sábado, 1 de octubre de 2016

Un camino a través del aire. Ray Bradbury.

‒¿Te enteraste?
‒¿De qué?
‒¡Los negros, los negros!
‒¿Qué les pasa?
‒Se marchan, se van, ¿no lo sabes?
‒¿Qué quieres decir? ¿Cómo pueden irse?
‒Pueden irse. Se irán. Se van ya.
‒¿Una pareja?
‒Todos los que hay en el Sur.
‒No.
‒Sí.
‒Imposible. No lo creo. ¿Adónde? ¿A África?
Silencio.
‒A Marte.
‒¿Quieres decir al planeta Marte?
‒Exactamente.
Las figuras de los hombres se alzaban en la sombra cálida del porche de la ferretería. Uno de ellos dejó de encender una pipa. Otro escupió en el polvo ardiente y luminoso.
‒No pueden irse. No pueden hacerlo.
‒Pues sin embargo se van.
‒¿Cómo lo sabes?
‒Lo dicen en todas partes. Hace un minuto lo dijo la radio.
Como una hilera de estatuas polvorientas, los hombres se animaron. Samuel Teece, el propietario de la ferretería, rió nerviosamente.
‒Me pregunto qué le habrá pasado a Silly. Lo mandé con mi bicicleta hace ya una hora. Todavía no ha vuelto de casa de la señora Bordman. ¿Creen ustedes que ese negro tonto se habrá ido a Marte pedaleando?
Los otros gruñeron.
‒Mejor será que me devuelva la bicicleta. No digo más, sí, señor. Por Dios, no permitiré que nadie me robe.
‒¡Oigan!
Irritados, los hombres se volvieron, tropezando unos con otros. Las aguas negras y cálidas descendían desde lo alto de la calle e inundaban el pueblo, como si se hubiera roto un dique. La marea negra corría entre las resplandecientes riberas blancas de las casas, entre los silencios de los árboles. Avanzaba espesamente, como una melaza de verano, sobre la canela polvorienta del camino; avanzaba lentamente, lentamente, y era hombres y mujeres y caballos y perros alborotados, y niños y niñas. Y de las bocas de la gente que formaba aquella marea, salía un sonido de río. Un río de verano que iba a alguna parte, sonoro e irrevocable. Y en ese caudal sombrío, lento y continuo, que atravesaba el blanco resplandor del verano, se veían unas vivas pinceladas de un blanco alerta: los ojos, los ojos de marfil que miraban adelante y a los lados, mientras el río, el largo e interminable río, entraba en un cauce nuevo. Con innumerables afluentes, con arroyos de animado color, se había formado una corriente madre que no dejaba de crecer. Y flotando entre las olas iban las cosas que se llevaba al río: relojes de pared con ruidosos carillones, relojes de cocina de sonoro tictac, gallinas enjauladas que protestaban cacareando, y bebés que lloriqueaban, y nadando entre los espesos remolinos iban mulas y gatos, colchones con los muelles al aire y las crines revueltas y enloquecidas, y cajas y canastos, y retratos de oscuros abuelos en marcos de roble... El río pasaba, y los hombres estaban ahí en el porche, como nerviosos perros de presa ‒era demasiado tarde para reparar el dique ‒, con las manos vacías.
Samuel Teece no quería creerlo.
‒¿Cómo diablos van a viajar? ¿Cómo van a llegar a Marte? ‒En cohetes ‒dijo el viejo Quartermain.
‒¡Malditos aparatos! Pero ¿de dónde los habrán sacado?
‒Ahorraron dinero y los construyeron.
‒No sabía nada.
‒Parece que estos negros guardaron el secreto, y los armaron ellos mismos... Quizás en África.
‒¿Y pueden hacerlo? ‒preguntó Samuel Teece, paseándose por el porche ‒. ¿No hay una ley?
‒No es lo mismo que si declarasen la guerra ‒dijo el viejo en voz baja.
