miércoles, 20 de agosto de 2025

Solenoide. (Capítulo 9). Mircea Cartarescu.

Quiero escribir un informe sobre mis anomalías. En mi vida oscura, ajena a cualquier historia  —solo una historia de la literatura podría fijarla en sus taxonomías—, han sucedido cosas que no suceden ni en la vida ni en los libros. Habría podido escribir novelas acerca de ellas, pero la novela altera y perturba el sentido de los hechos. Podría guardarlas para mí, como las he guardado hasta ahora, y pensar en ellas hasta que me estallase la cabeza por la noche, acurrucado debajo de la manta, mientras fuera la lluvia golpea furiosamente las ventanas. Pero ya no quiero guardarlas solo para mí. Quiero escribir un informe, aunque no sé todavía de qué tipo ni tampoco qué haré con estas páginas. No sé si es el momento adecuado para algo así. Todavía no he llegado a ninguna conclusión, a ninguna conexión, mis acciones son vagos destellos en la uniformidad banal de la más banal de las vidas, pequeñas grietas, pequeñas inadvertencias. Esas formas informes, las alusiones y las insinuaciones, los accidentes del terreno muchas veces insignificantes en sí mismos pero que acaban adquiriendo, tomados en su conjunto, una forma extraña y obsesiva, necesitan también una forma nueva e insólita para poder ser relatados. Ni novela ni poema, pues no son ficción (o no lo son del todo), tampoco un estudio objetivo, puesto que muchas de mis acciones son singularidades que no se dejan reproducir ni siquiera en los laboratorios de mi mente. Ni siquiera puedo, en el caso de mis anomalías, distinguir entre el sueño, los recuerdos antiguos y la realidad, entre lo fantástico y lo mágico, entre lo científico y lo paranoico. Mi sospecha es que, de hecho, mis anomalías tienen su origen en la zona de la mente en la que esas distinciones no funcionan, y esa zona de mi mente no es sino otra anomalía. Los actos de este informe serán fantasmagóricos y transparentes, pues así son los mundos en los que vivimos simultáneamente.
 
Conservé durante muchos años un medallón kitsch que me regalaron, cuando tenía unos siete años, unos turistas extranjeros que solían venir en autocares hasta el Circo Nacional. Cuando nos enterábamos de que había llegado un autocar, dejábamos nuestros juegos en la arena y en los columpios, dejábamos en paz a las ranas del lago atestado de juncos al fondo del parque, y corríamos hacia el edificio del Circo, con sus gigantescas ventanas en forma de prisma y su cúpula azulada, ondulante, donde me parece haber vivido toda la vida. Nos agolpábamos alrededor de los autobuses y, a pesar de las advertencias de nuestros padres («¡Que no vuelva a veros pidiendo limosna a los extranjeros! ¿Qué sois? ¿Mendigos? ¿Qué va a pensar esa gente de nosotros?»), les tendíamos la mano para recibir una lámina de chicle o un llavero de la torre Eiffel, un cochecito minúsculo de metal pintado con colores vivos… Tendría unos siete años cuando una mujer que bajaba del autocar, con una falda estampada y unos pendientes redondos, rosas en las orejas, me sonrió y me entregó aquel medallón dorado de latón. Salí corriendo y me detuve debajo del castaño frondoso que crecía junto a unas fuentes. Aquí ya no existía el peligro de que otro chaval más mayor que yo me lo arrebatara. Contemplé, pues, mi regalo con más atención: brillaba intensamente bajo el sol de verano. Consistía en una monedita redonda, dorada, engarzada en un aro metálico. A ambos lados de la moneda había unas letras: A, O y R por una cara, M y U por la otra. Aún pasarían unos cuantos días hasta que conseguí descifrar el misterio. Y sucedió cuando, por casualidad, le di un golpe a la moneda y esta empezó a girar tan rápido sobre su pequeño canto de metal que se transformó en un globo de oro blando y transparente como un diente de león, con la fantasmal palabra Amour en el centro. Así siento que es mi vida, así siento que he sido siempre: el mundo unánime, tierno y tangible por una cara de la moneda, y el mundo secreto, íntimo, fantasmagórico, el mundo de ensueño de mi mente por la otra. Ninguna de mis vidas está completa ni es verdadera sin la otra. Solo la rotación, solo el vértigo, solo el síndrome vestibular, solo el dedo indiferente del dios que pone la moneda en movimiento y la lleva a una dimensión más, hace visible —pero para qué ojo— la inscripción grabada en nuestra mente, a uno y otro lado, de día y de noche, en la lucidez y en el sueño, a una mujer y un hombre, a un animal y a un dios, pero nosotros la ignoramos durante toda la eternidad, pues no podemos ver ambas caras a la vez. Pero esto no acaba aquí, porque la inscripción transparente, de oro líquido, que se adivina en el centro de la esfera debe ser comprendida, y para comprenderla con la mente y no verla únicamente con los ojos, es necesario que tu mente se transforme en un ojo de una dimensión superior. El globo de diente de león debe girar a su vez, en un plano inimaginable, para transformarse, respecto a la esfera, en lo que es la esfera respecto al disco plano. El sentido se encuentra en la hiperesfera, en el innombrable objeto transparente que resulta del golpe dado a la esfera de la cuarta dimensión. Pero aquí llego, quizá demasiado pronto, a Hinton y a sus cubos, a los que mis anomalías parecen estar ligadas de forma confusa.
 
