrucijada.
El viejo entornó los ojos.
‒Derecho, adelante, me parece.
Continuaron. Bajo los árboles del estío el coche era un sonido solitario. La carretera estaba desierta, y mientras se adelantaban advirtieron algo nuevo. Teece aminoró la marcha y miró por la ventanilla, los ojos amarillos de furia.
‒Maldita sea, abuelo, ¿viste lo que han hecho?
‒¿Qué? ‒dijo el viejo mirando el camino.
En bultos cuidadosamente alineados, a lo largo de la carretera, a poca distancia unos de otros, había unos viejos patines de ruedas, unas chucherías envueltas en trapos, unos zapatos rotos, una rueda de carro, pilas de pantalones, chaquetas y sombreros pasados de moda, unos adornos de cristal que en otro tiempo tintinearon en el viento, unas latas de geranios, bandejas de frutas de cera, cajas de zapatos con dinero del Sur, tablas de lavar, cuerdas, pastillas de jabón, el triciclo de alguien, las tijeras de podar de algún otro, un camión de juguete, una caja de sorpresas, un vidrio deslustrado de la iglesia baptista, viejas ruedas de automóviles, colchones, almohadones, mecedoras, tarros de cold cream, espejos de mano. No los habían tirado, no; los habían depositado con cuidado y orden en el borde polvoriento de la carretera, como si todos los habitantes de una ciudad hubiesen caminado hasta allí con las manos llenas de cosas, y a la señal de una enorme trompeta de bronce, lo hubieran dejado todo en el polvo, antes de elevarse directamente hacia el azul del cielo.
‒No querían quemar nada ‒dijo Teece, furioso ‒. No, no quisieron quemar sus cosas como yo dije. Tenían que traerlas y dejarlas en la carretera, para poder verlas juntas por última vez. Esos negros se creen muy listos.
Teece avanzó kilómetro tras kilómetro evitando los bultos, aplastando paquetes de papel de periódico, rompiendo cajas, espejos, sillas.
‒Aquí, maldición, ¡y aquí!
Un neumático delantero murió con un silbido. El automóvil se desvió de la carretera y cayó en una zanja, arrojando a Teece contra el parabrisas.
‒¡Hijos de perra!
Teece se sacudió el polvo y salió del automóvil, casi llorando de rabia. Miró la carretera silenciosa y desierta.
‒No los alcanzaremos nunca, nunca.

Los paquetes se amontonaban hasta el horizonte, cuidadosamente agrupados, como reliquias abandonadas al cálido viento de las últimas horas de la tarde. Teece y el viejo llegaron a la ferretería una hora después, arrastrando las piernas. Los hombres estaban aún allí, escuchando y examinando el cielo. En el mismo instante en que Teece se sentaba y se sacaba los zapatos, alguien gritó.
‒¡Miren!
‒Antes me muero ‒dijo Teece.
En los algodonales, el viento sopló ociosamente entre los copos blancos. En campos más lejanos, maduraban las sandías, intactas, rayadas e inmóviles como gatos tendidos al sol. Pero los demás miraron. Y vieron que unos husos dorados se elevaban a lo lejos, en el cielo, con una estela de llamas, y desaparecían.
Los hombres del porche se sentaron, se miraron unos a otros, miraron los rollos de cuerda amarilla ordenados en los estantes, observaron las cajas de balas relucientes y vieron en las sombras las pistolas plateadas y los largos caños negros de los fusiles. Uno de ellos se llevó una brizna de paja a la boca. Otro dibujó una figura en el polvo.
Y Samuel Teece levantó con aire triunfal un zapato vacío, lo dio vuelta, lo miró bien, y dijo:
‒¿Lo notaron ustedes? ¡Hasta el último momento, por Dios, me llamó «señor»!

Crónicas marcianas. Ray Bradbury, 1950.