lunes, 14 de julio de 2014

Fausto. Ana María Matute.Cuento

La niña tenía nueve años y coleccionaba pedacitos de espejo roto. Iba buscando siempre entre los desperdicios y las hierbas de los solares, y en cuanto algo brillaba lo cogía y lo guardaba en aquel bolsillo con visera y botón que llevaba a un lado del vestido. Alguna vez se cortaba los dedos, pero no lloraba nunca, y volvía a su tarea.

Estaba siempre muy ocupada buscando estrellas caídas: cascotes verdes de botella, pedacitos de hojalata, alfileres. El hombre sin piernas que vendía piedras para mechero y cigarrillos sueltos lo sabía, y por eso a veces le guardaba el papel de plata que forraba el interior de las cajetillas. Luego, la niña pegaba todo aquello en la pared de su barraca, al lado de la ventana. Así, al llegar la noche, cuando encendían luz en la taberna de enfrente, toda su colección se ponía a chispear con tantas tonalidades que la niña creyó conocer más colores que nadie.

La niña tenía el cuerpo flaco, con las piernas y los brazos llenos de arañazos. Iba despeinada, pero con una cinta roja alrededor de la cabeza. Tenía un solo par de zapatos, demasiado grandes, y, a veces, al correr, perdía uno. Vivía con el abuelo, en una sola habitación con un hornillo, la ventana y los jergones para dormir.
El abuelo, amarillo y rugoso como un limón exprimido, siempre estaba protestando por aquellos cascotes brillantes que ella traía a casa, y decía que iba a tirarlo de nuevo al solar. Pero, alguna vez, cuando era ya oscuro y les llegaba el resplandor de la taberna encendida, se quedaba mirándolos. Seguramente pensaba que eran preciosos.

Ahora, hacía muchos días que el viejo estaba enfermo, con un catarro muy fuerte, sin poder salir a la calle. No podían ir con el organillo, y se pasaban las horas lamentándose de su mala suerte.

Todos los de la calle tenían lástima de ellos. Pero cada uno tenía sus preocupaciones, y hasta sus enfermos. Aun así, algunos días, una mujer que vivía allí al lado entraba y les barría el suelo o les encendía el hornillo. Era buena, aunque gritaba demasiado y dijera que no comprendía aquella colección de vidrios y papeles pegada a la pared. "¡Cuánta basura!", decía.

Una vez llegaron tres señoras de parte de San Antonio, y les dieron cincuenta pesetas y un frasco de jarabe para la tos. Una de ellas se fijó en los tesoros de la niña y creyó que eran para adornar las paredes, tan desnudas. Al día siguiente les enviaron un crucifijo para que presidiera su jergón. Allí se quedó la cruz, en la pared, frente a todos los chispazos de espejo roto. A la niña la inquietaba mucho, sobre todo cuando se bebía a escondidas el jarabe del abuelo, que sabía a menta y era dulcecito. También alguna mosca trepaba pared arriba, medio atontada de frío, porque estaban en el mes de enero.

Una mañana en que la niña iba buscando estrellas, como siempre, vio dos cachitos que relumbraban junto a la tapia del solar. Eran los ojos de un gato, como espejos partidos. Se trataba de un gato muy feo y muy flaco, que se puso a mayar como un recién nacido. La niña se agachó y vio que estaba herido en una pata. Seguramente era una pedrada, y se había quedado cojo. Tenía la piel rojiza y apolillada, y temblaba mucho. La niña lo cogió y se lo llevó debajo del brazo.

El abuelo, al verlo, se enfadó mucho.

-¡Fuera con eso! - dijo, como siempre que ella traía algo nuevo.

La niña buscó una maderita y entablilló cuidadosamente la pata del gato. Le puso vinagre en la herida y le hizo cosquillas en el cogote. Luego pensó en ponerle un nombre.

