lunes, 30 de octubre de 2017

Nocturno. Ricardo Güiraldes.

La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.
-Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.
Bah, no era el primer caso…, fanfarronadas de paisano.
Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.
Volvía del pueblo: dos leguas cortas.
La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.
El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.
A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.
Algo se movió en el camino.
Abrióse el cardal y un bulto ágil saltó hacia el caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.
Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.
Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.
Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.
Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.
El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.
El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.
Recibió el golpe en pleno vientre.
Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.
Un chorro de sangre los bañaba, uniéndolos en su viscosidad roja.
Hubo el ruido de dos respiraciones, entremezcladas en esfuerzo de angustiosa lucha.
El hierro ahondó la herida con el movimiento, despedazó la carne, abrió un boquete como cloaca que bañó de inmundo vómito cuatro manos crispadas sobre la misma empuñadura.
Y el cuerpo de Roberto tambaleó vacío de vida, cayó con un son fláccido, los ojos inmensos de terror, la boca abierta en aullido prolongado como un canto.
No humano, el vengador miró esos ojos sin vida y gruñó con voz que era estertor:
-Te la había jurao.
Y fue la dureza del hierro que choca entre los dientes, con ruido repetido y mate, la última convulsión desesperada hacia la vida, una explosión sorda y el sonido blando de una cabeza que cae sobre la tierra.
La sombra corrió hacia el cardal, luego volvió adherida a otra más grande.
El cadáver yacía, inerte, en actitud de descanso.
Sobre su vientre, el enorme desgarro de ropa y carne, mientras una mancha negruzca hacía, en torno a su cabeza, como una aureola de martirio.
Tembloroso, el caballo del matador olfateaba la tragedia; pero fue tranquilizado por las palabras sarcásticas:
-No se asuste, amigo, que ése ya no ofiende a naides.
Y el silencio, por breve tiempo roto, impuso su eternidad.
Un rebencazo sonó seco, y el matador, en brusca carrera, fue desapareciendo como diluido en la oscuridad.
Al poco quedaba un movimiento de sombra en la sombra; pronto, nada.
Y del golpe sobre el camino endurecido, un eco llegó sonoro.

Cuentos de muerte y de sangre. Ricardo Güiraldes, 1915.
 


domingo, 29 de octubre de 2017

El águila y el pastor. Gabriel Miró.

Un águila seguía siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico, y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.


Tendíase el pastor encima de la grama; y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos, huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el horizonte de humo…


El pastor pensó: “veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve; si ahora viniese el hijo del amo, y yo lo despeñara, nadie lo sabría, estando delante de tanta tierra.”


Se revolvía muy contento, hundiendo la nuca en el herbazal; pero le roía la frente una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos. Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el águila. El pastor botaba, y maldecía, y apuñalaba el aire como un poseído. Crujía su honda, y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando.


Cuando se acostaba en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas zagueras. Arriba, despacio y recta volaba el águila, vigilándoles su camino.


Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. “¿Desde dónde estará mirándome ahora?”, se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armandijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta el pan de su comida.


Despertábale un temblor de huesos, de aletazos, de gañiles. En los cepos se retorcían raposas, grajas, perros, búhos…; y el pastor los aplastaba con sus esperteñas y con sus manos. No eran ellos los aborrecidos, y porque no eran los aborrecía y los chafaba. Y una mañana su risa y su voz rodaron triunfalmente por el valle. El águila aleteaba, desgraciada y magnífica, sangrándole las garras entre los muelles de presas. Recostóse el pastor a su lado y estuvo aguantando todo el sol para regodearse mirándola; quiso verse dentro de sus ojos inmóviles de brasas redondas, y en esas lumbres se estremecía una frialdad de bravura y de señorío indomable. Se los hubiera reventado, mordiéndolos como un fruto, lo mismo que ella a él, si el pastor hubiese muerto en el desamparo del monte. Pero cegándola, ya no sabría que él la miraba. La miraba implacablemente. El águila entreabrió el pico convulso; se le doblaban las alas como unos hombros desventurados con su manto de hermosura a cuestas como una cruz. Vino el mastín; la rodeó latiéndole y humeándole las fauces. La cabeza del águila se erguía, toda tallada sobre el azul, como la proa de una nave sobre el horizonte, y en sus ojos encendidos se reflejaba el perro, el pastor y un círculo gozoso de la mañana campesina.


