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sábado, 8 de febrero de 2025

Tarta crocante. Etgar Keret.

Para mi cincuenta cumpleaños mi madre me lleva a comer al restaurante de Charlie el Gordo. Quiero pedir una torre de panqueques con sirope de arce y nata, pero mi madre me suplica, como siempre, que pida algo más sano.
—Es mi cumpleaños —me empecino—, mis cincuenta. Déjame que pida los panqueques. Solo por una vez.
—Pero si te he hecho una tarta —se enfurece mi madre—, la tarta crocante que a ti tanto te gusta.
—Si no me dejas que me coma los panqueques, no pienso ni probar la tarta —le prometo.
Mi madre se queda pensando un momento hasta que dice, como aburrida:
—Te dejo que comas los panqueques y la tarta, pero solo por esta vez; solo porque es tu cumpleaños.
Charly el Gordo me trae la torre de panqueques con una pequeña bengala encendida en lo alto. Me canta el «Cumpleaños feliz» con voz ronca esperando que mi madre se le una, pero ella le lanza una mirada furiosa a la torre de panqueques. Así que soy yo el que me pongo a cantar con Charly, en vez de ella.
—¿Cuántos años cumples? —pregunta Charly.
—Cincuenta —le digo.
—¿Cincuenta y todavía lo celebras con mamá? —exclama dando un silbido de sorpresa—. La envidio, señora Paikov. Mi hija tiene la mitad de años que él y hace tiempo que no está dispuesta a celebrar el cumpleaños con nosotros. Somos demasiado viejos para ella.
—¿Qué hace su hija? —le pregunta mi madre, sin apartar la mirada de la montaña de panqueques que tengo en el plato.
—No lo sé exactamente —reconoce Charly—, algo relacionado con la alta tecnología.
—Mi hijo está gordo y no tiene trabajo —dice mi madre medio susurrando—, así que creo que se ha precipitado en envidiarme.
—No está gordo —masculla Charly intentando sonreír.
Y la verdad es que, comparado con Charly, yo no estoy gordo.
—Ni tampoco estoy en el paro —añado yo con la boca llena de panqueque.
—Querido —dice mi madre—, meter mis pastillas en el pastillero por dos dólares al día no puede considerarse un trabajo.
—¡Felicidades! —me dice Charly—. ¡Buen provecho y felicidades! —Y se retira de nuestra mesa dando unos minúsculos pasitos hacia atrás, como quien se aparta de un perro que gruñe.
Cuando mi madre se va al baño, Charly vuelve a acercarse a nuestra mesa.
—Que sepas que estás haciendo una buena acción —me dice—. Por vivir con tu madre y todo eso. Cuando mi padre murió, mi madre se quedó sola. Tendrías que haberla visto. Se apagó más deprisa que la bengala de tus panqueques. Ya puede tu madre despotricar lo que quiera, pero eres tú el que la mantiene viva, y eso es un mandamiento bíblico. «Honrarás a tu padre y a tu madre». ¿Cómo están los panqueques?
—Excelentes —le contesto—, lástima que no pueda venir aquí más a menudo.
—Cuando estés por aquí, que sepas que estás invitado a pasar —me dice Charly guiñándome un ojo—. Estaré encantado de servirte los que haga falta. Y gratis.
Como no sé qué decirle, solo asiento mientras le sonrío.
—Y lo digo en serio —añade Charly—. De verdad. Me alegrará mucho. Mi hija hace ya años que no toca mis panqueques, porque siempre está a dieta.
—Vendré —le digo a Charly—, ¡se lo prometo!
—Estupendo —dice Charly—, estupendo. Y prometo no contarle nada de todo esto a tu madre. ¡Palabrita!
De camino hacia casa nos paramos en el supermercado, y mi madre me dice que, como es mi cumpleaños, puedo escoger una cosa como regalo. Quiero una bebida energética con sabor a chicle, pero mi madre me dice que ya he comido suficiente dulce por hoy y que escoja otra cosa. Entonces le pido que me compre un boleto de lotería. Me dice que está en contra de los juegos de azar, porque educan a las personas a ser pasivas y a que, en lugar de hacer algo que cambie su destino, se queden sentadas con sus culos gordos esperando a que la suerte los socorra.
—¿Sabes qué probabilidades tienes de que te toque? —me pregunta—. Una entre un millón, o menos incluso. Piénsalo bien: la probabilidad de que muramos en un accidente de coche yendo para casa es mucho más alta que de que te toque la lotería.
Y, tras un breve silencio, añade:
—Pero, ya que te empeñas, te lo voy a comprar.
Como me empeño, me lo compra. Doblo el billete de lotería dos veces. Una vez a lo ancho y otra a lo largo, y me lo meto en el bolsillito delantero del pantalón vaquero. Mi padre murió en un accidente de coche cuando volvía a casa, hace tiempo, cuando yo todavía estaba en la barriga de mi madre, así que puede que de todas maneras sí tenga probabilidades de que me toque.
Por la noche quiero ver el partido de baloncesto. Este año los Warriors son buenísimos. Ese Curry, con su triple, está que se sale. En mi vida he visto nada igual. Lanza los balones sin ni siquiera mirar la canasta y los encesta uno detrás de otro. Pero mi madre no me deja, porque dice que ha leído en la revista de televisión que van a emitir un especial del National Geographic sobre los lugares más pobres del planeta.
—Por favor, ¿no me lo podrías dejar ver? —le pido—. Por ser mi cumpleaños.
Pero mi madre se empeña en que mi cumpleaños empezó ayer y se termina hoy cuando el sol se pone, así es que estamos ya en un día normal.