Mis actos serán, por tanto, fantasmagóricos y transparentes e indecibles, pero en ningún caso irreales. Los he sentido siempre en mi propia piel. Me han atormentado terriblemente para nada. En cierto sentido, me han arrebatado la vida tanto como lo habrían hecho mis libros si hubiera conseguido escribirlos. Además, son una fuente de duda e indecisión: no se han cerrado, están todavía en curso. Tengo indicios, he establecido conexiones, empiezo a ver qué parece coherente en la charada de mi vida. Es evidente que me están diciendo algo, de forma insistente, constante, como una presión continua en el cráneo, en algunas de sus protuberancias, pero ¿qué es ese mensaje? ¿Cuál es su naturaleza? ¿De quién procede? ¿Qué se espera de mí? Algunas veces me siento como un niño pequeño ante un tablero de ajedrez. Has cogido el peón blanco y eso está muy bien. Pero ¿por qué te lo metes en la boca? ¿Por qué agarras el tablero y lo inclinas para que todas las piezas caigan? ¿Acaso será esta la solución? ¿Ganará tal vez la partida precisamente el que comprenda de repente lo absurdo del juego y lo tire al suelo, el que corte el nudo cuando todos los demás se esfuerzan por soltarlo?
 
Voy a hilvanar aquí, por tanto, una historia de mi vida. Su parte visible —⁠la conozco mejor que nadie⁠— es la menos espectacular, es la más sosa de las vidas, una vida acorde con mi cara insulsa, con mi carácter retraído, con mi falta de sentido y de futuro. Una cerilla que ya se ha consumido casi por completo, dejando tras de sí un hilo de ceniza blancuzco. Profesor de Rumano en la escuela 86, a las afueras de Colentina. A pesar de ello, conservo recuerdos que cuentan una historia diferente, tengo sueños que los acentúan y los confirman y que, reunidos ahí, en los subterráneos de mi mente, han construido un mundo lleno de acontecimientos fantásticos, indescifrables, que piden a gritos, sin embargo, ser descifrados. Es como si un piso de mi vida se hubiera venido abajo: los cables se han desgarrado y las conexiones con los edificios de la superficie se han roto. En mis recuerdos de la infancia y de la adolescencia hay escenas que a duras penas puedo localizar y que no puedo comprender aún, como si fueran piezas de un puzle abandonadas en una caja. Como unos sueños que esperaran ser interpretados. He pensado en ellos tantas veces, se presentan ante mis ojos con tanta claridad (miro a la luz un trozo de cartón brillante con protuberancias y hendiduras redondeadas; su dibujo es claro como un espejo: unas cuantas flores azules, una parte de un zócalo, una ristra de perlas en un cuello sin cuerpo, la pata de un gato…), que mi mente está llena de imágenes y de figuras alegóricas, todas enigmáticas, pues el enigma es el signo de lo incompleto: dios es solo la parte visible de su mundo, que tiene una dimensión más que el nuestro. Cada uno de mis recuerdos y de mis sueños (y los recuerdos soñados, y los sueños recordados, pues mi mundo presenta miles de matices y tonalidades) tiene las marcas de pertenecer a un sistema, como los salientes y los entrantes de las pequeñas piezas de un puzle: en ese aparato de ensamblar radica la mayor parte de su «anormalidad» —⁠«mis anomalías»⁠— pues, por todo lo que conozco sobre la gente a partir de la literatura y de la vida, nadie ha observado el sistema de sujeción, las grapas y los ganchos de una determinada clase de recuerdos antiguos y de los sueños. Cuando era niño, mis padres me compraban los juguetes en la inolvidable Caperucita Roja, en Lizeanu, cuyos suelos olían intensamente a petróleo. Siempre escogían los más baratos y banales, siempre los mismos: el carrito de metal con dibujos ingenuos, el enano que salía de un huevo de goma, la gallina mecánica cuya llavecita tenías que hacer girar para que caminara por el brillo de la mesa, cubos con las imágenes de una vaca, un caballo y una oveja, y los «Juegos de piezas» con imágenes de cuentos. Estos últimos eran los que más me gustaban. Por el anverso tenían fragmentos de un dibujo trazado en una hoja de papel, pero en el reverso de cada cuento había una ilustración diferente, de colores y modelos distintos. Por supuesto, al principio juntaba las piezas siguiendo las imágenes: la parte del ojo izquierdo de Blancanieves se combinaba con la del ojo derecho. El codo de un enano se juntaba con el hombro y con una parte de la barbilla. Pero la reconstrucción de la imagen a partir de esos fragmentos mezclados llegó a resultarme facilona y aburrida. Empecé pues a unir las piezas de los puzles al revés. Los juntaba en montoncitos con el dibujo del reverso del mismo color y los combinaba siguiendo la lógica del ensamblaje: el cerco que sobresalía de una se ajustaba al hueco en el cuadrado brillante de otra. A veces me resultaba dificilísimo, pero esta dificultad me producía una gran satisfacción y daba así un nuevo sentido al juego.
 
No puedo evitar preguntarme una y otra vez si nuestros recuerdos más antiguos, esos que recorren nuestra vida con tanta nitidez mientras que otros miles de momentos, tal vez más importantes, han abandonado nuestra memoria, si, asimismo, los sueños que nos obsesionan por su claridad y que parecen, además, formados por la misma sustancia que nuestros recuerdos obsesivos, no son sino una especie de juego, una prueba que tenemos que superar en esta inexplicable aventura de la vida. Tal vez el latido de nuestro corazón no sea sino el metrónomo que mide el tiempo que nos conceden para encontrar la respuesta. Tal vez estemos perdidos si llegamos al último latido y no hemos comprendido nada del inmenso puzle en el que consiste nuestra vida. Tal vez, si descubriéramos la solución y diéramos con la respuesta, nos liberarían de la celda de la gran penitenciaría en que habitamos, o tal vez ascendiéramos un nivel hacia la liberación. El ratoncito blanco que corre por un pasillo de plástico no sabe que están examinando su memoria, se limita a vivir su vida. Su cerebro no es capaz de preguntarse por qué estoy aquí, qué es este laberinto en el que me encuentro, ¿acaso no constituye el propio laberinto, con sus simetrías, con su pedacito de queso al fondo del pasillo más alejado, la señal de que existe un mundo superior, una inteligencia ante la cual mi pobre mente no es sino un mero balbuceo en la oscuridad?
 
