Ya
solo queda un fragmento de mí. Los pedazos de memoria se han
dispersado y se alejan como glaciares rotos. Siempre sucede igual
cuando nos abandona un Pasajero. Jamás estamos seguros de todo lo
que hicieron nuestros cuerpos prestados. Solo nos quedan vestigios
persistentes, las huellas.
Como
la arena aferrada a una botella que se agita en el océano.
Como
el palpitar de un miembro amputado.
Me
levanto. Me tranquilizo. Tengo el pelo revuelto; me lo peino.
Tengo
la cara arrugada por la falta de sueño. Tengo un sabor amargo en la
boca. ¿Mi Pasajero ha comido estiércol con mi boca? Hace cosas así.
Hacen lo que sea.
Es
por la mañana.
Una
mañana gris e incierta. La miro un rato y luego, estremeciéndome,
oscurezco la ventana y me enfrento a la superficie gris e incierta
del panel interior. Mi habitación parece revuelta. ¿Estuve aquí
con una mujer? Hay ceniza en los ceniceros. Buscando colillas,
encuentro varias con manchas de carmín. Sí, aquí hubo una mujer.
Toco
las sábanas. Todavía tibias por la calidez compartida. Las dos
almohadas desordenadas. Ella se ha ido, claro, y el Pasajero se ha
ido, y yo estoy solo.
¿Cuánto
ha durado en esta ocasión? Descuelgo el teléfono y llamo a Central.
—¿Qué
día es hoy?
La
sosa voz femenina del ordenador responde:
—Viernes,
cuatro de diciembre, mil novecientos ochenta y siete.
—¿La
hora?
—Nueve
y cuarenta y uno. Hora de la costa este.
—¿Previsión
del tiempo?
—La
temperatura prevista oscila entre cero y tres grados. La temperatura
actual, medio grado. Viento del norte, veintiséis kilómetros por
hora. Poco riesgo de precipitaciones.
—¿Qué
recomiendas para la resaca?
—¿Comida
o medicina?
—Lo
que te apetezca —digo.
El
ordenador se lo piensa un poco. Luego se decide por ambas cosas y
activa mi cocina. Por el grifo sale zumo frío de tomate. Empiezan a
freírse los huevos. De la ranura de medicamentos sale un líquido
púrpura. El Ordenador Central es siempre muy considerado. Me
pregunto si los Pasajeros lo cabalgan en alguna ocasión. ¿Les
resultaría más emocionante? ¡Seguro que debe de ser mucho más
emocionante tomar prestado el millón de mentes de Central que vivir
un rato en el alma defectuosa y cortocircuitada de un ser humano
corroído!
Cuatro
de diciembre, ha dicho Central. Viernes. Así que el Pasajero me ha
tenido durante tres noches.
Me
bebo la sustancia púrpura y examino cautelosamente en mis recuerdos,
como examinarías una llaga purulenta.
Recuerdo
el martes por la mañana. Un mal momento en el trabajo. Las tablas no
cuadran. El jefe de sección está irritable; los Pasajeros le han
tomado tres veces en cinco semanas y, en consecuencia, su sección es
un caos y corre el riesgo de perder su bonificación de Navidad.
Aunque es costumbre no penalizar a alguien por los deslices debidos a
los Pasajeros, según dicta el sistema, el jefe de sección parece
creer que le tratarán injustamente. Así que nos trata a nosotros
injustamente. Lo pasamos mal. Revisar las tablas, ajustar el
programa, comprobar diez veces los fundamentos. Aquí llegan: las
previsiones detalladas para las variaciones del precio de los valores
de empresas de servicios públicos, desde febrero a abril de 1988.
Esa tarde nos íbamos a reunir para analizar las tablas y lo que nos
indican.
No
recuerdo el martes por la tarde.
