lunes, 30 de agosto de 2021

La Nochebuena de Encarnación Mendoza. Juan Bosch.

Con su sensible ojo de prófugo Encarnación Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa observación. Pues como el día se acercaba era de rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que yacía bocarriba tendido sobre hojas de caña.
A las siete de la mañana los hechos parecían estar sucediéndose tal como había pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega, donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría sentirse tan seguro. Él conocía bien el lugar; las familias que vivían en las hondonadas producían leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de los hombres que habitaban los bohíos de por allí bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda no había quién se atreviera a silenciar el encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera a Encarnación Mendoza: y aunque no se hablaba del asunto todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia más cercano.
Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación Mendoza, porque tenía la seguridad de que había escogido el mejor lugar para esconderse durante el día, cuando comenzó el destino a jugar en su contra.
Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el prófugo: nadie pasaría por las trochas en la mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente, a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos, siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.
El caserío donde ellos vivían -del lado de los cerros, en el camino que dividía los cañaverales de las tierras incultas- tendría catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega, Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en los días de zafra transitaban las carretas cargadas de caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo, aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales? Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío vecino, donde seis semanas antes una perra negra había parido seis cachorros. Los dueños del animal habían regalado cinco, pero quedaba uno “para amamantar a madre”, y en él había puesto Mundito todo el interés que la falta de ternura había acumulado en su pequeña alma. Con sus nueve años cargados de precoz sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo, porque no podría hacer tanta distancia por sí solo. Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer del perrito. De súbito, sin pensarlo más, corrió hacia la casucha gritando:
-¡Doña Ofelia, emprésteme a Azabache, que lo voy a llevar allí!
Oyénranle o no, ya él había pedido autorización, y eso bastaba. Entró como un torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos. Y así empezó el destino a jugar en los planes de Encarnación Mendoza.
Porque ocurrió que cuando, poco antes de las nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales pequeños, Azabache se metió en el cañaveral. Encarnación Mendoza oyó la voz del niño ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo temió que el muchacho fuera la avanzada de algún grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de prófugo él podía ver hasta donde se lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al alcance de su mirada, estaba el niño. Encarnación Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido; lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al lado por dónde sentía el ruido. Para mayor seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.
El negro cachorrillo correteó; jugando con las hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos, y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos y graciosos ladridos. Llamándolo a voces y gateando para avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para él no era simplemente un hombre sino algo imponente y terrible; era un cadáver. De otra manera no sé explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El terror le dejó frío. En el primer momento pensó huir, y hacerlo en silencio para que el cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el animalito e incapaz de quedarse allí, el niño sentía que desfallecía. Sin intervención de su voluntad levantó una mano, fijó la mirada en el difunto, temblando mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo, pretendió adelantarse al muerto: pegó un saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando contra las cañas, cortándose el rostro y las manos, impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia el lejano lugar de su aventura:
-¡En la Colonia Adela hay un hombre muerto!
A lo que un vozarrón áspero respondió gritando:
-¿Qué tá diciendo ese muchacho?
Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes así como los datos que solicitó del muchacho. El día de Nochebuena no podía contarse con el juez de La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de fin de año. Pero el sargento era expeditivo; quince minutos después de haber oído a Mundito el sargento Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no había entrado en los planes de Encarnación Mendoza.
El propósito de Encarnación Mendoza era pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos. Escondiéndose de día y caminando de noche había recorrido leguas y leguas, desde las primeras estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo, rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la región se sabía que él había dado muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo Pomares.
Necesariamente debía ver a su mujer y a sus hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza comprendía que con el deseos de abrazar a su mujer y de contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de lámpara iluminando la habitación donde se reunían cuando él volvía del trabajo y los muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia. Tenía que ir o se moriría de una pena tremenda.
Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer lo que deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le faltó pegándole en la cara, a él, que por no ofender no bebía y que no tenía más afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Solo imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le partía el alma y le hacía maldecir de dolor.
Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y tal vez pensó que se trataba de un peón dormido. Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en otro tablón de caña. Sin embargo, valía la pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le veía cruzando camino y le reconocía, era hombre perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto, estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir; caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo que iba a hacer; llamaría por la ventana de la habitación en voz baja y le diría a Nina que abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas, los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor sería descansar, dormir...
Despertó al tropel de pasos y a la voz del niño que decía:
-Taba ahí, sargento.
-¿Pero en cuál tablón; en ése o en el de allá?
-En ése -aseguró el niño.
“En ése” podía significar que el muchacho estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación, hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las voces el niño y el sargento se hallaban en la trocha, tal vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña. Dependía de hacia dónde estaba señalando el niño cuando decía “ése”. La situación era realmente grave, porque de lo que no había duda era de que ya había gente localizando al fugitivo. El momento, pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la decisión, Encarnación Mendoza comenzó a gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la áspera voz del sargento:
-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese por aquí!
Se oían murmullos y comentarios. Mientras se alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación podía colegir que había varios hombres en el grupo que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose feas.
Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que se habían metido, maltratando los tallos más tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del hombre muerto en la Colonia Adela.
-¿Tú ta seguro que fue aquí, muchacho? -preguntó el sargento.
-Sí, aquí era -afirmó Mundito, bastante asustado ya.
-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie -terció el número Arroyo.
El sargento clavó en el niño una mirada fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.
-Mire, yo venía por aquí con Azabache -empezó a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y él cogió y se metió ahí.
Pero el número Solito Ruiz interrumpió la escenificación de Mundito preguntando:
-¿Cómo era el muerto?
-Yo no le vide la cara -dijo el niño, temblando de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en la cara. Taba asina, de lao...
-¿De qué color era el pantalón? -inquirió el sargento.
-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un sombrero negro encima de la cara...
Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de las cosas, el muerto se había ido de allí sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y lo perseguiría toda a vida.
De todas maneras, supiéralo o no Mundito en ese tablón de cañas no darían con el cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y después hacia otro más; y ya iba atravesando la trocha para meterse en un tercero cuando el niño, despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No podía ser otro, dado que la ropa era la que había visto por la mañana.
-¡Ta aquí, sargento; ta aquí! -gritó señalando hacia el punto por donde se había perdido el fugitivo-. ¡Dentró ahí!
Y como tenía mucho miedo siguió su carrera hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo mismo por el lío en qué sé había metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que le acompañaban, se había vuelto al oír la voz del chiquillo.
-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio Arroyo.
Pero el sargento, viejo en su oficio, era suspicaz:
-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una ve!-gritó.
Y así empezó la cacería, sin que los cazadores supieran qué pieza perseguían.
Era poco más de media mañana. Repartidos en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones, buscando aquí y allá, corriendo por las trochas, todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba. Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él pensaba que el registro del cañaveral obedecía al propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el día de San Juan.
Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su voluntad de escapar; y se corría de un tablón a otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado. Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:
-¡Allá va, sargento, allá va; y se parece a Encarnación Mendoza!
¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el mundo quedó paralizado. ¡Encarnación Mendoza!
-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y a seguidas echó a correr, el revólver en la mano, hacia donde señalaba el peón que había visto el prófugo.
Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente, los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las cañas. Encarnación se dejó ver sobre una trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz para apuntarle su fusil.
-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me manden do número! -ordenó a gritos el sargento.
Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los perseguidores corrían de un lado a otro dándose voces entre sí, recomendándose prudencia cuando alguno amagaba meterse entre las cañas.
Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino tres números y como nueve o diez peones más; se dispersaron en grupos y la cacería se extendió a varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente, preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si “ya lo habían cogido”.
Encarnación Mendoza no era hombre fácil. Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos horas del batey, un tiro certero le rompió la columna vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió catorce tiros más, pues los soldados iban disparándole a medida que se acercaban. Y justamente entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que había comenzado a insinuarse a media mañana.
Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las líneas del rostro, aunque tenía los dientes destrozados por un balazo de máuser. Era día de Nochebuena y él había salido de la Cordillera a pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto. Comenzaba a llover, y el sargento estaba pensando algo. Si él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger allí un tren del ingenio para ir a la Romana, y como el tren podría tardar mucho en salir llegaría a la ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son distintas; pasan con frecuencia vehículos, él podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un camión.
-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a sacar ese vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al que tenía más cerca.
No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin descanso los sembrados de caña. El sargento no quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado sobre el asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido por dos soldados y tres curiosos a los que escogió para que arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la lluvia.
No resultó fácil el camino. Tres veces, antes de llegar al primer caserío, el muerto resbaló y quedó colgado bajo el vientre del asno. Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas a los árboles, o se guarecían en el cañaveral de rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La lúgubre comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del tiempo; en silencio, la voz de un soldado comentaba:
-Vea ese sinvergüenza.
O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre había sido al fin vengada.
Oscureció del todo, sin duda más temprano que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el camino se hizo más difícil, razón por la cual la marcha se tornó lenta. Serían más de las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los peones dijo:
-Allá se ve una lucecita.
-Sí, del caserío -explicó el sargento; y al instante urdió un plan del que se sintió enormemente satisfecho. Pues al sargento no le bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento quería algo más. Así, cuando un cuarto de hora después se vio frente a la primera casucha del lugar, ordenó con su áspera voz:
-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí adentro, que no podemo seguir mojándono.
Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca horrible.
La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió desolada sobre el cadáver al tiempo que gritaba:
-¡Hay m'shijo, se han quedao güérfano... han matao a Encarnación!
Espantados, atropellándose, los niños salieron de la habitación, lanzándose a las faldas de la madre.
Entonces se oyó una voz infantil en la que se confundían llanto y horror:
-¡Mamá, mía mamá!... ¡Ese fue el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!


