—Me alegro de que haya venido —dijo Chalmers.
Estaba
sentado junto a la ventana y tenía el semblante muy pálido. Dos
altas velas que goteaban cerca de su codo arrojaban una luz enfermiza
y ambarina sobre su larga nariz y su barbilla ligeramente deprimida.
No había nada moderno en el apartamento de Chalmers. Tenía alma de
asceta medieval, y prefería los manuscritos ilustrados a los
automóviles, y las gárgolas de piedra de torva mirada a los
aparatos de radio y las máquinas de calcular.
Al
cruzar la habitación hasta el sofá, que había despejado para mí,
miré hacia su mesa y me sorprendió descubrir que había estado
estudiando las fórmulas matemáticas de un célebre físico
contemporáneo, y que había llenado cantidades de hojas de delgado y
amarillento papel con curiosos dibujos geométricos.
—Extraña
vecindad la de Einstein y John Dee —dije, al tiempo que mis ojos
iban de los diagramas matemáticos a los sesenta o setenta libros
raros que componían su curiosa y pequeña biblioteca. Plotino y
Emmanuel Moscopulus, santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy se
codeaban en la oscura estantería de ébano, y las sillas, la mesa y
el escritorio estaban repletos de folletos sobre hechicería y
brujería medievales y magia negra, así como sobre todas las cosas
fascinantes y audaces que el mundo moderno ha arrumbado.
Chalmers
sonrió con simpatía, y me tendió un cigarrillo ruso en una bandeja
curiosamente tallada.
—Estamos
descubriendo ahora precisamente —dijo— que los viejos alquimistas
y hechiceros tenían
razón
en
unas dos terceras partes, y que su moderno biólogo materialista está
equivocado
en
nueve décimas.
—Usted
siempre se ha burlado de la ciencia moderna —dije con cierta
simpatía.
—Sólo
del dogmatismo científico —replicó—. Siempre he sido un
rebelde, un defensor de las causas perdidas; por eso he decidido
rechazar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.
—¿Y
Einstein? —pregunté.
—¡Es
un sacerdote de las matemáticas trascendentales! —murmuró
reverentemente—. Es un místico profundo, un explorador de la gran
sospecha.
—Entonces
no menosprecia enteramente la ciencia.
—Por
supuesto que no —afirmó—. Simplemente desconfío del positivismo
científico de estos últimos cincuenta años, del positivismo de
Haeckel y de Darwin y de Bertrand Russell. Creo que la biología ha
fracasado lamentablemente al intentar explicar el misterio del origen
y destino del hombre.
—Deles
tiempo —repliqué.
Los
ojos de Chalmers relampaguearon.
—Amigo
mío —murmuró—, su juego de palabras es sublime. Darles
tiempo.
Eso es precisamente lo que haría. Pero su moderno biólogo se ríe
del tiempo. Tiene la clave, pero se niega a utilizarla. ¿Qué
sabemos del tiempo, en realidad? Einstein cree que es relativo, que
puede interpretarse en términos de espacio, de un espacio
curvo.
Pero ¿debemos detenernos aquí? Cuando las matemáticas nos
abandonan, ¿no podemos seguir con… la intuición?
—Está
usted pisando un terreno peligroso —observé—. Esa es una trampa
que el verdadero investigador evita. Por eso ha avanzado tan despacio
la ciencia moderna. No acepta nada que no pueda demostrarse. Pero
usted…
—Yo
tomaría hachís, opio, toda clase de drogas. Yo quisiera emular a
los sabios orientales. Y entonces, quizá, captaría…
—¿El
qué?
—La
cuarta dimensión.
—Eso
es un disparate teosófico.
—Quizá.
Pero creo que las drogas dilatan la conciencia humana. William James
coincide conmigo. Y he descubierto una nueva.
—¿Una
nueva droga?
—La
utilizaban hace siglos los alquimistas chinos; pero es prácticamente
desconocida en Occidente. Sus propiedades ocultas son asombrosas. Con
ayuda de mis conocimientos matemáticos, creo que puedo retroceder en
el tiempo.
—No
comprendo.
—El
tiempo es meramente nuestra percepción imperfecta de una nueva
dimensión del espacio. Tiempo y movimiento son dos ilusiones. Todo
lo que ha existido desde el principio del mundo
existe todavía.
