lunes, 31 de agosto de 2015

El fin del mundo. Roger McGouh. Microrrelato.

Cuando el ómnibus se detuvo de repente para evitar atropellar a una madre y a su hijo en el camino, la joven mujer del sombrero verde sentada frente a mí, me cayó encima. Como no soy del tipo de persona que pierde oportunidad, comencé a hacerle el amor con todo mi cuerpo. Al principio, ella se resistió, diciendo que era demasiado temprano en la mañana y demasiado pronto después del desayuno, y que de todos modos me encontraba poco atractivo. Pero cuando le expliqué que esta era una explosión nuclear y el mundo iba a terminarse a la hora del almuerzo, ella se quitó el sombrero verde, guardó el boleto del ómnibus en su bolsillo y se incorporó al ejercicio. 
Los pasajeros del ómnibus, y había muchos, estaban emocionados, sorprendidos, divertidos y enojados. Cuando corrió la voz de que el mundo iba a acabarse a la hora del almuerzo, guardaron su orgullo en sus bolsillos, junto con sus boletos del ómnibus y se hicieron el amor uno con el otro. Incluso el guardián del ómnibus, subió al vehículo e inició algún tipo de relación con el guarda de este. Esa noche, en el ómnibus de regreso a casa, todos nos encontrábamos un poco avergonzados, pero en particular yo y la joven del sombrero verde. Comenzamos a reconocer de diferentes modos cuán apresurados y tontos fuimos. Pero entonces yo, que siempre he sido un poco infantil, me paré y exclamé que era una lástima que el mundo no acabara siempre a la hora del almuerzo y que siempre podríamos simular. Entonces sucedió que, rápido como el relámpago, todos cambiamos de pareja y pronto el ómnibus se movía con los cuerpos como polillas haciendo travesuras. Al día siguiente, y todos los días, en cada calle, en cada pueblo, en cada país... la gente simuló que el mundo iba a terminarse a la hora del almuerzo. Todavía no ha sucedido. Aunque de cierto modo ha sucedido.





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