‒¿De dónde van a partir esos malditos conspiradores? ‒exclamó.
‒Los negros del pueblo están citados en el lago Loon. Los cohetes estarán allí a la una; los recogerán y los llevarán a Marte.
‒¡Telefoneen al gobernador, llamen a la milicia! ‒gritó Teece ‒¡No pueden irse sin avisarnos!
‒Ahí viene su mujer, Teece.
Los hombres se volvieron otra vez.
Calle abajo, en la luz ardiente y sin viento, apareció primero una mujer blanca y luego otra, y todas traían unas caras de asombro, y todas susurraban como papeles viejos. Algunas lloraban, otras estaban serias. Todas venían en busca de sus maridos. Empujaban las puertas de vaivén y desaparecían en las tabernas. Entraban en los almacenes frescos y silenciosos. Se metían en las droguerías y en los garajes. Y una de ellas, la señora Clara Teece, se detuvo al pie del porche de la ferretería, en el polvo de la calle, y miró parpadeando a su tieso y enfurecido marido mientras el caudaloso río negro fluía detrás.
‒Es Lucinda, Sam. ¡Tienes que venir a casa!
‒¡No me moveré por una condenada negra!
‒Se va. ¿Qué haré sin ella?
‒Te las arreglarás. Yo no voy a pedirle de rodillas que se quede.
‒Pero es casi de la familia ‒gimoteó la señora Teece.
‒¡No grites! Lloriqueando así en público por culpa de una maldita...
La mujer sollozó débilmente y Teece se calló.
‒Me cansé de decirle: «Lucinda, quédate y te subiré el sueldo ‒comenzó a recitar la señora Teece secándose los ojos‒. Tendrás dos noches libres por semana, si quieres». Pero estaba realmente decidida. Nunca la vi así. Y entonces le dije: «¿No me quieres, Lucinda?». Y ella me dijo que sí, pero que tenía que irse pues así eran las cosas. Limpió la casa, preparó el almuerzo, lo sirvió, y luego apareció en la puerta de la sala, y allí estaba con dos paquetes en el suelo, junto a ella, uno a cada lado, y me dio la mano y me dijo:«Adiós, señora Teece». Y se fue. Allá quedó el almuerzo sobre la mesa, y todos tan aturdidos que ni siquiera lo probamos. Todavía estará allí. La última vez que lo miré, ya estaba casi frío.
Teece tuvo ganas de pegarle.
‒Maldición, señora Teece, váyase a casa. ¡Qué espectáculo está dando!
‒Pero, Sam...
Teece entró a grandes trancos en la cálida oscuridad de la tienda. Un instante después reapareció con un revólver plateado en la mano.
La señora Teece se había ido.
El río fluía oscuramente entre los edificios, susurrando, crujiendo, con un constante y apagado ruido de pasos, con un movimiento decidido y tranquilo, sin risas, sin gestos, como una corriente interminable, firme y decidida. Teece se sentó en el borde de la silla de madera.
‒Si alguno de ellos se atreve a reírse, ¡por Cristo que lo mato!
Los hombres esperaron. El río pasaba lentamente en el somnoliento mediodía.
‒Parece que tendrás que cosechar tus propios nabos, Sam Teece ‒rió el viejo Quartermain entre dientes.
‒También puedo acertarle a algún blanco ‒replicó Teece sin mirar al viejo.
El viejo volvió la cabeza y cerró la boca.
‒¡Un momento! ‒Samuel Teece saltó del porche, alargó un brazo y agarró las riendas de un caballo montado por un negro ‒: ¡Tú, Belter, bájate!
‒Sí, señor.
Belter desmontó.
Teece lo miró de arriba abajo.
‒¿Qué crees que estás haciendo?
‒Mire, señor Teece...
‒Supongo que piensas irte... ¿Cómo dice esa canción? «Camino arriba, a través del aire», ¿no es así?