Mientras mi madre está viendo el programa, me voy a la cocina a prepararle el pastillero con sus medicamentos. Se toma más de treinta pastillas al día. Diez por la mañana, y veintipico por la noche. Pastillas para la tensión, para el corazón, para el colesterol y para el tiroides. Tantísimas pastillas que solo con tragártelas te quedas lleno. De verdad que no creo que haya una enfermedad en el mundo que mi madre no tenga. Menos el sida, puede. Ni el lupus. Cuando termino de ordenarle las pastillas en el pastillero me siento a su lado en el sofá y veo el programa con ella. Muestran a un niño con joroba que se ha criado en el barrio más pobre de Calcuta. Por la noche, antes de irse a acostar, los padres lo atan con una cuerda para que duerma encogido. Así, explica el locutor, la joroba se le hará más prominente, y cuando crezca le ayudará a inspirar piedad y a sacar una significativa ventaja en la dura carrera contra los otros mendigos de la ciudad. No soy de lágrima fácil, pero la historia de ese niño me parece tristísima.
—¿Quieres que ponga el baloncesto? —me pregunta mi madre, con una voz muy suave y acariciándome el pelo.
—No —le digo, secándome la cara con la manga mientras le sonrió—, es un programa muy interesante.
Y la verdad es que sí lo es.
—Siento mucho haberte hablado mal en el restaurante —me dice—, eres un buen chico.
—No pasa nada —le digo, y le doy un beso en la mejilla—, no me ha molestado pero que nada.
Al día siguiente por la mañana acompaño a mi madre al oculista. Este le enseña un cartel con letras y le pide que las lea. Las letras que reconoce las dice a gritos, y las que no se empeña en adivinarlas, como si al acertarlas por casualidad contaran como buenas. El médico le receta un medicamento más, que tiene que tomar una vez al día, contra el glaucoma. Al salir del médico nos vamos a la farmacia a comprar las nuevas pastillas, y, para que no se me olvide, en cuanto volvemos a casa las añado al pastillero en la casilla de la noche. Después me pongo ropa de deporte, cojo el balón de baloncesto y me voy a la cancha de los niños.
Hace unos años tuve un problema con una madre pelirroja con tatuajes que se ponía muy nerviosa con eso de que yo jugara con su hijo. En cuanto me veía con él en la cancha me gritaba con una voz bien potente que ni se me ocurriera tocarlo. Le expliqué que según el reglamento del baloncesto está permitido tocar al rival cuando lo estás marcando y que no tenía de qué preocuparse, porque como sabía que era más grande y más fuerte que su hijo siempre ponía mucho cuidado. Pero ella, en lugar de escucharme, se puso todavía más furiosa.
—Y ni se te ocurra llamar a mi hijo «chatito», pedazo de degenerado —gritó, y me tiró a la cara el vaso de poliuretano del café que se estaba tomando.
Por suerte para mí el café estaba templado, así que solo se me manchó la camiseta. Después de aquello estuve sin ir unos meses, pero luego empezó el playoff, y, cuando ves unos partidos tan buenos, al momento te entran ganas de jugar a ti también. No quería volver a la cancha porque temía que la pelirroja de los tatuajes estuviera allí y empezara a gritarme otra vez, así que le pedí a mi madre que compráramos nuestra propia cesta y la pusiéramos en el patio. Y mi madre, a la que se me ocurrió contarle por primera vez lo que había pasado entonces, se quedó muy callada, así, como se queda siempre que se enfada de verdad, y me pidió que me pusiera los pantalones de deporte, cogiera el balón de baloncesto y fuéramos para allá. De camino hacia la cancha me dijo, con voz temblorosa, que todos los padres de los niños que jugaban conmigo allí tenían que darme las gracias, porque, excepto yo, había muy pocos adultos en el mundo que conservaran las suficientes ternura y bondad por dentro de sí como para jugar, como yo, con unos niños y enseñarles cosas.
—Chatito —me dijo con la voz quebrada—, si cuando llegamos a la cancha ves que esa estúpida simia tatuada vuelve a estar ahí, me lo dices, ¿vale?
Asentí, aunque por dentro iba rezando para que la pelirroja no estuviera, porque sabía que mi madre, aunque ya era bastante mayor, era muy capaz de romperle el bastón a la pelirroja en la cabeza. Cuando llegamos a la cancha, mi madre se sentó en uno de los bancos y empezó a repasar a todos los otros padres que tenía alrededor, como el guardaespaldas que intenta detectar a un posible atacante. Al principio, me hice con una de las mitades de la cancha que estaba vacía, y estuve botando el balón y encestándolo yo solo, pero enseguida los niños de la otra mitad de la cancha me pidieron que jugara con ellos porque les faltaba un jugador, y al final del partido, cuando lancé el tanto de la victoria, miré a mi madre, que seguía sentada en el banco aparentando leer algo en el móvil, aunque yo sabía muy bien que lo había visto todo y que se sentía muy orgullosa de mí. En la cancha no hay niños, así que hago unos cuantos lanzamientos de tiro libre, pero enseguida me aburro. El restaurante de Charly el Gordo se encuentra apenas a cinco minutos andando. Cuando llego el lugar está prácticamente vacío y Charly se alegra muchísimo de verme.
—Hola, figura —me dice—, ¿has estado jugando al baloncesto?
Le digo que no había nadie en la cancha.
—Es que todavía es pronto —me dice guiñándome un ojo—, pero, mientras te terminas la montaña de panqueques que te voy a preparar, seguro que ya van llegando los demás.
La verdad es que los panqueques de Charly están riquísimos. Cuando termino de comerlos le doy las gracias y le vuelvo a preguntar si está seguro de que le parece bien que coma en su restaurante sin pagar.
—Siempre que quieras, figura —dice—, será un placer.
—Pero no se lo irá a contar a mi madre, ¿verdad? —le pregunto antes de irme.