viernes, 27 de agosto de 2021

El tríptico de la oreja. August Tercero Foer.

I


Tenía un oído muy fino. Ni siquiera la edad había podido quitarle esa facultad. Aunque ahora tenía menos cosas que escuchar. Aquella tarde, insoportablemente muda, oyó un débil sonido que no pudo reconocer. El ruido procedía del piso de al lado, así que pegó su oreja en la pared. Pasó un par de minutos en esa postura tratando de averiguar qué era lo que había percibido. Al fin se dio cuenta. Era otra oreja, que desde el lado opuesto de la pared escuchaba la suya.


II


La manía persecutoria devoraba sus días. Estaba absolutamente convencida de que alguien la escuchaba día y noche con el oído pegado en una pared de su apartamento. Comenzó a imaginarse a su perseguidor. Alto, rubio y con cara de mala persona. Se enamoró locamente de él y empezó a escucharle a él también a través de la pared. Se quedó absolutamente entristecida cuando su psicólogo la curó de golpe diciendo: Nadie te persigue y es absolutamente imposible oír a una oreja escuchando a otra oreja a través de la pared.


III


No podía creer lo que estaba pasando. Al acabar la carrera se juró a sí mismo que nunca se enamoraría de una de sus pacientes. Pero lo peor era que se estaba volviendo aún más loco que ella. Porque la chica estaba enamorada de un hombre imaginario, pero él tenía celos de ese caballero inventado. Creyó que todo acabaría de golpe al curar a su bella demente de mirada verde con una terapia de choque. Pero sólo consiguió que sus ojos dejasen de brillar. Y él no podía pensar en otra cosa que no fuera aquella oreja que escuchaba a la oreja de su amada desde el lado opuesto de la pared.


miércoles, 25 de agosto de 2021

Poema 12. Oliverio Girondo.

Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden y se entregan.

Espantapájaros (al alcance de todos) 1932.

Imagen: Sensualidad V, de la artista argentina Liliana Esperanza. 
 

martes, 24 de agosto de 2021

Graffiti. Julio Cortázar.

A Antoni Tàpies


Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garaje, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garaje, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garaje y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.

Queremos tanto a Glenda, 1980.
 

lunes, 23 de agosto de 2021

De la literatura nipona. Roberto Fontanarrosa.

Tsé-Hu-Tchen, mandarín de Kiusiu, se hallaba reposando en los jardines de su palacio. De repente, apareció un caballo y le mordió una rodilla.
Min-Tsú, esposa de Tsé-Hu-Tchen, acudió presurosa, dispuesta a espantar al corcel con una palmeta.
Déjalo. Déjalo —le dijo Tsé-Hu-Tchen. Poco después el animal se marchó tan sigiloso como había llegado.
Debiste haberme permitido que lo asustase —reprochó Min-Tsú a su marido.
Bien sabes —dijo entonces Tsé-Hu-Tchen— que ese caballo puede ser la reencarnación de nuestro amado hijo Ho-Knien-Tsí, muerto en el combate naval de Ngen-Lasha.
¡Sigue, sigue! —se quejó la mujer— ¡Sigue malcriándolo!

domingo, 22 de agosto de 2021

Extremidades. Ángel Olgoso.

Iban a demoler el viejo hospital y citaron a los ciudadanos interesados en reclamar sus antiguos despojos corporales, objeto de observación y estudio durante decenios. Fue la curiosidad lo que me llevó a solicitar la pierna que me amputaron, por encima de la rodilla, cuando aún no había cumplido veinte meses. A aquella tragedia le siguieron años de trato preferente con el mejor artífice de piezas ortopédicas, apéndices más apropiados para la vida en sociedad, y no demasiado molestos; por lo demás, mi muñón y todo mi organismo aceptaban de buen grado cada nueva incorporación, como si se supieran regenerados al entrelazar su borde de carne ya endurecida con esos tejidos fríos, inertes, metálicos. Ahora, frente a mis ojos, en el formol de un recipiente de cristal, flotaba la extremidad sorprendentemente diminuta, blanca e infantil de un hombre de cuarenta y nueve años. Su visión resultaba más tierna que grotesca: los dedos del pie como migajitas de pan, la rodilla sin señales de hueso, el revoltillo de cabello de ángel de las arterias seccionadas del muslo. Este espíritu gemelo, en su soledad, en su meridiana inocencia, había permanecido inmutable, intacto, a salvo de la carcoma del cansancio, libre del veneno que todos los seres llevamos dentro. Yo crecía, mientras tanto, ajeno a la entereza de mi extremidad cercenada; me desarrollaba con la indiferencia de la mala hierba que se reconoce inútil, destinada a una absurda vida de sacrificio y condenada a la fumigación final. Cuando días después comencé a observar desapasionadamente aquella extremidad mínima, a pesar del insondable vínculo que nos unía, a pesar de su plena indefensión, a pesar de todo, me pareció de pronto un objeto inconcebible, casi monstruoso. Bastaba imaginar su mórbido tacto —tan distinto del tranquilizador pulimento de mi pierna ortopédica— para sentir una cierta inquietud, un temor originado más allá de las fantasías de suplantación. Alojé al ente y a su receptáculo de cristal en las baldas más altas del sótano. Allí lo espiaba día y noche, sintiéndome observado. Seguía sus delicadas pero obsesivas evoluciones, meciéndose imputrescible en su mundo de infusión, maligno, ignominioso, como esas hienas que al saberse heridas devoran sus propias vísceras.


sábado, 21 de agosto de 2021

Pasajeros. Robert Silverberg.