El hecho de no haberme convertido en escritor, el hecho de no ser nada, de no tener importancia alguna en el mundo exterior, de que no me interese nada de él, de no tener ambiciones ni necesidades, de que no me engañe a mí mismo dibujando «con sensibilidad y talento» puertas que no se abrirán jamás en las lisas paredes del laberinto, me ofrece una oportunidad única o, tal vez, la oportunidad que ofrece a todos los solitarios y olvidados: la de explorar los vestigios extraños de mi propia mente tal y como aparecen en ella a lo largo de la retahíla interminable de noches en las que, mientras anochece poco a poco en mi habitación silenciosa, mi cerebro sale como si fuera la luna y brilla cada vez más. Atisbo entonces en su superficie palacios y mundos escondidos que no se les muestran nunca a los que, obsesionados con su pedacito de queso, corren por el laberinto sin concederse un momento de reposo, convencidos de que esto es lo que les ha tocado en suerte en el mundo y de que más allá de las paredes blancas y curvas no hay nada. Me pregunto cuántos individuos solos e insignificantes, cuántos funcionarios y cuántos conductores de tranvía, y cuántas mujeres desgraciadas y sufrientes, sin fortuna o sin títulos universitarios, sin fuerzas y sin esperanza, son tan solo cavadores de la tierra fértil de los crepúsculos de otoño, llena de larvas y de gusanos, que tiembla con el correteo de los topos por sus túneles.
 
Desde el otoño de 1974, desde que tenía diecisiete años, mi vida está guarnecida por un forro de papel al que no he concedido hasta ahora más importancia que la que el mendigo concede a los periódicos con los que se envuelve para no morirse de frío. Hablo de mi diario, ese en el que durante trece años he anotado, sin propósito alguno, como un puro reflejo de mi voz interior, sucesos, ejercicios literarios, reflexiones sobre los libros leídos, frustraciones y sufrimientos, sueños y estados excepcionales de mi alma. He escrito en viejos cuadernos escolares, de rayas o cuadriculados, con la portada verdosa de un cartón increíblemente malo, en la que aparece un enano estúpido y, en la contraportada, las tablas de multiplicar; luego, en agendas caducadas, con tapas de plástico cuarteado, en cuadernos escolares de espiral, en otros cuadernos alargados y estrechos como tacos de billetes, en cualquier sitio, en lo primero que haya encontrado al alcance de la mano, con bolígrafos y rotuladores de todos los colores (algunas páginas están ahora tan descoloridas que son casi ilegibles)… Desordenados, se amontonan en el cajón inferior de la biblioteca de mi habitación, pero uno de estos días me dedicaré a colocarlos en orden cronológico para poder extraer de ellos los fragmentos que me interesan y que me sé casi de memoria. Muchas de mis anomalías están anotadas en ellos, en esas páginas casi pegadas entre sí de puro viejo. Están fechadas y registradas a veces de pasada, sin prestarle atención a su contenido, y otras veces con miedo, casi con un terror que entreveo con facilidad por la transparencia del texto. Al menos esos hechos no puedo ponerlos en duda, al menos ellos han sido incrustados en la realidad irreal de mi vida. Si no hubiera llevado un diario, dudo que me hubiera animado a escribir algún día estas páginas. En primer lugar, porque habría perdido la costumbre de la escritura, incluso de la no literaria, la costumbre de