lunes, 31 de agosto de 2015

El fin del mundo. Roger McGouh. Microrrelato.

Cuando el ómnibus se detuvo de repente para evitar atropellar a una madre y a su hijo en el camino, la joven mujer del sombrero verde sentada frente a mí, me cayó encima. Como no soy del tipo de persona que pierde oportunidad, comencé a hacerle el amor con todo mi cuerpo. Al principio, ella se resistió, diciendo que era demasiado temprano en la mañana y demasiado pronto después del desayuno, y que de todos modos me encontraba poco atractivo. Pero cuando le expliqué que esta era una explosión nuclear y el mundo iba a terminarse a la hora del almuerzo, ella se quitó el sombrero verde, guardó el boleto del ómnibus en su bolsillo y se incorporó al ejercicio. 
Los pasajeros del ómnibus, y había muchos, estaban emocionados, sorprendidos, divertidos y enojados. Cuando corrió la voz de que el mundo iba a acabarse a la hora del almuerzo, guardaron su orgullo en sus bolsillos, junto con sus boletos del ómnibus y se hicieron el amor uno con el otro. Incluso el guardián del ómnibus, subió al vehículo e inició algún tipo de relación con el guarda de este. Esa noche, en el ómnibus de regreso a casa, todos nos encontrábamos un poco avergonzados, pero en particular yo y la joven del sombrero verde. Comenzamos a reconocer de diferentes modos cuán apresurados y tontos fuimos. Pero entonces yo, que siempre he sido un poco infantil, me paré y exclamé que era una lástima que el mundo no acabara siempre a la hora del almuerzo y que siempre podríamos simular. Entonces sucedió que, rápido como el relámpago, todos cambiamos de pareja y pronto el ómnibus se movía con los cuerpos como polillas haciendo travesuras. Al día siguiente, y todos los días, en cada calle, en cada pueblo, en cada país... la gente simuló que el mundo iba a terminarse a la hora del almuerzo. Todavía no ha sucedido. Aunque de cierto modo ha sucedido.





viernes, 28 de agosto de 2015

Cubo y pala. Carmela Greciet. Microrrelato.

Con los soles de finales de marzo mamá se animó a bajar de los altillos las maletas con ropa de verano. Sacó camisetas, gorras, shorts, sandalias... y, aferrado a su cubo y su pala, también sacó a mi hermano pequeño, Jaime, que se nos había olvidado.
Llovió todo abril y todo mayo.


martes, 11 de agosto de 2015

Cabezas contra el asfalto. Samanta Schweblin. Cuento.

Si golpeás mucho la cabeza de alguien contra el asfalto -aunque sea para hacerlo entrar en razón-, es probable que termines lastimándolo. Esto es algo que mi madre me explicó desde el principio, el día que golpeé la cabeza de Fredo contra el piso del patio del colegio. Yo no era violento, quiero aclarar esto. Sólo hablaba si era estrictamente necesario, no tenía amigos ni enemigos, y lo único que hacía en los recreos era esperar solo en el aula, alejado del ruido del patio, hasta que la clase volviera a empezar. Esperaba dibujando. Eso apuraba el tiempo y me apartaba del mundo. Dibujaba cajas cerradas y peces con forma de rompecabezas que encajaban entre sí. Fredo era el capitán del equipo de fútbol y hacía con los demás lo que quería. Como esa vez que a Cecilia se le había muerto el tío y le hizo creer que había sido él. Eso no está bien, pero yo no me meto en problemas ajenos. Un día, durante un recreo, Fredo entró en el aula, me sacó el dibujo en el que estaba trabajando y se fue corriendo. Lo corrí hasta el patio. El dibujo eran dos peces rompecabezas, cada uno con una caja, y ambas cajas dentro de otra caja. Saqué eso de cajas dentro de cajas de un pintor que le gustaba a mamá, y todas las maestras estaban encantadas y decían que era un recurso muy poético. En el patio Fredo cortaba el dibujo por la mitad, y las mitades en mitades y así, mientras su grupo lo rodeaba y se reía. Cuando ya no pudo cortar pedazos más chicos tiró todo por el aire. Lo primero que sentí fue tristeza. No es un decir,, siempre pienso en cómo siento las cosas en el momento en que me pasan, y quizá sea eso lo que me haga más lento, o más distraído que el resto. Después mi cuerpo se endureció, cerré los puños y sentí cómo la temperatura subía. Me tiré sobre Fredo al piso, lo agarré de los pelos y empecé a darle la cabeza contra el suelo. La maestra gritó y un profesor vino a separarnos. Pero no pasó gran cosa después de eso. Mi mamá me dijo esa tarde que podría haberle hecho mucho daño a Fredo y eso fue todo.