Recordó que a veces pasaba frente a una casa muy grande que había tres manzanas más arriba. Ella solía acercarse despacio a los barrotes de la verja. Saltaba al jardín y trepaba a una de las ventanas bajas para poder mirar el interior de las habitaciones. Eso la llenaba de admiración, como cuando llegaba la luz de la taberna hasta sus estrellas falsas. Pero no podría lograr nunca su propósito con tranquilidad, porque había un perro enorme, llamado Fausto, que venía corriendo y ladrando de tal modo que ella debía salir huyendo si no quería ver sangrar sus tobillos. Acordándose de aquel enemigo, se le ocurrió bautizar al gato con el mismo nombre.

-Te llamarás Fausto, gatito -le dijo. Y sin saber por qué, se sentía confusamente vengada de tanto ladrido y persecución. ¡Si ella sólo quería mirar, si sólo quería que le llegaran los resplandores ajenos hasta sus trocitos de vidrio roto! Nadie lo comprendería nunca, como nadie comprendía su cariño hacia Fausto, tan feo y tan poca cosa.

Desde aquel día el gato no se separó de la niña. Ella lo llevaba siempre, enfermizo y tristón, bajo su brazo. Lo cuidaba mucho, y además le buscaba de comer. El gato solía temblar. A veces, parecía que tosía.
Con el invierno, los días se hacían más duros. El viejo empezó a odiar a Fausto y a decir que en cuanto pudiera levantarse lo mataría. Los maullidos de Fausto le traían loco.

-¡Es que hay que fastidiarse! -decía el buen hombre, con voz afónica-. Otros animales andan de aquí para allá buscándose su comida, y uno puede tenerlos. ¡Pero eso! ¡Eso es lo más inútil y zángano que he visto! No se atreve a nada, y, como tú lo tienes tan mal acostumbrado que le traes los bocados a la boca y lo llevas siempre en brazos, está hecho un enteco.

Apretándolo bajo su brazo, la niña lo miraba compasivamente. No era un animal vulgar, no era como los otros. Siempre tenía frío y había sido arrojado a un mundo más fuerte que él. ¿Qué culpa tenía de haber nacido demasiado débil? ¿Qué culpa de haber nacido?

-La verdad es que es asqueroso.- dijo aquella buena mujer vecina, cuando entró a ayudarles.- Tiene el pellejo hecho una criba y se le cuentan las costillas. Yo creo que está tísico.

-¡Anda, tísico!-dijo la niña- ¡Como si fuera un hombre!

Una mañana, al fin, el abuelo se levantó carraspeando y salieron otra vez a alquilar el organillo.

Echaron a andar por aquellas calles estrechas y un poco azules, donde el aire estaba lleno de humo de fritos. El abuelo iba renegando por el gato.

-¡Échalo, échalo!-iba diciendo-No has de volver a casa con él, así que tú verás...

-Pues no-murmuraba la niña entre dientes, con dolor-Es tan bueno como tú o yo.

Iban muy despacio. El abuelo se había quedado muy débil y empujaba el organillo con dificultad. Eso era malo. "El negocio está en ir muy rápido", decía el viejo. A ese paso, ni siquiera amortizarían el alquiler del organillo. Se paraban en una esquina y el viejo, con la colilla del cigarrillo en la boca, empezaba a dar vueltas a la manivela. La gente pasaba con prisa, indiferente. Un sol pálido empezaba a calarlos.

-Anda y suelta a ese bicho -advirtió el viejo, amenazador.

La niña comprendió, al fin, que Fausto había perdido la partida. Lo acarició con melancolía y lo dejó en el suelo. Luego, corrió a la otra acera, pasando su platillo de aluminio con una súplica aprendida, sin mirar atrás.

Ahora, tocaban una musiquilla que todo el mundo sabía y a casi nadie gustaba. La niña tenía ganas de llorar y también de llenarse la boca de azúcar. Iba pensando: "Llenarme la boca de cuadraditos de azúcar blanco y duro, muchos cuadraditos de azúcar blanco. Y mascar, mascar. Que haga por dentro ruido, así: cru, cru, cru. Y hasta parecer que se llenan de azúcar las orejas." Un suspiro hondo le lleno el pecho. Alguien le dio unos céntimos, y empezó a hacer ruido con ellos.