“¿Cómo la mataré?”, pensaba el pastor. ¿Cómo la mataría para que durase mucho muriendo? Entonces el mastín y el amo se miraron culpablemente; y el perro embistió. No pudo llegar a la cautiva, y le brincó la lengua en la tierra como un sacre herido, y le crujieron las quijadas. “¡No te atreves con ella!” –le dijo sin voz la risa gorda del amo-. Era verdad: no se atrevía. En torno del águila bramaba el aire con el ímpetu de su aliento, de sus plumas erizadas, de su rencor trágico. Y al pastor se le hinchaban de rabia las venas de su frontal, porque tampoco él osaba agarrarla ni acometerla. Levantóse de súbito, y se fue a su rancho. Dejó al mastín guardando el águila. No podía escaparse, pero es que no quería que descansara viéndose sola ni un instante. Un instante tardó en volver; trajo un bozal viejo.


Acudió gente: un labrador, una vieja del caserío, un arriero que pasaba, un chico que iba a la escuela rural. Y le preguntaron:


-¿Es esta el águila que te seguía siempre como tu alma?


El chico quería que se la diesen para holgarse en la lección. La vieja le pidió una pluma remera y una uña, y el entresijo, para hacer remedios de aojamientos y enfermedades. Todos rodearon al águila y le pusieron el bozal de perro trenzándole las ataderas de alambre. Después la arrancaron del cepo como si ya fuese una oca. Le colgaba un dedo, y el pastor se lo quebró del todo, tirándoselo al mastín que lo cogió de un brinco y en seguida lo soltó y le huía como si le diese la sensación de toda el ave. Se la llegaba el pastor a los ojos. Dentro de la reja del bozal, la cabeza del águila tenía un infortunio pavoroso, y su mirada ardía tan humanamente que el pastor se la apartó, porque, estando tan cerca, le angustiaba el bozal, como si fuese él quien lo llevara clavado en su carne y en su sangre.


Todos la cogían, pasándola de brazo en brazo; la tentaban la pechuga, soplándole al plumón para verle los piojos en la piel desnuda; le apretaban el pico, quitándole el resuello; sentían el palpitar de sus párpados; le rascaban las conchas y el calo de sus garfas. Removióse todo el animal en una sacudida delirante; tronó un aletazo duro y brincó entre el sol.


Y la gente decía:


-Se morirá como un perro, un perro en el cielo y en las cumbres.


-Se morirá de reconcomio como una persona y cuando era feliz.


Y la miraban, riéndose. El águila iba entrándose en el azul, gloriosa y libre, con el bozal de perro.

 

sábado, 28 de octubre de 2017

Tango del lobo. Eugenio Mandrini.

Primero faltó a la cita la niña de la caperuza roja.
Después, un eclipse oscureció la luna y debió morderse el aullido.
Por último, la manada lo declaró nada feroz, por esas gotas de soledad que le apagaban los ojos, y fue desalojado del bosque.
Hoy lame zapatos en la ciudad y en invierno busca el abrigo del sol como una abuela.

 

jueves, 26 de octubre de 2017

El espanto. Ángel Olgoso.

Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción —repugnante en el más genuino sentido de la palabra— de algo como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.

 Demonios del lugar. Ángel Olgoso, 2007.

martes, 24 de octubre de 2017

El miedo. Valle Inclán.

Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:


-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…


La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.


Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos…


Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:


-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!


Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:


-Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo no lo es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!


Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:


-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?


Yo repuse con voz ahogada:


-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro…!


El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:


-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey…!


No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:


-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!


Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:


-Señor Granadero del Rey, no hay absolución… ¡Yo no absuelvo a los cobardes!


Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

 

lunes, 23 de octubre de 2017

Historias mínimas. X. Javier Tomeo.

CAMPESINO plantando árboles y HOMBRE solitario. Se aproxima la hora solemne del ocaso. El hombre, que ha recorrido todos los caminos del mundo, suspira profundamente.
HOMBRE: (Tras un largo silencio.) Oiga.
CAMPESINO: Qué.
HOMBRE: (Con voz cansada.) Plánteme también a mí.
CAMPESINO: (Sorprendido.) ¿Cómo?
HOMBRE: Que me plante.
CAMPESINO: (Sin ceder en su sorpresa.) ¿Por qué?
HOMBRE: Estoy cansado.
CAMPESINO: ¿Y cómo quiere que le plante?
HOMBRE: Como si fuese un manzano.
CAMPESINO: ¿Está hablando en serio?
HOMBRE: Yo no sé ya hablar de otra forma.
Pausa. El CAMPESINO encoge los hombros, carga al HOMBRE sobre sus espaldas, le traslada al pequeño hoyo y le entierra hasta los tobillos. El HOMBRE, que ha abierto los brazos en cruz, levanta la mirada al cielo y se queda muy quieto, apenas sin respirar, esperando el milagro de una nueva primavera que le haga, por fin, fructificar.