Debió
de ser entonces cuando me tomó el Pasajero. Quizás en el trabajo;
quizás en la misma sala de conferencias forrada de caoba, durante la
reunión. Rostros rosados y preocupados a mi alrededor; toso, me
tambaleo, me caigo de la silla. Los demás agitan la cabeza con
tristeza. Nadie intenta ayudarme. Nadie me detiene. Es demasiado
peligroso interponerse en el camino de alguien que lleva un Pasajero.
Hay muchas probabilidades de que un segundo Pasajero aceche cerca en
estado incorpóreo, buscando una montura. Así que me evitan. Salgo
del edificio.
Después
de eso, ¿qué?
Sentado
en mi habitación, la desolada mañana del viernes, me como los
huevos revueltos e intento reconstruir las tres noches perdidas.
Por
supuesto, es imposible. La mente consciente funciona durante el
periodo de cautividad, pero tras la retirada del Pasajero, también
desaparecen casi todos los recuerdos. Solo queda un ligero residuo,
una capa sucia de recuerdos tenues y fantasmales. Después la montura
no es exactamente la misma persona; a pesar de no poder recordar los
detalles de la experiencia, queda sutilmente alterada.
Intento
recordar.
¿Una
mujer? Sí, carmín en las colillas. Sexo, claro, aquí en mi
habitación. ¿Joven? ¿Mayor? ¿Rubia? ¿Morena? Todo es impreciso.
¿Cómo se portó mi cuerpo prestado? ¿Fui buen amante? Intento
serlo, cuando soy yo mismo. Lo mantengo en forma. A los 38, puedo
aguantar tres sets de tenis una tarde de verano sin venirme abajo.
Puedo hacer que una mujer brille como se supone que debe brillar. No
me jacto: solo especifico. Todos tenemos alguna habilidad. Esa es la
mía.
Pero
los Pasajeros, me dicen, se divierten especialmente yendo contra
nuestras habilidades. Por tanto, ¿mi jinete se habrá deleitado
encontrando una mujer y obligándome a fallar repetidamente con ella?
Me
desagrada la idea.
Empieza
a despejarse la neblina de mi mente. La medicina enviada por Central
surte efecto con rapidez. Como, me afeito y me coloco bajo el
vibrador hasta tener la piel limpia. Hago ejercicio. ¿El Pasajero
ejercitó mi cuerpo las mañanas del miércoles y el jueves?
Probablemente no. Debo compensarlo. Ahora estoy cerca de la mediana
edad; el tono perdido no se recupera con facilidad.
Me
toco los dedos de los pies veinte veces, con las piernas estiradas.
Pedaleo
en el aire.
Me
tiendo y me levanto sobre los codos.
El
cuerpo responde, a pesar del maltrato sufrido. Es mi primer momento
de cierta alegría desde que he despertado: siento el hormigueo
interno de saber que conservo el vigor.
Ahora
lo que quiero es un poco de aire fresco. Me visto con rapidez y
salgo. Hoy no hace falta que aparezca por el trabajo. Saben muy bien
que desde el martes por la tarde he tenido un Pasajero; no hace falta
que sepan que el Pasajero se ha ido antes del amanecer del viernes.
Tendré un día libre. Pasearé por las calles, estirando las
piernas, compensando al cuerpo por los abusos que ha sufrido.
Entro
en el ascensor. Bajo cincuenta pisos. Doy un paso y penetro en la
lobreguez de diciembre.
Las
torres de Nueva York se alzan sobre mi cabeza.
Los
coches circulan por las calles. Los conductores están sentados al
volante, nerviosos. Uno nunca sabe cuándo van a tomar prestado al
conductor de un coche cercano, y siempre se produce un momento de
fallo de coordinación mientras el Pasajero toma el control. De esa
forma se pierden muchas vidas en las calles y las autopistas; pero en
ningún caso la vida de un Pasajero.