llenar, simplemente, las páginas en blanco con bucles y más bucles de tinta. Resulta inimaginable lo embrutecedora que es la labor de un profesor, cuánto te degradas, año tras año, corrigiendo exámenes y escuchando las lecciones de los escolares, repitiendo decenas, cientos de veces las mismas frases, leyendo «con idéntica entonación» los mismos textos, hablando con los mismos colegas en cuyos ojos observas la misma desesperación e impotencia que ellos observan en tus ojos (y que observas también tú en los tuyos cada mañana, cuando te afeitas ante el espejo). Eres consciente de que te degradas poco a poco, de que tu mente se transforma en un vómito de citas bombásticas y de clichés y, sin embargo, no puedes hacer otra cosa que aullar sin ser oído, como un torturado en un sótano, a solas con su verdugo, observando con una lucidez plena cómo se le desgarran los tejidos del cuerpo, cómo es desollado en carne viva, incapaz de luchar. Después, porque habría olvidado. Las páginas son las hojitas vivas de mi memoria, los bucles de las letras son sinapsis flexibles y crueles como los zarcillos de la vid. Jamás he escrito una sola novela y creo que, si las hubiera escrito, habrían sido tan solo una ramificación de mi diario, de mi túnel de venas y arterias, como si al final de cada rama —⁠como al final de todos y cada uno de los cordones umbilicales⁠— hubiera crecido un feto gordito y compacto con un rostro parecido al mío. Mi diario es mi testimonio, es la prueba de que, en un instante y un lugar con coordenadas precisas, el mundo se abrió y dio lugar a una brecha a través de la cual se colaron en su interior los pseudópodos, cautivadores y terribles, procedentes de otro mundo; no los de uno ficticio, tampoco los de un cerebro febril, sino los que ya estaban incrustados en lo que todavía llamamos realidad. Mis visitadores no se han presentado en sueños, ni han sido producto de una alucinación, ni de ningún estado hipnótico o hipnopómpico, ni he sido golpeado con fuerza contra la cómoda tras ser arrancado de la cama por una fuerza irresistible, con sábanas y todo. Tampoco me he disuelto muchas veces en el juego segundo de la ficción entre las llamas de un éxtasis enloquecedor, ni me han obligado a realizar, en excitantes fantasmagorías, horribles, horribles acoplamientos… Todo ha sido real, todo ha sucedido en el plano de la existencia en el que comemos y bebemos y nos peinamos y mentimos y vamos a trabajar y morimos de pena y de soledad. Real es también el sueño, reales son también nuestros primeros recuerdos, real (¡qué real!) es también la ficción y, a pesar de todo, los sentimos ajenos a la patria cenicienta, duros, rígidos, testarudos, sin imaginación, sin sentido ni salvación, la celda a la que fuimos arrojados tras beber las aguas oscuras del río Leteo. Lo real, nuestra patria legítima, debería ser el territorio más fabuloso de todos, pero, en cambio, se ha convertido en la más abrumadora de las prisiones. Nuestro destino debería ser la huida, aunque fuera hacia una prisión más vasta que desemboca en otra más vasta aún en una serie infinita de celdas, pero para ello las puertas deberían abrirse de repente en la pared amarillenta de nuestro hueso frontal. Voy a garabatear aquí, con un clavo oxidado, en meses o años de esfuerzo miserable, animal, esa puerta en la pared hasta que finalmente (tengo mis propias señales) esa abertura tenga que ceder.
 