Historias mínimas. Javier Tomeo, 2009.

domingo, 22 de octubre de 2017

Mi esquizofrenia. Armando José Sequera.

Mi esquizofrenia va de mal en peor: mi segunda personalidad dice que, como no se lleva bien con la primera, se aliará con la tercera para mitigar su soledad. La primera, entretanto, alega que, por más esfuerzos que hace, no logra congeniar con la segunda, razón por la cual formará alianza con la cuarta, habida cuenta de que si la tercera se lleva bien con la segunda, es imposible que se lleve bien con ella. Afortunadamente, me he podido mantener al margen de esta absurda disputa y no he sido involucrado en lo que, a todas luces, es una malsana maraña de incomprensiones.

 

jueves, 19 de octubre de 2017

Enviado de otro mundo. Abilio Estévez.

La primera vez que vimos al hombre, mi madre y yo íbamos al cementerio. Desde la muerte de mi padre íbamos todas las tardes. Ya habíamos salido por el portón, cuando apareció, extraño, con la ropa de trabajo empapada en sudor, el sombrero de yarey echado hacia atrás y una guataca recostada al hombro. Al vernos, la sorpresa lo detuvo. Yo sé que entrecerró los ojos y que mostró la hilera de sus dientes tan blancos que parecían de mentira. Sus ojos, de un gris afilado, brillaban como la punta de un cuchillo. Era muy alto y la ropa le quedaba pequeña: el pantalón, desgarrado en los bajos, dejaba libre un pedazo de la piel de sus piernas por encima de unas botas enfangadas y sin abrochar. La camisa tenía un color más oscuro debajo de las axila y como la llevaba abierta, podía verse en su pecho la oscuridad de los vellos.
Un segundo lo miró mi madre y trató de abrir la sombrilla, que no se abrió. Comenzó a buscar algo en el bolso y me llamó varias veces por mi nombre completo como nunca hacía.
El hombre dejó la guataca en el suelo y se acercó. Escuchamos el golpe de las botas en la calle, y no fue difícil saber que estaba ahí, a dos pasos, era precisa su respiración agitada y penetrante el olor a manigua.
Sentí la mano de mi madre apretando la mía.
-Me da un poco de agua -pidió él con voz que seguro hizo temblar las ramas de los árboles.
Ella no escuchó, no hizo caso, huyó conmigo calle abajo y doblamos por la primera cuadra y cruzamos casi corriendo el puente de la zanja.
Comenzaba a hacer frío y los arboles se veían negros en plena tarde. Las calles estaban mojadas aunque no había llovido y las casas permanecían cerradas a cal y canto. Los perros (tantos perros) no ladraban. Tampoco volaban los pájaros, ni se oían los gritos del hijo loco de la vieja Sana, ni las campanas de la iglesia hicieron nada por espantar aquel silencio como era su deber.
-¿Quién es ese hombre? -pregunté a mi madre cuando estuvimos lejos.
-El diablo -respondió.


