lunes, 29 de febrero de 2016

Dos palabras. Isabel Allende. (Cuentos de Eva Luna)

Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo más que su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.
-¿Qué es esto?- preguntó.
-La página deportiva del periódico- replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.
-Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el tercer round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.
-A ti te busco- le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
-Por fin despiertas, mujer- dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.
Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.
-¿Eres la que vende palabras?- preguntó.
-Para servirte- balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo.
-Quiero ser Presidente- dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años, durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.
-Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso?- preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.
-¿Qué carajo dice aquí?- preguntó por último.
-¿No sabes leer?
-Lo que yo sé hacer es la guerra- replicó él.
Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.
-Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel- aprobó el Mulato.
-¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?- preguntó el jefe.
-Un peso, Coronel.
-No es caro- dijo él abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del último botín.
-Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas- dijo Belisa Crepusculario.
-¿Cómo es eso?
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusive. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde él estaba sentado y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.
-Son tuyas, Coronel- dijo ella al retirarse-. Puedes emplearlas cuanto quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.
En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por é1. Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos.
-Vamos bien, Coronel- dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
-¿Qué es lo que te pasa, Coronel?- le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.
-Dímelas, a ver si pierden su poder- le pidió su fiel ayudante.
-No te las diré, son sólo mías- replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.
-Tú te vienes conmigo- ordenó.
Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco estaba dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.
-Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría- dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano. 


sábado, 27 de febrero de 2016

Justo y el Ángel. Ángel Zapata.

Justo me dice que no haga caso. Me dice que haga como si no le viera. «Tú, ni caso», me dice Justo. Me insiste en que el precio del piso ha sido una ganga. Y en que el ángel de la anunciación, con sus bucles dorados y sus alas de nieve, se cansará algún día de aparecerse a las doce, junto a la máquina de coser, y llamarme «bendita seas entre las mujeres».
—A ti qué más te da lo que te llame —me dice Justo—. Tú piensa en que este piso tiene un balcón hermoso, Antonia; y en que está bien comunicado.
Eso me dice.
—Bendita tú entre las mujeres —me dice el ángel todos los días.
Y a pesar de sus bucles dorados y sus alas de nieve, yo me pongo roja como una manzana, porque me lo dice con mucha intención.
—Tú ni caso —me insiste Justo.
Y entre Justo y el ángel van a volverme loca.


Ángel de la Anunciación, Carlo Dolci. Museo Louvre, París.

jueves, 25 de febrero de 2016

El pueblo del puerto. Édgar Omar Avilés.

Luego del tsunami, en el pueblo del puerto hay sirenas peinándose en las bañeras, otras nadan en el fondo de los vasos de tequila, los conductores las ven reflejadas en los espejos retrovisores, las amas de casa las encuentran al abrir una lata de sardinas, en la radio la cumbia se interrumpe y se escucha el enigma de sus cantos, los niños las descubren jugando escondidillas, el párroco asegura que en las noches de lluvia un ejército de ellas va a la iglesia y seduce a los ángeles.
Luego del tsunami, el pueblo del puerto quedó sumergido, y a las sirenas les aterra que los fantasmas humanos persistan bajo el mar.


miércoles, 24 de febrero de 2016

Durmiente y bella. Pep Bruno.

Comieron perdices y fueron felices. Luego se casaron y justo después estaban solteros. Ella se puso a dormir cien años en un castillo rodeado de espinos y bosques salvajes. Él desapareció del cuento y no contó nada de nada. Ella se pinchó con una rueca un día mientras no cosía. Una bruja malvada la maldijo. Ella nació. Había una vez.

domingo, 21 de febrero de 2016

Confidencias y melancolía. Rafael Pérez Estrada.

Una tarde de densa melancolía, tomándome del brazo dijo confidente: Sólo tengo un deseo, levitar; si lo consigo, lo demás se me dará por añadidura. Y, aprovechando la ocasión que me brindaban sus confidencias, me atreví a estrecharla a preguntas: ¿Y para qué levitar? -le grité varias veces. Y ella, con lágrimas en los ojos y un denso olor a jacinto en el cuerpo, me contestó asustada: Para llover luego. Entonces supe que nuestro amor sería imposible, pues su ilusión verdadera era ser nube.

sábado, 20 de febrero de 2016

Los tres astronautas. Umberto Eco.

Era una vez la Tierra.

Era una vez Marte.

Estaban muy lejos el uno de la otra, en medio del cielo, y alrededor había millones de planetas y de galaxias.

Los hombres que estaban sobre la Tierra querían llegar a Marte y a los otros planetas; ¡pero estaban tan lejos!