Sé que nadie se ha atrevido a hacer algo así, que todo el mundo está resignado y guarda silencio. De esta prisión no se puede huir. Los muros son, en definitiva, infinitamente gruesos, es la noche previa a nuestro nacimiento, la posterior a nuestra muerte. «¿Qué sentido tiene pensar en la infinita inexistencia que viene a continuación? Ensombreceré mi vida para nada. Me quedan todavía unos buenos años hasta entonces, puedo disfrutar por el momento de esta bendita luz, de la luna que se eleva sobre el bosque, del funcionamiento discreto de mi vesícula biliar, de mis eyaculaciones en vientres felices, de los frutos de mi trabajo, de la mariquita que trepa hacia la punta de mi dedo para abrir ahí sus alas plegadas de celofán. Nadie sabe qué hay más allá de la tumba». No pensamos de forma distinta a los antiguos: bebamos y comamos, que mañana moriremos. Y resulta imposible pensar de otra manera en la lógica de la prisión de muros infinitos. ¿Existe otro camino que el de excavar como un sarcopto en su dermis interminable?
 
He tenido, desde siempre, un agudo sentimiento de predestinación. Me he sentido un elegido por el hecho mismo de haber abierto los ojos en este mundo. Pues no son los ojos de la araña, ni los ojos compuestos de miles de hexágonos de la mosca, ni los ojos situados en la punta de los cuernitos del caracol. No nací como bacteria ni como miriápodo. Sentí que el gigantesco ganglio de mi cráneo me predestinaba a la búsqueda obsesiva de la salida. Comprendí que tengo que utilizar el cerebro como si fuera un ojo, abierto y atento bajo la piel traslúcida del cráneo, capaz de ver con otro tipo de mirada y de detectar las fisuras y los signos, los artefactos escondidos y los vínculos oscuros del test de inteligencia, paciencia, amor y fe que es el mundo. No he hecho otra cosa en toda mi vida que buscar brechas en la superficie aparentemente lisa, lógica, sin fisuras de la maqueta del interior de mi cráneo. ¿Cómo tengo que pensar, qué tengo que entender, qué me dices tú, qué me susurras en una lengua desconocida?
 