Después, se alejaron de allí. Empujaba el abuelo el organillo hacia otra calle, todo lo deprisa que podía. La niña le siguió. Ya no hubiera habido en el mundo azúcar suficiente para ella. No pudo remediarlo: miró hacia atrás.

Allí venía Fausto. La seguía, naturalmente. La niña empezó a hacer más ruido, más fuerte, con el platillo y los céntimos. Los ojos de Fausto eran dos caramelos de menta. "Si no se da cuenta el abuelo, Fausto vendrá, vendrá." De pronto se acordó de que los gatos no se pierden nunca. Tuvo unas ganas grandes de reírse y de saltar, pero no lo hizo. La niña sabía que no es bueno hacer grandes demostraciones, excepto durante el trabajo.

Ahora se habían parado otra vez. Las orejas del abuelo, grandes y transparentes, aparecían por encima de la bufanda. Las notas que agujereaban el espacio eran estridentes, feas. Sin querer, le suspendían a uno la respiración. La niña se mordió los dedos. Acababa de sentir en sus piernas el roce suave de Fausto. Miró tímidamente al suelo: Fausto, temblando, mayaba débilmente. Lo apartó con el pie, pero el gato no se alejaba. Entonces, con sigilo, ella sacó el pie del zapato. Fausto empezó a juguetear con los cordones. La niña se apartó de él.

El abuelo ya enfilaba hacia otra calle. El sol doraba ahora el borde de la acera. Entraron en una calle estrecha. El viejo sopló en sus nudillos y empezó a tocar.

No se había dado cuenta de que allí había un hombre con un acordeón. Era un cojo, joven, con las cejas juntas. Le gritó que se callara, que estaba él primero allí. El viejo, que se había quedado algo sordo con el último catarro, no le oía o no le quería oír. Entonces, el del acordeón se acercó, jurando. Era alto y robusto. La niña se quedó quiera, mirándole.

El viejo y el del acordeón se pelearon.

-La calle es de todos- defendía el viejo. Los pies le dolían, y aún tenía las piernas débiles y temblorosas. Quizás aún tenía fiebre, no se sentía fuerte, y encima venían a echarle de allí, como a un perro.

Pero lo cierto es que el del acordeón había llegado primero. Estaba ya allí cuando el abuelo entró en la calle con su organillo destemplado y chillón. Tenía razón el cojo.

El abuelo no tuvo más remedio que empujar el organillo hacia otro lugar. De pronto empezaron a caerle lágrimas por la nariz. Era ya muy viejo, muchísimo, pensó la niña. La calle no era de todos, la calle no era de nadie, se dijo. Sintió de nuevo grande deseos de comer azúcar, tanto azúcar que no pudiera respirar.

De pronto el abuelo se sonó con fuerza y se volvió hacia ella:

-¿Por qué andas coja?

La niña se miró los pies. Sólo tenía un zapato.

-¿Dónde está el otro?

Ella se encojió de hombros. Pero al abuelo le parecía muy importante encontrarlo. A veces se ponía tozudo como un borracho o un niño pequeño. Volvieron atrás, buscándolo.

En la esquina aún estaba Fausto, frontándose contra el zapata y mayando suavemente.

Entonces el viejo tuvo un arrranque de rabia. Se acercó al gato y le dio una soberbia patada. La niña se tapó los oídos, pero los ojos no los pudo cerrar aunque quisiera, y vio cómo Fausto iba a parar muy lejos.

"Lo ha matado", pensó la niña. Se alejaron de prisa. La niña le ayudaba ahora a empujar el organillo, con todas sus fuerzas. Ni siquiera lloraba.

Pero el viejo estaba nervioso, destrozado. De repente se paró, y empezó a gritar diciendo que ya era muy viejo, que ya no podía más. "!No puedo con esa música, no puedo con ella!", decía. Y se tapaba las orejas con las manos.

Luego se calmo. Se quedó quieto, respirando suave. Miró a la niña y dijo:

—Anda, vamos a entrar aquí.

