Desde el fondo de sus laboratorios, los sabios anunciaron el acontecimiento; pero Ingrahm era una ciudad poco industriosa y de escaso comercio, que se solazaba en medio de la soledad de las tierras, y los sabios no tuvieron jamás allí voz ni voto.
Esto como introducción.
Así, pues, la ciudad se encontraba lejos, metida en las tierras, al norte de un río tan flojo que, con el tiempo, tuvieron que canalizarlo.
Sin embargo, David Stone creía que era una ciudad marítima y que tenía un puerto, porque una especie de embarcadero alquitranado se extendía desde la puerta de su oficina hasta la extensión poco profunda de las aguas.
-¿Es una nube lo que sube por detrás del telón de los álamos italianos? -preguntó Snuffy, el viejo dependiente.
-Es un barco -protestó David -. Un velero. Ha arriado un poco las velas y lo remolcan. Viene directamente del mar.
-¡Oh, un barco!- se burló Snuffy-. ¿por el río Hulmar un barco llega del mar? ¡Ji, ji, ji!…
-¿Y por qué no?- gruñó, furioso, Stone-. Hasta aquí llegan las gaviotas.
-Eso es cierto- asintió Snuffi-. Contra eso no puedo decir nada. Es verdad.
-Veo sus altas vergas.
-Son ramas de árbol.
David Stone, que se hallaba al frente de un inseguro comercio de la localidad, vivía con la magnífica idea de que un día llegaría un navío, procedente directamente del mar, a atracar a lo largo de su bamboleante embarcadero.
Se se le llamaba cordón de agua y birria de río, ladraba:
-Tiene agua suficiente. Puede venir un barco.
-Si- afirmaba Snuffy. Entonces, ¿por qué no en la artesa de la colada de la tía Appleby?
No obstante, aquella tarde él observaba, con un poco de inquietud, el lento avance de la sombra por detrás de los álamos.
-Es una nube- exclamó al fin con malvada alegría.
-En efecto- asintió David Stone, desesperanzado-. Pero mañana tal vez sea un navío el que…
-¡Mañana!- se mofó el dependiente.
No dudaba que aquella única palabra estaba llena de temorosas aprensiones.
-¡Qué gruesa y oscura!- dijo, aún, David, mirando lo que parecía una nube.
Y la conversación cesó.
Snuffy se puso a sumar.
-Los negocios van bastante mal- sopló.
En cuanto no estaba en juego ningún navío, David Stone se volvía hombre tímido y triste.
-¿Cree usted, Snuffy?
-¡No hay nada que sumar! Me pregunto cómo va usted a pagar al carnicero esta semana.
-¡Oh! ¿De verdad que no podremos pagarle?
-No, no podremos. ¡Y nos moriremos de hambre!
-A menos que…- comenzó a decir David.
-...un navío llegue con todo el oro de África y atraque a su embarcadero, ¿verdad?
-Soy muy desgraciado- confesó David Stonte-. Dígame, Snuffy, ¿quién es esa mujer que cruza la calle Hengfield?
-Es una artista, señor- respondió el dependiente, serio-. Canta esta noche en el teatro, y con esta ocasión el precio de las localidades se ha triplicado. Hengfield, el rico, le ofrecerá regalos seguramente.
-¿Una artista? Me gustaría mucho oírla.
-Bueno, venda su embarcadero como leña para la lumbre, monsieur Stone, y pague una localidad de paraíso. Pero ese embarcadero no podrá quemarse nunca, porque está podrido.
David Stone gimió.
-Mire qué hermosa es, Snuffy. Hace un momento dirigió sus ojos hacia nuestro escaparate. ¡Qué luz!
-¡Habráse visto!- exclamó Snuffy-. Y no tenemos ni para pagar al carnicero esta semana.
-Me gustaría oírla- repitió David, suavemente obstinado.
-Vaya a pedir limosna al ciego de la iglesia de San Juan; porque yo, aunque pusiera la caja boca abajo, no podría darle ni un penique.
-Me gustaría morirme…- comenzó a decir David en voz baja.
-¿Sin haber oído a la cantante ni haber visto flotar un barco de carga de tres mil toneladas en esta ensenada?- acabó Snuffy.
¡Dios mío, Dios mío! ¡Y sin poder meter la mano en una caja llena de chelines ni firmar un cheque por diez libras!
Un trueno conmovió la atmósfera.