Los acontecimientos que ocurrieron hace siglos en este planeta siguen
existiendo en otra dimensión del espacio. Los acontecimientos que
sucederán dentro de siglos
existen ya.
Nosotros
no podemos percibir su existencia porque no podemos entrar en la
dimensión del espacio que los contiene. Los seres humanos, tal como
los conocemos, son meramente fracciones, fracciones infinitamente
pequeñas de un todo enorme. Cada ser humano se halla vinculado a
toda
la
vida que le ha precedido en este planeta. Todos sus antepasados son
partes de él. Sólo el tiempo le separa de sus predecesores, y el
tiempo es una ilusión y no existe.
—Creo
que comprendo —murmuré.
—Bastará
para mi propósito con que se forme una vaga idea de lo que deseo
llevar a cabo. Quiero arrancarme de los ojos el velo de la ilusión
que el tiempo ha arrojado sobre ellos, y ver
el principio y el
fin.
—¿Y
cree usted que esta nueva droga le ayudará?
—Estoy
seguro de que sí. Y quiero que me ayude usted. Me propongo tomar la
droga inmediatamente. No puedo esperar. Debo
ver—sus
ojos fulguraron extrañamente—. Voy a retroceder, a retroceder en
el tiempo.
Se
levantó y dio unos pasos hasta la chimenea. Cuando se volvió hacia
mí otra vez, sostenía en la palma de la mano una cajita cuadrada.
—Aquí
tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo
chino
Lao-Tsé,
y bajo su influjo llegó a ver el Tao. El Tao es la fuerza misteriosa
del mundo; lo envuelve y lo penetra todo; contiene al universo
visible, a todo cuanto llamamos realidad. El que capte los misterios
del Tao, verá claramente todo cuanto existió y cuanto existirá.
—¡Tonterías!
—repliqué.
—El
Tao asemeja a un gran animal, tumbado, inmóvil, que contiene en su
inmenso cuerpo todos los mundos de nuestro universo, los pasados, los
presentes y los futuros. Nosotros vemos las porciones del inmenso
monstruo a través de un resquicio que llamamos tiempo. Con la ayuda
de esta droga, ensancharé este resquicio. Contemplaré la gran
figura de la vida, la gran bestia yacente en su totalidad.
—¿Y
qué es lo que desea que haga yo?
—Presenciarlo,
amigo mío. Presenciarlo y tomar nota. Y si retrocedo demasiado
deprisa, devolverme a la realidad. Puede hacerlo sacudiéndome
violentamente. Si le parece que sufro algún dolor físico agudo,
debe hacerme volver inmediatamente.
—Chalmers
—dije—, desearía que no hiciese ese experimento. Va a correr
riesgos horribles. No creo que exista ninguna cuarta dimensión, y
además no creo en absoluto en el Tao. No apruebo su deseo de
someterse a drogas desconocidas.
—Conozco
las propiedades de esta droga —replicó él—. Sé con toda
precisión de qué modo actúa sobre el animal humano y conozco sus
peligros. El riesgo no reside en la droga misma. Mi único temor es
el de perderme en el tiempo. Mire, ayudaré a la droga. Antes de
tragarme esta píldora, concentraré mi atención en los símbolos
geométricos y algebraicos que he trazado sobre este papel —alzó
la carta matemática que tenía sobre sus rodillas—. Prepararé mi
mente para un viaje por el tiempo. Me acercaré a la cuarta dimensión
con la mente consciente, antes de tomar la droga que me permitirá
ejercer poderes ocultos de percepción. Antes de penetrar en el mundo
del sueño de los místicos orientales, recabaré toda la ayuda
matemática que la moderna ciencia puede ofrecer. Estos conocimientos
matemáticos, este acercamiento consciente a una aprehensión real de
la cuarta dimensión del tiempo, complementa la acción de la droga.
La droga abrirá nuevas y prodigiosas perspectivas; la preparación
matemática me permitirá aprehenderlas intelectualmente. He captado
a menudo la cuarta dimensión en sueños, emocionalmente,
instintivamente, pero nunca he podido recordar, en la vida vigil, los
ocultos esplendores que se me revelaron de manera fugaz.
»Pero
con su ayuda, creo que podré recordarlos. Usted tomará nota de todo
lo que diga mientras esté bajo el influjo de la droga. Por muy
extraño e incoherente que sea lo que diga, no deberá omitir nada.