—No te preocupes —se ríe Charly palmeándose la barriga—, tu secreto queda perfectamente guardado aquí dentro.
El sábado por la noche es el gran sorteo de la lotería. Mi madre me lo recuerda en cuanto se ha tomado sus pastillas.
—¿Estás nervioso? —me pregunta.
Me encojo de hombros. Ella vuelve a repetirme que las probabilidades que tengo de ganar son menos de una entre un millón, y luego me pregunta que qué voy a hacer si, por lo que sea, me toca. Le digo que seguro que le enviaré parte del dinero a ese niño jorobado que vimos por la tele. Mi madre se ríe, y me dice que ese documental lo grabaron hace muchos años y que es muy posible que el niño jorobado ese, que hoy debe de ser ya un adulto jorobado, habrá pedido tanto desde entonces que duda que todavía necesite que nadie le haga favores, y que también es posible que esté muerto de una de esas enfermedades que esa gente siempre pilla porque no se lavan las manos después de ir a cagar.
—Déjate de niños del National Geographic —dice, y me acaricia el pelo como a mí me gusta que me lo acaricie—. ¿Qué te gustaría para ti?
Me vuelvo a encoger de hombros, porque la verdad es que no lo sé.
—Si te toca, seguro que te irás a vivir a una casa grande para ti solo y te comprarás un abono para los Warriors, y contratarás a una filipina tonta para que se ocupe de mis pastillas en tu lugar —me dice mi madre con una sonrisa no muy alegre.
Y eso que a mí sí me gusta arreglarle las pastillas, porque me relaja.
—No me gusta ir a los partidos —le digo—. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a visitar al tío Larry en Oakland y me llevó a un partido? Hicimos una cola de casi una hora y los acomodadores les gritaban a todos los que entraban.
—Pues nada de abonos —dice mi madre—. Pero ¿qué crees que te comprarías?
—Puede que una tele para mi habitación —le contesto—, pero una bien grande, no como la que tenemos aquí en el salón.
—Cariño —me dice mi madre—, el primer premio son sesenta y tres millones de dólares. Si te toca, tendrás que ir pensando en algo más que en una tele de pantalla gigante.
Es la primera vez en mi vida que veo un sorteo de la lotería. Tienen allí una especie de máquina transparente llena de bolas de pimpón y en cada bola hay un número. La que acciona la máquina es una rubia con una nerviosa sonrisa fija en los labios. Mi madre dice que los pechos no son de verdad y que se ve a la legua que se ha inyectado bótox, porque la frente ni se le mueve. Después mi madre dice que tiene que ir al baño. El año pasado empezó con un serio problema de vejiga y por eso tiene que ir al lavabo cada media hora.
—Suerte, hijo. Si mientras hago pis ves que te ha tocado, grita y salgo corriendo, aunque sea con las bragas bajadas —dice riéndose y me da un beso antes de levantarse del sofá.
—Pero no grites por gritar, ¿me oyes? ¿Te acuerdas de lo que ha dicho el médico de cómo tengo el corazón?
La rubia de la sonrisa nerviosa aprieta el botón que pone en marcha la máquina. Le miro la frente. Mi madre tiene razón. No se le mueve nada, ahí. En la primera bola que sale de la máquina pone «46», que es el número de nuestra casa. En el segundo, el «30», que es la edad a la que mi madre me tuvo a mí cuando murió mi padre. En la tercera bola hay un «33», que era el número de pastillas que mi madre se tomaba al día antes de que le recetaran la pastilla para el glaucoma. Qué extraño que todos los números que la máquina de la rubia de la frente petrificada escoge se encuentren relacionados con la vida de mi madre y con la mía, y también que todos esos números estén en mi boleto. Los tres últimos números ni siquiera los compruebo, sino que me limito a pensar en qué puede llevar a una mujer a inyectarse una sustancia que le deje la frente tan estática, y en lo triste que será que mi madre y yo tengamos que vivir en casas separadas.
Cuando mi madre vuelve al sofá, yo ya estoy viendo baloncesto, pero mi madre se empeña en que pasemos al canal Fox News porque es justo la hora de las noticias de la noche. En el noticiero hablan de un atentado suicida en Pakistán en el que han muerto sesenta y siete personas. No dicen en qué ciudad ha sido el atentado, y lo único que deseo es que no haya sido en Calcuta. Mi madre me explica que Calcuta está en la India, y que Pakistán es otro país, todavía menos agradable.
—Lo que las personas son capaces de hacerse las unas a las otras… —dice, mientras se encamina despacito hacia la cocina.
Cuando aparecen atentados en la tele, siempre le entra hambre. Me pregunta si quiero que prepare unos huevos revueltos para los dos, y yo le digo que tengo hambre, pero que no me apetecen huevos.
—¿Quieres el último trozo de la tarta crocante que te hice para el cumpleaños? —me grita desde la cocina.
—¿Me das permiso? —le pregunto—. ¿Aunque ya sea de noche?
Normalmente es muy estricta con el tema de los dulces.
—Hoy es un día especial —me dice mi madre—. Hoy es el día en el que no te ha tocado la lotería. Así que te mereces un premio de consolación.
—¿Qué te hace estar tan segura de que no me ha tocado? —le pregunto.
—Que no te he oído gritar, como me dijiste que ibas a hacer —se ríe.
—Aunque hubiera gritado no me habrías oído, porque estás medio sorda —le digo, devolviéndole la sonrisa—. Medio vieja y medio sorda.
Mi madre asiente y me sirve en la mesa el último trozo de tarta.
—Pero dime la verdad, cariño, ¿conoces a otra persona en el mundo que sepa hacer una tarta crocante tan rica como la de tu madre?