-La nube habla- dijo Snuffy.
El aire si hizo de pronto tan pesado que tuvieron que levantar la ventana de guillotina; pero la calle sopló fuego al interior de la casa.
Sobre un alto pilote vecino, que terminaba en aguda punta, los fuegos de San Telmo dejaron ver su mirada de llama verde.
La noche se hizo casi repentinamente, como en un eclipse.
Snuffy encendió el gas. El pálido fulgor hizo parecer la oficina más miserable todavía. David volvió los ojos hacia la calle, que se animaba un poco.
Pasaron coches.
-Van al teatro- murmuró Stone.
-¡Tienen dinero!- casi gritó Snuffy-. ¡Muchos chelines, muchas libras!… ¡Ah, ah! ¿Por qué no quiso usted vender pieles de vaca en lugar de esperar barcos fantasma? David Stone, agente comercial marítimo. ¡Qué título glorioso!
Los álamos se pusieron a dar latigazos a una nube, como si quisieran oponerse a esa máscara de tinieblas y humos.
Luego, empezó a llover, insistentemente y con fuerza; cayeron granizos…
* * *
Apenas si David podía mantenerse en pie contra la pared del teatro. Un viento furioso barría la calle. Las tejas volaban por el aire con ruido salvaje de cohetes.
Pero a través de los clamores de la tempestad, entre los suspiros de los violines, Stone oía las palabras de ensueño:
-Spring…, love...flowers…, love. (Primavera…, amor…, flores…, amor…)
-Love!… ¡Oh, love!- murmuró-. ¡Qué hermosa debe estar Ella ahora!
Un formidable relámpago iluminó la calle con claridad cegadora. Un prolongado ulular surgió repentinamente de la noche y se elevó a un diapasón tan agudo que parecía como si una horda de monstruosos fantasmas se hubiese puesto a pitar a la cantante.
Al mismo tiempo, una alta antorcha roja se iluminó por encima de una hilera de tejados.
“El rayo ha caído en la gasolinera -pensó Stone-. ¡Dios mío! ¿Qué es esto?… ¿Gente que corre?”
Recibió un golpe violento en la espalda; otro, en las piernas; un tercero, en pleno rostro.
Cayó de bruces al suelo.
Sin embargo, se volvió a levantar vivamente, aterrorizado por una bofetada helada.
Y entonces se encontró cara a cara con el rostro terrible del desastre.
Aguas tumultuosas, laminadas de fulgores insólitos, invadían la calle.
Por unos instantes sintióse aturdido por un trueno de desmoronamiento y de clamores.
No solamente la corriente se expandía con rabia insensata, sino que de lo alto del cielo, a través de las cataratas aullantes de un diluvio, las descargas eléctricas golpeaban la ciudad en largas llamas verticales.
A veinte pasos de él, otra corriente surgió, de golpe, por una amplia puerta, que voló bruscamente hecha astillas: la de una muchedumbre horrible, ululante, criminal, que invadía y se desparramaba por la calle, procedente del teatro.
En el espacio de algunos segundos, Stone vio crímenes de locura furiosa: rostros desgarrados, miembros retorcidos, hojas de cuchillos hundiéndose en las espaldas, disparos que rayaban la oscuridad…
-¡La nube!- hipó David.- Pero Ella, ¿dónde está?
El porche del teatro bostezaba ahora, vacío, bajo la luz escasa de algunas lámparas aún encendidas.
Sin saber demasiado cómo, David se encontró en un vestíbulo de donde salían llamadas de agonía: saltó por encima de cadáveres, cuya sangre se diluía ya en el agua viscosa que subía de nivel.
Había llegado a la sala de butacas del teatro.
Estaba terriblemente vacía; solo cascaditas lloraban con leve ruido argentino bajo las puertas. Las luces eléctricas se pusieron a guiñar en un acorde entrecortado.
Y de pronto la vio.
Sola, inmóvil en el escenario, como estatua del terror.
-Se…, señorita…- jadeó-. Valor… Ya…, ya voy…
Un inmenso trozo de yeso se desprendió de la bóveda y la pasó rozando.
Entre dos filas de butacas, el cadáver de Hengfield se reía burlón, con la frente partida de un cachiporrazo.
Stone saltó por encima de las butacas; chapoteó y vadeó un arroyuelo oscuro y rápido.