Era una taberna muy pequeña, con los cristales empanados y llenos de letras rojas y blancas. En el mostrador había bocadillos resecos y el grifo de la pila goteaba: tic, tic, tic.

La luz, muy amarilla, estaba ya encendida, porque el sol iba escondiéndose detrás de las nubes y la calle se quedaba a oscuras.

Se sentaron a una mesa. El abuelo pidió un porrón de vino. Todos en la taberna hablaban a un tiempo. El viejo compró pan y queso, y la niña lo comió de prisa, hasta que sus mejillas ardieron. Luego, la niña apoyó la cara en la mesa. Era un velador de mármol agrietado, y le helaba la piel. ¡Qué pena tenia por Fausto! Pero, ya, aquella pena se estaba confundiendo con una rabia cosquilleante. En aquel momento la puerta chirrió, y entró el cojo del acordeón. Allí parecían conocerle todos. El los vio y se acercó a su mesa.

—Hola, abuelo —dijo. Tenía la voz más amable. El viejo no le respondió y echó un buen trago.

El hombre cojo acerco una silla y se sentó a su lado. Sacó tabaco y le ofreció Entonces el abuelo se frotó la nuca, aceptó y se pusieron a liar sus pitillos en silencio.

El cojo arrancó a hablar, en un tono casi bajo, deferente. La niña levantó la cabeza y escuchó:

—Yo no tengo nada contra usted, abuelo —decía el del acordeón —. Pero a cada uno lo que es de uno. Yo estaba allí primero. Donde esté yo, no puede haber otro al mismo tiempo, ¿no?, ¿no es cierto? Ahora, fuera de allí, pues tan amigos, ¿estamos?

El viejo asintió con la cabeza. Luego balbuceo:

—Es que soy algo duro de oído y no hace mucho que voy con el organillo. Porque es que, ¿sabe usted?, antes, cuando vivía mi hija, la madre de esta pequeña...

El del acordeón le atajo, sacudiendo las manos en el aire, como si dijera: «No sigas, no sigas: conozco la historia.» Y empezó a dar consejos: iban demasiado lentos. Si pudieran correr un poco más, y abarcar más recorridos... Incluso sacó un trocito de lápiz y, en el mismo mármol, empezó a dibujar un plano de calles con el itinerario que debía seguir.

Alguien empujó un vaso, que se hizo añicos contra el suelo. La niña saltó de la silla y se puso a recoger los vidrios rotos. «¡Chiquita, que te vas a cortar!», le dijeron. Pero ella no hizo caso. El abuelo y el hombre del acordeón estaban enfrascados en sus planos y no la miraban. Cuidadosamente, ella colocó los pedazos de vidrio en su bolsillo, mientras el recuerdo de Fausto la calaba tanto, tanto, que un ahogo irremediable le oprimía la garganta.

—«¿Y si no esta muerto? —pensaba—. ¿Y si no esta muerto? ¡Pobre Fausto!»

Seguramente no sabría que hacer, abandonado, solo, sin fuerzas para vivir. Volvió a tener ganas de llorar.

De nuevo, un hombre entró en la taberna, con una bocanada de frío. Sin pensarlo mas, la niña se escurrió afuera por la puerta abierta.

Paso una calle, otra y otra. Allí, en aquella esquina había sido.

Efectivamente: Fausto estaba allí, pegado contra la pared y mirando tristemente. La niña se agachó hacia él, lo cogió en brazos y, juntos, vagaron. Iba ahora dominada por una honda amargura, una precoz amargura que se le endurecía y enconaba en el corazón. Iba andando muy pegada a la pared.