Avería en los confines de la galaxia, 2020.

domingo, 21 de enero de 2024

Repparación. Etgar Keret.

Creo que se me ha estroppeado algo en el ordenador. Aunque ppor lo visto ni siquiera es el ordenador, sino simpplemente el teclado. Ppues no hace tanto que lo he compprado, de segunda mano, a alguien que ppuso un anuncio en el pperiódico. Un tippo raro que em abrió la ppuerta vestido con una bata de seda, como la pputa de lujo de una ppelícula en blanco y negro. Me ppreparó un té y le ppuso unas hojitas de menta que él mismo cultivaba en una jardinera.
-Este ordenador es una ganga -me dijo-, te conviene compprarlo, ya verás como no te arreppientes.
Así que le extendí un talón y ahora la verdad es que sí me arreppiento. En el anuncio del pperiódico pponía que el ordenador se vendía con el resto de contenido de la casa, pporque el ppropietario se iba a vivir al extranjero, ppero el hombre de la bata me dijo que la verdad era que lo vendía pporque, tachán, tachán... se iba a morir de una enfermedad, solo que eso es algo que no ppuedes pponer en un anuncio del pperiódico si ppretendes que alguein acuda.
-En realidad -dijo- la muerte también es un ppoco como un viaje a algún lugar, así que no es del todo mentira.
Mientras lo decía hubo algo así como un ligero temblor en su voz, cierto opptimismo, como si ppor un instante hubiera ppodido imaginarse la muerte como un agradable viaje a un lugar nuevo y no como un simple ppedazo de nada oscuro que te soppla en el cuello.
-¿Tiene garantía? -le ppegunté, y él se rió. Aunque yo se lo había ppreguntado en serio, al ver que él se reía de corazón fingí que lo había dicho en broma.

miércoles, 20 de julio de 2022

Mundos paralelos. Etgar Keret.

Existe una teoría científica que sostiene que hay millones de universos paralelos a este en el que nosotros vivimos y que todos son un poco diferentes. Los hay en los que nunca has nacido y otros en los que no hubieras querido nacer. Hay mundos paralelos en los que ahora estoy teniendo relaciones sexuales con un caballo y otros en los que acaba de tocarme el gordo de la lotería. Los hay en los que yazco desangrándome lentamente en el suelo del dormitorio y otros en los que soy elegido por mayoría absoluta como presidente de la nación. Pero toda esa variedad de mundos no me interesa para nada en estos momentos. Solo me interesan los mundos en los que ella no esté felizmente casada y no tenga un dulce hijito. En los que esté completamente sola. Hay muchos universos así, estoy convencido de ello. Ahora estoy intentando pensar en ellos. También hay mundos en los que nunca nos hemos llegado a conocer. Pero esos tampoco me interesan en estos momentos. De los que quedan, los hay en los que no me quiere y me dice que no. En algunos con delicadeza y en otros hirientemente. Todos esos tampoco me interesan. Ahora solo quedan los mundos en los que me dice que sí y entre ellos escojo uno, un poco como cuando se escoge un níspero en la frutería. Escojo el más bonito, el más maduro, el más dulce. Jamás ni el mundo más caliente ni el más frío, y vivimos en él en una cabaña del bosque. Ella trabaja en la biblioteca municipal de la ciudad que está a cuarenta minutos en coche de nuestra casa y yo trabajo en la delegación regional de educación, en el edificio de enfrente de donde ella trabaja. Desde la ventana de mi despacho a veces la veo recolocando los libros en las estanterías. Siempre desayunamos juntos. La amo, y ella me ama. La amo, y ella me ama. La amo, y ella me ama. Daría cualquier cosa por mudarme a ese mundo, pero entre tanto, hasta que encuentre el camino que lleva a él, solo me queda pensar en él, que no es poco. Pensar que soy yo el que vive en medio del bosque, con ella, en la felicidad más absoluta. Hay un sinfín de mundos paralelos. En uno de ellos ahora estoy teniendo relaciones sexuales con un caballo, y en otro acaba de tocarme el gordo de la lotería. Ahora no quiero pensar en ellos, sino solo en ese otro, solo en ese mundo de la cabaña del bosque. Hay un mundo en el que estoy echado en el suelo del dormitorio con las venas cortadas, desangrándome. Ese es el mundo en el que estoy sentenciado a vivir hasta que esto termine. Ahora no quiero pensar en él. Solo en ese otro mundo. Una cabaña en el bosque, el sol que se pone, yéndonos a dormir temprano. Y en la cama, mi brazo derecho está intacto, seco, y ella yace sobre él porque estamos abrazados. Se apoya tanto rato en él que empiezo a dejar de notarlo. Pero no me muevo, porque estoy muy a gusto con el brazo debajo de su cálido cuerpo, y sigo estando muy a gusto incluso cuando dejo de sentir el brazo por completo. Noto su respiración en la cara, tan rítmica, tan acompasada, interminable. Ahora se me están empezando a cerrar los ojos. No solo en ese mundo, en la cama, en el bosque, sino también en los demás mundos en los que ahora no quiero pensar. Me encanta saber que hay un lugar, en el corazón del bosque, en el que me estoy quedando dormido siendo completamente feliz.