Cuando despierte, podré facilitar la clave de todo cuanto parezca
misterioso o increíble. No estoy seguro de lograrlo, pero si lo
consigo —sus ojos centellearon extrañamente—, ¡el
tiempo dejará de existir para mí!
Se
sentó repentinamente.
—Haré
la prueba ahora mismo. Por favor, póngase allí, junto a la ventana,
y preste atención. ¿Tiene una pluma estilográfica?
Asentí
lúgubremente y saqué mi pluma Waterman verde del bolsillo superior
de mi chaqueta.
—¿Y
cuaderno de notas, Frank?
Saqué
a regañadientes una agenda.
—Insisto
en que desapruebo este experimento —murmuré—. Va a correr un
riesgo espantoso.
—¡No
se ponga usted como una vieja medrosa! —me reprendió—. Nada de
cuanto diga me hará detenerme ahora. Le ruego que guarde silencio
mientras estudio estos diagramas.
Alzó
los diagramas y los examinó atentamente. Miré cómo el reloj de la
repisa de la chimenea marcaba los segundos; una rara sensación de
miedo me oprimía el corazón hasta sofocarme.
De
súbito, se paró el reloj, y exactamente en ese instante Chalmers se
tragó la droga.
Me
levanté inmediatamente y fui hacia él, pero sus ojos me suplicaron
que no interfiriese.
—El
reloj se ha detenido —murmuró—. Las fuerzas que lo controlan
aprueban mi experimento. El
Tiempo
se
ha parado, y yo he tomado la droga. Pido a Dios que no extravíe mi
camino.
Cerró
los ojos y se reclinó en el sofá. La sangre había desaparecido en
su rostro y respiraba con fatiga. Evidentemente, la droga estaba
obrando con extraordinaria rapidez.
—Empieza
a oscurecer —murmuró—. Escriba eso. Empieza a oscurecer, y los
objetos familiares de la habitación están desapareciendo. Puedo
distinguirlos vagamente a través de las pestañas, pero están
desvaneciéndose rápidamente.
Sacudí
la pluma para hacer salir la tinta, y escribí taquigráficamente,
mientras él seguía hablando.
—Voy
a abandonar la habitación. Las paredes se están diluyendo y ya no
puedo ver ninguno de los objetos familiares. Su rostro, sin embargo,
aún sigue siendo visible para mí. Espero que siga escribiendo. Creo
que voy a dar un gran salto… un salto a través del espacio. O
quizás a través del tiempo. No sé. Todo es oscuro, distinto.
Permaneció
en silencio durante un rato, con la cabeza apoyada sobre su pecho.
Luego, de pronto, se enderezó y sus párpados se agitaron y
abrieron.
—¡Dios
del cielo! —exclamó—. ¡Veo!
Hacía
esfuerzos en su butaca como para incorporarse, mirando fijamente
hacia la pared opuesta. Pero yo sabía que miraba más allá del
muro, y que los objetos de la habitación no existían para él.
—¡Chalmers!
—grité—. Chalmers, ¿le despierto?
—¡No!
—gritó—. ¡Lo veo todo! Todos los billones de vidas que me
precedieron en este planeta están ante mí en este momento. Veo
hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los
colores. Luchan, se matan, construyen, bailan, cantan. Se sientan
alrededor de toscas fogatas en desiertos solitarios y grises, y
surcan el aire en monoplanos. Cruzan los mares en canoas y en enormes
vapores, pintan bisontes y mamuts en las paredes de oscuras cavernas
y cubren enormes telas con extraños dibujos futuristas. Contemplo
las migraciones desde Atlanta. Y desde Lemuria. Veo las razas
anteriores: una horda extraña de enanos negros sojuzga el Asia, y
los neandertales de cabeza hundida y de rodillas encorvadas se
extienden obscenamente por Europa. Veo a los aqueos invadiendo las
islas
griegas,
y los rudos comienzos de la cultura helénica. Estoy en Atenas, y
Pericles es joven. Estoy en tierras de Italia. Asisto al rapto de las
sabinas; marcho con las legiones imperiales. Tiemblo con pasmo y
horror al avanzar los enormes estandartes, y el suelo se estremece
bajo las pisadas de los victoriosos hastati. Mil esclavos desnudos se
arrastran ante mí cuando paso en una litera de oro y marfil tirada
por bueyes de Tebas negros como la noche, y las jóvenes, arrojándome
flores, me gritan al pasar: Ave Cæsar; y yo hago un gesto de
asentimiento y sonrío. Ahora soy esclavo en una galera mora. Veo
cómo erigen una gran catedral. Se levanta piedra a piedra, y a lo
largo de meses y años sigo ahí, y veo cómo van encajando cada
piedra en su sitio. Me queman en una cruz con la cabeza hacia abajo
en los perfumados jardines de Nerón, y contemplo con burla y
regocijo a los afanosos torturadores en las cámaras de la
Inquisición.