En el secundario volví a hacerlo. Yo seguía dibujando, y nadie tocaba mis dibujos porque sabían que yo creía en el bien y el mal, y me molestaba todo lo relacionado con lo segundo. Al fin y al cabo, la pelea con Fredo me había dado en el grupo un aire de respeto, y ya no se metían conmigo. Pero ese año un chico nuevo que se creía muy vivo se enteró de que Cecilia se había indispuesto por primera vez el día anterior. Y aprovechando que yo ya no siempre me quedaba en el aula, le llenó la cartuchera de témpera roja. Cuando Cecilia buscó un lápiz se le mancharon los dedos y la ropa. Y el chico, parado sobre su banco, empezó a gritar que Cecilia ya era una puta, que Cecilia era una puta como todas. Ella no me gustaba, pero al chico le di la cabeza contra el piso hasta que le empezó a sangrar. El profesor tuvo que pedir ayuda para separarnos. Mientras nos sostenían para que no volviéramos a agarrarnos le pregunté si ahora el cerebro no le drenaba mejor. Me pareció una frase genial, pero nadie se rió. Me llenaron el boletín de amonestaciones y me suspendieron por dos días. Mamá también estaba enojada conmigo, pero la oí decir por teléfono que su hijo no estaba acostumbrado a la intolerancia, y que todo lo que yo había querido hacer era proteger a esa pobre chica. 


Desde entonces Cecilia hacía todo lo posible por ser mi amiga. Me fastidiaba terriblemente. Se sentaba lo más cerca que podía, y se daba vuelta a cada rato para mirarme. A veces sonreía o me saludaba con la mano. Me escribía cartas sobre la amistad y el amor y las escondía entre mis cosas. Yo seguía dibujando. Mi mamá me había anotado en el taller de dibujo y pintura del colegio, que era todos los viernes. La profesora nos mandaba comprar hojas A3, casi el cuádruple de grandes que las que yo usaba. También témperas y pinceladas. La profesora mostraba a la clase mis trabajos para explicar por qué yo era genial, cómo lo lograba, y qué es lo que quería comunicar con cada pincelada. En el taller aprendí a hacer todas las extremidades de rompecabezas en 3D, a pintar fondos esfuminados que, contra el realismo de un horizonte, dan idea de abstracción, y a pasarle spray a los mejores trabajos para que se conservaran bien y no perdieran la intensidad de los colores.
 

Lo más importante para mí era pintar. Había otras cosas que me gustaban, como mirar televisión, no hacer nada y dormir. Pero pintar era lo mejor. En tercer año se organizó un concurso de pintura para exponer en el hall. El jurado eran la profesora de dibujo, la directora y su secretaria. Las tres eligieron por unanimidad mi obra más representativa y colgaron el cuadro en el hall de entrada del colegio. Entonces Cecilia empezó a decir que yo estaba enamorado de ella, desde siempre. Que ella era el pez rojo y yo el azul. Que las fichas de rompecabezas de un pez encastraban en el otro porque éramos así, el uno para el otro. Durante un recreo descubrí que en el cuadro, colgado en el hall, alguien había escrito nuestros nombres sobre cada pez. Volví al aula y encontré en el pizarrón un corazón gigante atravesado por una flecha con nuestros dos nombres. Era la misma letra que la del cuadro. Nadie se animó a reírse, pero todos lo habían visto y se miraban entre sí. Cecilia me sonrió, colorada, y siguió dibujando algún otro estúpido corazón en su cuaderno. Sentí que tenía ganas de golpearla, lo sentí otra vez, como cuando pasó lo de Fredo y lo del chico de segundo. Me di cuenta de que antes de la furia podía ver la imagen de la cabeza golpeándose el cuero cabelludo estrellarse una y otra vez contra las irregularidades del piso, la cabeza perforada, la sangre espesando los pelos. Sentí mi cuerpo abalanzarse sobre ella, y un segundo después, contenerse. Fue como una iluminación, y entonces supe exactamente qué hacer. Corrí hasta el taller de dibujo y pintura que estaba en el segundo piso, algunos chicos me siguieron -Cecilia entre ellos-, abrí la puerta, saqué de los armarios las hojas y las témperas, y lo dibujé. Un primerísimo primer plano. Apenas el ojo espantado de Cecilia, su frente con granos transpirados, el piso áspero debajo, los dedos fuertes de mi mano enredados en sus pelos, y después, puro, el rojo, manchándolo todo.
 