De repente llaman a la puerta, 2010.

sábado, 28 de mayo de 2022

Completamente sola, no. Etgar Keret.

Tres de sus pretendientes han intentado suicidarse. Lo dice con tristeza pero también con una pizca de orgullo. Uno incluso lo ha conseguido. Se tiró desde la azotea del edificio de la Facultad de Humanidades y por dentro quedó destrozado. Por fuera parecía que no le había pasado nada, y hasta tenía un aspecto sereno. Ese día ella no había ido a la universidad, pero se lo contaron sus amigos. A veces, cuando está sola en casa, hasta lo puede notar ahí, como si estuviera con ella en el salón, mirándola, y cuando le pasa eso, por un momento siente mucho miedo, pero también alegría. Porque sabe que no está completamente sola. Y a mí, a mí me aprecia muchísimo. Me aprecia, pero no se siente atraída por mí. Y eso la entristece, lo mismo que a mí, o puede que incluso más. Porque le encantaría sentirse atraída por alguien como yo. Alguien inteligente, sensible, alguien que la quiera de verdad. Tiene un romance con un marchante de arte mayor desde hace más de un año. Está casado, no piensa dejar a su mujer y ni siquiera hablan de ello. Por él sí siente atracción. Qué crueldad. Es una crueldad para mí y también lo es para ella. La vida podría ser mucho más sencilla si se sintiera atraída por mí.
Me deja que la toque. A veces, cuando le duele la espalda, hasta me lo pide. Cuando le masajeo los músculos, cierra los ojos y me sonríe.
Qué agradable —me dice mientras la toco—, qué agradable.
Una vez, hasta nos acostamos. Echando ahora la vista atrás dice que fue un error. Tenía tantísimas ganas de que la cosa fuera bien, que se olvidó de sus sentidos. Y que hay algo, mi olor, o mi cuerpo, algo entre nosotros dos que no pega. Lleva ya cuatro años estudiando Psicología y todavía no es capaz de explicarlo. De explicar lo mucho que su cerebro lo desea y cómo su cuerpo no se aviene a ese deseo. Cuando se acuerda de la noche en la que nos acostamos, se pone triste. Hay muchas cosas que la ponen triste. Es hija única. Se pasó gran parte de la infancia completamente sola. Su padre se puso enfermo, agonizó largamente y al final murió. No tuvo a su lado un hermano que la comprendiera, que la consolara. Yo soy lo más parecido a un hermano que haya tenido nunca. Y Kuti. Kuti es el nombre del chico que se tiró de la azotea de la Facultad de Humanidades. Es capaz de pasarse horas sentada conmigo hablando de cualquier cosa. Puede dormir conmigo en la misma cama, verme desnudo, desnudarse a mi lado. No hay nada que la turbe entre nosotros. Ni siquiera cuando me masturbo a su lado. Aunque le mancho las sábanas y la entristezco. Y es que se pone triste por no ser capaz de amarme, pero si eso me alivia, no tiene ningún problema en lavar después las manchas.
Antes de que su padre muriera estaba muy unida a él. También estuvo muy unida a Kuti, que estaba enamorado de ella. Yo soy el único hombre que estoy muy unido a ella y todavía sigue con vida. Al final empezaré a salir con otra y ella se quedará sola. Será inevitable, y lo sabe. Y cuando suceda, se pondrá triste. Triste por ella, pero también contenta por mí, porque habré encontrado el amor. Cuando termino de correrme me acaricia la cara y me dice que aparte de sentirse triste también se siente halagada. Que la halaga el hecho de que con todas las chicas que hay en el mundo, solo piense en ella mientras me masturbo. El marchante ese de arte con el que se acuesta es más peludo y bajo que yo, pero sexy a rabiar. En la mili era uno de los subordinados de Netanyahu y se conocen desde entonces. Son amigos de verdad. A veces, cuando va a verla, le dice a su mujer que ha ido a ver a Bibi. Una vez se lo encontró con su mujer en el centro comercial. Estaban a un metro de distancia, ella le sonrió disimuladamente, a escondidas, pero él la ignoró. Posó los ojos en ella, pero tenían una mirada completamente vacía, como si ella no fuera nadie ni nada. Puro aire. Y aunque ella comprendió que no pudiera sonreírle ni decirle nada estando con su mujer, resultó muy ofensivo. Se quedó allí sola en el centro comercial, al lado de los teléfonos públicos, y se echó a llorar. Esa fue la noche que se acostó conmigo. Y ahora que lo piensa, fue un error.
Cuatro de sus pretendientes han querido suicidarse. Dos hasta lo han conseguido. Precisamente los dos a los que se sentía más unida, muy próximos a ella, pero que mucho, como hermanos. A veces, cuando está sola en casa, nos puede notar a los dos, a mí y a Kuti, con ella, en el salón, mirándola. Y cuando eso le sucede, siente un miedo repentino, aunque también alegría. Porque sabe que no está completamente sola.

De repente llaman a la puerta, 2010.

lunes, 7 de marzo de 2022

La perra. Etgar Keret.

