‒¿Te enteraste?
‒¿De qué?
‒¡Los negros, los
negros!
‒¿Qué les pasa?
‒Se marchan, se
van, ¿no lo sabes?
‒¿Qué quieres
decir? ¿Cómo pueden irse?
‒Pueden irse. Se
irán. Se van ya.
‒¿Una pareja?
‒Todos los que hay
en el Sur.
‒No.
‒Sí.
‒Imposible. No lo
creo. ¿Adónde? ¿A África?
Silencio.
‒A Marte.
‒¿Quieres decir
al planeta Marte?
‒Exactamente.
Las figuras de los
hombres se alzaban en la sombra cálida del porche de la ferretería.
Uno de ellos dejó de encender una pipa. Otro escupió en el polvo
ardiente y luminoso.
‒No pueden irse.
No pueden hacerlo.
‒Pues sin embargo
se van.
‒¿Cómo lo sabes?
‒Lo dicen en todas
partes. Hace un minuto lo dijo la radio.
Como una hilera de
estatuas polvorientas, los hombres se animaron. Samuel Teece, el
propietario de la ferretería, rió nerviosamente.
‒Me pregunto qué
le habrá pasado a Silly. Lo mandé con mi bicicleta hace ya una
hora. Todavía no ha vuelto de casa de la señora Bordman. ¿Creen
ustedes que ese negro tonto se habrá ido a Marte pedaleando?
Los otros gruñeron.
‒Mejor será que
me devuelva la bicicleta. No digo más, sí, señor. Por Dios, no
permitiré que nadie me robe.
‒¡Oigan!
Irritados, los
hombres se volvieron, tropezando unos con otros. Las aguas negras y
cálidas descendían desde lo alto de la calle e inundaban el pueblo,
como si se hubiera roto un dique. La marea negra corría entre las
resplandecientes riberas blancas de las casas, entre los silencios de
los árboles. Avanzaba espesamente, como una melaza de verano, sobre
la canela polvorienta del camino; avanzaba lentamente, lentamente, y
era hombres y mujeres y caballos y perros alborotados, y niños y
niñas. Y de las bocas de la gente que formaba aquella marea, salía
un sonido de río. Un río de verano que iba a alguna parte, sonoro e
irrevocable. Y en ese caudal sombrío, lento y continuo, que
atravesaba el blanco resplandor del verano, se veían unas vivas
pinceladas de un blanco alerta: los ojos, los ojos de marfil que
miraban adelante y a los lados, mientras el río, el largo e
interminable río, entraba en un cauce nuevo. Con innumerables
afluentes, con arroyos de animado color, se había formado una
corriente madre que no dejaba de crecer. Y flotando entre las olas
iban las cosas que se llevaba al río: relojes de pared con ruidosos
carillones, relojes de cocina de sonoro tictac, gallinas enjauladas
que protestaban cacareando, y bebés que lloriqueaban, y nadando
entre los espesos remolinos iban mulas y gatos, colchones con los
muelles al aire y las crines revueltas y enloquecidas, y cajas y
canastos, y retratos de oscuros abuelos en marcos de roble... El río
pasaba, y los hombres estaban ahí en el porche, como nerviosos
perros de presa ‒era demasiado tarde para reparar el dique ‒, con
las manos vacías.
Samuel Teece no
quería creerlo.
‒¿Cómo diablos
van a viajar? ¿Cómo van a llegar a Marte? ‒En cohetes ‒dijo el
viejo Quartermain.
‒¡Malditos
aparatos! Pero ¿de dónde los habrán sacado?
‒Ahorraron dinero
y los construyeron.
‒No sabía nada.
‒Parece que estos
negros guardaron el secreto, y los armaron ellos mismos... Quizás en
África.
‒¿Y pueden
hacerlo? ‒preguntó Samuel Teece, paseándose por el porche ‒.
¿No hay una ley?
‒No es lo mismo
que si declarasen la guerra ‒dijo el viejo en voz baja.