Sin embargo, trataron de conseguirlo. Primero lanzaron satélites que giraban alrededor de la Tierra durante dos días y volvían a bajar.

Después, lanzaron cohetes que daban algunas vueltas alrededor de la Tierra, pero, en vez de volver a bajar, al final escapaban de la atracción terrestre y partían hacia el espacio infinito.

Al principio, pusieron perros en los cohetes: pero los perros no sabían hablar y por la radio del cohete transmitían solo "guau, guau". Y los hombres no entendían qué habían visto y adónde habían llegado.

Por fin, encontraron hombres valientes que quisieron trabajar de astronautas.

El astronauta se llama así porque parte a explorar los astros que están en el espacio infinito, con los planetas, las galaxias y todo lo que hay alrededor.

Los astronautas partían sin saber si podían regresar. Querían conquistar las estrellas, de modo que un día todos pudieran viajar de un planeta a otro, porque la Tierra se había vuelto demasiado chica y los hombres eran cada día más.

Una linda mañana, partieron de la Tierra, de tres lugares distintos, tres cohetes.

En el primero iba un estadounidense que silbaba muy contento una canción de jazz.

En el segundo iba un ruso, que cantaba con voz profunda "Volga, Volga".

En el tercero iba un negro que sonreía feliz con dientes muy blancos sobre la cara negra.

En esa época los habitantes de África, libres por fin, habían probado que como los blancos podían construir, casas, máquinas y, naturalmente, astronaves.

Cada uno de los tres deseaba ser el primero en llegar a Marte: El norteamericano, en realidad, no quería al ruso y el ruso al norteamericano, porque el norteamericano para decir "buenos días" decía How do you do y el ruso decía zdravchmite.

Así, no se entendían y creían que eran diferentes.

Además, ninguno de los dos quería al negro porque tenía un color distinto.

Por eso no se entendían.

Como los tres eran muy valientes, llegaron a Marte casi al mismo tiempo. Descendieron de sus astronaves con el casco y el traje espacial. Y se encontraron con un paisaje maravilloso y extraño: El terreno estaba surcado por largos canales llenos de agua de color verde esmeralda. Había árboles azules y pajaritos nunca vistos, con plumas de rarísimo color.

En el horizonte se veían montañas rojas que despedían misteriosos fulgores.

Los astronautas miraban el paisaje, se miraban entre sí y se mantenían separados, desconfiando el uno del otro.

Cuando llegó la noche se hizo un extraño silencio alrededor. La Tierra brillaba en el cielo como si fuera una estrella lejana.

Los astronautas se sentían tristes y perdidos, y el norteamericano, en medio de la oscuridad, llamó a su mamá.

Dijo: "Mamie".

Y el ruso dijo: "Mama"

Y el negro dijo: "Mbamba"

Pero enseguida entendieron que estaban diciendo lo mismo y que tenían los mismos sentimientos. Entonces se sonrieron, se acercaron, encendieron juntos una linda fogatita, y cada uno cantó las canciones de su país. Con esto recobraron el coraje y, esperando la mañana, aprendieron a conocerse.

Por fin llegó la mañana y hacía mucho frío. De repente, de un bosquecito salió un marciano. ¡Era realmente horrible verlo! Todo verde, tenía dos antenas en lugar de orejas, una trompa y seis brazos.

Los miró y dijo: "grrrrr".

En su idioma quería decir: "¡Madre mía!, ¿Quiénes son estos seres tan horribles?".

Pero los terráqueos no lo entendieron y creyeron que ése era un grito de guerra.

Era tan distinto a ellos que no podían entenderlo y amarlo.

Enseguida se pusieron de acuerdo y se declararon contra él.

Frente a ese monstruo sus pequeñas diferencias desaparecían. ¿Qué importaba que uno tuviera la piel negra y los otros la tuvieran blanca?

Entendieron que los tres eran seres humanos.

El otro no. Era demasiado feo y los terráqueos pensaban que era tan feo que debía ser malo.

Por eso decidieron matarlo con sus desintegradores atómicos.

Pero de repente, en el gran hielo de la mañana, un pajarito marciano, que evidentemente se había escapado del nido, cayó al suelo temblando de frío y de miedo.

Piaba desesperado, más o menos como un pájaro terráqueo. Daba mucha pena. El norteamericano, el ruso y el negro lo miraron y no supieron contener una lágrima de compasión.

Y en ese momento ocurrió un hecho que no esperaban. También el marciano se acercó al pajarito, lo miró, y dejó escapar dos columnas de humo de su trompa. Y los terráqueos, entonces; comprendieron que el marciano estaba llorando. A su modo, como lo hacen los marcianos.