Ya solo queda un fragmento de mí. Los pedazos de memoria se han dispersado y se alejan como glaciares rotos. Siempre sucede igual cuando nos abandona un Pasajero. Jamás estamos seguros de todo lo que hicieron nuestros cuerpos prestados. Solo nos quedan vestigios persistentes, las huellas.
Como la arena aferrada a una botella que se agita en el océano.
Como el palpitar de un miembro amputado.
Me levanto. Me tranquilizo. Tengo el pelo revuelto; me lo peino.
Tengo la cara arrugada por la falta de sueño. Tengo un sabor amargo en la boca. ¿Mi Pasajero ha comido estiércol con mi boca? Hace cosas así. Hacen lo que sea.
Es por la mañana.
Una mañana gris e incierta. La miro un rato y luego, estremeciéndome, oscurezco la ventana y me enfrento a la superficie gris e incierta del panel interior. Mi habitación parece revuelta. ¿Estuve aquí con una mujer? Hay ceniza en los ceniceros. Buscando colillas, encuentro varias con manchas de carmín. Sí, aquí hubo una mujer.
Toco las sábanas. Todavía tibias por la calidez compartida. Las dos almohadas desordenadas. Ella se ha ido, claro, y el Pasajero se ha ido, y yo estoy solo.
¿Cuánto ha durado en esta ocasión? Descuelgo el teléfono y llamo a Central.
¿Qué día es hoy?
La sosa voz femenina del ordenador responde:
Viernes, cuatro de diciembre, mil novecientos ochenta y siete.
¿La hora?
Nueve y cuarenta y uno. Hora de la costa este.
¿Previsión del tiempo?
La temperatura prevista oscila entre cero y tres grados. La temperatura actual, medio grado. Viento del norte, veintiséis kilómetros por hora. Poco riesgo de precipitaciones.
¿Qué recomiendas para la resaca?
¿Comida o medicina?
Lo que te apetezca —digo.
El ordenador se lo piensa un poco. Luego se decide por ambas cosas y activa mi cocina. Por el grifo sale zumo frío de tomate. Empiezan a freírse los huevos. De la ranura de medicamentos sale un líquido púrpura. El Ordenador Central es siempre muy considerado. Me pregunto si los Pasajeros lo cabalgan en alguna ocasión. ¿Les resultaría más emocionante? ¡Seguro que debe de ser mucho más emocionante tomar prestado el millón de mentes de Central que vivir un rato en el alma defectuosa y cortocircuitada de un ser humano corroído!
Cuatro de diciembre, ha dicho Central. Viernes. Así que el Pasajero me ha tenido durante tres noches.
Me bebo la sustancia púrpura y examino cautelosamente en mis recuerdos, como examinarías una llaga purulenta.
Recuerdo el martes por la mañana. Un mal momento en el trabajo. Las tablas no cuadran. El jefe de sección está irritable; los Pasajeros le han tomado tres veces en cinco semanas y, en consecuencia, su sección es un caos y corre el riesgo de perder su bonificación de Navidad. Aunque es costumbre no penalizar a alguien por los deslices debidos a los Pasajeros, según dicta el sistema, el jefe de sección parece creer que le tratarán injustamente. Así que nos trata a nosotros injustamente. Lo pasamos mal. Revisar las tablas, ajustar el programa, comprobar diez veces los fundamentos. Aquí llegan: las previsiones detalladas para las variaciones del precio de los valores de empresas de servicios públicos, desde febrero a abril de 1988. Esa tarde nos íbamos a reunir para analizar las tablas y lo que nos indican.
No recuerdo el martes por la tarde.
Debió de ser entonces cuando me tomó el Pasajero. Quizás en el trabajo; quizás en la misma sala de conferencias forrada de caoba, durante la reunión. Rostros rosados y preocupados a mi alrededor; toso, me tambaleo, me caigo de la silla. Los demás agitan la cabeza con tristeza. Nadie intenta ayudarme. Nadie me detiene. Es demasiado peligroso interponerse en el camino de alguien que lleva un Pasajero. Hay muchas probabilidades de que un segundo Pasajero aceche cerca en estado incorpóreo, buscando una montura. Así que me evitan. Salgo del edificio.
Después de eso, ¿qué?
Sentado en mi habitación, la desolada mañana del viernes, me como los huevos revueltos e intento reconstruir las tres noches perdidas.
Por supuesto, es imposible. La mente consciente funciona durante el periodo de cautividad, pero tras la retirada del Pasajero, también desaparecen casi todos los recuerdos. Solo queda un ligero residuo, una capa sucia de recuerdos tenues y fantasmales. Después la montura no es exactamente la misma persona; a pesar de no poder recordar los detalles de la experiencia, queda sutilmente alterada.
Intento recordar.
¿Una mujer? Sí, carmín en las colillas. Sexo, claro, aquí en mi habitación. ¿Joven? ¿Mayor? ¿Rubia? ¿Morena? Todo es impreciso. ¿Cómo se portó mi cuerpo prestado? ¿Fui buen amante? Intento serlo, cuando soy yo mismo. Lo mantengo en forma. A los 38, puedo aguantar tres sets de tenis una tarde de verano sin venirme abajo. Puedo hacer que una mujer brille como se supone que debe brillar. No me jacto: solo especifico. Todos tenemos alguna habilidad. Esa es la mía.
Pero los Pasajeros, me dicen, se divierten especialmente yendo contra nuestras habilidades. Por tanto, ¿mi jinete se habrá deleitado encontrando una mujer y obligándome a fallar repetidamente con ella?
Me desagrada la idea.
Empieza a despejarse la neblina de mi mente. La medicina enviada por Central surte efecto con rapidez. Como, me afeito y me coloco bajo el vibrador hasta tener la piel limpia. Hago ejercicio. ¿El Pasajero ejercitó mi cuerpo las mañanas del miércoles y el jueves? Probablemente no. Debo compensarlo. Ahora estoy cerca de la mediana edad; el tono perdido no se recupera con facilidad.