»Recorro
los más sagrados santuarios; entro en los templos de Venus. Me
arrodillo en adoración ante la Magna Mater, y arrojo monedas a las
rodillas desnudas de las sagradas cortesanas sentadas con velado
rostro en los bosquecillos de Babilonia. Entro en un teatro isabelino
y me mezclo con el populacho maloliente y aplaudo El mercader de
Venecia. Paseo con Dante por las estrechas calles de Florencia.
Veo a la joven Beatriz, y el borde de su vestido roza mis sandalias
mientras la miro con arrobamiento. Soy sacerdote de Isis, y mi magia
maravilla a las naciones. Simón el Mago se arrodilla ante mí,
implorando mi ayuda, y el faraón tiembla cuando yo me acerco. En la
India, hablo con los Maestros y huyo gritando de su presencia, pues
sus revelaciones son como sal en la herida que sangra.
»Lo
percibo todo simultáneamente. Lo contemplo todo desde todos
los ángulos, soy una parte de esos prolíficos miles de millones de
seres que bullen a mi alrededor. Existo en todos los hombres y todos
los hombres existen en mí. Percibo la totalidad de la humana
historia en un simple instante, la pasada y la presente.
»Con
un simple esfuerzo, puedo ver más y más atrás. Ahora
retrocedo a través de extraños ángulos y curvas. Los ángulos y
las curvas se multiplican en torno a mí. Percibo grandes segmentos
de tiempo a través de las curvas. Hay un tiempo curvo y
un tiempo angular. Los seres que existen en el tiempo angular
no pueden entrar en el tiempo curvo. Es muy extraño.
»Retrocedo
más y más. El hombre ha desaparecido de la Tierra. Los reptiles
gigantescos se acurrucan bajo las enormes palmeras y nadan en las
aguas repugnantemente negras de los lagos. Ahora han desaparecido los
reptiles. No quedan animales en la tierra; pero bajo las aguas,
claramente visibles para mí, se mueven lentamente oscuras formas por
entre una vegetación corrompida.
»Las
formas se vuelven cada vez más simples. Ahora son meras células. A
mi alrededor hay ángulos… ángulos extraños sin paralelo en la
Tierra. Estoy desesperadamente asustado.
»Hay
un abismo del ser que el hombre no ha sospechado jamás.
Le
miré fijamente. Chalmers se había puesto de pie y gesticulaba con
los brazos.
—Ahora
cruzo ángulos extraterrestres; me acerco… ¡Oh, el miedo
abrasador!
—¡Chalmers!
—exclamé—. ¿Quiere que le interrumpa?
Se
llevó vivamente la mano derecha al rostro, como para cubrir una
visión inenarrable.
—¡Aún
no! —exclamó—; seguiré. Veré… lo que… hay… más allá…
Un
sudor frío bañó su frente, y sus hombros se estremecieron
espasmódicamente.
—Más
allá de la vida —su rostro se puso ceniciento de terror—, hay
seres
que
no puedo distinguir. Se mueven con lentitud a través de los ángulos.
No tienen cuerpo, y se desplazan lentamente por ángulos atroces.
Fue
entonces cuando me di cuenta del olor que reinaba en la habitación.
Era un olor acre, indescriptible, tan nauseabundo que apenas se podía
soportar. Me dirigí rápidamente a la ventana y la abrí de par en
par. Cuando me volví hacia Chalmers, y le miré a los ojos, casi me
desmayé.
—¡Creo
que me han olfateado! —exclamó—. Se están volviendo hacia mí.
Temblaba
horriblemente. Por un momento, arañó en el aire con las manos.
Luego sus piernas perdieron fuerzas y se desplomó de bruces,
gimiendo y profiriendo ruidos inarticulados.