‒Sí, señor.
El negro esperó.
‒¿Recuerdas que me debes cincuenta dólares, Belter?
‒Sí, señor.
‒¿Y quieres escaparte? ¡Te mataré a latigazos!
‒Con toda esa agitación, se me había olvidado, señor.
‒Se le había olvidado... ‒Teece echó un guiño malicioso a los hombres que estaban en el porche ‒. Maldito seas, muchacho, ¿sabes lo que vas a hacer?
‒No, señor.
‒Pues vas a trabajar hasta pagarme esos cincuenta dólares, o no me llamo Samuel W Teece.
Y se volvió con una confiada sonrisa hacia los hombres sentados a la sombra. Belter miró el río que corría por la calle, el río oscuro que pasaba y pasaba entre las tiendas, el río oscuro que se deslizaba sobre ruedas, caballos y zapatos polvorientos, el río oscuro del que había sido arrebatado. Se estremeció.
‒Déjeme ir, señor Teece. Le mandaré el dinero desde allá arriba, ¡se lo prometo!
‒Escucha, Belter ‒dijo Teece tomando al negro por los tirantes, como si fueran dos cuerdas de arpa, jugando con ellos de vez en cuando, mirando el cielo con aire de desprecio y burla, y alzando un dedo huesudo, que apuntaba directamente a Dios‒. Belter, ¿sabes lo que te espera allá arriba?
‒Sólo sé lo que me han dicho.
‒¡Sólo lo que le han dicho! ¡Cristo! ¿Han oído? ¡Sólo lo que le han dicho! ‒Hamacó al negro, sosteniéndolo por los tirantes, ociosamente, distraídamente, sacudiendo un dedo bajo la cara negra‒. Subirás y subirás como un petardo en la noche del cuatro de julio, y luego, ¡pum! Y allá estarás tú, unas pocas cenizas desparramadas en el espacio. Esos chiflados hombres de ciencia, no saben nada, ¡los matarán a todos!
‒No me importa.
‒Me alegro. Porque ¿sabes qué hay allá, en ese planeta Marte? ¡Monstruos de ojos saltones y ensangrentados como hongos! ¡No los viste en esas revistas de cuentos del futuro que compras en la droguería por una moneda? Eh, ¿no los viste? Bueno, ¡esos monstruos se te echarán encima y te devorarán hasta los tuétanos!
‒No me importa, no me importa nada.
Belter miraba a los que desfilaban por la calle alejándose. El sudor le brillaba sobre la frente oscura. Parecía a punto de desmayarse.
‒Y además allá arriba hace frío. No hay aire. Caerás, retorciéndote como un pescado, boqueando, y te ahogarás y te ahogarás hasta morir. ¿Te gusta eso?
‒Hay muchas cosas que no me gustan, señor. Por favor, señor, déjeme ir. Se me hace tarde.
‒Te dejaré ir cuando esté dispuesto a dejarte ir. Seguiremos charlando amablemente y ya te diré cuándo puedes irte. Ya lo sabes. Quieres viajar, ¿no es cierto? Muy bien, señor camino a través del aire, ¡largo para casa!, ¡y a trabajar hasta que me pagues los cincuenta dólares! ¡Te llevará dos meses!
‒Pero si me quedo a trabajar perderé el cohete, señor.
Teece puso una cara triste.
‒¿No es una lástima?
‒Le doy mi caballo, señor.
‒El caballo no es un pago legal. No, no te vas hasta que tenga mi dinero.
Teece rió entre dientes satisfecho y feliz. Un grupo de gente negra se había reunido a escucharlos. Belter, cabizbajo, temblaba de pies a cabeza y un viejo dio un paso adelante. Teece le echó una breve mirada.
‒¿Qué pasa?
‒¿Cuánto le debe este hombre, señor?
‒Nada que te interese.
El viejo miró a Belter.
‒¿Cuánto, hijo?