Si me preguntan qué aprendí en el colegio, sólo puedo responder que a pintar. Todo lo demás, vino como se fue, no queda nada. Tampoco estudié después del secundario. Pinto cuadros de cabezas golpeando contra el piso, y la gente me paga fortunas. Vivo en un loft en el micro centro. Arriba tengo el cuarto y el baño, abajo la cocina y todo el resto es estudio. Algunos ricos me piden retratos de sus propias cabezas. Les gustan los lienzos gigantes y cuadrados, los hago de hasta dos metros por dos metros. Me pagan lo que pida. Veo después los cuadros colgados en sus livings enormes y me impresiona lo buenos que son. Creo que esos tipos se merecen verse a sí mismos estampados contra el piso por mi mano, y ellos parecen muy conformes cuando se paran frente a los cuadros y asisten en silencio.

No me gusta tener novias. Salí con algunas chicas pero nunca funcionó. Tarde o temprano empiezan a reclamarme más tiempo o a pedirme que diga cosas que en realidad no siento. Una vez probé decir lo que sentía y fue peor. Otra vez, una con la que había salido como seis veces y ya decía que era mi novia, se volvió completamente loca sin que yo dijera nada. Decidió que yo no la amaba, que nunca iba a amarla, me obligó a agarrarla de los pelos y empezó a darse sola la cabeza contra la pared, mientras gritaba como una fiera en celo quiero que me mates, quiero que me mates. Pienso que relaciones así no son sanas. Mi representante, que es el tipo que se encarga de poner mis cuadros en las galerías y decidir qué precio tiene cada cosa que hago, dice que el tema de las mujeres no me conviene. Dice que la energía masculina es superior, porque no se dispersa y es monotemática. Monotemática es que sólo piensa en una cosa, pero nunca dice en cuál. Dice que las mujeres son buenas al principio, cuando están bien buenas, y buenas al final, que vio morir a su padre en brazos de su madre, y quiere morirse de la misma manera. Pero todo lo que está en el medio es un infierno. Dice que ahora tengo que concentrarme en lo que yo sé hacer. Es calvo y gordo, y no importa lo que pase, siempre está aspirando con la nariz. Se llama Aníbal y antes fue pintor, pero nunca quiere hablar de eso. Como vivo encerrado, y él mismo persuade a mi mamá de que no me moleste, suele pasar al mediodía a dejarme comida y darle un vistazo a lo que estoy trabajando. Se para frente a los cuadros, con los pulgares colgando de los bolsillos delanteros de los jeans, y dice siempre las mismas cosas: más rojo, necesita más rojo. O: más grande tengo que verlo desde la otra esquina. Y casi siempre, antes de irse: Sos un genio. Un-ge-nio. Esa es una de las cosas que repite dos veces. Cuando no me siento bien, porque estoy triste o cansado, me miro en el espejo del baño, cuelgo los pulgares de mis jeans y me digo: sos un genio, un-ge-nio. A veces funciona.
 

Siempre tuve un terrible agujero entre las dos últimas muelas derechas, en el maxilar superior, y hace un tiempo empezó a metérseme ahí cualquier cosa que comiera. Me agarré una caries insoportable. Aníbal dijo que no podía ir a cualquier dentista, porque después de las mujeres, los dentistas eran lo peor. Trajo una tarjeta y dijo: es coreano, pero es bueno. Me pidió una cita para esa misma tarde. John Sohn parecía joven, pensé que podría tener mi edad, aunque calcularle la edad a los coreanos es algo difícil. Me puso algo de anestesia, perforó dos dientes y tapó con pasta lo agujeros que había hecho. Todo con una sonrisa y sin hacerme doler en ningún momento. Me cayó bien, así que le conté que pintaba cabezas contra el asfalto. John Sohn hizo un momento de silencio, que resultó ser como un momento de iluminación y dijo es justo lo que estoy buscando. Me invitó a cenar a uno de esos restaurantes coreanos de verdad. Quiero decir, no de los turísticos, sino de esos en los que se entra por una pequeña puerta en la que aparentemente no hay nada, y dentro hay un tremendo mundo coreano. Mesas grandes y redondas, aunque sólo se sienten dos personas, el menú en coreano, todos los mozos coreanos y todos los clientes coreanos. John Sohn eligió para mí un plato tradicional y le dio al mozo instrucciones precisas acerca de cómo prepararlo. John Sohn necesitaba a alguien que pintara un cuadro gigante en su sala de espera. Dijo que lo importante era el diente, y me pareció un propuesta interesante. Quería hacer un trato: yo pintaba el cuadro y él me arreglaba todos los dientes. Me explicó por qué quería el cuadro, cómo repercutiría eso sobre los clientes y el valor publicitario en su cultura. Le encantaba hablar, hablaba todo el tiempo, y a mí me encantaba escucharlo. Cuando terminamos de comer, John Sohn me presentó a unos coreanos de la mesa de al lado y tomamos el café con ellos. No pude entender nada de lo que se conversó, pero ese rato de descanso me ayudó a darme cuenta de que yo era muy feliz, porque era amigo de mi dentista, y tener amigos está muy bien.
 