‒¿De dónde van a
partir esos malditos conspiradores? ‒exclamó.
‒Los negros del
pueblo están citados en el lago Loon. Los cohetes estarán allí a
la una; los recogerán y los llevarán a Marte.
‒¡Telefoneen al
gobernador, llamen a la milicia! ‒gritó Teece ‒¡No pueden irse
sin avisarnos!
‒Ahí viene su
mujer, Teece.
Los hombres se
volvieron otra vez.
Calle abajo, en la
luz ardiente y sin viento, apareció primero una mujer blanca y luego
otra, y todas traían unas caras de asombro, y todas susurraban como
papeles viejos. Algunas lloraban, otras estaban serias. Todas venían
en busca de sus maridos. Empujaban las puertas de vaivén y
desaparecían en las tabernas. Entraban en los almacenes frescos y
silenciosos. Se metían en las droguerías y en los garajes. Y una de
ellas, la señora Clara Teece, se detuvo al pie del porche de la
ferretería, en el polvo de la calle, y miró parpadeando a su tieso
y enfurecido marido mientras el caudaloso río negro fluía detrás.
‒Es Lucinda, Sam.
¡Tienes que venir a casa!
‒¡No me moveré
por una condenada negra!
‒Se va. ¿Qué
haré sin ella?
‒Te las
arreglarás. Yo no voy a pedirle de rodillas que se quede.
‒Pero es casi de
la familia ‒gimoteó la señora Teece.
‒¡No grites!
Lloriqueando así en público por culpa de una maldita...
La mujer sollozó
débilmente y Teece se calló.
‒Me cansé de
decirle: «Lucinda, quédate y te subiré el sueldo ‒comenzó a
recitar la señora Teece secándose los ojos‒. Tendrás dos noches
libres por semana, si quieres». Pero estaba realmente decidida.
Nunca la vi así. Y entonces le dije: «¿No me quieres, Lucinda?».
Y ella me dijo que sí, pero que tenía que irse pues así eran las
cosas. Limpió la casa, preparó el almuerzo, lo sirvió, y luego
apareció en la puerta de la sala, y allí estaba con dos paquetes en
el suelo, junto a ella, uno a cada lado, y me dio la mano y me
dijo:«Adiós, señora Teece». Y se fue. Allá quedó el almuerzo
sobre la mesa, y todos tan aturdidos que ni siquiera lo probamos.
Todavía estará allí. La última vez que lo miré, ya estaba casi
frío.
Teece tuvo ganas de
pegarle.
‒Maldición,
señora Teece, váyase a casa. ¡Qué espectáculo está dando!
‒Pero, Sam...
Teece entró a
grandes trancos en la cálida oscuridad de la tienda. Un instante
después reapareció con un revólver plateado en la mano.
La señora Teece se
había ido.
El río fluía
oscuramente entre los edificios, susurrando, crujiendo, con un
constante y apagado ruido de pasos, con un movimiento decidido y
tranquilo, sin risas, sin gestos, como una corriente interminable,
firme y decidida. Teece se sentó en el borde de la silla de madera.
‒Si alguno de
ellos se atreve a reírse, ¡por Cristo que lo mato!
Los hombres
esperaron. El río pasaba lentamente en el somnoliento mediodía.
‒Parece que
tendrás que cosechar tus propios nabos, Sam Teece ‒rió el viejo
Quartermain entre dientes.
‒También puedo
acertarle a algún blanco ‒replicó Teece sin mirar al viejo.
El viejo volvió la
cabeza y cerró la boca.
‒¡Un momento!
‒Samuel Teece saltó del porche, alargó un brazo y agarró las
riendas de un caballo montado por un negro ‒: ¡Tú, Belter,
bájate!
‒Sí, señor.
Belter desmontó.
Teece lo miró de
arriba abajo.
‒¿Qué crees que
estás haciendo?
‒Mire, señor
Teece...
‒Supongo que
piensas irte... ¿Cómo dice esa canción? «Camino arriba, a través
del aire», ¿no es así?
