El hombre se reconoce en el sueño aunque su apariencia física no es exactamente la misma. Se ve más alto. Un poco más grueso. La cicatriz de la barbilla se le ha desplazado hasta el nacimiento del labio inferior. El sueño comienza, o hasta ahí alcanza la memoria del hombre, en una carretera urbana, con él al volante de un coche del mismo modelo que el suyo pero de otro color, dispuesto a torcer a la derecha para entrar en un barrio que le recuerda a su barrio, pero no es su barrio, porque en su barrio los días tienen otra luz (ni mejor ni peor, otra) y no hay palmeras emergiendo de los adorquines. En ese tris, durante la maniobra de giro, el hombre oye un estruendo, un golpe muy seco, y un poco después un grito doloroso que le parece salido de la garganta de su mujer. Finalizado el giro ve un grupo de personas arracimadas en el límite de la acera con la carretera, más o menos a la altura de un edificio que sería el suyo si no fuera por la palmera que cubre parte de la fachada. El hombre deja el coche cruzado sin atender a las obligaciones de la circulación, sale aprisa y mira hacia lo alto. La mujer que el hombre cree su mujer tiene el cabello corto, mucho más que la suya, y camina fuera de sí de un extremo a otro de la terraza. Su grito se ha quebrado en otros gritos, en rabia, en llanto, y a veces se confunde con las voces desgarradas que desde abajo le repiten que entre en la casa, que, por dios, no haga ninguna locura. El hombre corre hacia el grupo de personas para ver qué ha sucedido. Lo hace con la certeza de que, pese a las diferencias, la mujer, la terraza y el barrio son los suyos. Sin embargo, apenas consigue avanzar. Las zancadas se le vuelven lentas. Onerosas. Cuando, al fin, con lágrimas en los ojos y sin apenas resuello, está muy próximo a llegar, despierta, y lo único real del sueño son las lágrimas que le resbalan por las mejillas en la oscuridad del dormitorio.
Al hombre le dejaría más tranquilo compartir la pesadilla con su mujer, quien, con un ronquido leve, casi dichoso, yace a su lado a salvo de las miserias del mundo, pero se conforma con acercar un oído al vientre encinto, con posar los labios en aquel altiplano y dejar que escape después entre sus dedos, a tientas, un mechón de pelo de la durmiente. El hombre sabe, lo ha sabido desde el instante en que despertó, que su sueño es de esos que ha de guardarse uno para sí, encerrado tras varias vueltas de llave, por eso agradece que su mujer duerma. De una manera inconsciente incluso lo celebra porque eso mantiene alejada de él la tentación.
El bebé, no muchos meses después, mantiene al hombre entretendio en sus aprendizajes: la inclinación adecuada, entre 45 y 60 grados, del biberón para que la tetina esté siempre llena, las ingenierías del pañal, el body y los corchetes, las palmaditas en lo alto de la espalda que son mano de santo para los gases, el arrullo perfecto, la descodificación del llanto, las sonrisas apócrifas, el valor de los gorjeos, la guerrilla contra los cólicos, los despertares a deshoras, las regurgitaciones, los vómitos, los enrojecimientos, los sarpullidos, las primeras infecciones. El hombre tiene que aprenderlo todo con ayuda de su mujer y de los libros, porque carece, como carecen todos los hombres, de instinto maternal, de matriz. Ha de acostumbrarse a ese nuevo ser que le resultará al principio extraño, si no rival, con quien sus únicos lazos son un proyecto común de pareja (eso que los románticos llaman amor), cierto parecido físico y la ternura que inspira a los bien nacidos lo indefenso. Las mujeres gestan nueve meses a los hijos, y los hombres han de gestarlos después tanto o más, ésa es la verdad incómdoa a la que debe hacer frente el hombre, en silencio, a oscuras, con la misma prudencia con que enfrentó el sueño.