«Viudo». Le gustaba tantísimo cómo sonaba esa palabra. Amaba su tintineo, aunque le daba vergüenza que así fuera. Pero ¿qué podía hacer él, si el amor es un sentimiento que no se puede dominar? «Soltero» siempre le había sonado a egoísta, casi a libertino, y «divorciado» le sonaba a vencido, o a algo todavía peor que vencido, a derrotado. Mientras que «viudo» sonaba a alguien que había asumido una responsabilidad en la vida, un compromiso, y del hecho de que no hubiera seguido cumpliéndolo solo se podía culpar a Dios o a la naturaleza, dependiendo de las creencias que tenga cada uno. «Viudo» sonaba casi a estar condecorado con una medalla al valor, aunque fuera modesta. Algo parecido a que fueran las siglas de Valeroso Intendente Ultra DOméstico. Sacó un cigarrillo y ya estaba a punto de encenderlo cuando la joven anoréxica que se encontraba sentada frente a él en el vagón se puso a dar alaridos en francés señalando el aviso de «Non fumer». Lo último que se esperaba era que en aquel vagón del tren que hacía el recorrido de Marsella a París no fueran a dejarle encender un cigarrillo Gauloises. Ahora resultaba que, a pesar de la buena impresión que se había llevado de su presidente cuando lo veía por la tele insultando y dándoles en la cabeza a los americanos, estos hacía ya tiempo que habían derrotado a los franceses. Y sin tener que echar mano del ejército, tan solo con el virus de la neurosis esa que tienen y que ha contagiado a los franceses a través del McDonald’s y de la CNN. Antes de enviudar era Halina la que estallaba furibunda cada vez que iba a encender un cigarrillo, pronunciando un monólogo que siempre empezaba por la salud de él y terminaba con las migrañas de ella, y ahora, al llamarle la atención a gritos aquella francesa flacucha, la verdad es que sintió una punzada de nostalgia.
My wife —le dijo a la chica francesa, mostrándole cómo devolvía el cigarrillo a la cajetilla— also don’t like me to smoke.
No English —dijo la francesa.
You —insistió él— same age as my daughter. You should eat more. It’s not healthy.
No English —repitió la joven, aunque la forma en cómo se acurrucó delató que había entendido todas y cada una de esas palabras.
My daughter lives in Marseille —siguió él—. She is married to a doctor, an eye doctor, you know. —Y apuntó hacia uno de los ojos verdes que tenía enfrente y que pestañeaban muy asustados.
Hasta el café del tren de ellos era muchísimo mejor que el que pudieras encontrar en todo Givatayim. «Es innegable», pensó, «que tratándose de cuestiones de paladar, estos franceses, malditos sean, se meten a todo el mundo en el bolsillo». Tras una semana en Marsella, los pantalones ya no le abrochaban. Zehava le había pedido que se quedara más tiempo.
¿Adónde tienes que ir con tanta urgencia? —le había preguntado ella—. Porque ahora que mamá ha muerto y estando tú jubilado, estás allí completamente solo.
«Jubilado», «solo». Había algo tan abierto en esas dos palabras que cuando ella las pronunció pudo sentir el viento que producían acariciándole el rostro.
El trabajo en la tienda nunca le había terminado de gustar, y en cuanto a Halina, digamos que tenía reservado para ella cierto cálido rinconcito en el corazón, pero al igual que el armario de madera en su pequeñísimo dormitorio de matrimonio, ella ocupaba tanto espacio que no había dejado sitio para los demás. Lo primero que hizo tras morir Halina fue llamar al trapero para deshacerse del armario. A los vecinos que seguían con interés el descenso del gigantesco armario sujeto con unas correas desde el tercer piso, les explicó que le recordaba demasiado la tragedia. Sin él en la habitación esta se hizo de repente amplísima, y también más luminosa. El armario llevaba tantísimos años allí que se había olvidado por completo de que detrás de él se ocultaba una ventana.
En el vagón restaurante tenía sentada enfrente a una señora de unos setenta años. De joven debía de haber sido muy guapa y ahora hacía todo lo posible para recordárselo a los que la rodeaban, pero con delicadeza, insinuándolo con un suave trazo de eyeliner en los párpados y un toque de pintalabios: «Ah, si me hubierais conocido hace cuarenta años». A su lado, en el estante destinado a las bandejas de la comida, se encontraba sentado un pequeño caniche exquisitamente vestido también, con un jerseicito de punto celeste. El caniche, en cuanto lo vio, le clavó unos gigantescos ojos que le resultaban conocidos. «¿Halina?», pensó para sus adentros, con cierto pánico. El caniche soltó un breve ladrido afirmativo. La señora mayor le brindó una agradable sonrisa como si quisiera decirle que no tenía nada que temer. Los ojos del caniche, entre tanto, no se apartaban de los de él. «Sé muy bien que el armario no se me cayó encima porque sí», decían esos ojos, «sé perfectamente que tú me lo echaste encima». Ahora él le dio una calada corta al cigarrillo mientras le devolvía a la señora mayor una sonrisa nerviosa. «También sé que no querías matarme, que solo fue un acto reflejo. No tenía que haberte pedido que volvieras a bajar la ropa de invierno.» La cabeza de él asintió como si se moviera por su cuenta. Otro acto reflejo, por lo visto. De haber sido distinto, alguien de carácter menos duro, ya se le habrían saltado las lágrimas. «¿Estás bien, ahora?», preguntaron los ojos del caniche. «Regular», respondió él con la mirada, «no es fácil estar solo. ¿Y tú?». «No me quejo», vino a decir el caniche abriendo la boca hasta casi sonreír, «mi dueña me cuida muy bien, es una buena mujer. ¿Cómo está la niña?». «Vengo de visitarla. Se la ve pletórica. Es que por fin Gilbert está de acuerdo en que tengan un niño.»
«Cuánto me alegro», movió muy deprisa el caniche el muñón de su rabo, «pero tú te tienes que cuidar más. Has engordado y fumas demasiado».
«¿Puedo?», le preguntó a la señora mayor, sin palabras, solo con un gesto de la mano acariciando el aire. La señora asintió con una sonrisa. Él, entonces, acarició a Halina por todo el cuerpo y después se agachó y la besó.
Lo siento, le pido disculpas —le dijo a la señora al borde de las lágrimas.
Usted le gusta —dijo la señora mayor en un inglés macarrónico—, mire, mire cómo le está lamiendo la cara. Nunca la había visto comportarse así con un desconocido.