‒Sí, señor.
El negro esperó.
‒¿Recuerdas que
me debes cincuenta dólares, Belter?
‒Sí, señor.
‒¿Y quieres
escaparte? ¡Te mataré a latigazos!
‒Con toda esa
agitación, se me había olvidado, señor.
‒Se le había
olvidado... ‒Teece echó un guiño malicioso a los hombres que
estaban en el porche ‒. Maldito seas, muchacho, ¿sabes lo que vas
a hacer?
‒No, señor.
‒Pues vas a
trabajar hasta pagarme esos cincuenta dólares, o no me llamo Samuel
W Teece.
Y se volvió con una
confiada sonrisa hacia los hombres sentados a la sombra. Belter miró
el río que corría por la calle, el río oscuro que pasaba y pasaba
entre las tiendas, el río oscuro que se deslizaba sobre ruedas,
caballos y zapatos polvorientos, el río oscuro del que había sido
arrebatado. Se estremeció.
‒Déjeme ir, señor
Teece. Le mandaré el dinero desde allá arriba, ¡se lo prometo!
‒Escucha, Belter
‒dijo Teece tomando al negro por los tirantes, como si fueran dos
cuerdas de arpa, jugando con ellos de vez en cuando, mirando el
cielo con aire de desprecio y burla, y alzando un dedo huesudo, que
apuntaba directamente a Dios‒. Belter, ¿sabes lo que te espera
allá arriba?
‒Sólo sé lo que
me han dicho.
‒¡Sólo lo que le
han dicho! ¡Cristo! ¿Han oído? ¡Sólo lo que le han dicho!
‒Hamacó al negro, sosteniéndolo por los tirantes, ociosamente,
distraídamente, sacudiendo un dedo bajo la cara negra‒. Subirás y
subirás como un petardo en la noche del cuatro de julio, y luego,
¡pum! Y allá estarás tú, unas pocas cenizas desparramadas en el
espacio. Esos chiflados hombres de ciencia, no saben nada, ¡los
matarán a todos!
‒No me importa.
‒Me alegro. Porque
¿sabes qué hay allá, en ese planeta Marte? ¡Monstruos de ojos
saltones y ensangrentados como hongos! ¡No los viste en esas
revistas de cuentos del futuro que compras en la droguería por una
moneda? Eh, ¿no los viste? Bueno, ¡esos monstruos se te echarán
encima y te devorarán hasta los tuétanos!
‒No me importa, no
me importa nada.
Belter miraba a los
que desfilaban por la calle alejándose. El sudor le brillaba sobre
la frente oscura. Parecía a punto de desmayarse.
‒Y además allá
arriba hace frío. No hay aire. Caerás, retorciéndote como un
pescado, boqueando, y te ahogarás y te ahogarás hasta morir. ¿Te
gusta eso?
‒Hay muchas cosas
que no me gustan, señor. Por favor, señor, déjeme ir. Se me hace
tarde.
‒Te dejaré ir
cuando esté dispuesto a dejarte ir. Seguiremos charlando amablemente
y ya te diré cuándo puedes irte. Ya lo sabes. Quieres viajar, ¿no
es cierto? Muy bien, señor camino a través del aire, ¡largo para
casa!, ¡y a trabajar hasta que me pagues los cincuenta dólares! ¡Te
llevará dos meses!
‒Pero si me quedo
a trabajar perderé el cohete, señor.
Teece puso una cara
triste.
‒¿No es una
lástima?
‒Le doy mi
caballo, señor.
‒El caballo no es
un pago legal. No, no te vas hasta que tenga mi dinero.
Teece rió entre
dientes satisfecho y feliz. Un grupo de gente negra se había
reunido a escucharlos. Belter, cabizbajo, temblaba de pies a cabeza y
un viejo dio un paso adelante. Teece le echó una breve mirada.
‒¿Qué pasa?
‒¿Cuánto le debe
este hombre, señor?
‒Nada que te
interese.
El viejo miró a
Belter.