Trabajé sobre el cuadro de John muchos días, hasta que una mañana desperté en el sillón del estudio, miré la tela y sentí un profundo agradecimiento. Su amistad me había dado mi mejor cuadro. Lo llamé al consultorio y John se puso muy feliz, lo sé porque cuando algo lo entusiasmaba hablaba muy rápido, y a veces en coreano. Dijo que vendría a almorzar. Era la primera vez que mi amigo venía a visitarme. Ordené un poco los cuadros, cuidando de dejar a la vista los mejores. Subí al cuarto la ropa tirada y llevé a la cocina los vasos y los platos sucios. Saqué comida de la heladera y la preparé en una bandeja. Cuando John llegó, miró hacia todos lados, buscando el cuadro, pero todavía no era el momento, y él lo respetó porque los coreanos saben mucho del respeto, o al menos eso es lo que él siempre decía. Nos sentamos a almorzar. Le pregunté si quería sal, si prefería algo caliente, si le servía más gaseosa. Pero todo estaba bien para él. Pensé que podría venir alguna noche para ver películas o charlar de cualquier cosa, podíamos sacar una foto para poner en algún sitio, como hace la gente con sus familiares. Pero no dije nada todavía. John comía y hablaba. Lo hacía todo a la vez, y a mí no me molestaba porque eso es tener intimidad, es cosa de amigos. No sé cómo empezó ese tema, pero hablaba de los niños coreanos y la educación en su país. Los niños entran a la escuela a las seis de la mañana y salen a las doce del día siguiente, es decir que pasan casi un día y medio en la escuela y sólo les quedan libres cinco horas, que utilizan para regresar a sus casas, dormir un poco, y volver. Dijo que cosas como esas son las que diferencian a los coreanos del resto del mundo, las que los distingue de los demás. No me gustó, pero a uno no puede gustarle todo de un amigo, pienso yo. Y pienso que así y todo, a pesar de su comentario, estábamos bien. Le devolví la sonrisa. Quiero que veas el cuadro, le dije. Caminamos hasta el centro de la sala. Dio unos pasos hacia atrás, calculando la distancia necesaria y cuando sentí que era el momento quité la sábana que cubría el cuadro. John tenía manos finas y pequeñas, como de mujer, y siempre estaba moviéndolas para explicar lo que pensaba. Pero sus manos quedaron quietas, colgando de los brazos como muertas. Le pregunté qué pasaba. Dijo que el cuadro tenía que tratarse del diente. Que lo que quería era un cuadro gigante para su sala de espera, el cuadro de un diente. Repitió eso muchas veces. Miramos juntos el cuadro: la cara de un coreano estrellándose contra los azulejos negros y blancos de una sala de espera muy parecida a la de John. No está mi mano estrellando la cabeza, sino que cae sola, y lo primero que da contra el esmalte de los azulejos, lo que recibe todo el peso de la caída, es uno de los dientes del coreano, con una rajadura vertical que, un instante después, terminará por abrirlo al medio. No pude entender qué era lo que no funcionaba para John, el cuadro era perfecto. Y me di cuenta de que yo no estaba dispuesto a cambiar nada. Entonces John dijo que eso era lo que pasaba al fin y al cabo, y empezó otra vez con el tema de la educación coreana. Dijo que los argentinos éramos vagos. Que no nos gustaba trabajar y así estaba nuestro país. Que eso nunca cambiaría, porque éramos como éramos, y se fue.
 