‒Cincuenta dólares.
El viejo abrió las negras manos y miró a la gente de alrededor.
‒Sois veinticinco. Que cada uno dé dos dólares. Pronto, no es momento de discutir.
‒¡Eh, un momento! ‒exclamó Teece poniéndose tieso, y erguido, muy erguido.
Aparecieron los dólares. El viejo los metió dentro de su sombrero y se los dio a Belter.
‒Hijo ‒comentó ‒, no perderás el cohete.
Belter miró sonriendo dentro del sombrero.
‒No, señor, me parece que no.
‒¡Devuélveles ese dinero! ‒gritó Teece.
Belter se inclinó respetuosamente, tendiéndole el dinero. Teece no se movió. Belter depositó el dinero en el polvo, a los pies de Teece.
‒Ahí está su dinero, señor ‒dijo ‒. Muchísimas gracias.
Sonriendo, montó en el caballo, lo hizo avanzar y le dio las gracias al viejo, que cabalgó con él hasta que se alejaron y desaparecieron.
‒Hijo de perra ‒murmuraba Teece mirando ciegamente al sol ‒. Hijo de perra.
‒Recoge el dinero, Samuel ‒dijo alguien desde el porche.
Escenas similares se repetían a lo largo del camino. Niños blancos, descalzos, traían corriendo las noticias.
‒Los que tienen, ayudan a los que no tienen. ¡Y así todos pueden irse! Vimos a un rico que le daba a otro diez dólares, cinco dólares, dieciséis dólares, montones de dólares, ¡en todas partes, todos!
Los blancos sentían un gusto amargo en la boca; cerraban los ojos hinchados como si el viento, la arena y el calor les hubiera golpeado las caras.
Samuel Teece estaba furioso. Subió al porche y contempló el enjambre en marcha. Sacudió el revólver. De pronto, no pudo más y se puso a gritarle a cualquiera, a cualquier negro que levantase los ojos hacia él.
‒¡Pum! ¡Otro cohete estalla en el espacio! ‒gritó para que todos pudieran oírlo. Las oscuras cabezas seguían impasibles, pero los ojos blancos miraban a un lado y a otro
‒¡Crac! ¡Caen todos los cohetes! ¡Gritos! ¡Muertes! ¡Pum! ¡Dios Todopoderoso, cuánto me alegra estar aquí, pisando tierra firme! Como dice el viejo chiste, cuanto más firme, menos tierra. ¡Ja, ja!
Los caballos pasaban levantando el polvo de la calle. Los carros traqueteaban sobre muelles rotos.
‒¡Pum! ‒La voz de Teece clamaba solitaria en medio del calor, como si quisiera atemorizar al polvo o al deslumbrante cielo soleado ‒. ¡Pam! ¡Negros por todo el espacio! ¡Despedidos fuera de los cohetes como pececitos golpeados por un meteoro! ¡Dios Santo! El espacio está inundado de meteoros, ¿no lo sabíais? ¡Claro que sí! Y los gruesos perdigones entran en los cohetes de lata, y los cohetes caen como patos o estallan en pedazos como pipas de yeso, o latas de sardinas en aceite y bacalao negro! ¡Pum! ¡Pam! ¡Pum! ¡Golpeándose como ristras de pimientos verdes! Diez mil muertos por aquí. Diez mil muertos por allá. Flotan en el espacio, alrededor y alrededor de la Tierra, siempre y para siempre, helados y muy lejos ¡Señor! ¿Me oís vosotros ahí?
Silencio. El río era ancho y espeso. Había entrado en todas las chozas de la plantación durante una hora, y se había llevado todos los objetos de valor, y arrastraba ahora los relojes, las tablas de lavar, las piezas de seda y las varillas de las cortinas hacia algún mar oscuro y lejano.