Entonces les llegó a la nariz un aroma caliente, casi palpable. Se acercó despacio. Procedía de unas ventanas bajas, y se asomaron. Eran las grandes cocinas de un colegio. La niña miró a través de los barrotes de las ventanas. Fausto también miraba. Todo parecía como desdibujado en una atmosfera de humo y hervores. ¡Qué grato calorcito había allí dentro! Les llegaba aroma a pan, a otras mil cosas confortablemente cotidianas, pero extraordinarias para ellos dos. El vaho tibio y dorado les hacía cerrar los ojos. El suelo de la cocina parecía un gigantesco tablero de ajedrez. Había grandes cacharros de aluminio, que parecían hervir muy enfadados. Veían los pies de las criadas, sus zapatos negros y el borde de sus amplias faldas azules. La niña acarició el cuello de Fausto distraídamente. En las mesas de mármol había cosas apetitosas para Fausto, y al alcance de Fausto.

De pronto, la niña se agachó al oído de Fausto:

—Anda, hombre —le dijo—. Entra ahí. Yo no puedo ir siempre ayudándote. Tú tienes que aprender a ir solo.

Fausto, mayó débilmente, y entonces ella se puso furiosa. Lo dejó bruscamente en el antepecho, pegándole las narices a los barrotes.

— ¡Maldito holgazán! —le dijo—. ¡Ya te enseñaré yo!

¿Crees que voy a vivir siempre para ir ayudándote? ¡Pues no, pues no! ¡Entra ahí y búscate comida!

Pero Fausto bostezó largamente, encorvo el lomo y después se golpeó el hocico con la zarpa.

—Mira —dijo la niña—. Mira ese... ¿Por qué no haces como él, como todos?

Dentro de la cocina, debajo de una silla, dormitaba un gato grande y negro, reluciente. Era un gato bien alimentado y, a todas luces, honrado. Ninguna criada lo echaba de la cocina. El gato cumplía su cometido, con seguridad, y por eso se le admitía y toleraba.

La niña empujó a Fausto.

—Entra ahí — le dijo-—. Entra y aprende de ese.

Lo empujó de tal modo que al fin Fausto cayó dentro. La niña se tapó los ojos. Luego volvió a mirar, despacito.

Lenta, sigilosamente, Fausto se acercaba a un plato que había en un rincón, con el residuo de la comida del gran gato. El corazón de la niña se puso a golpear de alegría.

De nuevo, todo se derrumbó. El gato grande, despertándose, dio un fuerte bufido y se abalanzó sobre Fausto. ¡Ah, malvado egoísta! En el plato sobraba comida, pero no quería ceder a nadie ni una migaja de lo ganado por el. La niña vio como Fausto huía, corriendo desesperadamente en busca de la puerta. Iba lleno de terror. Pero la niña se dio cuenta de que el gato grande no iba a hacerle daño. Sólo le echaba a zarpazos y rugidos. Eran como el abuelo y el cojo, poco más o menos.

Aplastándose contra el suelo, Fausto salió al fin por debajo de la puerta. La niña dio la vuelta a la esquina de la casa, buscando aquella salida.

Fausto salió como llorando. Había surgido el sol de tras las nubes y, pálidamente, alumbró su piel, que aparecía apolillada y casi muerta.

Allí había un solar. La niña se sentó junto a la tapia. Empezó a juguetear con la tierra. Tímidamente, Fausto se acercó, como si ya comprendiera que las cosas habían cambiado. No mayaba para que lo cogieran en brazos. Se arrebujó a un lado y sus párpados empezaron a temblar bajo los rayos leves, tibios.

Así estuvieron un rato. Al fin la puerta de la cocina giró lentamente, y el gran gato honrado y trabajador salió también. Iba igualmente a solazarse, aprovechando los rayos invernales. Se sentó, un poco apartado, con la cola enroscada en torno, atusando sus bigotes con envidiable negligencia. Todo el parecía despedir un hálito de reconfortante bienestar, de vida asegurada. «Debería fumar un puro, como don Paco», pensó la niña. Todo el recordaba a don Paco, el dueño del almacén, cuando después de comer salía de su casa, colorado y con los ojos chiquitines, a tomar café en el bar de la esquina.