Luego vieron que se inclinaba sobre el pajarito y lo levantaba entre sus seis brazos tratando de darle calor.

El negro que en sus tiempos había sido perseguido por su piel negra sabía cómo eran las cosas. Se volvió hacia sus dos amigos terráqueos:

-¿Entendieron? –dijo-. ¡Creíamos que este monstruo era diferente a nosotros y, en cambio, también él ama los animales, sabe conmoverse, tiene corazón y, sin duda, cerebro también! ¿Todavía creen que tenemos que matarlo?

Se sintieron avergonzados ante esa pregunta.

Los terráqueos ya habían entendido la lección: no es suficiente que dos criaturas sean diferentes para que deban ser enemigas.

Por eso se aproximaron al marciano y le tendieron la mano.

Y él, que tenía seis manos, estrechó de una sola vez las de ellos tres, mientras con las que tenía libres hacía gestos de saludo.

Y señalando con el dedo la Tierra, ahí abajo en el cielo, hizo entender que quería hacer conocer a los demás habitantes y estudiar junto a ellos la forma de fundar una gran república espacial en la que todos estuvieran de acuerdo y se quisieran.

Los terráqueos dijeron que sí muy contentos.

Y para festejar el acontecimiento le ofrecieron un cigarrillo. El marciano muy feliz se lo metió en la nariz y empezó a fumar. Pero ya los terráqueos no se escandalizaban más.

Habían entendido que en la Tierra como en los otros planetas, cada uno tiene sus propias costumbres y que sólo es cuestión de comprenderse entre todos.


viernes, 19 de febrero de 2016

El amor. Eduardo Galeano.

En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.

—¿Te han cortado? —preguntó el hombre.

—No —dijo ella—. Siempre he sido así.

Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:

—No comas yuca, ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa.

Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:

—No te preocupes.

El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.

Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:

—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.

—Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer.

Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.





jueves, 18 de febrero de 2016

La vaca de ningún color. Cuento tradicional de Ghana.

Había una vez una mujer muy sabia que se llamaba Nunyala y que vivía entre los Ewe de Ghana. La gente venía a pedirle consejo y ella siempre encontraba la manera de ayudarla. Venían de todos los sitios del país. Su fama se extendió de tal forma que un día llegó a los oídos del jefe de la tribu, que se puso muy celoso. Entonces la mandó llamar, porque vivía en otro pueblo y le dijo, a través de un portavoz: 
“He oído que tú eres Nunyala, la mujer sabia.” 
“Puede que sí y puede que no”, respondió ella. “Eso es lo que algunos dicen.” 
“Si eres muy sabia”, dijo el jefe, “estoy seguro que te puedo pedir que hagas una cosa muy sencilla para mi”.
 “Sea sencilla o no”, respondió ella, “lo haré lo mejor que pueda” 
“Todo lo que tienes que hacer para probar lo sabia que eres”, le dijo el jefe, “es traerme una vaca”. 
Nunyala pensó: “Una vaca. Eso no tiene dificultad ninguna. Mi pueblo está lleno de vacas”. 
Pero cuando ya estaba a punto de marcharse, el jefe añadió, “Ahora escúchame con atención. Te he pedido que me traigas una vaca. Bien, pero esa vaca no puede ser negra, y tampoco puede ser blanca. No puede ser canela, ni amarilla. No puede ser moteada, ni tener rayas. ¡En definitiva, lo que quiero decir es que esa vaca no puede tener ningún color! Tienes tres días para traerme la vaca que no tiene color. ¡En caso contrario serás ejecutada!” 
Nunyala regresó a su casa abrumada, se sentó y pensó durante tres días y tres noches y cuando estaba a punto de finalizar el plazo, mandó a un niño desde su pueblo al que vivía el jefe con un mensaje. El jefe se sentó en su taburete y esperó que el niño le dijera lo que tenía que decirle. Estas fueron sus palabras: “¡Oh, jefe! Nunyala, la mujer sabia de nuestro pueblo, me envía para que te repita estas palabras. Este es su mensaje. Ella ha dicho, “Tengo tu vaca de ningún color. La tengo en mi casa. Puedes venir y llevártela”. 
“Pero no vengas por la mañana. No vengas por la noche. No vengas al alba. No vengas en el crepúsculo. No vengas en mitad de la noche. No se te ocurra venir en ningún momento. Puedes coger tu vaca descolorida, exactamente, en ningún momento”. 
Cuando terminó de decir esto, el muchacho dio media vuelta y se marchó. El jefe se quedó mudo sentado en su butaca pensando en las palabras de Nunyala, la mujer sabia de los Ewe.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Alas de mariposa. Jorge Daniel Romero Castillo.