La marea descendió. Eran las dos de la tarde. Vino la marea baja. El río se secó, el pueblo calló, y una capa de polvo cubrió las tiendas, los hombres sentados y los árboles altos y calientes.
Silencio.
Los hombres sentados en el porche escucharon atentamente. No oyeron nada y extendieron la imaginación y los pensamientos hacia los prados cercanos donde en las primeras horas del día habían resonado los ecos familiares. Aquí y allá, con la obstinada persistencia de la costumbre, había habido voces que cantaban, risas dulces bajo las ramas de las mimosas, risas cristalinas a orillas del arroyo, figuras que se movían e inclinaban en los campos, y bajo la sombra fresca y verde de la parra, bromas y gritos de alegría.
Y ahora, como si un huracán se hubiera llevado los ruidos de la Tierra, no había nada. Puertas esqueléticas colgaban de los goznes de cuero, y los neumáticos de los columpios pendían en la tarde apacible. No había nadie en las orillas rocosas del río, donde antes se reunían las lavanderas, y en los huertos abandonados el sol calentaba los licores ocultos de las sandías. Las arañas comenzaron a tejer nuevas telas en las chozas abandonadas, y el polvo entró en motas doradas por los techos agujereados. Aquí y allá, una débil hoguera, olvidada en las últimas prisas, crecía de pronto, alimentándose con los huesos secos de una desordenada cabaña. El ligero crepitar de las llamas se elevaba en el aire tranquilo.
Los hombres seguían sentados en el porche de la ferretería, sin parpadear, con las gargantas resecas.
‒No comprendo por qué se van ahora. Las cosas mejoran, es indudable. Todos los días tienen nuevos derechos. En fin, ¿qué quieren? Han quitado el impuesto electoral y hay cada vez más estados que aprueban leyes contra el linchamiento y la discriminación. ¿Qué más quieren? Ganan casi tanto dinero como los blancos, y sin embargo se van.
En el extremo de la calle desierta, apareció una bicicleta.
‒¡Teece, mira, ahí viene Silly!
La bicicleta se detuvo frente al porche. La montaba un negrito de diecisiete años, todo brazos y pies y piernas largas, y cabeza redonda de sandía. Miró a Samuel Teece y sonrió.
‒Ah, has vuelto. No tenías la conciencia tranquila ‒dijo Teece.
‒No, señor. Sólo vengo a traerle la bicicleta.
‒¿Qué pasó? ¿No cabía en el cohete?
‒No es eso, señor.
‒¡No me digas lo que es! ¡Fuera de aquí! ¡No permitiré que me robes! ‒Dio un empellón al muchacho. La bicicleta cayó ‒. Métete dentro y empieza a limpiar los bronces.
‒¿Cómo dice? ‒preguntó Silly abriendo los ojos.
‒Ya me oíste. Hay que desembalar unos fusiles y acaba de llegar un cajón de clavos de Natchez...
‒Señor Teece...
‒Y hay que arreglar una caja de martillos...
‒Señor Teece...
Teece lo miró furiosamente.
‒¡Todavía estás ahí!
‒Señor Teece, si usted me diera permiso para no trabajar hoy... ‒dijo el muchacho como disculpándose.
‒Ni tampoco mañana, ni pasado mañana, ni todos los demás días ‒dijo Teece.
‒Temo que así sea, señor.
‒Haces bien en temerlo. Ven aquí. ‒Hizo que el muchacho atravesase el porche y sacó un papel de un escritorio ‒. ¿Te acuerdas de esto?
‒Señor.
‒Es tu contrato. Tú mismo lo firmaste. Esta cruz es tuya, ¿no es así? Contesta.
‒Yo no firmé eso, señor Teece. Cualquiera puede hacer una cruz.
El muchacho temblaba.