Volvimos a encontrarlo al día siguiente.
Llegamos al cementerio que tenía una gran puerta desde donde unos ángeles grandes nos miraban sin darnos importancia. Abrimos la verja que siempre daba un alarido, y entramos a la calle de contornos pintados de blanco con las tumbas grises que tenían floreros de colores vivos.
Mi madre suspiró (siempre lo hacía) y cerró la sombrilla y se arregló el pelo. Como era hábito, deambulamos por entre las tumbas. Ella leyó las inscripciones de todas y se acarició algunas tapas y cruces, allí donde decía que estaba su amiga Adela y la otra amiga y la otra, tantos muertos que nos recuerdan, hijo, que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Sus ojos no estaban quietos y brillaban; por momentos detenía en sus labios una leve sonrisa.
En la tumba de mi padre, quitó las flores mustias y deshizo los pétalos sobre la tierra.
Descubrimos al hombre en el momento en que mi madre me mandaba por agua limpia; estaba bajo un angelito de mármol, tan de mármol él como el angelito, mirándonos, mirándola fijamente.
-No lo mires tú -me ordenó ella.
No me gustó la forma angustiada en que lo dijo, pero ninguna pregunta me atrevía a hacerle: la vi bajar la cabeza, hundirse en sí misma, tranquila, intranquila, sentada en un banco.
Fui como pude, evadiéndolo, a la bomba de agua y llené los recipientes de cristal. Pero al regresar, el hombre me detuvo, no sólo con sus manos, también con sus ojos de acero que estaban tan llenos de cruces como el cementerio. Sonrió.
-¿Qué quiere? -pregunté sin miedo, aunque con miedo bajando los ojos porque sabía que no debía mirarlo.
Mostró un papel doblado, amarillo, un papel viejo.
-Dale a ella. Dile que es un recado.
Pero como yo, mis manos, se resistían, se inclinó hacia mí desde su altura y agregó:
-Es un recado que manda tu padre.
-Mi padre está muerto -riposté quizá ofendido, aunque sin saber por qué.
-Lo sé -respondió-, es un buen amigo que no tiene secretos para mí.
¿Cómo culparme de volver con el recado si se trataba de un aviso que mi padre nos mandaba?
Mi madre leyó el papel sin demostrar que lo leía. Lo guardó entre los senos y no colocó las flores en los floreros, dijo que el agua sola resultaba buena para los muertos, y más tarde ocultó la cara entre las manos noté que sus párpados se agitaban. ¿Estás llorando o estás riendo? Nada, hijo, nada, se secó los ojos y se puso de pie.
-Vamos, ya es de noche.
¿De noche? No dije no, pero el sol aún se veía.
Salimos del cementerio. Él ya no estaba o se había escondido, y eso que los ojos de ella iban iluminando las esquinas y se perdían de tan lejos que miraban.
Regresamos en silencio. Ella no hablaba como cuando había un pensamiento que la torturaba. Yo la conocía bien. Y como la conocía bien, corté un jazmín y se lo regalé para que adornara su escote.
Al llegar a casa, no encendió la luz. Se tiró en la cama y me pidió que echara fresco, pero, por favor, no me hables, mira que no me gusta que me hablen cuando quiero pensar.
-¿En quién?
Hubo un silencio, después escuché la respuesta cansada:
-En tu padre.


En toda una semana, día tras día, estuvo el hombre pasando frente a nuestra puerta. Ella había cerrado las ventanas y cuando escuchaba las botas, apretaba los ojos y se tapaba los oídos. A veces lloraba. Lloraba en silencio, tanto, que parecía que no lloraba.
Dejamos de ira al cementerio, para no verlo, porque ese hombre es Satanás, hijo, es de otro mundo y los hombres de otro mundo nada tienen que hacer en este.
Algunas tardes él tocaba a la puerta. Ella huía a la cocina y se hacía la que estaba revolviendo la sopa; pero qué sopa, si nada había en los calderos.
Así ocurrió hasta una tarde en que él no pudo más y tocó mucho, hasta cansarse y ella tampoco pudo más y aunque no deseaba abrir, abrió la puerta igual que si tomara una decisión. Se enfrentó a las pupilas afiladas del hombre. Se desearon los buenos días de modo bastante raro porque no hubo sonrisas.
Él no esperó para decir:
-Le traigo un regalo.
Alargó un jaula blanca, de metal, con un pájaro blanco que no debía ser de metal, volaba y revolaba con chillidos extraños.
Ella tomó la jaula y se mostró muy agradecida, si quiere sentarse.
Él pasó a la sala y me guiñó un ojo cono si yo debiera saber algo que él suponía que yo supiera. Esta vez iba vestido de limpio, con pantalón de kaki y guayabera blanca almidonada. Tenía un pañuelo en las manos y se secaba el sudor de la frente. Olía a agua de colonia.
Mi madre se me acercó. Acarició mi cabeza.
-Mi hijo -dijo.
Pensé que la seguridad había vuelto a ella después de haberla abandonado. Estaba hermosa. Comenzó a moverse con soltura. Trajo un vaso con agua y una taza de café. Por último, hasta sonrió. Conversaron del invierno, qué bueno el invierno, en diciembre uno suspira, porque lo que es en agosto…
Cuando él se marchó ella abrió las ventanas y encendió todas las luces de la casa. No le importó que fuera tarde para limpiar con insistencia y mucha agua los pisos que brillaron como cristales.
Más tarde preparó un baño con agua hirviente con gotas de perfume. Salió del baño y olía más que un jardín. Se ocultó entre las sábanas de la cama y me pidió que tampoco hoy la molestara, hijo, quiero pensar.