‒¿Cuánto, hijo?
‒Cincuenta
dólares.
El viejo abrió las
negras manos y miró a la gente de alrededor.
‒Sois veinticinco.
Que cada uno dé dos dólares. Pronto, no es momento de discutir.
‒¡Eh, un momento!
‒exclamó Teece poniéndose tieso, y erguido, muy erguido.
Aparecieron los
dólares. El viejo los metió dentro de su sombrero y se los dio a
Belter.
‒Hijo ‒comentó
‒, no perderás el cohete.
Belter miró
sonriendo dentro del sombrero.
‒No, señor, me
parece que no.
‒¡Devuélveles
ese dinero! ‒gritó Teece.
Belter se inclinó
respetuosamente, tendiéndole el dinero. Teece no se movió. Belter
depositó el dinero en el polvo, a los pies de Teece.
‒Ahí está su
dinero, señor ‒dijo ‒. Muchísimas gracias.
Sonriendo, montó en
el caballo, lo hizo avanzar y le dio las gracias al viejo, que
cabalgó con él hasta que se alejaron y desaparecieron.
‒Hijo de perra
‒murmuraba Teece mirando ciegamente al sol ‒. Hijo de perra.
‒Recoge el dinero,
Samuel ‒dijo alguien desde el porche.
Escenas similares se
repetían a lo largo del camino. Niños blancos, descalzos, traían
corriendo las noticias.
‒Los que tienen,
ayudan a los que no tienen. ¡Y así todos pueden irse! Vimos a un
rico que le daba a otro diez dólares, cinco dólares, dieciséis
dólares, montones de dólares, ¡en todas partes, todos!
Los blancos sentían
un gusto amargo en la boca; cerraban los ojos hinchados como si el
viento, la arena y el calor les hubiera golpeado las caras.
Samuel Teece estaba
furioso. Subió al porche y contempló el enjambre en marcha.
Sacudió el revólver. De pronto, no pudo más y se puso a gritarle a
cualquiera, a cualquier negro que levantase los ojos hacia él.
‒¡Pum! ¡Otro
cohete estalla en el espacio! ‒gritó para que todos pudieran
oírlo. Las oscuras cabezas seguían impasibles, pero los ojos
blancos miraban a un lado y a otro
‒¡Crac! ¡Caen
todos los cohetes! ¡Gritos! ¡Muertes! ¡Pum! ¡Dios Todopoderoso,
cuánto me alegra estar aquí, pisando tierra firme! Como dice el
viejo chiste, cuanto más firme, menos tierra. ¡Ja, ja!
Los caballos pasaban
levantando el polvo de la calle. Los carros traqueteaban sobre
muelles rotos.
‒¡Pum! ‒La voz
de Teece clamaba solitaria en medio del calor, como si quisiera
atemorizar al polvo o al deslumbrante cielo soleado ‒. ¡Pam!
¡Negros por todo el espacio! ¡Despedidos fuera de los cohetes como
pececitos golpeados por un meteoro! ¡Dios Santo! El espacio está
inundado de meteoros, ¿no lo sabíais? ¡Claro que sí! Y los
gruesos perdigones entran en los cohetes de lata, y los cohetes caen
como patos o estallan en pedazos como pipas de yeso, o latas de
sardinas en aceite y bacalao negro! ¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! ¡Golpeándose
como ristras de pimientos verdes! Diez mil muertos por aquí. Diez
mil muertos por allá. Flotan en el espacio, alrededor y alrededor
de la Tierra, siempre y para siempre, helados y muy lejos ¡Señor!
¿Me oís vosotros ahí?
Silencio. El río
era ancho y espeso. Había entrado en todas las chozas de la
plantación durante una hora, y se había llevado todos los objetos
de valor, y arrastraba ahora los relojes, las tablas de lavar, las
piezas de seda y las varillas de las cortinas hacia algún mar
oscuro y lejano.
La marea descendió.