Le
contemplé en silencio mientras se arrastraba por el suelo. Ya no era
un hombre. Enseñaba los dientes y le caía la saliva por las
comisuras de la boca.
—¡Chalmers
—exclamé—, déjelo! ¡Déjelo!, ¿me oye?
Como
en respuesta a mi súplica comenzó a proferir una serie de sonidos
roncos y convulsivos que más parecían ladridos de perro que otra
cosa, y a retorcerse espantosamente en círculo alrededor de la
habitación. Me incliné y le agarré por los hombros. Le sacudí
violentamente, desesperadamente. Él volvió la cabeza y me mordió
la muñeca. Me puse enfermo de horror, pero no me atreví a soltarlo
por temor a que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.
—Chalmers
—murmuré—, deténgase. No hay nada en la habitación que pueda
hacerle ningún daño. ¿Me entiende?
Seguí
sacudiéndole y amonestándole, y, gradualmente, la locura se fue
borrando de su rostro. Temblando convulsivamente, se desplomó
grotescamente acurrucado sobre la alfombra china.
Lo
llevé al sofá y lo acomodé en él. Su semblante estaba contraído
de dolor; comprendí que luchaba torpemente por escapar de los
abominables recuerdos.
—Whisky
—susurró—. Encontrará una botella en la vitrina junto a la
ventana… en el estante de arriba a la izquierda.
Cuando
le tendí la botella, sus dedos se apretaron alrededor de ella hasta
que sus nudillos se pusieron azules.
—Casi
acaban conmigo —boqueó. Tomó grandes sorbos de la estimulante
bebida, y poco a poco le volvió el color a la cara.
—Esa
droga es muy perniciosa —murmuré.
—No
ha sido la droga —gimió él.
Sus
ojos no habían perdido el fulgor demente, pero todavía tenía el
aspecto de alma perdida.
—Me
habían olfateado en el tiempo —gimió—. He ido demasiado lejos.
—¿Cómo
eran? —pregunté, por seguirle la corriente.
Se
inclinó hacia delante y me agarró del brazo. Temblaba
horriblemente.
—¡No
hay palabras en nuestra lengua que puedan describirlos! —hablaba en
un ronco susurro—. Simbolizan vagamente el mito de la Caída, en
una forma obscena que a veces se encuentra grabada en antiguas
tabletas. Los griegos tenían un nombre para ellos, que ocultaba su
impureza esencial. El árbol, la serpiente y la manzana son símbolos
vagos de un misterio espantoso.
Su
voz se había elevado hasta el grito.
—Frank,
Frank, en el principio se cometió una terrible e inenarrable
acción.
Antes del tiempo, aconteció esa
acción,
y a partir de ella…
Se
había levantado y paseaba histéricamente por la habitación.
—Las
acciones de los muertos se desplazan a través de ángulos en las
oscuras oquedades del tiempo. ¡Están hambrientos y sedientos!
—Chalmers…
—supliqué que se sosegara—. Vivimos en la tercera década del
siglo
XX.
—¡Están
flacos y sedientos! —gritó—. ¡Son los Perros de Tíndalos!
—Chalmers,
¿quiere que llame a un médico?
—Un
médico no puede ayudarme ahora. Son horrores del alma y, sin embargo
—se miró las manos y gimió—, son reales, Frank. Los he visto
durante un horrible momento. Durante un instante, he estado en el
otro lado.
He estado en las grises y pálidas orillas del otro lado del tiempo y
del espacio. En una horrible luz que no era luz, en un silencio que
gritaba, y
los
he
visto.
»En
sus cuerpos flacos y hambrientos se concentraba toda la maldad del
universo. Pero ¿tenían cuerpo? Los he visto sólo un momento; no
estoy seguro. Pero los he oído resollar. Durante un instante
indescriptible los he sentido respirar sobre mi rostro. Se han vuelto
hacia mí, y he huido gritando. En un instante, he huido gritando a
través del tiempo. Me he alejado millones y millones de años.
»Pero
me han olfateado. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica.
Hemos escapado momentáneamente de la impureza que los circundaba.
Tienen sed de aquello que hay de limpio en nosotros, de aquello que
dimana de las acciones sin mancha. Hay una parte de nosotros que no
participa de la acción, y que ellos odian. Pero no imagine que son
literalmente, prosaicamente malvados. Están más allá del bien y
del mal, según los conocemos nosotros. Son ellos quienes se
apartaron al principio de la pureza. Por medio de la acción, se
convirtieron en cuerpo de muerte, receptáculos de toda impureza.