‒Escúchame, Silly: «Contrato. Trabajaré con el señor Samuel Teece durante dos años a partir del quince de julio del año dos mil uno, y si decido irme le avisaré con cuatro semanas de anticipación y seguiré trabajando hasta que otro ocupe mi puesto». Ya lo oyes. ‒Y Teece golpeaba el papel, con los ojos brillantes ‒. ¿Buscas dificultades? Bien, llevaremos el asunto a la justicia.
‒No puedo, señor ‒gimió el muchacho, y unas lágrimas le rodaron por la cara ‒. Si no voy hoy, no iré nunca.
‒Comprendo lo que sientes, Silly. Sí, muchacho, te compadezco. Pero te trataremos bien y te daremos buena comida, muchacho. Ahora, entras, te pones a trabajar, y olvidas todas esas tonterías, ¿eh, Silly? Claro que sí.
Teece sonrió con una mueca y palmeó el hombro del negrito.
Silly se volvió y miró a los hombres que estaban sentados en el porche. Apenas podía ver ahora, cegado por las lágrimas.
‒Quizá... Quizás alguno de esos señores...
Los hombres alzaron lentamente la cabeza en las sombras calurosas, inquietas, y miraron primero al muchacho y después a Teece.
‒¿Acaso estás pensando que un hombre blanco va a ocupar tu puesto, muchacho? ‒preguntó Teece fríamente.
El viejo Quartermain sacó las manos rojas de encima de las rodillas, contempló pensativo el horizonte y dijo:
‒Teece, ¿sirvo yo?
‒¿Qué?
‒Tomo el puesto de Silly.
Todos callaron. Teece se balanceó en el aire.
‒Abuelo ‒dijo en tono de advertencia.
‒Deja que el muchacho se vaya. Yo limpiaré los bronces.
‒¿Lo haría usted, lo haría usted, de veras?
Silly corrió hacia el viejo, riéndose, con lágrimas en las mejillas, incrédulo.
‒Claro que sí.
‒Abuelo ‒dijo Teece ‒, no te metas.
‒Teece, déjalo ir.
Teece se adelantó y tomó al muchacho por el brazo.
‒Es mío. Lo encerraré en el cuarto del fondo hasta la noche.
‒¡No, señor Teece! El muchacho se echó a llorar, con los ojos apretados, y el llanto llenó al aire del porche. En el extremo de la calle apareció un Ford destartalado con una última carga de gente de color.
‒Ahí viene mi familia, señor Teece. ¡Por favor! ¡Por favor, señor Teece!
‒Teece ‒dijo un hombre del porche, levantándose ‒, déjalo ir.
‒Opino lo mismo, Teece ‒dijo otro incorporándose también.
‒Y yo ‒dijo un tercero.
‒¿Qué pretendes, Teece? ‒Todos los hombres hablaban ahora ‒. Suéltalo.
‒Déjalo ir.
Teece metió la mano en un bolsillo, buscando el arma. Vio las caras de los otros hombres y sacó la mano vacía.
‒¿Conque esas tenemos?
‒Así es ‒dijo uno.
Teece soltó al muchacho.
‒Muy bien, vete. ‒Señaló la trastienda con un movimiento del brazo ‒. Pero supongo que no me dejarás tus cachivaches estorbando en mi tienda.
‒No, señor.
‒Saca todo lo que tienes en esa choza del fondo. Quémalo.
Silly sacudió la cabeza.
‒Me llevaré mis cosas.
‒No van a permitir que las metas en ese cohete maldito.
‒Me las llevaré ‒insistió el muchacho.
Entró de prisa en la ferretería. Se oyeron los ruidos de una escoba y de unos trastos que cambiaban de sitio, y un momento después Silly reapareció con las manos cargadas de trompos y canicas, de viejas cometas polvorientas y otros tesoros reunidos durante años. El viejo Ford llegó justo entonces frente al porche y Silly subió y cerró de un golpe la portezuela. Teece estaba de pie en el porche con una sonrisa amarga.
‒¿Qué vas a hacer allá arriba?
‒Empezaré de nuevo ‒contestó Silly ‒. Tendré mi propia ferretería.