Eran las dos de la tarde. Vino la marea baja. El río se secó, el
pueblo calló, y una capa de polvo cubrió las tiendas, los hombres
sentados y los árboles altos y calientes.
Silencio.
Los hombres sentados
en el porche escucharon atentamente. No oyeron nada y extendieron la
imaginación y los pensamientos hacia los prados cercanos donde en
las primeras horas del día habían resonado los ecos familiares.
Aquí y allá, con la obstinada persistencia de la costumbre, había
habido voces que cantaban, risas dulces bajo las ramas de las
mimosas, risas cristalinas a orillas del arroyo, figuras que se
movían e inclinaban en los campos, y bajo la sombra fresca y verde
de la parra, bromas y gritos de alegría.
Y ahora, como si un
huracán se hubiera llevado los ruidos de la Tierra, no había nada.
Puertas esqueléticas colgaban de los goznes de cuero, y los
neumáticos de los columpios pendían en la tarde apacible. No había
nadie en las orillas rocosas del río, donde antes se reunían las
lavanderas, y en los huertos abandonados el sol calentaba los licores
ocultos de las sandías. Las arañas comenzaron a tejer nuevas telas
en las chozas abandonadas, y el polvo entró en motas doradas por los
techos agujereados. Aquí y allá, una débil hoguera, olvidada en
las últimas prisas, crecía de pronto, alimentándose con los huesos
secos de una desordenada cabaña. El ligero crepitar de las llamas se
elevaba en el aire tranquilo.
Los hombres seguían
sentados en el porche de la ferretería, sin parpadear, con las
gargantas resecas.
‒No comprendo por
qué se van ahora. Las cosas mejoran, es indudable. Todos los días
tienen nuevos derechos. En fin, ¿qué quieren? Han quitado el
impuesto electoral y hay cada vez más estados que aprueban leyes
contra el linchamiento y la discriminación. ¿Qué más quieren?
Ganan casi tanto dinero como los blancos, y sin embargo se van.
En el extremo de la
calle desierta, apareció una bicicleta.
‒¡Teece, mira,
ahí viene Silly!
La bicicleta se
detuvo frente al porche. La montaba un negrito de diecisiete años,
todo brazos y pies y piernas largas, y cabeza redonda de sandía.
Miró a Samuel Teece y sonrió.
‒Ah, has vuelto.
No tenías la conciencia tranquila ‒dijo Teece.
‒No, señor. Sólo
vengo a traerle la bicicleta.
‒¿Qué pasó? ¿No
cabía en el cohete?
‒No es eso, señor.
‒¡No me digas lo
que es! ¡Fuera de aquí! ¡No permitiré que me robes! ‒Dio un
empellón al muchacho. La bicicleta cayó ‒. Métete dentro y
empieza a limpiar los bronces.
‒¿Cómo dice?
‒preguntó Silly abriendo los ojos.
‒Ya me oíste. Hay
que desembalar unos fusiles y acaba de llegar un cajón de clavos de
Natchez...
‒Señor Teece...
‒Y hay que
arreglar una caja de martillos...
‒Señor Teece...
Teece lo miró
furiosamente.
‒¡Todavía estás
ahí!
‒Señor Teece, si
usted me diera permiso para no trabajar hoy... ‒dijo el muchacho
como disculpándose.
‒Ni tampoco
mañana, ni pasado mañana, ni todos los demás días ‒dijo Teece.
‒Temo que así
sea, señor.
‒Haces bien en
temerlo. Ven aquí. ‒Hizo que el muchacho atravesase el porche y
sacó un papel de un escritorio ‒. ¿Te acuerdas de esto?
‒Señor.
‒Es tu contrato.
Tú mismo lo firmaste. Esta cruz es tuya, ¿no es así? Contesta.
‒Yo no firmé eso,
señor Teece. Cualquiera puede hacer una cruz.
El muchacho
temblaba.