Pero no son malos en nuestro senado, porque en las
esferas, a través de las cuales se mueven, no existe el pensamiento,
ni la moral, ni lo justo, ni lo injusto, según lo entendemos
nosotros. Únicamente existe lo puro y lo impuro. Lo impuro se
expresa mediante el ángulo; lo puro mediante las curvas. El hombre,
su parte pura, procede de una curva. No se ría. Me refiero
literalmente.
Me
levanté y busqué mi sombrero.
—Le
compadezco de veras, Chalmers —dije, y me dirigí a la puerta—.
Pero no tengo intención de seguir escuchando semejante galimatías.
Le mandaré mi médico para que le vea. Es persona madura y amable, y
no se ofenderá si le manda usted al diablo. Pero espero
que
escuche su consejo. Una semana de descanso en un buen sanatorio le
sentará inmensamente bien.
Le
oí reírse mientras bajaba yo las escaleras, pero su risa era tan
absolutamente carente de alegría que me hizo llorar
II
Cuando
Chalmers telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue
colgar el receptor en el acto. Su petición era tan inusitada y su
voz tan tremendamente histérica que temí que el seguir
relacionándome con él pusiese en peligro mi propia salud mental.
Pero no podía dudar de su aflicción, y cuando se desmoronó
completamente y le oí sollozar por el teléfono, decidí acceder a
lo que me pedía.
—Muy
bien —dije—. Iré inmediatamente y llevaré el yeso.
De
camino a casa de Chalmers, me detuve en un almacén y compré veinte
libras de yeso de París. Cuando entré en la habitación de mi
amigo, se hallaba este acurrucado junto a la ventana, vigilando la
pared opuesta con unos ojos enfebrecidos de pavor. Al verme se
levantó y agarró el saco de yeso con una avidez que me asombró y
horrorizó. Había desalojado todo el mobiliario y la habitación
presentaba un aspecto desolado.
—¡Cabe
dentro de lo posible que podamos burlarlos! —exclamó—. Pero
debemos actuar rápidamente. Tráigala aquí deprisa, Frank; hay una
escalera de mano en el recibidor. Tráigala enseguida. Y traiga un
cubo con agua.
—¿Para
qué? —murmuré.
Se
volvió vivamente, y vi su rostro agitado.
—¡Para
amasar el yeso! —exclamó—. Para amasar el yeso que salvará
nuestros cuerpos y nuestras almas de una contaminación nefanda. Para
amasar el yeso que salvará al mundo de… ¡Frank,
hay que impedir
que entren!
—¿Quiénes?
—pregunté.
—¡Los
Perros de Tíndalos! —gruñó—. Sólo pueden llegar hasta
nosotros a través de los ángulos. Voy a enyesar todos los rincones,
todas las aberturas. Debemos hacer que esta habitación se parezca al
interior de una esfera.
Yo
sabía que habría sido inútil discutir con él. Traje la escalera
de mano, Chalmers amasó el yeso, y trabajamos febrilmente durante
tres horas. Recubrimos las cuatro esquinas de la pared y las
intersecciones del suelo con la pared y de la pared con el techo, y
redondeamos los ángulos del hueco de la ventana.
—Permaneceré
en esta habitación hasta que vuelvan en el tiempo —afirmó cuando
nuestra tarea quedó concluida—. Cuando descubran que el olor les
lleva a través de curvas, darán media vuelta. Regresarán
hambrientos, gruñendo insatisfechos, a la impureza que existió en
el principio antes del tiempo, más allá del espacio.
Asentí
cortésmente y encendí un cigarrillo.
—Ha
hecho bien en ayudar —dijo.
—¿Irá
a que le vea un médico, Chalmers? —le rogué.
—Tal
vez… mañana —murmuró—. Ahora tengo que vigilar y
esperar.
—¿Esperar
a qué? —pregunté apremiante.
—Sé
que cree que estoy chiflado —dijo—. Tiene usted una mente
perspicaz pero prosaica, y no puede concebir un ser que no dependa
para existir de la fuerza y de la materia. Pero ¿se le ha ocurrido
alguna vez, amigo mío, que la fuerza y la materia son meramente
barreras para la percepción impuestas por el tiempo y el espacio?