Camino
sin dirección. Cruzo la calle Catorce, hacia el norte, escuchando
los ronroneos bajos y violentos de los motores eléctricos. Veo a un
chico bailoteando en la calle y sé que le están cabalgando. En la
Quinta con la Veintidós se acerca un hombre de aspecto próspero y
barrigón, con la corbata torcida y el Wall Street Joumal del día
sobresaliendo del abrigo. Ríe. Saca la lengua. Cabalgado. Cabalgado.
Le evito. Moviéndome con rapidez llego hasta el paso subterráneo
que lleva el tráfico por debajo de la Treinta y cuatro hasta Queens,
y me detengo un momento para observar a dos chicas adolescentes que
se pelean al borde del paso de peatones. Una es de raza negra. Agita
los ojos aterrorizada. La otra la empuja hacia la barandilla.
Cabalgada. Pero el Pasajero no tiene como objetivo el asesinato, sino
simplemente el placer. Deja en paz a la chica negra que cae encogida,
estremeciéndose. A continuación se pone en pie y sale corriendo. La
otra chica se mete en la boca un largo mechón de pelo reluciente, lo
mastica, da la impresión de despertar. Parece aturdida.
Aparto
la vista. Nadie mira mientras un compañero de penalidades despierta.
Hay un código moral de los cabalgados; en estos días oscuros
poseemos muchas más costumbres tribales.
Me
apresuro.
¿Adónde
voy con tanta prisa? Ya he caminado más de un kilómetro. Parece que
me dirijo hacia un objetivo, como si mi Pasajero todavía estuviese
ocupando mi cráneo, incitándome. Pero sé que no es así. Por
ahora, al menos, soy libre.
¿De
verdad lo sé con seguridad?
Cogito
ergo sum
ya
no vale. Seguimos pensando incluso mientras nos cabalgan, y vivimos
una tranquila desesperación, incapaces de detener nuestros actos por
desagradables que resulten, por autodestructivos que sean. Estoy
seguro de poder distinguir el estado de cargar con un Pasajero del
estado de ser libre. Pero quizá no. Quizá cargue con un Pasajero
especialmente diabólico que no me ha liberado en absoluto, sino que
simplemente se ha retirado al cerebelo, dejándome la ilusión de
libertad mientras al mismo tiempo, subrepticiamente, me impulsa hacia
algún propósito suyo.
¿Tuvimos
en algún momento algo más que la ilusión de libertad? Pero la idea
de ser cabalgado sin darme cuenta es inquietante. Empiezo a sudar
profusamente y no solo por el ejercicio de caminar. Alto. Alto ahora
mismo. ¿Por qué debes caminar? Estás en la calle Cuarenta y dos.
Ahí está la biblioteca. Nada te impulsa a seguir. Detente un rato,
me digo. Descansa en los escalones de la biblioteca.
Me
siento en la fría piedra y me digo que solo yo he tomado la
decisión.
¿Ha
sido así? Es el viejo problema del libre albedrío frente al
determinismo, manifestado de la forma más desagradable. El
determinismo ya no es una abstracción filosófica; ahora el
determinismo son fríos tentáculos alienígenas deslizándose entre
las suturas craneales. Los Pasajeros llegaron hace tres años. Desde
entonces me han cabalgado en cinco ocasiones. Ahora el mundo es muy
diferente. Pero incluso hemos sabido adaptarnos a algo así. Nos
hemos adaptado. Tenemos nuestras costumbres. La vida sigue. El
Gobierno gobierna, el Congreso se reúne, la Bolsa hace negocio como
siempre y disponemos de métodos para compensar el caos aleatorio. Es
la única forma. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Achicarnos en
la derrota? Tenemos un enemigo contra el que no podemos luchar; solo
podemos resistirnos aguantando. Así que aguantamos.
Siento
el frío de los escalones de piedra. Muy pocas personas se sientan
aquí en diciembre.
Me
repito que he dado este largo paseo por propia voluntad, que me he
parado por decisión propia, que ahora mismo no hay ningún Pasajero
cabalgando en mi cerebro. Quizá. Quizá. No puedo permitirme creer
que no soy libre.