Sin que el hombre sea del todo consciente, el bebé le va, a medida que crece, robando los afectos. El olor a pan de la piel del pequeño, el ejercicio diario de egoísmo (eso que los románticos llaman satisfacción) que le supone mirarse en la pupilas de su hijo y verse proyectado hacia la eternidad, los parloteos alegres, la contemplación del niño dormido, enroscado en su cuna como una presencia celestial, el calor humano, casi febril, que despide su cuerpo con el desperar reciente, el primer beso, ese roce, torpe, sonoro, tierno y salivoso en la mejilla, los pasos titubeantes, el día insospechado en que al niño se le llena la boca con la palabra papá. En un lapso más o menos corto de tiempo en el hombre se ha producido una revolución que ninguna ideología, moral, saber filosófico ni sentido del deber puede. Ha dejado de ser él para ser su hijo y él, ellos. El hombre acumula la energía de una vida doble, la suya y la de su hijo, que lo alimenta y lo consume a partes iguales. Es dos: la esperanza de dos, el temor de dos, pero ha tardado en dividirse o en multiplicarse (según se mire) más de un año. Y en ese momento, cuando ya había caído en el olvido del sueño, otro vuelve a sobresaltarle.
Esta vez no hay coche ni carretera urbana, nada que se asemeje en principio a la pesadilla primera. Hace, sin embargo, muchísimo calor, y los mosquitos campan por doquier, revolviendo el aire estancado con sus zumbidos. El hombre, quien en esta ocasión se reconoce íntegro en su apariencia, permanece sentado en el borde de una piscina con las piernas dentro del agua cuando de pronto mira su imagen en el agua y ve algo que le desconcierta. En lugar de su imagen ve la de su mujer, pero mucho más vieja, encanecida y arrugada, sin destellos de luz en los ojos, como si hubieran pasado sobre ella las hojas de muchos calendarios. El hombre, obedeciendo a un instinto, se arroja al agua o eso piensa él que hace, porque el agua y el rostro de su mujer desaparecen y lo único que queda en el fondo de la piscina es un círculo de zapatos desparejados alrededor de un niño a quien no alcanza a ver la cara, que juega a hacer rodar un cochecito.
El bebé duerme. Sólo se oye el crepitar de la tetina de su chupete, la cual mordisquea cadenciosamente con sus dientes de leche. El hombre entrecierra la puerta, cruza el pasillo y regresa a la cama. Se acurruca junto a su mujer. Ella gruñe una de esas frases sin sentido que suelen decirse entre sueños y le da la espalda para seguir durmiendo. En cambio, al hombre le resulta imposible conciliar el sueño. Dentro de un par de horas a lo sumo tendrá que levantarse, y este tiempo precioso se le está yendo y viniendo sin dormir. Los minutos se le gastan en pasarse los dedos por la cicatriz de la barbilla y en arrimar el oído a la noche. Hace proyectos. Enreda las cosas. Mañana sin falta, al volver del trabajo, parará en la ferretería. Las ventanas y la puerta corredera de la terraza necesitan topes. El niño está creciendo mucho. Cada día es más ágil. Cualquier día descubrirá la proeza de subirse a una silla y dirá: “Papá, mírame”.
El día sucesivo, en contra de la voluntad de su mujer, el hombre limita la apertura de las ventanas a un palmo escaso, lo justo para ventilar la casa, y bloquea una de las hojas de la puerta corredera y parte de la otra, de manera que actividades cotidiana como tender la ropa o asomarse a sentir qué tiempo hace llegan precedidas de estrecheces. El hombre inhabilita incluso los ventanucos translúcidos de los baños, a muchos centímetros aún del alcance del niño, y establece una serie de reglas de las que hace partícipe a su mujer. El niño no podrá permanecer solo a no ser que se encuentre en su cuna, tras los barrotes. Ocurra lo que ocurra nadie lo asomará, siquiera en brazos, a las ventanas o la terraza. Cuanto menos sepa el niño lo que hay ahí fuera, tanto mejor.