Me molestó mucho todo lo que dijo John. Porque argentinos son también mi mamá y Aníbal, y ellos trabajan muchísimo, y me molesta la gente que habla sin saber. Pero John era mi amigo. Y yo aprendí a contener mi furia, y me sentí muy orgulloso de eso. Al día siguiente le escribí un mail explicándole que yo podría cambiar lo que fuera que él quisiera del cuadro. Le aclaré que no estaba muy de acuerdo “estéticamente”, pero entendía que quizá él necesitaba algo más publicitario. Esperé un par de días, pero John no contestó. Entonces volví a escribirle, pensé que quizá estaba ofendido por algo, y le expliqué que si era así yo necesitaba saber exactamente por qué, porque si no, no podía disculparme. Pero John tampoco contestó ese mail. Mamá llamó a Aníbal y le explicó que todo esto pasaba porque yo era muy sensible, y todavía no estaba preparado para el fracaso. Pero esto no tenía nada que ver con eso. El séptimo día sin noticias decidí llamar a John al consultorio. Me atendió su secretaria. Buenos días, señor; no, señor, el doctor no se encuentra; no señor, el doctor no puede responder su llamado. Pregunté por qué, qué estaba pasando, por qué John me hacía eso, por qué John no quería verme. La secretaria se quedó unos segundos en silencio y después dijo el doctor se tomó algunos días, señor, y me cortó. Ese fin de semana pinté seis cuadros más de cabezas de coreanos partiéndose contra el asfalto. Aníbal estaba muy entusiasmado con los trabajos, pero yo hervía de bronca y de a ratos también seguía muy triste. Llamé unos días más tarde. Atendió una voz de mujer, en un idioma inentendible que seguramente sería coreano. Dije que quería hablar con John, repetí el nombre de John algunas veces. La mujer dijo algo que no entendí, algo corto y rápido. Lo volvió a repetir. Después atendió un hombre, algún otro coreano que tampoco era John y también dijo cosas que no entendí.
 

Así que decidí algo, algo importante. Envolví el cuadro con la sábana, salí a la calle arrastrándolo como pude, esperé una eternidad hasta dar con uno de esos taxis de aeropuerto con mucho espacio detrás, para el cuadro, y le di al taxista la dirección de John. John vivía en un mundo coreano a cincuenta cuadras de mi barrio, lleno de carteles en coreano y de coreanos. El taxista me preguntó si estaba seguro de la dirección, si quería que me esperara en la puerta. Le dije que no hacía falta, le pagué y me ayudó a bajar el cuadro. La casa de John era antigua y grande. Apoyé el cuadro en las rejas de entrada, toqué el timbre, esperé. Hay muchas cosas que me ponen nervioso. No entender algo es una de las peores, la otra es esperar. Pero esperé. Pienso que esas son las cosas que uno hace por los amigos. Había hablado con mamá unos días antes y ella había dicho que mi amistad con John tenía, además, brechas culturales, y que eso hacía todo más complicado. Le dije que las brechas culturales eran algo contra lo que John y yo podíamos luchar. Sólo necesitaba explicárselo, saber por qué estaba tan enojado, aunque de todas formas pensé mucho en eso de las brechas culturales y las agregué a la lista de las cosas que me ponen nervioso.
 