De pronto, el gato grande miro a Fausto. A la niña le pareció descubrir en su mirada la misma expresión que cuando a don Paco le regalaba a ella los terrones de azúcar. Largo rato, muy largo rato, el gato negro miro a Fausto. Y de repente la niña recordó la voz del cojo: «Hola, abuelo... Yo no tengo nada contra usted, pero yo estaba ahí primero. Donde yo esté, no puede haber otro al mismo tiempo.» Era justo. La niña empezó a comprenderlo así. Ahora, casi lloraría de rabia. «¡Claro esta! — pensó —. El caza ratas en la despensa, y a cambio de eso le alimentan y le quieren. »

Sintió entonces que debia dar a Fausto su última oportunidad. Recordó que allí cerca había una vieja capilla. A veces el sacerdote le había dado una estampa: se acordaba. Ella oyó una vez que en la sacristía había muchas ratas. Unas ratas grandes y repugnantes que se comían la cera de las velas.

Con gesto rápido volvió a tomar a Fausto en brazos y echó a correr.

Cuando encontró la capilla se dio cuenta de cuanto había corrido. Notaba como si le clavasen alfileres en las piernas, y apenas podía hablar. Dentro, todo estaba oscuro.

De puntillas, fue a la sacristía. El sacerdote estaba allí, de espaldas, buscando algo en el cajón. Se le acercó.

— ¿Qué quieres, niña? —le dijo.

Ella entonces se explicó como pudo. Al principio él no la entendía, y creía que iba a venderle a Fausto,

—No, no — le dijo —. Tengo ya dos gatos. Una pareja muy bonita, y mucho mejor que ese tuyo.

Pero no: si es que yo se lo doy, se lo regalo, para que lo tenga, para que cace ratones y usted, a cambio, le de de comer.

El cura se quedó pensativo. Luego sonrío débilmente. Era un hombre delgado y pálido, con una mancha como una fresa en la mejilla.

—Bueno — le dijo —, déjalo.

Le dio la mano para que se la besase. La niña dejo a Fausto en el suelo y cerró la puerta de prisa, para que no pudiera seguirla. Volvió a salir y a cruzar la nave, de puntillas. Al llegar a la calle echó a correr como si la persiguiese una jauría.

No quería volver con el abuelo. La regañaría. Esperaría que se hiciera de noche, para volver a la barraca y acostarse. Estaba muy cansada. Tenia un gran peso en el pecho y un gran vacío en el estomago. Se fue al solar, se tendió junto a la tapia y cerró los ojos, encogiéndose dentro del vestido. Las mangas le venían un poco cortas, y se apretaba las muñecas con los dedos.

Cuando despertó, ya hacia frío y no quedaba ni un pedacito de sol en el suelo. Se froto los brazos y golpeó con los pies la tierra.

Súbitamente, la hirió el recuerdo de Fausto.

«Ya es como todos, como todos», pensó. Y empezó a vagar despacio, con melancolía.

Sin saber cómo, sin querer, se encontró de nuevo frente a la capilla. Sin pensarlo, entro y buscó al sacerdote.

No estaba. En cambio, en la sacristía, había un hombrecito muy feo, raspando la cera pegada a los candelabros.

— ¿Qué quieres? —le dijo. Ella explicó:

—He traído un gatito rojo para cazar ratas, ¿puedo verlo? Los dos hablaban en voz muy baja.

— ¡Ah, ya! —dijo el hombre—. ¿Conque es tuyo el bicho? ¡Vaya gran cosa!, -¿Sabes cómo lo encontré? Jugaba con un ratón. Tenía un ratón subido al lomo y jugaba con él.

Fausto asomó entonces por debajo de una silla su cara triste y resignada. La niña lo miró en silencio, fijamente. El hombre añadió:

—Lo mejor que puedes hacer es ahogarlo. No sirve para maldita la cosa. Ni siquiera es bonito. Mátalo, y dejara de sufrir, porque está muy enfermo.

—No —empezó a decir ella. Pero luego bajo la cabeza en silencio.

— ¿Pues qué quieres? Llévatelo de aquí. Si no, yo lo mataré.

La niña no se movía. Una fina arruga aparecía entre sus cejas, y apretaba los labios. Su boca era una rayita blanca. Miraba a Fausto. Luego dio media vuelta. Fausto la seguía con la cabeza baja.