¿Podría
ser, me pregunto, que el Pasajero dejase algunas órdenes
persistentes? ¿Ve hasta ese lugar, detente aquí? También es
posible.
Miro
a los otros que también están sentados en los escalones.
Un
anciano, de ojos vacíos, sentado sobre un periódico. Un chico de
unos trece años, con las fosas nasales dilatadas. Una mujer rolliza.
¿Todos están cabalgados? Hoy parece que los Pasajeros me rodean.
Cuanto más estudio a los cabalgados más me convenzo de que, por
ahora, estoy libre. La última vez disfruté de tres meses de
libertad entre cabalgadas. Dicen que algunas personas apenas
experimentan la libertad. Sus cuerpos tienen una gran demanda y solo
conocen fugaces fogonazos de libertad, un día aquí, una semana
allá, una hora. Jamás podremos determinar cuántos Pasajeros
infestan el mundo. Quizá millones. O quizá cinco. ¿Quién sabe?
Una
ráfaga de nieve desciende del cielo gris. Central ha dicho que el
riesgo de precipitaciones era escaso. ¿Esta mañana también
cabalgan a Central?
Veo
a la mujer.
Está
sentada en diagonal, a un lado, cinco escalones más arriba, a unos
treinta metros, con la falda negra recogida hasta las rodillas para
mostrar sus piernas bonitas. Es joven. Tiene el pelo de un castaño
profundo y rico. Los ojos son claros; a esta distancia no puedo
determinar su color exacto. Va vestida con sencillez. Tiene menos de
treinta años. Viste un abrigo verde oscuro y su carmín tiene un
cierto tono morado. Labios gruesos, nariz esbelta de puente alto,
cejas delicadamente cuidadas.
La
conozco.
He
pasado las tres últimas noches con ella, en mi habitación. Es ella.
Cabalgada
vino a mí y cabalgado me acosté con ella. Estoy totalmente seguro.
El velo de la memoria se descorre; veo su cuerpo delgado desnudo, en
mi cama.
¿Cómo
puede ser que la recuerde?
Es
un recuerdo demasiado intenso para ser una fantasía. Está claro que
es algo que se me ha permitido recordar por razones que no alcanzo a
comprender, y recuerdo más cosas. Recuerdo sus ronroneos de placer.
Sé que mi propio cuerpo no me traicionó esas tres noches, ni
tampoco le fallé a ella.
Y
hay más. Recuerdo música sinuosa; olor a juventud en su pelo; el
crujido de los árboles en invierno. De alguna forma me hace recordar
una época de inocencia, una época en la que soy joven y las mujeres
son un misterio, una época de fiestas, bailes, calidez y secreto.
Me
siento atraído por ella.
También
se respeta una etiqueta en estos casos. Es de muy mala educación
dirigirse a alguien a quien has conocido mientras te cabalgaban. Un
encuentro así no te da ningún privilegio; un desconocido sigue
siéndolo independientemente de lo que podáis haber hecho o dicho
durante ese periodo involuntario en que estuvisteis juntos.
Pero
aun así me siento atraído por ella.
¿A
qué viene esta violación del tabú? ¿A qué viene este completo
desprecio por la etiqueta? Nunca lo he hecho antes. Siempre he sido
escrupuloso.
Pero
me pongo en pie, recorro el escalón en el que he estado sentado
hasta situarme debajo de ella y alzo la vista. Automáticamente la
mujer junta los tobillos y cierra las rodillas como si se diera
cuenta de que su postura no es muy recatada. Por ese gesto sé que
ahora no la cabalgan. La miro a los ojos. Son de un verde brumoso. Es
hermosa y rebusco más detalles de nuestra pasión.
Subo
escalón a escalón hasta situarme delante.
—Hola
—digo.
Me
dedica una mirada neutra. No parece reconocerme. Tiene los ojos
velados, como sucede a menudo después de la partida de un Pasajero.
Aprieta los labios y me valora de forma distante.
—Hola
—responde con frialdad—. No me parece que te conozca.