«Puesto que existo, puesto que se me ha concedido la posibilidad imposible de la existencia —⁠me digo muchas veces⁠—, es indudable que soy un elegido». En cierto modo, todos lo somos, todos somos unos iluminados, pues nos ilumina el sol unánime de la existencia. Y soy un elegido por segunda vez porque, a diferencia de la avispa o el crustáceo, puedo pensar en un espacio lógico y puedo construir maquetas del mundo en el que me muevo en una escala reducida y virtual, mientras mis brazos y mis piernas se mueven en el inconcebible mundo real. Y soy elegido por tercera vez porque, a diferencia de los comerciantes y los fontaneros y los soldados y las putas y los payasos y otras cohortes de semejantes, puedo meditar sobre mis elecciones y me puedo pensar pensando. El objeto de mi pensamiento es mi pensamiento, y mi mundo se identifica con mi mente. Mi misión es, por tanto, la de un agrimensor y la de un cartógrafo, la de un explorador de las protuberancias y de los subterráneos, de las mazmorras y las cárceles de mi mente, pero también de sus Alpes llenos de glaciares y torrentes. Siguiendo las huellas de Gall, Lombroso y Freud, intento también yo comprender el colosal, el enmarañado, el imperial y el, finalmente, inextricable nudo gordiano que llena la cámara prohibida de nuestro cráneo, tejido con alambre y cuerda, con seda de telaraña e hilos de saliva, con la blonda obscena de los ligueros y las escamas finas de las cadenitas de oro, del tallo flexible de la correhuela y el látigo negro antracita de las antenas del ciervo volador.
 
Hasta aquí, nuestra elección es natural, se presenta como un don que se da por supuesto, aunque sigue siendo un prodigio. Si hubiera sido escritor, me habría detenido justo en este punto y habría sido feliz, requetefeliz, con mi capacidad de inventar, con la belleza y lo insólito de mis libros. En definitiva, vivimos en una prisión cautivadora que no es menos mágica que cualquier cosa que podamos imaginar. Al final de la vida podría mostrar con orgullo, a mi paso, una serie de novelas o de libros de poesía como si fueran rebanadas de pan del mundo en que he vivido. Ser humano, vivir la vida de un individuo, traer al mundo a nuevas personas y nuevos seres concebidos por tu mente, alegrarte con las setenta vueltas que da el mundo en torno a la bola de lava que lo anima… A eso se le puede llamar felicidad, incluso aunque esté mezclada, en cada una de las vidas, con sangre, sudor y lágrimas. Pero existe también una cuarta elección, ante la cual toda la literatura del mundo tiene la consistencia volátil del diente de león.
 