El hombre, aunque parece ver aliviado en parte su desasosiego con los nuevos controles, no tarde en vivir una vida prestada. Su mujer no respeta las reglas o, como ella aduce, se le olvidan, así que, para compensar esa desidia o esa divergencia de pareceres (el hombre no sabe bien cómo denominarla), él está vigilante en cualquier circunstancia. El ruido o el balbuceo más nimio lo soliviantan incluso si el niño permanece en compañía de su madre. Cada vez que oye el abrirse o cerrarse de una ventana, el hombre aparece en un santiamén en el cuarto en cuestión y justifica su presencia con excusas inverosímiles. El chillido del muelle de un toldo que se recoge sobre sí mismo, una bocina, una persiana que sube o baja, el ladrido de un perro, cualquier eco del exterior hace que el hombre abandone lo que esté haciendo para supervisar el estado de todas las ventanas de la casa.
Una noche de sábado, con unas copas de vino encima, el hombre acorta la distancia que le separa de su mujer en la chaise longue, envuelve con sus manos las de ella y le dice que lleva tiempo dándole vueltas a algo. La mujer le presta atención. Hace semanas que él no le envuelve las manos y además la película está en los anuncios. El hombre le habla en un susurro de las incomodidades del barrio. Es una zona envejecida, llena de muertos vivientes, le dice, apenas hay colegios cerca, ni parques, el edificio en el que viven no tiene garaje ni trastero ni tampoco piscina y aquí, en esta ciudad de locos, el verano es caluroso y largo. Quizá sea hora ya de mudarse. A la mujer no le parecen mal lo argumentos del hombre, en realidad los reconoce como suyos, pero cree que lo mejor será esperar unos años, dos o tres, los suficientes para que el niño necesite colegios y piscinas. Ahora es una buena oportunidad, insiste el hombre. Los intereses está bajos y con los sueldos de los dos pueden pagarse algo más caro en una zona mejor, más próspera. Un compañero de trabajo acaba de mudarse a una colonia residencial de las afueras con todas las comodidades y le ha dicho que aún quedan algunos pisos en venta. Hay un bajo a buen precio, de casi ciento cincuenta metros, con vistas a la piscina y a un parquecito con un tobogán y un columpio El hombre ha quedado con su compañero para que le acompañe a verlo esta misma semana. La mujer arruga el ceño. Libera sus manos de las de su marido. ¿Un bajo? Los bajos son una mierda. Son oscuros. Un horno en verano. No corre la brisa. El ascensor dichoso funcionando al lado día y noche. Sobre los bajos cae la porquería de todos los demás pisos. Ella vivió muchos años en un bajo y no se mudaría otro ni loca, concluye sobre el último anuncio previo a la película. El hombre calla, qué otra cosa puede hacer. No quiere que la razón verdadera que alienta esta voluntad de cambiar de piso abortada por su mujer le haga parecer un paranoico a los ojos de ésta. Ahora, más que nunca, ha de ser juicioso. El niño pronto se subirá a la chaise longue, a una cama, a una silla. Sólo hay que aguardar ese trance, mostrárselo a su mujer o, en su defecto, conservar en la retina la imagen para ella, quizá añadir el detalle imaginario pero posible de que el niño ha empujado la silla con sus manos para arrimarla a la ventana. Lo que su sueño no puede ha de poderlo la realidad, lo que pudiera ser la realidad, porque eso pudiera ocurrir en cualquier ocasión. No en su casa, pero sí en otra casa cualquiera, la de algún amigo o, sin ir más lejos, la de los padres de su mujer, que hicieron oídos sordos a lo de los topes. El hombre, mientras se dice esto para sí, en el otro extremo de la chaise longue desde donde su mujer mira la película, apenas consigue ya diferenciar la imagen de su hijo de la de un acantilado. Son lo mismo. No existen uno sin el otro, al menos no hasta el siguiente sueño.