—No.
No me conoces. Pero tengo la sensación de que ahora mismo no quieres
estar sola, y yo sé que no quiero estar solo. —Intento persuadirla
con los ojos de que mis motivos son decentes—. Hay nieve en el aire
—digo—. Podemos encontrar un lugar más caliente. Me gustaría
hablar contigo.
—¿Sobre
qué?
—Vamos
a otro sitio y te lo contaré. Me llamo Charles Roth.
—Helen
Martin.
Se
pone en pie. Todavía no ha abandonado su fría neutralidad;
sospecha, está incómoda. Pero al menos está dispuesta a ir
conmigo. Una buena señal.
—¿Es
demasiado temprano para tomar una copa? —digo.
—No
estoy segura. No sé qué hora es.
—Todavía
no son las doce.
—Aun
así me tomaré una copa —dice, y los dos sonreímos.
Vamos
a un bar que está al otro lado de la calle. Sentados uno frente al
otro, en la oscuridad, bebemos: daiquiri ella, bloody mary para mí.
Se relaja un poco. Me pregunto qué pretendo de ella. El placer de su
compañía: sí. ¿Su compañía en la cama? Pero ya he tenido ese
placer, tres noches seguidas, aunque ella no lo sabe. Quiero algo
más. Algo, Qué mas. ¿Qué?
Tiene
los ojos inyectados en sangre. Ha dormido poco las últimas tres
noches. Digo:
—¿Ha
sido desagradable?
—¿El
qué?
—El
Pasajero.
La
reacción le atraviesa la cara como un trallazo.
—¿Cómo
has sabido que he tenido un Pasajero?
—Lo
sé.
—Se
supone que no debemos hablar de eso.
—Soy
un librepensador —le digo—. Mi Pasajero me ha abandonado en algún
momento de la noche. Me cabalgaba desde el martes por la tarde.
—El
mío me ha abandonado hace unas dos horas, creo. —Se le enrojecen
las mejillas. Es muy atrevido hablar de eso—. Me cabalgaba desde el
lunes por la noche. Fue mi quinta vez.
—También
la mía.
Jugamos
con las bebidas. El entendimiento empieza a madurar, casi sin
necesidad de palabras. Nuestras experiencias con Pasajeros nos
ofrecen un punto en común, aunque Helen no sabe lo íntimamente que
compartimos esas experiencias.
Hablamos.
Diseña escaparates. Tiene un pequeño apartamento a un par de
manzanas de aquí. Vive sola. Me pregunta a qué me dedico.
—Soy
analista de valores —le digo.
Sonríe.
Tiene unos dientes perfectos. Tomamos la segunda ronda.
Ahora
estoy completamente seguro de que es la mujer que estaba en mi
habitación cuando me cabalgaban.
La
semilla de la esperanza comienza a crecer en mi interior. Ha sido una
feliz coincidencia la que nos ha vuelto a reunir poco después de que
nos separásemos como soñadores. También ha sido una coincidencia
feliz que algunos vestigios del sueño hayan perdurado en mi mente.
Hemos
compartido algo, quién sabe qué, y ha tenido que ser genial para
dejarme una impresión tan clara, y ahora quiero conocerle, estando
consciente, despierto, siendo yo mismo, y renovar la relación,
haciendo que en esta ocasión sea real. No es lo correcto, porque
estoy abusando de un privilegio que solo es mío en virtud de la
breve presencia de los Pasajeros en nuestros cuerpos. Pero la
necesito. La deseo.
Ella
también parece necesitarme, sin darse cuenta de quién soy.
Pero
el miedo la frena.
A
mí también me asusta asustarla y no me aprovecho de mi ventaja con
demasiada rapidez. Quizás ahora me lleve a su apartamento, quizá
no, pero no se lo pido. Nos acabamos las copas. Acordamos volver a
vernos en los escalones de la biblioteca mañana. Brevemente le rozo
la mano con la mía. Luego se va.