Me toco los dedos de los pies veinte veces, con las piernas estiradas.
Pedaleo en el aire.
Me tiendo y me levanto sobre los codos.
El cuerpo responde, a pesar del maltrato sufrido. Es mi primer momento de cierta alegría desde que he despertado: siento el hormigueo interno de saber que conservo el vigor.
Ahora lo que quiero es un poco de aire fresco. Me visto con rapidez y salgo. Hoy no hace falta que aparezca por el trabajo. Saben muy bien que desde el martes por la tarde he tenido un Pasajero; no hace falta que sepan que el Pasajero se ha ido antes del amanecer del viernes. Tendré un día libre. Pasearé por las calles, estirando las piernas, compensando al cuerpo por los abusos que ha sufrido.
Entro en el ascensor. Bajo cincuenta pisos. Doy un paso y penetro en la lobreguez de diciembre.
Las torres de Nueva York se alzan sobre mi cabeza.
Los coches circulan por las calles. Los conductores están sentados al volante, nerviosos. Uno nunca sabe cuándo van a tomar prestado al conductor de un coche cercano, y siempre se produce un momento de fallo de coordinación mientras el Pasajero toma el control. De esa forma se pierden muchas vidas en las calles y las autopistas; pero en ningún caso la vida de un Pasajero.
Camino sin dirección. Cruzo la calle Catorce, hacia el norte, escuchando los ronroneos bajos y violentos de los motores eléctricos. Veo a un chico bailoteando en la calle y sé que le están cabalgando. En la Quinta con la Veintidós se acerca un hombre de aspecto próspero y barrigón, con la corbata torcida y el Wall Street Joumal del día sobresaliendo del abrigo. Ríe. Saca la lengua. Cabalgado. Cabalgado. Le evito. Moviéndome con rapidez llego hasta el paso subterráneo que lleva el tráfico por debajo de la Treinta y cuatro hasta Queens, y me detengo un momento para observar a dos chicas adolescentes que se pelean al borde del paso de peatones. Una es de raza negra. Agita los ojos aterrorizada. La otra la empuja hacia la barandilla. Cabalgada. Pero el Pasajero no tiene como objetivo el asesinato, sino simplemente el placer. Deja en paz a la chica negra que cae encogida, estremeciéndose. A continuación se pone en pie y sale corriendo. La otra chica se mete en la boca un largo mechón de pelo reluciente, lo mastica, da la impresión de despertar. Parece aturdida.
Aparto la vista. Nadie mira mientras un compañero de penalidades despierta. Hay un código moral de los cabalgados; en estos días oscuros poseemos muchas más costumbres tribales.
Me apresuro.
¿Adónde voy con tanta prisa? Ya he caminado más de un kilómetro. Parece que me dirijo hacia un objetivo, como si mi Pasajero todavía estuviese ocupando mi cráneo, incitándome. Pero sé que no es así. Por ahora, al menos, soy libre.
¿De verdad lo sé con seguridad?
Cogito ergo sum ya no vale. Seguimos pensando incluso mientras nos cabalgan, y vivimos una tranquila desesperación, incapaces de detener nuestros actos por desagradables que resulten, por autodestructivos que sean. Estoy seguro de poder distinguir el estado de cargar con un Pasajero del estado de ser libre. Pero quizá no. Quizá cargue con un Pasajero especialmente diabólico que no me ha liberado en absoluto, sino que simplemente se ha retirado al cerebelo, dejándome la ilusión de libertad mientras al mismo tiempo, subrepticiamente, me impulsa hacia algún propósito suyo.
¿Tuvimos en algún momento algo más que la ilusión de libertad? Pero la idea de ser cabalgado sin darme cuenta es inquietante. Empiezo a sudar profusamente y no solo por el ejercicio de caminar. Alto. Alto ahora mismo. ¿Por qué debes caminar? Estás en la calle Cuarenta y dos. Ahí está la biblioteca. Nada te impulsa a seguir. Detente un rato, me digo. Descansa en los escalones de la biblioteca.
Me siento en la fría piedra y me digo que solo yo he tomado la decisión.
¿Ha sido así? Es el viejo problema del libre albedrío frente al determinismo, manifestado de la forma más desagradable. El determinismo ya no es una abstracción filosófica; ahora el determinismo son fríos tentáculos alienígenas deslizándose entre las suturas craneales. Los Pasajeros llegaron hace tres años. Desde entonces me han cabalgado en cinco ocasiones. Ahora el mundo es muy diferente. Pero incluso hemos sabido adaptarnos a algo así. Nos hemos adaptado. Tenemos nuestras costumbres. La vida sigue. El Gobierno gobierna, el Congreso se reúne, la Bolsa hace negocio como siempre y disponemos de métodos para compensar el caos aleatorio. Es la única forma. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Achicarnos en la derrota? Tenemos un enemigo contra el que no podemos luchar; solo podemos resistirnos aguantando. Así que aguantamos.
Siento el frío de los escalones de piedra. Muy pocas personas se sientan aquí en diciembre.
Me repito que he dado este largo paseo por propia voluntad, que me he parado por decisión propia, que ahora mismo no hay ningún Pasajero cabalgando en mi cerebro. Quizá. Quizá. No puedo permitirme creer que no soy libre.
¿Podría ser, me pregunto, que el Pasajero dejase algunas órdenes persistentes? ¿Ve hasta ese lugar, detente aquí? También es posible.
Miro a los otros que también están sentados en los escalones.