Mientras me abalanzo sobre ella, pienso en un sobresaliente. En Ciencias nos encargaron capturar una mariposa. Cierro ambas manos. Noto las cosquillas de sus alas, mientras golpea aquí y allá buscando una salida. Es enorme, con unos colores preciosos, por lo que siento que ese sobresaliente está asegurado. Clavo el alfiler con cuidado de no estropear sus alas. Al enseñársela a la profesora, con los ojos muy abiertos y una expresión de repugnancia, retrocede pronunciando la misma palabra continuamente. Y aunque estoy seguro de saberme todas las especies de memoria y de haber repasado varias veces el temario, no consigo recordar qué es un "hada". 





lunes, 15 de febrero de 2016

Cadena. Leo Maslíah.

Este mensaje no es una cadena. Por lo tanto, destrúyalo sin reenviarlo a nadie. Contravenir esta sugerencia solo congestionaría inútilmente las líneas. Tenga buen criterio. Ni siquiera es necesario que siga leyendo esto. Si no tiene otra razón para continuar conectado/a a la red, puede eliminar este mensaje y salir del programa, sin tener que lamentar la pérdida de ninguna información relevante. Es más, si usted todavía sigue leyendo esto, francamente, es porque es un ser parasitario, que no tiene nada que hacer. ¿Por qué no mejor sale a pasear? Le repito que en estas líneas no va a encontrar absolutamente nada que le sea de utilidad. Doy fe de ello, puesto que conozco la continuación del texto. Es exactamente del mismo tenor que cuanto antecede. Vale decir: no dice nada. Así que... ¡Basta de leer, imbécil! ¿Qué estas esperando encontrar? Ya te dije que no hay nada... ¿no me creés? Bueno, jorobate. Seguí leyendo, que no vas a encontrar nada que no sea la confirmación de lo anterior, es decir, que en lo que sigue no se dice nada. Nada de nada. No hay voluntad de diálogo, ni tan siquiera voluntad de monólogo. Es un texto vacío, y va a seguir así hasta la última de sus líneas. Se podría lo mismo dejar en blanco las líneas que faltan, de no ser porque como esta página no tiene renglones, no se notarían que están. Pero el que estén no significa nada. No están por nada en especial. Entiendo que la curiosidad te pueda haber llevado a seguir leyendo hasta acá, pero si seguís... es porque tu pelotudez no tiene límites. ¡Qué idiota Dios libre y guarde! Ni siquiera para un lingüista o un gramático tiene sentido continuar leyendo esto, porque es una simple colección de frases banales cuyo único objetivo es ratificar la ausencia de finalidad de todo el resto del texto. (Continuará.)

domingo, 14 de febrero de 2016

El idiota. Gabriel Jiménez Emán.

Cuando el sabio señaló la luna, el idiota se quedó mirando el dedo del sabio, y vio que se trataba del índice. Era un dedo arrugado, envuelto en una epidermis desgastada, cuyo tejido anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre, fragmentado en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en forma de tabique, debido a las líneas irregulares que en grupos de cinco separaban a las falanginas de las falangetas. Por la parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas líneas eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio era tan viejo que la piel del nudillo era un pellejo de consistencia inerte, y hasta tenía ciertas marcas de los mordiscos leves que el sabio le había dado en los momentos de reflexión.
En los demás dedos del sabio había ciertos vellos, que el idiota apenas conseguía registrar con el ojo, tal era su concentración en el índice, distintos de aquellos por ser lampiño, con los poros más grandes y de una uña más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su superficie se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y brillaba. El contorno de la cutícula estaba perfectamente dibujado; no había en su línea cóncava ni el más mínimo desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y puntiagudo, formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba a veces, encontrando en él una especie de centro universal cuyo significado desconocía. Se detuvo por fin el idiota en la parte superior de la uña, que coincidía exactamente con el nivel de la yema y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio, perfectamente reflejada y redonda, a la luna. 




sábado, 13 de febrero de 2016

Belvedere. Ángel Zapata.