Esa
noche lleno tres ceniceros. Una y otra vez analizo la cordura de lo
que estoy haciendo. ¿Por qué no dejarla en paz? No tengo derecho a
seguirla. Dado el lugar en que se ha convertido nuestro mundo, lo más
sensato es mantenerse alejados.
Y
sin embargo… conservo esa punzada de recuerdos entrevistos cuando
pienso en ella. Las luces difuminadas de las oportunidades perdidas
bajo las escaleras, la risa juvenil en los pasillos del segundo piso,
besos robados, recuerdos de té y tarta. Recuerdo a la chica con la
orquídea en el pelo, y a la del vestido de lentejuelas, y a la de
cara de niña y ojos de mujer, todo de hace tanto tiempo, todo
perdido, todo desaparecido, y me repito que esta vez no la perderé,
esta vez no permitiré que me la arrebaten.
Llega
la mañana, un sábado tranquilo. Regreso a la biblioteca dudando de
que vaya a encontrarla allí. Pero allí está, en los escalones, y
verla es como un respiro. Parece recelosa, inquieta; evidentemente ha
estado pensando, ha dormido un poco. Juntos recorremos la Quinta
Avenida. Está muy cerca de mí, pero no me agarra el brazo. Sus
pasos son rápidos, cortos, nerviosos.
Quiero
proponer que vayamos a su apartamento en lugar de ir al bar. Hoy en
día hay que darse prisa cuando se es libre. Pero sé que sería un
error considerar esto una cuestión de táctica. La prisa tosca sería
fatal. Quizás obtendría una victoria en cuyo interior habitaría
una derrota anonadadora. En cualquier caso, su estado de ánimo no
parece muy prometedor. La miro, pensando en música de cuerda y en
nevadas, y ella mira al cielo gris.
Dice:
—Puedo
sentirlos observándome continuamente. Como buitres volando en lo
alto, esperando, esperando. Listos para atacar.
—Pero
hay una forma de derrotarlos. Podemos aferrarnos a pequeños
fragmentos de vida cuando no nos miran.
—Siempre
nos miran.
—No
—le digo—. No puede haber tantos. En ocasiones miran hacia otra
parte. Y cuando lo hacen dos personas pueden reunirse e intentar
compartir el calor humano.
—Pero
¿de qué sirve?
—Eres
demasiado pesimista, Helen. Pasan de nosotros durante
meses.
Tenemos una oportunidad. Tenemos una oportunidad.
Pero
no puedo atravesar su coraza de miedo. La paraliza la cercanía de
los Pasajeros; es incapaz de empezar nada por miedo de que nuestros
torturadores se lo arrebaten. Llegamos al edificio donde vive y tengo
la esperanza de que cambie de opinión y me invite. Vacila un
instante, pero solo un instante: toma mi mano entre las suyas, me
sonríe, la sonrisa desaparece y se va, dejándome solo con las
palabras:
—Reunámonos
mañana en la biblioteca. A mediodía. Recorro solo el largo y frío
camino a casa.
Esa
noche su pesimismo se me contagia. Parece fútil que intentemos
salvar algo de nuestras vidas. Más aún: es cruel por mi parte
buscarla, es vergonzoso que le ofrezca un amor indeciso cuando yo no
soy libre. En este mundo, me digo, deberíamos mantenernos bien
alejados los unos de los otros, para no hacer daño a nadie cuando
nos toman y nos cabalgan.
Por
la mañana no voy a verla.
Es
mejor así, insisto. No debo jugar con ella. Me la imagino en la
biblioteca, preguntándose por qué llego tarde, poniéndose tensa,
impacientándose para acabar enojada. Se enfadará conmigo por
dejarla plantada, pero la furia acabará remitiendo y pronto me
perdonará.
Llega
el lunes. Vuelvo al trabajo.