Un anciano, de ojos vacíos, sentado sobre un periódico. Un chico de unos trece años, con las fosas nasales dilatadas. Una mujer rolliza. ¿Todos están cabalgados? Hoy parece que los Pasajeros me rodean. Cuanto más estudio a los cabalgados más me convenzo de que, por ahora, estoy libre. La última vez disfruté de tres meses de libertad entre cabalgadas. Dicen que algunas personas apenas experimentan la libertad. Sus cuerpos tienen una gran demanda y solo conocen fugaces fogonazos de libertad, un día aquí, una semana allá, una hora. Jamás podremos determinar cuántos Pasajeros infestan el mundo. Quizá millones. O quizá cinco. ¿Quién sabe?
Una ráfaga de nieve desciende del cielo gris. Central ha dicho que el riesgo de precipitaciones era escaso. ¿Esta mañana también cabalgan a Central?
Veo a la mujer.
Está sentada en diagonal, a un lado, cinco escalones más arriba, a unos treinta metros, con la falda negra recogida hasta las rodillas para mostrar sus piernas bonitas. Es joven. Tiene el pelo de un castaño profundo y rico. Los ojos son claros; a esta distancia no puedo determinar su color exacto. Va vestida con sencillez. Tiene menos de treinta años. Viste un abrigo verde oscuro y su carmín tiene un cierto tono morado. Labios gruesos, nariz esbelta de puente alto, cejas delicadamente cuidadas.
La conozco.
He pasado las tres últimas noches con ella, en mi habitación. Es ella.
Cabalgada vino a mí y cabalgado me acosté con ella. Estoy totalmente seguro. El velo de la memoria se descorre; veo su cuerpo delgado desnudo, en mi cama.
¿Cómo puede ser que la recuerde?
Es un recuerdo demasiado intenso para ser una fantasía. Está claro que es algo que se me ha permitido recordar por razones que no alcanzo a comprender, y recuerdo más cosas. Recuerdo sus ronroneos de placer. Sé que mi propio cuerpo no me traicionó esas tres noches, ni tampoco le fallé a ella.
Y hay más. Recuerdo música sinuosa; olor a juventud en su pelo; el crujido de los árboles en invierno. De alguna forma me hace recordar una época de inocencia, una época en la que soy joven y las mujeres son un misterio, una época de fiestas, bailes, calidez y secreto.
Me siento atraído por ella.
También se respeta una etiqueta en estos casos. Es de muy mala educación dirigirse a alguien a quien has conocido mientras te cabalgaban. Un encuentro así no te da ningún privilegio; un desconocido sigue siéndolo independientemente de lo que podáis haber hecho o dicho durante ese periodo involuntario en que estuvisteis juntos.
Pero aun así me siento atraído por ella.
¿A qué viene esta violación del tabú? ¿A qué viene este completo desprecio por la etiqueta? Nunca lo he hecho antes. Siempre he sido escrupuloso.
Pero me pongo en pie, recorro el escalón en el que he estado sentado hasta situarme debajo de ella y alzo la vista. Automáticamente la mujer junta los tobillos y cierra las rodillas como si se diera cuenta de que su postura no es muy recatada. Por ese gesto sé que ahora no la cabalgan. La miro a los ojos. Son de un verde brumoso. Es hermosa y rebusco más detalles de nuestra pasión.
Subo escalón a escalón hasta situarme delante.
Hola —digo.
Me dedica una mirada neutra. No parece reconocerme. Tiene los ojos velados, como sucede a menudo después de la partida de un Pasajero. Aprieta los labios y me valora de forma distante.
Hola —responde con frialdad—. No me parece que te conozca.
No. No me conoces. Pero tengo la sensación de que ahora mismo no quieres estar sola, y yo sé que no quiero estar solo. —Intento persuadirla con los ojos de que mis motivos son decentes—. Hay nieve en el aire —digo—. Podemos encontrar un lugar más caliente. Me gustaría hablar contigo.
¿Sobre qué?
Vamos a otro sitio y te lo contaré. Me llamo Charles Roth.
Helen Martin.
Se pone en pie. Todavía no ha abandonado su fría neutralidad; sospecha, está incómoda. Pero al menos está dispuesta a ir conmigo. Una buena señal.
¿Es demasiado temprano para tomar una copa? —digo.
No estoy segura. No sé qué hora es.
Todavía no son las doce.
Aun así me tomaré una copa —dice, y los dos sonreímos.
Vamos a un bar que está al otro lado de la calle. Sentados uno frente al otro, en la oscuridad, bebemos: daiquiri ella, bloody mary para mí. Se relaja un poco. Me pregunto qué pretendo de ella. El placer de su compañía: sí. ¿Su compañía en la cama? Pero ya he tenido ese placer, tres noches seguidas, aunque ella no lo sabe. Quiero algo más. Algo, Qué mas. ¿Qué?
Tiene los ojos inyectados en sangre. Ha dormido poco las últimas tres noches. Digo:
¿Ha sido desagradable?
¿El qué?
El Pasajero.
La reacción le atraviesa la cara como un trallazo.
¿Cómo has sabido que he tenido un Pasajero?
Lo sé.
Se supone que no debemos hablar de eso.
Soy un librepensador —le digo—. Mi Pasajero me ha abandonado en algún momento de la noche. Me cabalgaba desde el martes por la tarde.
El mío me ha abandonado hace unas dos horas, creo. —Se le enrojecen las mejillas. Es muy atrevido hablar de eso—. Me cabalgaba desde el lunes por la noche. Fue mi quinta vez.
También la mía.
Jugamos con las bebidas. El entendimiento empieza a madurar, casi sin necesidad de palabras. Nuestras experiencias con Pasajeros nos ofrecen un punto en común, aunque Helen no sabe lo íntimamente que compartimos esas experiencias.
Hablamos. Diseña escaparates. Tiene un pequeño apartamento a un par de manzanas de aquí. Vive sola. Me pregunta a qué me dedico.
Soy analista de valores —le digo.
Sonríe. Tiene unos dientes perfectos. Tomamos la segunda ronda.
Ahora estoy completamente seguro de que es la mujer que estaba en mi habitación cuando me cabalgaban.
La semilla de la esperanza comienza a crecer en mi interior. Ha sido una feliz coincidencia la que nos ha vuelto a reunir poco después de que nos separásemos como soñadores. También ha sido una coincidencia feliz que algunos vestigios del sueño hayan perdurado en mi mente.