Nadine y yo somos un matrimonio como cualquiera, en un bonito dúplex con jardín. No muy lejos de aquí pasan los años y se suceden las demoliciones. Pero Nadine y yo somos felices. Nuestros hijos han crecido rápido. Uno, el mayor, estudia en Boston. El mediano se fue a las misiones (a estornudar, nos dijo; no supimos por qué). Y el pequeño, que no mostró afición por los estudios, sigue aún con nosotros; y se entretiene haciendo el cocodrilo, los fines de semana, en el foso que rodea el jardín.
—¿En qué piensas? —me pregunta Nadine algunas veces.
—En ti —le miento; para no preocuparla sin motivo.
De perfil, nuestros hijos no se distinguen de un serrucho. De frente son idénticos a esa efigie ladina de George Washington que aparece en los dólares. Una vez, en un viaje que hicimos a Rótterdam, me quedé sin florines y pagué al conductor de un autobús con mi hijo mediano:
—Tenemos instrucciones de no aceptar serruchos —me dijo él.
Entonces nos apeamos sin protestar.
Y pasamos todo el día perdidos.
Esto es el tiempo, el autobús se va, quedan los hijos, los hijos, esas vigas caídas, los hijos, los puentes levadizos y los puentes volados, Nadine y yo, este montón de escombros dondequiera que mire.


 La vida ausente, 2006.

viernes, 12 de febrero de 2016

Los Cíclopes. Julio Cortázar. (Cap. 7 Rayuela)

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca, y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen, y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esta instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un sólo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.




 

jueves, 11 de febrero de 2016

Carne rebozada. Agustín Martínez Valderrama.

La cena se enfriaba en la mesa y nuestro vecino seguía igual. Desnudo, subido en una silla y con una soga al cuello. A veces, bajaba y deambulaba cabizbajo por la habitación. De aquí para allá. De allá para aquí. Luego volvía a subirse, se anudaba la cuerda y colocaba los pies en el filo. Así llevaba toda la tarde. Nosotros, desde la ventana, lo observábamos expectantes. Papá decía que sí. Mamá decía que no. Pero el hombre, que si sí, que si no, no se decidía nunca. Al final, corrimos las cortinas y nos sentamos a la mesa. La carne rebozada fría no vale nada.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Los nuevos hermanos siameses. Oscar Wilde.

Era una mujer que tuvo dos hijos gemelos y unidos a lo largo de todo el costado.
—No podrán vivir—dijo un doctor
—No podrán vivir—dijo el otro, quedando desahuciados los nuevos hermanos siameses.
Sin embargo, un hombre con fantasía y suficiencia, que se enteró del caso, dijo:
—Podrán vivir… Pero es menester que no se amen, sino que, por el contrario, se odien, se detesten.
Y dedicándose a la tarea de curarlos, les enseñó la envidia, el rencor, los celos, soplando al oído del uno y del otro las más calumniosas razones contra el uno y contra el otro, y así el corazón se fue repartiendo en dos corazones, y un día de un sencillo tirón los desgajó y los hizo vivir muchos años separados.


martes, 9 de febrero de 2016

Oración lingüística. Pilar Galán.

Para Alfonso, que inventa palabras.
 

Mi suegra dice me se y te se, y asín, mientras la eternidad es una tarde de domingo atrapada en la mesa camilla de su casa. 
Mi hijo pequeño dice sidericordia, y nos reímos. En el colegio estudia que los verbos indican acciones, y se buscan en el diccionario a través de los infinitivos. Ar, er, ir. También confiesa que confunde verbos y adjetivos, y que la lengua le aburre porque tiene que escribir renglones y renglones, y copiar los cuadros amarillos. 
Mi madre no dice nada. Musita palabras sin sentido, o te mira fijamente intentando reconocer el camino de vuelta ya olvidado. A veces tose, o empieza a gemir y sobrevuela un conato de esperanza, que se diluye enseguida. 
Mi hijo mayor escribe tqmuxo, y volveré trd. Bs. 
Mi jefe dice reestructuración y objetivización adaptizada de contenidos actitudinales. Y luego plis, traime un café, porfa, enseñando unos dientes manchados de nicotina. 
Durante el día, mi marido y yo cruzamos insultos y reproches, con el desafecto rápido de antiguos conocidos. 
Por la noche, cuando todos duermen, hablo sola. 
En el principio fue el Verbo, dicen. 
Del final no dicen nada. 
Porque estamos saciados de desprecios.
 Sidericordia, señor, sidericordia. 



miércoles, 3 de febrero de 2016

La primera sabiduría. José María Merino.

La ficción fue la primera sabiduría de la humanidad, cuando la realidad exterior parecía sólo un conjunto de adversidades incomprensibles, hostiles, violentas, la ficción ayudó a entenderla: el sol es una brasa que una mano inocente lanzó una vez al cielo, el viento nos trae la voz de los muertos, la lluvia derrama de repente sobre nosotros las lágrimas perdidas, en los sueños nos habla lo que deseamos o lo que tememos. La ficción fue la primera forma comprensible de la realidad. 



lunes, 1 de febrero de 2016

Ruidos. Pía Barros.

Mi hermano se mató, según dijeron, porque amaba demasiado. Amar será siempre un ruido sordo de escopeta.