Naturalmente,
nadie comenta mi ausencia. Es como si no me hubiese ido. Esta mañana
el mercado está fuerte. El trabajo es complejo; ha pasado media
mañana antes de que piense en Helen. Pero una vez que pienso en ella
ya no puedo pensar en nada más. Mi cobardía al plantarla. El
infantilismo de las reflexiones tenebrosas del sábado por la noche.
¿Aceptamos el destino con tanta pasividad? ¿Nos rendimos? Ahora
quiero luchar para hacerme un hueco de seguridad a pesar de las
circunstancias. Siento la profunda convicción de que puede lograrse.
Después de todo, es posible que los Pasajeros no nos vuelvan a
molestar. Y esa fugaz sonrisa suya frente a su edificio, el sábado,
ese resplandor momentáneo; debería haberle dicho que tras su muro
de miedo latían las mismas esperanzas. Ella esperaba que yo la
guiase. Y lo que hice fue quedarme en casa.
A
la hora del almuerzo voy a la biblioteca, convencido de que es
inútil.
Pero
allí está. Baja los escalones; el viento corta su esbelta figura.
Voy
hasta ella.
Guarda
un momento de silencio.
—Hola
—dice por fin.
—Lamento
lo de ayer.
—Te
esperé mucho tiempo.
Me
encojo de hombros.
—Me
hice a la idea de que no tenía sentido venir. Pero he vuelto a
cambiar de opinión.
Intenta
mostrarse fría. Pero sé que se alegra de volver a verme; ¿por qué
si no ha venido hoy? No puede ocultar su deleite interior. Ni yo
tampoco. Señalo al otro lado de la calle, al bar.
—¿Un
daiquiri? —digo—. Como ofrenda de paz.
—Vale.
Hoy
el bar está atestado, pero de todos modos encontramos un reservado.
Hay un brillo en sus ojos que no había visto antes. Creo que en su
interior la barrera se desmorona.
—Ya
no me tienes tanto miedo, Helen —digo.
—Nunca
te he tenido miedo. Tengo miedo de lo que podría pasar…
Si
nos arriesgamos.
—No
tengas miedo. No.
—Intento
no tener miedo. Pero en ocasiones parece todo tan inútil. Desde que
ellos llegaron…
—Todavía
podemos intentar vivir nuestras vidas.
—Quizá.
—Debemos
hacerlo. Hagamos un pacto, Helen. Nada de desolación.
Nada
de preocuparse por las cosas terribles que podrían suceder. ¿Vale?
Una
pausa. Luego una mano fría contra la mía.
—Vale.
Nos
acabamos las copas, doy mi tarjeta de crédito para pagar y salimos
fuera. Quiero que ella me diga que me olvide del trabajo por esta
tarde y que la acompañe a casa. Ya es inevitable que me lo pida, y
mejor pronto que tarde.
Caminamos
una manzana. No me hace la invitación. Siento su lucha interior y
espero, permitiendo que esa lucha se resuelva sin ninguna
interferencia por mi parte. Recorremos una segunda manzana. Vamos del
brazo pero solo habla de su trabajo, del tiempo, y se trata de una
conversación remota y distante. En la siguiente esquina gira en
sentido contrario, alejándose de su apartamento, de vuelta al bar.
Intento ser paciente.
Ya
no hace falta que precipite las cosas, me digo. Para mí su cuerpo no
es un secreto. Hemos empezado la relación al revés, con la parte
física primero; ahora hará falta tiempo para retroceder hacia la
parte más difícil que algunos llaman amor.
Pero
claro está, ella no es consciente de que nos hemos conocido de esa
forma. El viento nos arroja copos de nieve a la cara y por alguna
razón los pinchazos fríos despiertan mi sinceridad. Sé lo que debo
decir. Debo renunciar a mi ventaja injusta.
Se
lo digo:
—Cuando
me cabalgaron la semana pasada, Helen, tuve a una mujer en mi
habitación.
—¿Por
qué hablas de eso ahora?
—Debo
hacerlo, Helen. Tú eras la mujer.