‒Escúchame,
Silly: «Contrato. Trabajaré con el señor Samuel Teece durante dos
años a partir del quince de julio del año dos mil uno, y si decido
irme le avisaré con cuatro semanas de anticipación y seguiré
trabajando hasta que otro ocupe mi puesto». Ya lo oyes. ‒Y Teece
golpeaba el papel, con los ojos brillantes ‒. ¿Buscas
dificultades? Bien, llevaremos el asunto a la justicia.
‒No puedo, señor
‒gimió el muchacho, y unas lágrimas le rodaron por la cara ‒.
Si no voy hoy, no iré nunca.
‒Comprendo lo que
sientes, Silly. Sí, muchacho, te compadezco. Pero te trataremos bien
y te daremos buena comida, muchacho. Ahora, entras, te pones a
trabajar, y olvidas todas esas tonterías, ¿eh, Silly? Claro que sí.
Teece sonrió con
una mueca y palmeó el hombro del negrito.
Silly se volvió y
miró a los hombres que estaban sentados en el porche. Apenas podía
ver ahora, cegado por las lágrimas.
‒Quizá... Quizás
alguno de esos señores...
Los hombres alzaron
lentamente la cabeza en las sombras calurosas, inquietas, y miraron
primero al muchacho y después a Teece.
‒¿Acaso estás
pensando que un hombre blanco va a ocupar tu puesto, muchacho?
‒preguntó Teece fríamente.
El viejo Quartermain
sacó las manos rojas de encima de las rodillas, contempló pensativo
el horizonte y dijo:
‒Teece, ¿sirvo
yo?
‒¿Qué?
‒Tomo el puesto de
Silly.
Todos callaron.
Teece se balanceó en el aire.
‒Abuelo ‒dijo en
tono de advertencia.
‒Deja que el
muchacho se vaya. Yo limpiaré los bronces.
‒¿Lo haría
usted, lo haría usted, de veras?
Silly corrió hacia
el viejo, riéndose, con lágrimas en las mejillas, incrédulo.
‒Claro que sí.
‒Abuelo ‒dijo
Teece ‒, no te metas.
‒Teece, déjalo
ir.
Teece se adelantó y
tomó al muchacho por el brazo.
‒Es mío. Lo
encerraré en el cuarto del fondo hasta la noche.
‒¡No, señor
Teece! El muchacho se echó a llorar, con los ojos apretados, y el
llanto llenó al aire del porche. En el extremo de la calle apareció
un Ford destartalado con una última carga de gente de color.
‒Ahí viene mi
familia, señor Teece. ¡Por favor! ¡Por favor, señor Teece!
‒Teece ‒dijo un
hombre del porche, levantándose ‒, déjalo ir.
‒Opino lo mismo,
Teece ‒dijo otro incorporándose también.
‒Y yo ‒dijo un
tercero.
‒¿Qué pretendes,
Teece? ‒Todos los hombres hablaban ahora ‒. Suéltalo.
‒Déjalo ir.
Teece metió la mano
en un bolsillo, buscando el arma. Vio las caras de los otros hombres
y sacó la mano vacía.
‒¿Conque esas
tenemos?
‒Así es ‒dijo
uno.
Teece soltó al
muchacho.
‒Muy bien, vete.
‒Señaló la trastienda con un movimiento del brazo ‒. Pero
supongo que no me dejarás tus cachivaches estorbando en mi tienda.
‒No, señor.
‒Saca todo lo que
tienes en esa choza del fondo. Quémalo.
Silly sacudió la
cabeza.
‒Me llevaré mis
cosas.
‒No van a permitir
que las metas en ese cohete maldito.
‒Me las llevaré
‒insistió el muchacho.
Entró de prisa en
la ferretería. Se oyeron los ruidos de una escoba y de unos trastos
que cambiaban de sitio, y un momento después Silly reapareció con
las manos cargadas de trompos y canicas, de viejas cometas
polvorientas y otros tesoros reunidos durante años. El viejo Ford
llegó justo entonces frente al porche y Silly subió y cerró de un
golpe la portezuela. Teece estaba de pie en el porche con una sonrisa
amarga.
‒¿Qué vas a
hacer allá arriba?