‒¡Maldito seas! ¡Aprendiste a hacer el trabajo sólo para escapar y aprovecharte!
‒No, señor. Nunca pensé que esto ocurriría algún día. Pero ha ocurrido. Ahora no puedo olvidar lo que aprendí, señor Teece.
‒Supongo que habréis bautizado los cohetes...
Los negros miraron el reloj del coche.
‒Sí, señor.
‒Como Elías y el Carro, El Gran Vehículo y El Pequeño Vehículo. Fe, Esperanza y Caridad, y otros nombres parecidos.
‒Bautizamos las naves, señor Teece.
‒Dios, Hijo y Espíritu Santo, supongo. Dime, muchacho, ¿no hay ninguno llamado Primera Iglesia Baptista?
‒Tenemos que marcharnos, señor Teece.
Teece se echó a reír.
‒Tendrán uno llamado Swing low y otro llamado Sweet Chariot. El coche arrancó.
‒¡Adiós, señor Teece!
‒Alguno se llamará Roll Dem Bones.
‒Adiós, señor.
‒Y otro Over Jordan ¡Ja! Bueno, cárgate ese cohete a la espalda, muchacho, vuela con él, revienta con él, ¡ya ves cuánto me importa!
El coche se alejó balanceándose en el polvo. El muchacho se incorporó, se volvió, acercó las manos a la boca, y gritó por última vez:
‒¡Señor Teece! ¡Señor Teece! ¿Qué va a hacer ahora por las noches? ¿Qué va a hacer por las noches, señor Teece?
Silencio. El automóvil se alejó por el camino y desapareció.
‒¿Qué diablos quiso decir? ‒murmuró Teece pensativo ‒. ¿Qué voy a hacer por las noches?
Miró cómo el polvo volvía a posarse en el camino, y de pronto comprendió. Recordó las noches en que unos hombres de mirada torva, sentados en los dos asientos de un automóvil, con las rodillas muy salientes, y entre ellas los fusiles más salientes aún, llegaban a su casa como un cargamento de sifones bajo los árboles nocturnos del estío. Tocaban la bocina y él salía dando un portazo, con un arma en la mano, riéndose por dentro y el corazón latiéndole de prisa, como el corazón de un niño de diez años. Se alejaban por la sombría y cálida carretera. El lazo de cuerda de cáñamo estaba enrollado en el piso del coche, y las cajas de balas abultaban en todos los bolsillos. ¡Cuántas noches a lo largo de los años, cuántas noches en las que el viento embestía el coche, les echaba el pelo sobre los ojos torvos y rugía mientras buscaban un árbol grande y robusto y llamaban a la puerta de una cabaña!
‒¡Conque eso quería decir el hijo de perra! ‒Teece dio un salto hacia la luz del sol‒, ¡Vuelve, bastardo! ¿Qué voy a hacer por las noches? Insolente, asqueroso hijo de...
Era una buena pregunta. Se sintió débil, enfermo. Sí, ¿qué iba a hacer por las noches? Ahora que se habían marchado, ¿qué iba a hacer? Sacó el arma del bolsillo y verificó la carga.
‒¿Qué estás tramando, Sam? ‒preguntó uno.
‒Matar a ese hijo de perra.
‒No te acalores ‒le dijo el viejo Quartermain.
Pero Samuel Teece estaba ya en la trastienda de la ferretería. Un momento después apareció en la calle en un coche abierto.
‒¿Quién viene conmigo?
‒Me gustaría dar un paseo ‒contestó el viejo poniéndose de pie. ‒¿Alguno más?
Nadie contestó.
El viejo subió al coche, cerró de golpe la portezuela y se alejaron envueltos en un torbellino de polvo. No se hablaron mientras se precipitaban por el camino, bajo el cielo brillante. En los campos secos reverberaba el calor.