La cortina del living se movió. Alguien espió un momento por detrás. La voz femenina del teléfono dijo hola en el portero. Dije soy yo, el del teléfono, dije que quería ver a John. John no, dijo la mujer, no. Dijo otras cosas en coreano, el aparato hizo algunos ruidos y todo quedó en silencio. Volví a tocar. A esperar. A tocar. Escuché los pasadores de la puerta y un coreano mayor que John se asomó, me miró, y dijo John, no. Lo dijo enojado, frunciendo el ceño, pero sin mirarme a los ojos, y volvió a encerrarse en la casa. Me di cuenta que no me sentí bien. Que algo estaba mal en mí, como en los viejos tiempos. Volví a tocar el timbre. Grité John una vez, otra. Un coreano que pasaba por la vereda de enfrente se paró a mirar. Volví a gritar al portero. Yo sólo quería hablar con John. Grité su nombre otra vez. Porque John era mi amigo. Porque las brechas no tenía nada que ver con nosotros. Porque nosotros éramos dos, John y yo, y eso es tener un amigo. El timbre otra vez, interminable. El metal se clavaba en mi dedo, muy adentro de tanto apretar. El coreano de enfrente dijo algo en su idioma. No sé qué, como si quisiera explicarme alguna cosa. Y yo otra vez John, John muy fuerte, como si algo terrible estuviera pasándole. El coreano se acercó, hizo un gesto con la mano, para que me calmara. Solté el timbre para cambiar de dedo y seguí gritando. Se oyó una persiana caer en otra casa. Sentí que me faltaba el aire. Que me falta algo. Entonces, el coreano me tocó el hombro. Su pulgar en mi camisa. Y fue un dolor enorme: la brecha cultural. Mi cuerpo empezó a hervir, sentí que perdía el control, que ya no entendía las cosas, como otras tantas veces, pero que esa vez de nada serviría mirar con atención un rato. Me di vuelta bruscamente y golpeé el cuadro que cayó boca abajo sobre la vereda. Agarré al coreano de los pelos. Un coreano pequeño, flaco y metido. Un coreano de mierda que se había levantado a las cinco de la mañana durante quince años para afianzar la brecha dieciocho horas por día. Lo sostuve de los pelos tan fuerte que me clavé las uñas en la palma de la mano. Y esa fue la tercera vez que estrellé la cabeza de alguien contra el asfalto.
 

Cuando me preguntan si abrirle la cabeza al coreano sobre el reverso de mi tela esconde una intención estética miro hacia arriba y hago como que pienso. Eso es algo que aprendí de ver a otros artistas que hablan en televisión. No es que no entienda bien la pregunta, es que realmente ya no me interesa nada. Tengo problemas legales, porque no sé diferenciar a los coreanos de los japoneses, ni de los chinos, y cada vez que veo uno así lo agarro de los pelos y empiezo a darle la cabeza contra el asfalto. Aníbal consiguió un buen abogado, que alega insania, que es que estás loco y eso es mucho mejor ante la ley. La gente dice que soy un racista, un hombre descomunalmente malo, pero mis cuadros se venden por millones y yo empiezo a pensar en eso que siempre decía mi mamá, eso de que el mundo lo que tiene es una gran crisis de amor, y de que, al fin y al cabo, no son buenos tiempos para la gente muy sensible.


 De Pájaros en la boca, Samanta Schweblin. Ed. Lumen, pp 68-80.

martes, 4 de agosto de 2015

El testigo. Carlos Almira Picazo. Microrrelato.


No me importa que no me saluden, incluso prefiero que no lo hagan. A fuerza de sigilo, he logrado volverme prácticamente invisible. Sólo el gato levanta las orejas y contiene un brillo inquieto y malévolo en los ojos. Él es el único testigo de mis andanzas. Por lo demás, no me preocupa lo que puedan pensar los otros. Es la palabra del gato contra la mía. Y el animal es listo, y sabe que si insiste en maullar, en erizarse de lomos, le darán una patada y lo echarán a la escalera. Y luego cerrarán la puerta que él no puede traspasar. 

lunes, 3 de agosto de 2015

Variaciones en torno a una máscara. Rey Carlos Villadiego. Microrrelato.

Este era un hombre que usaba una máscara para relacionarse cotidianamente con sus congéneres. Por la mañana, antes de salir hacia el trabajo, se la ponía, y por la noche, ya en casa, la colgaba en el armario. Así hizo durante años, día tras día, noche a noche, hasta que una noche le pasó algo inusitado, que creemos pudo haber sido una de estas situaciones:

a. El hombre, en vez de guardar la máscara en el armario, colgó su cara.

b. El hombre no pudo despegarse la máscara y nunca más lo logró.

c. El hombre optó por usar varias máscaras y después de un tiempo no supo cuál de todas era su cara.

En cualquier caso, a este hombre ya no lo identificaremos jamás.


sábado, 1 de agosto de 2015

El final. Fredric Brown. Microrrelato.

El profesor Jones había trabajado en la Teoría del tiempo por muchos años. 
"Encontré la ecuación clave", le dijo a su hija. "El tiempo es un campo. Yo inventé esta máquina que puede manipular, incluso invertir, ese campo". 
Presionando un botón mientras hablaba, dijo: "Esto debería hacerlo retroceder hacerlo debería esto" dijo, hablaba mientras botón un presionando. 
"Campo ese, invertir incluso, manipular puede que máquina esta inventé yo. Campo un es tiempo el". Hija su a dijo le, "clave ecuación la encontré". 
Años muchos por tiempo del Teoría la en trabajado había Jones profesor el