‒Empezaré de
nuevo ‒contestó Silly ‒. Tendré mi propia ferretería.
‒¡Maldito seas!
¡Aprendiste a hacer el trabajo sólo para escapar y aprovecharte!
‒No, señor. Nunca
pensé que esto ocurriría algún día. Pero ha ocurrido. Ahora no
puedo olvidar lo que aprendí, señor Teece.
‒Supongo que
habréis bautizado los cohetes...
Los negros miraron
el reloj del coche.
‒Sí, señor.
‒Como Elías y el
Carro, El Gran Vehículo y El Pequeño Vehículo. Fe, Esperanza y
Caridad, y otros nombres parecidos.
‒Bautizamos las
naves, señor Teece.
‒Dios, Hijo y
Espíritu Santo, supongo. Dime, muchacho, ¿no hay ninguno llamado
Primera Iglesia Baptista?
‒Tenemos que
marcharnos, señor Teece.
Teece se echó a
reír.
‒Tendrán uno
llamado Swing low y otro llamado Sweet Chariot. El coche arrancó.
‒¡Adiós, señor
Teece!
‒Alguno se llamará
Roll Dem Bones.
‒Adiós, señor.
‒Y otro Over
Jordan ¡Ja! Bueno, cárgate ese cohete a la espalda, muchacho, vuela
con él, revienta con él, ¡ya ves cuánto me importa!
El coche se alejó
balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió,
acercó las manos a la boca, y gritó por última vez:
‒¡Señor Teece!
¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a
hacer por las noches, señor Teece?
Silencio. El
automóvil se alejó por el camino y desapareció.
‒¿Qué diablos
quiso decir? ‒murmuró Teece pensativo ‒. ¿Qué voy a hacer por
las noches?
Miró cómo el polvo
volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió. Recordó las
noches en que unos hombres de mirada torva, sentados en los dos
asientos de un automóvil, con las rodillas muy salientes, y entre
ellas los fusiles más salientes aún, llegaban a su casa como un
cargamento de sifones bajo los árboles nocturnos del estío. Tocaban
la bocina y él salía dando un portazo, con un arma en la mano,
riéndose por dentro y el corazón latiéndole de prisa, como el
corazón de un niño de diez años. Se alejaban por la sombría y
cálida carretera. El lazo de cuerda de cáñamo estaba enrollado en
el piso del coche, y las cajas de balas abultaban en todos los
bolsillos. ¡Cuántas noches a lo largo de los años, cuántas noches
en las que el viento embestía el coche, les echaba el pelo sobre los
ojos torvos y rugía mientras buscaban un árbol grande y robusto y
llamaban a la puerta de una cabaña!
‒¡Conque eso
quería decir el hijo de perra! ‒Teece dio un salto hacia la luz
del sol‒, ¡Vuelve, bastardo! ¿Qué voy a hacer por las noches?
Insolente, asqueroso hijo de...
Era una buena
pregunta. Se sintió débil, enfermo. Sí, ¿qué iba a hacer por las
noches? Ahora que se habían marchado, ¿qué iba a hacer? Sacó el
arma del bolsillo y verificó la carga.
‒¿Qué estás
tramando, Sam? ‒preguntó uno.
‒Matar a ese hijo
de perra.
‒No te acalores
‒le dijo el viejo Quartermain.
Pero Samuel Teece
estaba ya en la trastienda de la ferretería. Un momento después
apareció en la calle en un coche abierto.
‒¿Quién viene
conmigo?
‒Me gustaría dar
un paseo ‒contestó el viejo poniéndose de pie. ‒¿Alguno más?
Nadie contestó.
El viejo subió al
coche, cerró de golpe la portezuela y se alejaron envueltos en un
torbellino de polvo. No se hablaron mientras se precipitaban por el
camino, bajo el cielo brillante. En los campos secos reverberaba el
calor.
‒¿Qué camino
tomaron? ‒preguntó Teece. deteniendo el coche en una encrucijada.