Hemos compartido algo, quién sabe qué, y ha tenido que ser genial para dejarme una impresión tan clara, y ahora quiero conocerle, estando consciente, despierto, siendo yo mismo, y renovar la relación, haciendo que en esta ocasión sea real. No es lo correcto, porque estoy abusando de un privilegio que solo es mío en virtud de la breve presencia de los Pasajeros en nuestros cuerpos. Pero la necesito. La deseo.
Ella también parece necesitarme, sin darse cuenta de quién soy.
Pero el miedo la frena.
A mí también me asusta asustarla y no me aprovecho de mi ventaja con demasiada rapidez. Quizás ahora me lleve a su apartamento, quizá no, pero no se lo pido. Nos acabamos las copas. Acordamos volver a vernos en los escalones de la biblioteca mañana. Brevemente le rozo la mano con la mía. Luego se va.
Esa noche lleno tres ceniceros. Una y otra vez analizo la cordura de lo que estoy haciendo. ¿Por qué no dejarla en paz? No tengo derecho a seguirla. Dado el lugar en que se ha convertido nuestro mundo, lo más sensato es mantenerse alejados.
Y sin embargo… conservo esa punzada de recuerdos entrevistos cuando pienso en ella. Las luces difuminadas de las oportunidades perdidas bajo las escaleras, la risa juvenil en los pasillos del segundo piso, besos robados, recuerdos de té y tarta. Recuerdo a la chica con la orquídea en el pelo, y a la del vestido de lentejuelas, y a la de cara de niña y ojos de mujer, todo de hace tanto tiempo, todo perdido, todo desaparecido, y me repito que esta vez no la perderé, esta vez no permitiré que me la arrebaten.
Llega la mañana, un sábado tranquilo. Regreso a la biblioteca dudando de que vaya a encontrarla allí. Pero allí está, en los escalones, y verla es como un respiro. Parece recelosa, inquieta; evidentemente ha estado pensando, ha dormido un poco. Juntos recorremos la Quinta Avenida. Está muy cerca de mí, pero no me agarra el brazo. Sus pasos son rápidos, cortos, nerviosos.
Quiero proponer que vayamos a su apartamento en lugar de ir al bar. Hoy en día hay que darse prisa cuando se es libre. Pero sé que sería un error considerar esto una cuestión de táctica. La prisa tosca sería fatal. Quizás obtendría una victoria en cuyo interior habitaría una derrota anonadadora. En cualquier caso, su estado de ánimo no parece muy prometedor. La miro, pensando en música de cuerda y en nevadas, y ella mira al cielo gris.
Dice:
Puedo sentirlos observándome continuamente. Como buitres volando en lo alto, esperando, esperando. Listos para atacar.
Pero hay una forma de derrotarlos. Podemos aferrarnos a pequeños fragmentos de vida cuando no nos miran.
Siempre nos miran.
No —le digo—. No puede haber tantos. En ocasiones miran hacia otra parte. Y cuando lo hacen dos personas pueden reunirse e intentar compartir el calor humano.
Pero ¿de qué sirve?
Eres demasiado pesimista, Helen. Pasan de nosotros durante meses. Tenemos una oportunidad. Tenemos una oportunidad.
Pero no puedo atravesar su coraza de miedo. La paraliza la cercanía de los Pasajeros; es incapaz de empezar nada por miedo de que nuestros torturadores se lo arrebaten. Llegamos al edificio donde vive y tengo la esperanza de que cambie de opinión y me invite. Vacila un instante, pero solo un instante: toma mi mano entre las suyas, me sonríe, la sonrisa desaparece y se va, dejándome solo con las palabras:
Reunámonos mañana en la biblioteca. A mediodía. Recorro solo el largo y frío camino a casa.
Esa noche su pesimismo se me contagia. Parece fútil que intentemos salvar algo de nuestras vidas. Más aún: es cruel por mi parte buscarla, es vergonzoso que le ofrezca un amor indeciso cuando yo no soy libre. En este mundo, me digo, deberíamos mantenernos bien alejados los unos de los otros, para no hacer daño a nadie cuando nos toman y nos cabalgan.
Por la mañana no voy a verla.
Es mejor así, insisto. No debo jugar con ella. Me la imagino en la biblioteca, preguntándose por qué llego tarde, poniéndose tensa, impacientándose para acabar enojada. Se enfadará conmigo por dejarla plantada, pero la furia acabará remitiendo y pronto me perdonará.
Llega el lunes. Vuelvo al trabajo.
Naturalmente, nadie comenta mi ausencia. Es como si no me hubiese ido. Esta mañana el mercado está fuerte. El trabajo es complejo; ha pasado media mañana antes de que piense en Helen. Pero una vez que pienso en ella ya no puedo pensar en nada más. Mi cobardía al plantarla. El infantilismo de las reflexiones tenebrosas del sábado por la noche. ¿Aceptamos el destino con tanta pasividad? ¿Nos rendimos? Ahora quiero luchar para hacerme un hueco de seguridad a pesar de las circunstancias. Siento la profunda convicción de que puede lograrse. Después de todo, es posible que los Pasajeros no nos vuelvan a molestar. Y esa fugaz sonrisa suya frente a su edificio, el sábado, ese resplandor momentáneo; debería haberle dicho que tras su muro de miedo latían las mismas esperanzas. Ella esperaba que yo la guiase. Y lo que hice fue quedarme en casa.
A la hora del almuerzo voy a la biblioteca, convencido de que es inútil.
Pero allí está. Baja los escalones; el viento corta su esbelta figura.
Voy hasta ella.
Guarda un momento de silencio.
Hola —dice por fin.
Lamento lo de ayer.
Te esperé mucho tiempo.
Me encojo de hombros.
Me hice a la idea de que no tenía sentido venir. Pero he vuelto a cambiar de opinión.