Cuando cruzaron la nave, alguien entró en la capilla, y una ráfaga de viento se coló por la puerta, haciendo temblar las llamas de las velas.

Afuera, la niña se sentó en el bordillo de la acera. Fausto se echó a sus pies.

La niña se quitó la cinta del pelo y se la puso al gato alrededor del cuello. Se levantó, se apartó un poco y lo miró con ojos críticos:

—No. Ni siquiera eres bonito. Nadie te comprará.

Fausto, de pronto, había dejado de temblar. Sus ojos brillaban, brillaban. Pero ya no parecían estrellas. Ningún cascote de botella parece un lucero. Sólo brillaban en el cielo, y muy lejos, demasiado lejos. Y, tal vez –ya estaba ella casi segura de eso-, al mirarlas de cerca, las estrellas también deben de resultar muy diferentes.

La niña cogió a Fausto por las patas de atrás y le golpeo la cabeza contra el bordillo de la acera. Fausto tosió por última vez. Y, ésta, sí que parecía un hombre.

Lo dejó cuidadosamente tendido en el charquito rojo, que poco a poco, se agrandaba bajo su cabeza rota. Los ojos de Fausto se apagaron…

La niña volvió a la barraca. El abuelo ya había vuelto y estaba contando el dinero. La niña le miró desde la puerta.

—Entra ya, vagabunda —dijo él. Tosía. Volvía a toser.

La niña obedeció, aunque sin dejar de mirarle muy fijo. Al fin le preguntó: — ¿Han salido las cuentas, abuelo?

—No...¡No y no! ¿Quieres saberlo, verdad? ¡Pues no he sacado ni la mitad del alquiler, conque... !

La niña se quito el vestido y los zapatos. El pelo, libre ya de la cinta, le caía ahora por la frente y se le metía en los ojos. Se echó en el jergón y se tapó con la manta. La luz de la taberna de enfrente brillaba. Alguien, dentro, estaba cantando, dando voces. En la calle resonaban las pisadas de los que iban y de los que venían. La niña miraba al techo, que estaba oscuro y demasiado cerca. Pensaba que también ellos debían de tener una lámpara.

—Abuelo —dijo de pronto—, he matado a Fausto. No servía para nada.

El viejo levantó la cabeza y abrió la boca. Un extraño miedo llegó hasta él. Un miedo como viento, como temblar de cirios, como voces sin eco. Sus huesos se hacían rígidos, inmóviles. Tenía la piel como la de muerto. La niña prosiguió, con su vocecita clara y fría:

—Abuelo, apuesto algo a que te vas a morir muy pronto...

Bostezaba y daba la vuelta hacia la pared. Casi lo decía en sueños. Quizá ni siquiera lo había dicho. Uno de los brazos de niña, flaco y tostado, brillaba suavemente, como los cascotes de la pared.

Bruscamente, el viejo empezó a llorar. En los dos puños apretaba fuertemente toda la calderilla que estaba contando. Buscó con la mirada aquella cruz que estaba quieta, muda en la pared. Y estalló en un hervidero de lamentaciones y de lágrimas por el pobre Fausto.

Pero la niña se dormía ya. La gente de la taberna bebía, voceaba. Muchas pisadas iban y venían por la calle. Y nadie le oía ni le hacía caso.


miércoles, 2 de julio de 2014

El soldado. Marcio Veloz Maggiolo. Microrrelato.



Había perdido en la guerra brazos y piernas. Y allí estaba, colocado dentro de una bolsa con sólo la cabeza fuera. Los del hospital para veteranos le compadecían, mientras él, en su bolsa, pendía del techo y oscilaba como un péndulo medidor de tragedias. Pidió que lo declarasen muerto y su familia recibió, un mal día, el telegrama del Army: "Sargento James Tracy, Vietnam. Murió en combate".
El padre lloró amargamente y pensó para sí: "Hubiera yo preferido parirlo sin brazos ni piernas; así jamás habría tenido que ir a un campo de batalla".

Foto: Catherine Leroy.