El viejo entornó
los ojos.
‒Derecho,
adelante, me parece.
Continuaron. Bajo
los árboles del estío el coche era un sonido solitario. La
carretera estaba desierta, y mientras se adelantaban advirtieron algo
nuevo. Teece aminoró la marcha y miró por la ventanilla, los ojos
amarillos de furia.
‒Maldita sea,
abuelo, ¿viste lo que han hecho?
‒¿Qué? ‒dijo
el viejo mirando el camino.
En bultos
cuidadosamente alineados, a lo largo de la carretera, a poca
distancia unos de otros, había unos viejos patines de ruedas, unas
chucherías envueltas en trapos, unos zapatos rotos, una rueda de
carro, pilas de pantalones, chaquetas y sombreros pasados de moda,
unos adornos de cristal que en otro tiempo tintinearon en el viento,
unas latas de geranios, bandejas de frutas de cera, cajas de zapatos
con dinero del Sur, tablas de lavar, cuerdas, pastillas de jabón, el
triciclo de alguien, las tijeras de podar de algún otro, un camión
de juguete, una caja de sorpresas, un vidrio deslustrado de la
iglesia baptista, viejas ruedas de automóviles, colchones,
almohadones, mecedoras, tarros de cold cream, espejos de mano. No los
habían tirado, no; los habían depositado con cuidado y orden en el
borde polvoriento de la carretera, como si todos los habitantes de
una ciudad hubiesen caminado hasta allí con las manos llenas de
cosas, y a la señal de una enorme trompeta de bronce, lo hubieran
dejado todo en el polvo, antes de elevarse directamente hacia el azul
del cielo.
‒No querían
quemar nada ‒dijo Teece, furioso ‒. No, no quisieron quemar sus
cosas como yo dije. Tenían que traerlas y dejarlas en la carretera,
para poder verlas juntas por última vez. Esos negros se creen muy
listos.
Teece avanzó
kilómetro tras kilómetro evitando los bultos, aplastando paquetes
de papel de periódico, rompiendo cajas, espejos, sillas.
‒Aquí, maldición,
¡y aquí!
Un neumático
delantero murió con un silbido. El automóvil se desvió de la
carretera y cayó en una zanja, arrojando a Teece contra el
parabrisas.
‒¡Hijos de perra!
Teece se sacudió el
polvo y salió del automóvil, casi llorando de rabia. Miró la
carretera silenciosa y desierta.
‒No los
alcanzaremos nunca, nunca.
Los paquetes se
amontonaban hasta el horizonte, cuidadosamente agrupados, como
reliquias abandonadas al cálido viento de las últimas horas de la
tarde. Teece y el viejo llegaron a la ferretería una hora después,
arrastrando las piernas. Los hombres estaban aún allí, escuchando y
examinando el cielo. En el mismo instante en que Teece se sentaba y
se sacaba los zapatos, alguien gritó.
‒¡Miren!
‒Antes me muero
‒dijo Teece.
En los algodonales,
el viento sopló ociosamente entre los copos blancos. En campos más
lejanos, maduraban las sandías, intactas, rayadas e inmóviles como
gatos tendidos al sol. Pero los demás miraron. Y vieron que unos
husos dorados se elevaban a lo lejos, en el cielo, con una estela de
llamas, y desaparecían.
Los hombres del
porche se sentaron, se miraron unos a otros, miraron los rollos de
cuerda amarilla ordenados en los estantes, observaron las cajas de
balas relucientes y vieron en las sombras las pistolas plateadas y
los largos caños negros de los fusiles. Uno de ellos se llevó una
brizna de paja a la boca. Otro dibujó una figura en el polvo.
Y Samuel Teece
levantó con aire triunfal un zapato vacío, lo dio vuelta, lo miró
bien, y dijo:
‒¿Lo notaron
ustedes? ¡Hasta el último momento, por Dios, me llamó «señor»!
Crónicas marcianas. Ray Bradbury, 1950.
No hay comentarios:
Publicar un comentario