El portero de nuestra escuela, Ispas, es un gitano viejo, fumador, con la piel reseca de los que han nacido en una ciudad grande, fea y repleta de miasmas insalubres que va siempre sin afeitar. Se coloca entre las dos puertas enrejadas de la entrada, ante una mesa minúscula de madera de abeto salpicada de la caspa que le cae del pelo. Nadie le presta atención, ni siquiera los chavales. Nadie lo ha visto jamás llegar ni marcharse del trabajo. Permanece empaquetado como una muñeca de trapo, con su uniforme marrón, en el puesto más humilde que uno pueda llegar a imaginar. Pero sus ojos castaños y lacrimosos son humanos como los de los perros vagabundos. Nadie lo mira, pero él sí mira a los que pasan por delante, parece sopesarlos, clasificarlos, darles sentido. Las únicas que hablan con él, de vez en cuando, son las señoras de la limpieza, sobre todo la tía Iakab que, gorda y voluble, de rostro mongoloide y bigote pronunciado, se mete en las conversaciones de la sala de profesores. Gracias a ella todo el mundo se ha enterado de lo chiflado que está el portero. Es un hombre solitario que reparte su vida entre la escuela y el portal de un bloque en el Raúl Colentina, donde ha instalado un colchón en el que duerme por las noches. Los vecinos le dejan quedarse allí por compasión, algunos le dejan incluso dormir en sus apartamentos cuando se marchan para una temporada, porque el viejo pimpla todo lo que puede y más pero no robaría ni una hebra. «¿Qué pensáis vosotros que tiene este hombre en la cabeza?», pregunta la tía Iakab echándose a reír. «Me ha contado que el día menos pensado aparecerá un platillo volante y se lo llevará a otro mundo. Sí, majos, de entre todos los seres humanos del mundo, le elegirán precisamente a él…». Por la noche, Ispas tenía la extraña costumbre de salir a la calle y quedarse plantado en medio de un cruce. Se pasaba las horas muertas allí de pie, preparado, con su vieja cartera mugrienta, hinchada como la piel de un acordeón, de la que siempre asomaba el cuello de una botella taponado con un troncho. Miraba entonces al cielo y les gritaba a «esos» que vinieran de una vez, que él ya estaba listo. «Qué se le va a hacer, habrán encontrado a otro», decía alguna profesora aburrida, antes de salir con el cuaderno de notas debajo del brazo. Todo el mundo se burlaba, desde hacía años, de la idea fija del portero, pero él, callado y humilde entre sus dos puertas, sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Tenía tiempo de sobra para seguir esperando, y también fe. Por la noche se dedicaba a escrutar, desde nuestro minúsculo mundo, el cielo estrellado y, aunque nunca sería raptado y conducido a una galaxia lejana, él era mejor que la gente sin esperanza que lo rodeaba, unos tipos burlones que corrían día tras día en busca de su pedazo de queso por el laberinto de plástico. Al menos miraba las estrellas; él, el hombre más miserable que haya pisado jamás la faz de la tierra, al menos demostraba, gracias a eso, su deseo de escapar.
 
Porque cualquier elección constituye un escándalo. No tiene en cuenta el rostro del individuo, ni sus hechos o sus ideas. Es inimaginable y, para una mente racional, construida para este mundo, supone una auténtica locura. Cuando el creyente dice «Seré redimido», el escéptico le recuerda que incluso el ácaro más insignificante que vive apenas un nanosegundo en una mota de polvo que a su vez flota en una de los millones de millones de galaxias, no tiene por qué ser, precisamente él, el contemplado por el ojo del otro mundo y, finalmente, el salvado. Que no podemos tener la pretensión de ser redimidos antes que una bacteria de nuestra flora intestinal. ¿Por qué tendría que ser yo, precisamente yo, el elegido entre todos los habitantes de la Tierra? ¿Qué hay de valor en mí, qué fruto podría cosechar —⁠y quién lo haría⁠— en el grano de luz de mi conciencia?
 
Jamás me he reído del portero ni de sus platillos voladores. Es tan solo uno más de todos aquellos que se sienten extranjeros en este mundo. Uno de los que aún se resisten, buscan y esperan. Creo que la ansiedad de los que son como él, por muy ridícula que parezca, constituye ya la señal de una elección. Pues nadie en este mundo, donde todo conspira para que cada uno pueda construirse una ilusión perfecta y una desesperación a su medida, puede esperar si no le ha sido concedido esperar ni puede buscar si no tiene el instinto de búsqueda profundamente grabado en sus entrañas. Buscamos a lo tonto, buscamos en sitios donde no hay nada que hallar, como las arañas que tejen su red en cuartos de baño donde jamás entrará ni una mosca ni un mosquito. Nos secamos por millares en nuestras telarañas, pero lo que no morirá jamás es nuestra necesidad de verdad. Somos como hombres dibujados en una hoja, en el interior de un cuadrado. No podemos traspasar las líneas negras que nos rodean y nos agotamos rebuscando, decenas, cientos de veces todos los días, en cada esquinita del cuadrado para ver si damos con una fisura. Hasta que uno de nosotros comprende de repente —⁠porque ha sido predestinado para comprender⁠— que es imposible escapar del plano de la hoja. Que la salida, amplia y sencilla, es perpendicular a la hoja en la hasta entonces inconcebible tercera dimensión. Así que, para sorpresa de los que se quedan entre las cuatro líneas de tinta china, el elegido rompe de repente la crisálida, extiende unas alas enormes y se eleva suavemente, arrojando su sombra, desde arriba, en dirección a su antiguo mundo.

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