De repente llaman a la puerta, 2010.

martes, 14 de diciembre de 2021

Mañana saludable. Etgar Keret.

Por las noches, desde que ella se fue, dormía cada vez en un sitio distinto: en el sofá, en un sillón del salón, en una esterilla en la terraza, como un sintecho. Por las mañanas siempre desayunaba fuera de casa: los presos también gozan todos los días de un breve paseo por el patio de la cárcel. En la cafetería le daban una mesa para dos con una silla vacía enfrente. Siempre. Incluso cuando el camarero le preguntaba de antemano si venía solo. Las demás personas estaban allí sentadas por parejas, o en tríos, riéndose, probando del plato del otro, peleándose por pagar la cuenta, mientras Miron se tomaba el desayuno «Mañana saludable», que consistía en un vaso de zumo de naranja, un tazón de muesli con miel y un café doble acompañado de una jarrita de leche desnatada que venía aparte. Por supuesto que hubiera sido mucho más agradable si hubiera tenido sentado a alguien delante con el que bromear y si alguien le discutiera quién iba a pagar la cuenta y él tuviera que imponerse tendiéndole un billete a la camarera mientras le decía: «No le cobres a él, venga, déjalo ya, Avri, que esta vez pago yo». Pero no tenía con quién, aunque desayunar en solitario era mil veces preferible a quedarse en casa.

Miron se entretenía observando lo que pasaba en las otras mesas. Escuchaba un poco sus conversaciones, leía las páginas de deportes del periódico o, sin que quedara claro por qué, le echaba un vistazo con cierta indiferencia a la evolución de las acciones israelíes del día anterior en Wall Street. A veces se le acercaba alguien para preguntarle si podía llevarse alguna sección del periódico que ya hubiera leído, y él entonces asentía esforzándose por sonreír. Una vez, cuando se le acercó una mamá muy joven y sexy con un cochecito de bebé, incluso le dijo, mientras le entregaba la primera página con el titular en rojo que hablaba de una violación colectiva en el Sharon:

Ya ves a qué mundo de locos traemos hijos.

Estaba convencido de que esa frase encerraba cierta intimidad, la sensación de estar compartiendo un destino, pero la sexy mamá se limitó a clavarle una mirada distante y algo furiosa y a llevarse también de la mesa el suplemento sobre salud sin tan siquiera pedírselo.

Sucedió un jueves. Un hombre gordo y sudoroso entró en la cafetería y le sonrió. Miron se sorprendió. La última persona que le había sonreído fue Maayán, justo antes de dejarlo, y aquella sonrisa, de hacía más de cinco meses, había sido una sonrisa absolutamente cínica, mientras que la del gordo era dulce, una sonrisa casi de disculpa. El gordo hizo un gesto, que por lo visto significaba si podía sentarse, y Miron asintió con la cabeza casi sin pensarlo. El gordo se sentó y dijo:

¿Rubén? Oye, no sabes lo que siento haberme retrasado. Ya sé que habíamos quedado a las diez, pero ni te imaginas la mañanita que he tenido con la niña.

Miron era consciente de que ahora debía comunicarle al gordo que él no era Rubén, pero en lugar de hacerlo se encontró mirando el reloj y diciendo:

No pasa nada, solo han sido diez minutos.

Después se quedaron callados un momento hasta que Miron le preguntó si la niña estaba bien. El gordo le dijo que sí, que lo que le pasaba es que iba a una guardería nueva, y que cuando la llevaba por la mañana la despedida era espantosa.

Pero dejemos eso —se interrumpió el gordo—, que bastante tienes ya sin necesidad de que te cuente mis penas. Venga, hablemos de negocios.

Miron respiró profundamente y se quedó a la espera.

Mira —dijo el gordo—, quinientos es demasiado. Dámelo por cuatrocientos. ¿Sabes qué? Hasta te ofrezco cuatrocientos diez y me comprometo a llevarme seiscientas piezas.

Cuatrocientos ochenta —dijo Miron—, cuatrocientos ochenta. Y eso a condición de que te comprometas a llevarte mil.

Entiéndelo —prosiguió el gordo—, el mercado está hundido con la recesión y todo eso. Ayer mismo vi por la tele cómo la gente anda ya rebuscando en la basura. Si sigues en tus trece, tendré que vender caro. Y si vendo caro, nadie comprará.

No te preocupes —le dijo Miron—, que por cada tres que comen de la basura, uno conduce un Mercedes.

Me han dicho que eres duro de roer —dijo el gordo algo furioso, aunque el comentario de Miron parecía haberle hecho gracia.

A fin de cuentas soy como tú —le sonrió Miron—, intento sobrevivir.

El gordo se secó la sudorosa mano en la camisa y la tendió hacia delante.

Cuatrocientos sesenta —dijo—, cuatrocientos sesenta y me llevo mil.

Al ver que Miron no se movía, añadió:

Cuatrocientos sesenta, mil piezas y te quedo a deber un favor, y ¿quién sabe mejor que tú, Rubén, que en lo nuestro los favores valen más que el dinero?

Esa última frase fue la que convenció a Miron para que estrechara la mano que tenía tendida delante. Era la primera vez en la vida que alguien le debía un favor. La verdad era que se trataba de un alguien que creía que se llamaba Rubén, pero daba igual. Al final de la comida, mientras discutían por pagar, Miron sintió una suave oleada de calor que le subía del vientre al conseguir adelantarse al gordo en una décima de segundo y ponerle a la camarera en la mano el arrugado billete.