‒¿Qué camino tomaron? ‒preguntó Teece. deteniendo el coche en una encrucijada.
El viejo entornó los ojos.
‒Derecho, adelante, me parece.
Continuaron. Bajo los árboles del estío el coche era un sonido solitario. La carretera estaba desierta, y mientras se adelantaban advirtieron algo nuevo. Teece aminoró la marcha y miró por la ventanilla, los ojos amarillos de furia.
‒Maldita sea, abuelo, ¿viste lo que han hecho?
‒¿Qué? ‒dijo el viejo mirando el camino.
En bultos cuidadosamente alineados, a lo largo de la carretera, a poca distancia unos de otros, había unos viejos patines de ruedas, unas chucherías envueltas en trapos, unos zapatos rotos, una rueda de carro, pilas de pantalones, chaquetas y sombreros pasados de moda, unos adornos de cristal que en otro tiempo tintinearon en el viento, unas latas de geranios, bandejas de frutas de cera, cajas de zapatos con dinero del Sur, tablas de lavar, cuerdas, pastillas de jabón, el triciclo de alguien, las tijeras de podar de algún otro, un camión de juguete, una caja de sorpresas, un vidrio deslustrado de la iglesia baptista, viejas ruedas de automóviles, colchones, almohadones, mecedoras, tarros de cold cream, espejos de mano. No los habían tirado, no; los habían depositado con cuidado y orden en el borde polvoriento de la carretera, como si todos los habitantes de una ciudad hubiesen caminado hasta allí con las manos llenas de cosas, y a la señal de una enorme trompeta de bronce, lo hubieran dejado todo en el polvo, antes de elevarse directamente hacia el azul del cielo.
‒No querían quemar nada ‒dijo Teece, furioso ‒. No, no quisieron quemar sus cosas como yo dije. Tenían que traerlas y dejarlas en la carretera, para poder verlas juntas por última vez. Esos negros se creen muy listos.
Teece avanzó kilómetro tras kilómetro evitando los bultos, aplastando paquetes de papel de periódico, rompiendo cajas, espejos, sillas.
‒Aquí, maldición, ¡y aquí!
Un neumático delantero murió con un silbido. El automóvil se desvió de la carretera y cayó en una zanja, arrojando a Teece contra el parabrisas.
‒¡Hijos de perra!
Teece se sacudió el polvo y salió del automóvil, casi llorando de rabia. Miró la carretera silenciosa y desierta.
‒No los alcanzaremos nunca, nunca.

Los paquetes se amontonaban hasta el horizonte, cuidadosamente agrupados, como reliquias abandonadas al cálido viento de las últimas horas de la tarde. Teece y el viejo llegaron a la ferretería una hora después, arrastrando las piernas. Los hombres estaban aún allí, escuchando y examinando el cielo. En el mismo instante en que Teece se sentaba y se sacaba los zapatos, alguien gritó.
‒¡Miren!
‒Antes me muero ‒dijo Teece.
En los algodonales, el viento sopló ociosamente entre los copos blancos. En campos más lejanos, maduraban las sandías, intactas, rayadas e inmóviles como gatos tendidos al sol. Pero los demás miraron. Y vieron que unos husos dorados se elevaban a lo lejos, en el cielo, con una estela de llamas, y desaparecían.
Los hombres del porche se sentaron, se miraron unos a otros, miraron los rollos de cuerda amarilla ordenados en los estantes, observaron las cajas de balas relucientes y vieron en las sombras las pistolas plateadas y los largos caños negros de los fusiles. Uno de ellos se llevó una brizna de paja a la boca. Otro dibujó una figura en el polvo.
Y Samuel Teece levantó con aire triunfal un zapato vacío, lo dio vuelta, lo miró bien, y dijo:
‒¿Lo notaron ustedes? ¡Hasta el último momento, por Dios, me llamó «señor»!

Crónicas marcianas. Ray Bradbury, 1950.
 

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