Intenta mostrarse fría. Pero sé que se alegra de volver a verme; ¿por qué si no ha venido hoy? No puede ocultar su deleite interior. Ni yo tampoco. Señalo al otro lado de la calle, al bar.
¿Un daiquiri? —digo—. Como ofrenda de paz.
Vale.
Hoy el bar está atestado, pero de todos modos encontramos un reservado. Hay un brillo en sus ojos que no había visto antes. Creo que en su interior la barrera se desmorona.
Ya no me tienes tanto miedo, Helen —digo.
Nunca te he tenido miedo. Tengo miedo de lo que podría pasar…
Si nos arriesgamos.
No tengas miedo. No.
Intento no tener miedo. Pero en ocasiones parece todo tan inútil. Desde que ellos llegaron…
Todavía podemos intentar vivir nuestras vidas.
Quizá.
Debemos hacerlo. Hagamos un pacto, Helen. Nada de desolación.
Nada de preocuparse por las cosas terribles que podrían suceder. ¿Vale?
Una pausa. Luego una mano fría contra la mía.
Vale.
Nos acabamos las copas, doy mi tarjeta de crédito para pagar y salimos fuera. Quiero que ella me diga que me olvide del trabajo por esta tarde y que la acompañe a casa. Ya es inevitable que me lo pida, y mejor pronto que tarde.
Caminamos una manzana. No me hace la invitación. Siento su lucha interior y espero, permitiendo que esa lucha se resuelva sin ninguna interferencia por mi parte. Recorremos una segunda manzana. Vamos del brazo pero solo habla de su trabajo, del tiempo, y se trata de una conversación remota y distante. En la siguiente esquina gira en sentido contrario, alejándose de su apartamento, de vuelta al bar. Intento ser paciente.
Ya no hace falta que precipite las cosas, me digo. Para mí su cuerpo no es un secreto. Hemos empezado la relación al revés, con la parte física primero; ahora hará falta tiempo para retroceder hacia la parte más difícil que algunos llaman amor.
Pero claro está, ella no es consciente de que nos hemos conocido de esa forma. El viento nos arroja copos de nieve a la cara y por alguna razón los pinchazos fríos despiertan mi sinceridad. Sé lo que debo decir. Debo renunciar a mi ventaja injusta.
Se lo digo:
Cuando me cabalgaron la semana pasada, Helen, tuve a una mujer en mi habitación.
¿Por qué hablas de eso ahora?
Debo hacerlo, Helen. Tú eras la mujer.
Se detiene. Me mira. La gente pasa a nuestro lado, apresurándose.
Tiene el rostro muy pálido y el rubor crece en sus mejillas.
No tiene gracia, Charles.
No es una broma. Estuviste conmigo desde la noche del martes hasta la mañana del viernes.
¿Cómo es posible que lo sepas?
Lo sé. Lo sé. El recuerdo es claro. Permanece de alguna forma, Helen. Veo todo tu cuerpo.
Calla, Charles.
Fue genial estar juntos —digo—. Debimos deleitar a nuestros Pasajeros haciendo tan buena pareja. Volver a verte… fue como despertar de un sueño y descubrir que el sueño era real, ver a la mujer allí mismo…
¡No!
Vayamos a tu apartamento y empecemos de nuevo.
Hablas con deliberada grosería —dice— y no sé por qué, pero no había ninguna razón para que lo estropeases. Quizás estuve contigo y quizá no, pero tú no lo sabrías y, de saberlo, deberías mantener la boca cerrada y…
Tienes una mancha de nacimiento del tamaño de una moneda de diez centavos —digo—, unos siete centímetros bajo tu pecho izquierdo.
Gime y se lanza contra mí, allí mismo, en la calle. Sus largas uñas plateadas me arañan las mejillas. Me aporrea. Me asalta con las rodillas. Nadie presta atención; los que pasan dan por supuesto que nos cabalgan y apartan la vista. Es todo furia, pero la rodeo con los brazos como si fuesen de acero, por lo que solo puede patalear y resoplar, y tengo su cuerpo pegado a mí. Está rígida, angustiada.
En voz baja y perentoria le digo:
Los derrotaremos, Helen. Terminaremos lo que ellos empezaron.
No luches contra mí. No hay razón para luchar contra mí. Sé que es un accidente que te recuerde, pero déjame ir contigo y demostrarte que debemos estar juntos.
Suél… tame.
Por favor, por favor. ¿Por qué debemos ser enemigos? No pretendo hacerte daño. Te quiero, Helen. ¿Recuerdas cuando éramos críos, que jugábamos a estar enamorados? Yo lo hacía; seguro que tú también. A los dieciséis, diecisiete años. Los susurros, las conspiraciones… un gran juego, y lo sabíamos. Pero el juego ha terminado. No podemos permitirnos coquetear y salir corriendo. Cuando estamos libres tenemos muy poco tiempo… debemos confiar, debemos abrirnos…
Está mal.
No. Solo es una estúpida costumbre que dos personas unidas por los Pasajeros deban evitarse. No tenemos que seguirla. Helen… Helen…
El tono de voz hace mella en ella. Deja de pelear. El cuerpo rígido se relaja. Me mira, el rostro arrasado por las lágrimas distendido, los ojos empañados.
Confía en mí —digo—. ¡Confía en mí, Helen!
Vacila. Luego sonríe.
En ese momento siento el escalofrío en la base del cráneo, la sensación de una aguja de acero penetrando el hueso. Me envaro. Mis brazos se apartan de ella. Durante un instante pierdo el contacto y, cuando la neblina se aclara, todo es diferente…
¿Charles? —dice—. ¿Charles?
Tiene los nudillos contra los dientes. Me giro, pasando de ella, y regreso al bar. En uno de los apartados delanteros hay un joven sentado. Su pelo oscuro reluce de fijador; tiene delicadas mejillas. Sus ojos se encuentran con los míos.
Me siento. Él pide las bebidas. No hablamos.
Mi mano le toca la muñeca, pero se queda ahí. El camarero, sirviendo las bebidas, frunce el entrecejo pero no dice nada. Bebemos los cócteles y dejamos los vasos vacíos.
Vamos —dice el joven.
Le sigo a la calle.