Las lámparas pasaron al rojo lívido y se apagaron.
...Ella estaba apoyada en su hombro.
Entonces una idea extraña acudió a la mente de David Stone:
-¡El embarcadero!
* * *
Sí.
A pesar de la oscuridad, la corriente desbordada y la tormenta, alcanzó el embarcadero en el preciso momento en que una sacudida infernal lo conmovía sobre sus bases. Y de repente, surgiendo de un remolino fantástico, la porción de vieja armadura de madera que los soportaba, se puso a flotar, salvándolos, solos, únicos, de toda una ciudad que ardía, se desmoronaba, se anegaba…
* * *
Aurora.
La nube parecía barrer la superficie de las aguas inmensas; ligeros vapores rebotaban sobre el oleaje picado. Los restos del embarcadero flotaban como una balsa, siguiendo el inmenso capricho de la corriente.
En el horizonte, Stone veía una masa difusa y fuliginosa flotar bajo el viento: las últimas humaredas del incendio que terminaban in Ingharm.
Ella era una cosita, muy pálida, desvanecida; él la miraba con estupor, como si viviese en la linde de un sueño interminable.
Pasó horas acariciando su rostro inmóvil. Luego, ella se estremeció y se echó a llorar.
-Vive, está salvada -murmuró David, con alegría llena de éxtasis.
Llegó la noche. La mantenía apretada contra él. La mujer parecía vivir en una inconsciencia profunda, conservando los ojos cerrados. No habían intercambiado ni una palabra. De una larga somnolencia, ella pareció pasar a un profundo sueño.
David se dio cuenta de que las maderas, carcomidas por la podredumbre senil, se hundía bajo sus pies.
Cuando vino el día, el agua le cubría los talones. Tenía a la cantante en sus brazos, rotos en mil pedazos por el frío y el cansancio.
Lentamente, el viejo embarcadero abandonaba a su dueño.
* * *
¡Oh, Jesucristo, Tú que andas sobre las aguas!
Era la plegaria que David lanzaba al cielo, donde las nubes comenzaban a agujerearse de azul y de claridades solares.
¡Oh, Jesucristo, Tú que andas sobre las aguas, sálvala!
La balsa de la suerte hizo un movimiento de rotación alarmante.
Con un inmenso esfuerzo, David Stone había logrado poner a la muchacha sobre sus hombros.
De pronto, el flotador se desprendió.
* * *
¡David tocó tierra con sus pies!
Las aguas le golpearon duramente el pecho, pero no eran muy profundas.
-Ando sobre el agua -exclamó, lleno de júbilo -. ¡Ando!
Y, de golpe, tuvo un deslumbramiento:
¡A cien pasos de allí flotaba un navío!
* * *
¡Un navío, un velero, procedente del mar!
Atrapado por la terrible tormenta a treinta millas de Inghram, en el río Hulmar, allí donde los barcos de cierto tonelaje marino han de detenerse faltos de aguas profundas, la crecida de la corriente lo había arrastrado en una carrera fantástica.
Ahora, el navío estaba allí, inmóvil, en medio del pantano, con la quilla profundamente hundida en el cieno, no pudiendo ganar ya las aguas navegables.
Pero David cantaba, transportado por una inmensa alegría.
-¡Un navío procedente del mar! Y Ella… Ella… ¡Oh, Jesucristo, no en vano te he pedido que hicieras el gran milagro!
Andaba sobre el fondo cenagoso que pegaba ventosas a sus pies. Las aguas cubrían ya sus hombros. Tragó una bocanada helada. Sus ojos se llenaron de sombras.
-Soy feliz- balbució-. ¡Oh, tan feliz!…
El velero estaba allí, a nueve metros, y le veían desde a bordo.
De pronto el suelo desapareció a su vez bajo los pies del salvador, y las aguas, fúnebres, cubrieron a los dos.
Brazos vigorosos agarraron a la cantante.
David Stone no reapareció.
* * *
-¿Dónde está el hombre que la llevaba en brazos?- gritaron los marineros del velero.
-¿Un hombre?- murmuró la joven-. ¿Un hombre?
-Se ha perdido- dijeron, desolados, los marineros.
-¿Un hombre?- repitió la joven con voz apagada-. No sé. ¿Había, por tanto, un hombre que me transportaba? Ni siquiera he visto su rostro.
Jean Ray, Las 25 mejores historias negras y fantásticas.
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