En esta ocasión el hombre no aparece en la pesadilla de forma visible ni se ve a sí mismo porque es quien mira, pero su visión es un sesgo a ras de suelo. Sólo puede ver y de manera un tanto borrosa un faldón, la parte inferior de las imágenes que le pasaron desapercibidas en su primer sueño y que coinciden con la escenificación de la muerte: un horizonte de ladrillos, el nacimiento del tronco de la palmera, una mancha de sangre que se abre paso entre las punteras de muchos zapatos, los rotos de piel, carne y vísceras adheridos a los adoquines. Lo único que el hombre, como si le estuviera vedado, no puede ver es el cuerpo, lo que queda del cuerpo, pero eso no ocurre por mucho tiempo, es más, ocurre durante un tiempo muy limitado. Pronto el hombre se ve obligado por su propia curiosidad a mirar lo que desea y no desea mirar. Se reconoce. Se ve roto. Eviscerado. Por debajo de la cicatriz le asoma una astilla de hueso. Sus labios, con el desperar muy fresco, sonríen a la noche mientras la mujer y el niño duermen.
El hombre, días después, se queda una tarde de sábado al cuidado del niño para que su mujer vaya con unas amigas al cine. Dedica la jornada a practicar esos juegos que suelen jugar los padres con sus hijos: modela muñecos de plastilina que apenas se sostienen de pie. Completa, ante la exigencia del niño, más de diez veces un mismo puzzle. Escucha quita tú. Así no. Yo sé. Se echa el niño a la espalda y trota el pasillo como un pony. Levanta torres que nunca parecen a su hijo lo bastante altas y que éste, con su inocencia salvaje, acaba derribando de un manotazo. Dice eso no. Ni se te ocurra. (Eso a lo que los románticos llaman comunicación). A lo largo de esa tarde, en la que por la pantalla del televisor, con el volumen muy alto, desfilan organismos de colores chillones que parecen salidos de un pastillero y que llevan por nombre Piqui, Mo o Flu, el hombre sólo se ausenta un minuto para ir al baño. A su vuelta, el niño ya no se encuentra en el salón sino en la cocina. Sentado a lo indio, trata de quitarle el tapón con los dientes a una botella de lejía que acaba de sacar de un armario bajero. El hombre le arrebata la botella y devuelve en volandas el niño al salón. Lo deja sobre la alfombra, rodeado de camiones, grúas, ambulancias y excavadoras. Luego regresa a la cocina. Rebusca entre sus herramientas y saca tornillos, un destornillador de ranura y un pasador. Cuando lo fije a la puerta del armario el niño no podrá abrirla, al menos no en los próximos meses. Ya pensará algo para cuando crezca. Quizá trasladar los productos de limpieza a otro armario más alto. Ya verá. Ahora lo único importante es colocar el pasador, si bien se encuentra con un contratiempo. Los tornillos son de estrella y el destornillador es de ranura. Se le hace difícil trabajar así. El hombre no es especialmente mañoso. No vive de sus manos. No le queda otro remedio que ir por un destornillador de estrella a la terraza, donde guarda el resto de sus herramientas. Y tiene que hacerlo rápido, lo más deprisa que le sea posible, si no quiere que en ese lapso el niño vuelva a la cocina y coja lo que no tiene que coger. Así que el hombre corre, toma su destornillador. En nada está en la cocina, con el pasador recién atornillado, y vuelve al salón. Pero el niño no está. Están sus juguetes, pero el niño no. El hombre lo llama a gritos, lo busca por el resto de las habitaciones, mira en los armarios, bajo las camas, detrás de las puertas, pero el niño no aparece. El hombre regresa al salón. Y ahora sí. Ahora repara en que la puerta corredera de la terraza está abierta, cae en la cuenta de que con las prisas se la ha dejado abierta. Sale. El niño está sentado en el suelo. Las piernas le cuelgan al vacío por entre los balaustres de la barandilla. Le sonríe al ir y venir de los coches, a las ramas de los árboles sacudidas por el viento, a las palomas que picotean los tejados. El hombre lo agarra con fuerza de los brazos y lo saca de allí. Lo aúpa. Con los ojos húmedos, lo aprieta contra su pecho. El niño también llora. No puede dejar de hacerlo. Lleva en los antebrazos los dedos de su padre marcados como estigmas.
Llenad la tierra, 2010.
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