Cuando uno sabe, como yo, que el tiempo y el espacio son idénticos y
que son falaces porque no son sino manifestaciones imperfectas de una
realidad superior, uno ya no busca en el mundo visible una
explicación del misterio y del terror del ser.
Me
levanté y me dirigí hacia la puerta.
—Perdóneme
—exclamó—. No quiero ofenderle. Usted tiene una inteligencia
superlativa, pero yo… yo la tengo
sobrehumana.
Es natural que yo comprenda sus limitaciones.
—Telefonéeme
si me necesita —dije, y bajé los escalones de dos en dos—. Le
enviaré un médico enseguida —murmuré para mis adentros—. Es un
caso perdido, y sabe Dios lo que sucederá si no le atiende alguien
inmediatamente.
III
Lo
que sigue es un resumen de dos noticias que aparecieron en
la
Partridgeville Gazette
del
3 de julio de 1928.
UN
TERREMOTO SACUDE EL DISTRITO FINANCIERO.
A
las dos en punto de esta madrugada, un temblor de tierra de inusitada
intensidad ha roto varios cristales de ventanas en Central Square y
ha averiado completamente el sistema eléctrico y los raíles del
tranvía. La sacudida se ha sentido en los distritos periféricos, y
el campanario de la Primera Iglesia Anabaptista y de Angell Hill
(construida por Christopher Wren en 1717) se ha derrumbado
completamente. Los bomberos están tratando actualmente de apagar un
incendio que amenaza destruir la fábrica de adhesivos de
Partridgeville. Se ha prometido la más urgente y completa
investigación para determinar la responsabilidad de tan desastroso
suceso.
ESCRITOR
OCULTISTA ASESINADO POR UN VISITANTE DESCONOCIDO
CRIMEN
HORRIBLE EN CENTRAL SQUARE
El
misterio rodea la muerte de Halpin Chalmers.
A
las 9 horas del día de hoy ha sido hallado el cuerpo de Halpin
Chalmers, escritor y periodista, en una habitación vacía sobre la
joyería de Smithwick & Isaacs, en el número 25 de Central
Square.
Las
indagaciones del forense han revelado que la habitación había sido
alquilada amueblada por el señor Chalmers el 1 de mayo, y que este
había eliminado los muebles hacía un par de semanas. Chalmers era
autor de varios libros sobre temas de ocultismo y miembro de la
Sociedad de Bibliófilos. Anteriormente había residido en Brooklyn,
Nueva York.
A
las 7, el señor L. E. Hancock, que ocupa el apartamento opuesto a la
habitación de Chalmers del edificio Smithwick & Isaacs, notó un
olor extraño al abrir la puerta para entrar a su gato y recoger la
edición matinal de la Partridgeville Gazette. Describe el
olor como extremadamente acre y nauseabundo, y afirma que era tan
fuerte en la proximidad de la habitación de Chalmers que se vio
obligado a taparse la nariz al pasar por delante.
Estaba
a punto de volver a su propio apartamento, cuando se le ocurrió que
Chalmers podía haber olvidado accidentalmente cerrar el gas de su
pequeña cocina. Se sintió alarmado ante tal pensamiento, así que
decidió averiguarlo; y al no obtener respuesta de Chalmers a sus
repetidas llamadas a la puerta, lo notificó al conserje. Este abrió
con una llave maestra, y los dos hombres irrumpieron rápidamente en
la habitación de Chalmers. La estancia se hallaba totalmente
desprovista de mobiliario, y Hancock afirma que tan pronto como vio
el suelo se le heló el corazón; el conserje, sin decir palabra, se
dirigió a la ventana abierta y desde allí inspeccionó el edificio
de enfrente lo menos durante cinco minutos.
Chalmers
yacía tendido de espaldas en el centro de la habitación. Estaba
totalmente desnudo, y tenía el pecho y los brazos cubiertos de un
extraño pus o licor azulenco. La cabeza descansaba grotescamente
sobre el pecho, cercenada del cuerpo, y tenía la cara contraída y
horriblemente mutilada. No se veían rastros de sangre en ninguna
parte.