Se
detiene. Me mira. La gente pasa a nuestro lado, apresurándose.
Tiene
el rostro muy pálido y el rubor crece en sus mejillas.
—No
tiene gracia, Charles.
—No
es una broma. Estuviste conmigo desde la noche del martes hasta la
mañana del viernes.
—¿Cómo
es posible que lo sepas?
—Lo
sé. Lo sé. El recuerdo es claro. Permanece de alguna forma, Helen.
Veo todo tu cuerpo.
—Calla,
Charles.
—Fue
genial estar juntos —digo—. Debimos deleitar a nuestros
Pasajeros
haciendo tan buena pareja. Volver a verte… fue como despertar de un
sueño y descubrir que el sueño era real, ver a la mujer allí
mismo…
—¡No!
—Vayamos
a tu apartamento y empecemos de nuevo.
—Hablas
con deliberada grosería —dice— y no sé por qué, pero no había
ninguna razón para que lo estropeases. Quizás estuve contigo y
quizá no, pero tú no lo sabrías y, de saberlo, deberías mantener
la boca cerrada y…
—Tienes
una mancha de nacimiento del tamaño de una moneda de diez centavos
—digo—, unos siete centímetros bajo tu pecho izquierdo.
Gime
y se lanza contra mí, allí mismo, en la calle. Sus largas uñas
plateadas me arañan las mejillas. Me aporrea. Me asalta con las
rodillas. Nadie presta atención; los que pasan dan por supuesto que
nos cabalgan y apartan la vista. Es todo furia, pero la rodeo con los
brazos como si fuesen de acero, por lo que solo puede patalear y
resoplar, y tengo su cuerpo pegado a mí. Está rígida, angustiada.
En
voz baja y perentoria le digo:
—Los
derrotaremos, Helen. Terminaremos lo que ellos empezaron.
No
luches contra mí. No hay razón para luchar contra mí. Sé que es
un accidente que te recuerde, pero déjame ir contigo y demostrarte
que debemos estar juntos.
—Suél…
tame.
—Por
favor, por favor. ¿Por qué debemos ser enemigos? No pretendo
hacerte daño. Te quiero, Helen. ¿Recuerdas cuando éramos críos,
que jugábamos a estar enamorados? Yo lo hacía; seguro que tú
también. A los dieciséis, diecisiete años. Los susurros, las
conspiraciones… un gran juego, y lo sabíamos. Pero el juego ha
terminado. No podemos permitirnos coquetear y salir corriendo. Cuando
estamos libres tenemos muy poco tiempo… debemos confiar, debemos
abrirnos…
—Está
mal.
—No.
Solo es una estúpida costumbre que dos personas unidas por los
Pasajeros deban evitarse. No tenemos que seguirla. Helen… Helen…
El
tono de voz hace mella en ella. Deja de pelear. El cuerpo rígido se
relaja. Me mira, el rostro arrasado por las lágrimas distendido, los
ojos empañados.
—Confía
en mí —digo—. ¡Confía en mí, Helen!
Vacila.
Luego sonríe.
En
ese momento siento el escalofrío en la base del cráneo, la
sensación de una aguja de acero penetrando el hueso. Me envaro. Mis
brazos se apartan de ella. Durante un instante pierdo el contacto y,
cuando la neblina se aclara, todo es diferente…
—¿Charles?
—dice—. ¿Charles?
Tiene
los nudillos contra los dientes. Me giro, pasando de ella, y regreso
al bar. En uno de los apartados delanteros hay un joven sentado. Su
pelo oscuro reluce de fijador; tiene delicadas mejillas. Sus ojos se
encuentran con los míos.
Me
siento. Él pide las bebidas. No hablamos.
Mi
mano le toca la muñeca, pero se queda ahí. El camarero, sirviendo
las bebidas, frunce el entrecejo pero no dice nada. Bebemos los
cócteles y dejamos los vasos vacíos.
—Vamos
—dice el joven.
Le
sigo a la calle.
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