Desde entonces aquello se convirtió casi en una rutina. Miron se sentaba, pedía algo para tomar y se quedaba esperando muy tenso ante cualquier persona nueva que entrara en la cafetería, y si la persona se ponía a dar vueltas entre las mesas con una mirada interrogativa, Miron no dudaba en hacerle señas con la mano invitándola a sentarse con él.

No quiero tener que llegar a juicio contigo —le dijo un tipo calvo y de cejas espesas.

Tampoco yo —estuvo de acuerdo Miron—, siempre es mejor llegar a un arreglo por las buenas.

Que sepas desde el principio que no estoy dispuesta a hacer el turno de noche —le dijo una mujer con rizos y silicona en los labios.

Pues ¿qué es lo que quieres, entonces, que todos hagan turnos de noche menos tú? —le gritó Miron.

Gabi me ha pedido que te diga que lo siente —le comunicó un tipo con pendiente y los dientes podridos.

Pues si de verdad lo siente —se enfadó Miron—, que venga y me lo diga él solito, sin intermediarios.

Por mail me parecías más alto —se le quejó una pelirroja muy delgada.

Por mail me parecías menos quisquillosa —le devolvió Miron el puyazo.

Y al final todo terminó por arreglarse. Con el calvo llegó a un acuerdo sin necesidad de ir a juicio. La de la silicona se avino a que su hermana le cuidara a los niños una vez por semana para poder hacer el turno de noche. El del pendiente le prometió que Gabi lo llamaría, y la pelirroja y él llegaron enseguida a la conclusión de que no eran del gusto del otro. Unos invitaron a Miron, a los otros los invitó él, y con la pelirroja pagaron a escote. Todo era tan fantástico, que si transcurría alguna mañana sin que nadie se sentara frente a él, a Miron empezaba a embargarlo cierta tristeza. Pero, por suerte, no le pasaba demasiadas veces.

Casi dos meses después de que el gordo sudoroso se sentara a su mesa frente a él, entró el de la cara picada de viruela. A pesar de las marcas y de que parecía mayor que Miron, era un hombre guapo y con mucho carisma. La primera frase que pronunció al sentarse fue:

Estaba convencido de que no vendrías.

Pero si quedamos —dijo Miron.

Sí —dijo el de la cara comida por la viruela con una triste sonrisa—, solo que después de lo que te he soltado creí que te acobardarías.

Pues ya ves, aquí estoy —respondió Miron con una media sonrisa casi provocativa.

Siento haberte gritado antes, cuando hemos hablado por teléfono —se disculpó el de la viruela—, la verdad es que he perdido los nervios. Y eso que no retiro nada de lo que te he dicho, ¿lo oyes? Te pido que dejes de verte con ella.

Pero es que la quiero —dijo Miron con voz ahogada.

Hay cosas que uno quiere pero a las que hay que renunciar —dictaminó el hombre, y añadió—: Será mejor que escuches a quien te saca unos cuantos años, y lo que te digo es que a veces es mejor desistir.

Lo siento —dijo Miron—, pero no puedo.

Claro que puedes —se irritó el de las marcas—, ya lo creo que la puedes dejar, y además lo vas a hacer. No hay otra salida. Puede que los dos la amemos, pero lo que pasa es que yo soy su marido y no voy a permitir que destroces mi familia, ¿te enteras?

Miron movió la cabeza de lado a lado.

No tienes ni idea de lo que ha sido mi vida durante el último año —le dijo al marido—, un verdadero infierno. Mejor dicho, ni tan siquiera un infierno, sino una gran nada apolillada. Y cuando llevas tanto tiempo sin nada y de repente llega algo, no puedes decirle que no. Me entiendes, ¿verdad? Sé que me entiendes.

El marido se mordió el labio inferior y dijo:

Si vuelves a verla una sola vez más, te mato, y sabes muy bien que no bromeo.

Pues mátame —dijo Miron encogiéndose de hombros—, no tengo miedo. Al final todos moriremos.

El marido se incorporó de la mesa y le dio a Miron un puñetazo en plena cara. Era la primera vez en su vida que alguien le pegaba tan fuerte y Miron sintió un dolor muy agudo que empezó en algún punto del centro de la cara para extenderse luego en todas direcciones. Al segundo siguiente se encontró en el suelo con el marido allí de pie inclinado sobre él.

Me la llevaré de aquí —gritaba el marido mientras le propinaba una lluvia de patadas en las costillas y en el vientre—. Me la llevaré a otro país y no sabrás dónde está. No la vas a volver a ver, ¿lo oyes, tío asqueroso?

Dos camareros se abalanzaron sobre el marido y como pudieron lo alejaron de Miron. Alguien le gritó al barman que llamara a la policía. Con la mejilla todavía besando el fresco suelo, Miron vio al marido, que se alejaba de la cafetería a la carrera. Uno de los camareros se agachó, le preguntó si estaba bien y Miron intentó contestar.

¿Quieres que avise a una ambulancia? —le preguntó el camarero.

Miron susurró que no.

¿Estás seguro? —insistió el camarero—, es que te sangra mucho la nariz.

Miron asintió despacio y cerró los ojos. Intentó con todas sus fuerzas imaginarse a sí mismo con esa mujer a la que nunca volvería a ver. Lo intentó y casi lo consiguió. Le dolía todo el cuerpo. Se sentía vivo.

De repente llaman a la puerta, 2010.