La
habitación presentaba un aspecto de lo más singular. Las
intersecciones de las paredes, techo y suelo habían sido rellenadas
con yeso de París, si bien algunos trozos se habían resquebrajado y
desprendido, y alguien había reunido los cascotes en el suelo
alrededor del hombre asesinado, de suerte que formaban un triángulo.
Junto
al cadáver se han encontrado varias hojas de papel amarillento y
chamuscado. Dichas hojas contenían fantásticos dibujos geométricos
y símbolos y varias frases garabateadas apresuradamente. Estas
frases resultan casi ilegibles, y tan absurdas que no han
proporcionado ninguna clave sobre la identidad del que ha perpetrado
el crimen: «Espero y vigilo —escribió Chalmers—. Estoy sentado
junto a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que
puedan cogerme, pero debo tener cuidado con los Doels. Tal vez ellos
puedan contribuir a que irrumpan aquí. Los sátiros colaborarán, y
pueden avanzar a través de los círculos escarlata. Los griegos
sabían un medio de prevenir eso. Es una lástima que hayamos
olvidado tantas cosas».
En
otra hoja de papel, la más chamuscada de los siete u ocho fragmentos
encontrados por el sargento detective Douglas (del destacamento de
Partridgeville), tenía garabateado lo siguiente:
«¡Gran
Dios, el yeso se está cayendo! Una terrible sacudida ha desprendido
el yeso y se está cayendo. ¡Tal vez haya sido un temblor de tierra!
No podía haber previsto esto. Se está haciendo oscuro en la
habitación. Tengo que telefonear a Frank. Pero ¿llegará a tiempo?
Lo intentaré. Recitaré la fórmula de Einstein. Recitaré… ¡Dios,
están irrumpiendo! ¡Están entrando! De los rincones de la pared
brota humo. Sus lenguas… ¡Aaahhh!…»
En
opinión del sargento detective Douglas, Chalmers ha sido también
envenenado por algún químico desconocido. Ha enviado muestras del
extraño limo azul encontrado sobre el cuerpo de Chalmers a los
Laboratorios Químicos de Partridgeville, y espera que el informe
arroje alguna luz sobre uno de los más misteriosos crímenes de los
recientes años. Es cierto que Chalmers tuvo un invitado la noche
antes del terremoto, pues su vecino oyó claramente un murmullo bajo
de conversación en la habitación de aquel, al cruzar por delante de
la puerta cuando se dirigía a la escalera. Se sospecha seriamente de
este desconocido visitante, y la policía se esfuerza activamente en
descubrir su identidad.
IV
Informe
de James Morton, químico y bacteriólogo
Estimado
señor Douglas:
El
fluido que usted me envió para su análisis es el más raro que he
examinado jamás. Parece protoplasma viviente, pero carece de las
sustancias conocidas como enzimas. Las enzimas catalizan las
reacciones químicas que tienen lugar en las células vivas, y cuando
la célula muere, la desintegran por hidrólisis. Sin enzimas, el
protoplasma poseería una vitalidad resistente, esto es, la
inmortalidad. Las enzimas son componentes negativos, por así decir,
del organismo unicelular, que es la base de toda vida. Los biólogos
niegan categóricamente que la materia viviente pueda existir sin
enzimas. Y sin embargo, la sustancia que usted me ha enviado está
viva y carece de estos cuerpos «indispensables». Buen Dios, señor,
¿se da cuenta de las asombrosas perspectivas que esto abre?
V
Extracto
de
El
Vigilante Secreto,
del
fallecido Halpin Chalmers
¿Qué
diríamos si, paralelamente a la vida que conocemos, existiese otra
vida que no muere, que carece de los elementos que destruyen nuestra
vida? Quizá en otra dimensión existe una fuerza distinta de aquella
que genera nuestra vida. Quizá esta fuerza emite energía, o algo
similar a la energía, que pasa de la dimensión desconocida donde
está y crea una nueva forma de vida celular en nuestra dimensión.
Nadie sabe que dicha nueva vida celular existe en nuestra dimensión.
Ah, pero yo he visto sus manifestaciones. He hablado con ellos. En mi
habitación, de noche, he hablado con los Doels. Y en sueños, he
visto a su hacedor. He estado en el dudoso borde del otro lado del
tiempo y la materia y lo he visto. Se mueve a través de extrañas
curvas y atroces ángulos. Algún día viajaré en el tiempo, y me
enfrentaré con ello cara a cara.
Weird Tales, 1929.
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