Al otro día no se vistió de negro. Amaneció con un vestido blanco que tenía lazos azules y la vi mucho rato frente al espejo pasando las manos por su cintura, mirándose contenta.
-Hoy vamos a tener noticias de tu padre -me anunció.
Puso colorete en sus mejillas y tiñó la boca de un rojo vivo. Las cejas se arquearon con rayas negras. Levantó el pelo y lo sostuvo con peinetas.
Sacó de una gaveta una vieja caja de bombones forrada con papel dorado y envuelta en cintas verdes donde guardaba las fotografías. Zafó con cuidado las cintas y rió mucho de verse de nuevo tan joven, como en aquellos tiempos. También rió de ver a los parientes y los iba nombrando y los saludada, repetía las mismas anécdotas, las mismas historias. Dispuso las fotos sobre el suelo como si compusiera un rompecabezas. Ponía un dedo sobre cada foto y decía los nombres sin equivocarse.
Después llenó la casa con búcaros repletos de flores y hojas de espárrago.
A la noche se preparó mejor y vistió un traje más elegante y me llamó:
-¿Cómo ves a tu madre?
Le dije la verdad, que estaba más bella que nunca, como un actriz de cine, y su agradecimiento fue un beso que dejó su boca en mi frente.
Trajo fundas limpias y sábanas limpias y vistió su cama no sin dejar caer unas gotas de perfume en la almohada.
-El hombre que viene del otro mundo -dijo- trae un recado de tu padre.
No pregunté si podía quedarme. Ella oyó la pregunta sin que yo la hubiera dicho y contestó con el índica levantado igual que cuando daba consejos:
-Oye bien: no puedes quedarte. El hombre que viene del otro mundo no podrá hablar si te quedas. Dentro de unos minutos te irás. Volverás muy tarde.
La vi estirar las sábanas, pasar las manos sobre ellas, acariciarlas, la cama fue quedando mejor tendida que nunca. Después dio vueltas de un lado a otro hasta que decidió calmarse encendiendo un cigarro. Fue hasta la ventana. Me gustó verla fumar, lo hizo como si se tratara de la cosa más importante del mundo. Entrecerró los ojos y se vio joven, bella. Fumó olvidada de mí, sonrió a la ventana, al jardín, a la noche.
Escuchamos entonces los cascos del caballo. Ella corrió para descolgar el retrato de mi padre que estaba en la pared, sobre la cabecera de su cama y me lo tendió:
-Es necesario que lo lleves. Pídele que nos ayude.


Salí y sin que ella me viera me llevé además la jaula, el pájaro blanco. El pueblo estaba oscuro como el fin del mundo pero yo me alegré de que estuviera así con la única vida de algunos postes iluminados. Las calles, muertas, las calles por donde yo corría con mis gritos, con los chillidos del pájaro, feliz de llevar el retrato de mi padre y sobre todo de tener noticias. Yo, en realidad, siempre había esperado un mensaje. Aunque un día vi a mi padre encerrado en una caja negra, yo sospechaba que con tanto que él me quería, no iba a abandonarnos, y por eso esperaba, a lo mejor el día menos pensado va y nos da la sorpresa. Y mi madre lo repetía, hijo con este mundo nunca se sabe.
Llegué a la Madama que son unas ruinas del tiempo de la colonia, y sobre una piedra puse la foto de mi padre y la jaula del pájaro. Hable con la foto y le dije por favor, queremos saber cómo estás allá tan lejos de nosotros y dinos si volveremos a verte. No respondió pero fue como si respondiera. Quedé tranquilo, contento. Abrí la puerta de la jaula y le dije al pájaro que si deseaba ser libre podía salir, y por supuesto salió porque deseaba ser libre. Se fue volando y el golpe de sus alas parecieron palabras de agradecimiento. Me tiré en la hierba, cerré los ojos y me dormí, no, no me dormí, pero sí, estaba dormido porque iba soñando, por el aire, sobre el campanario de la iglesia y el pájaro en mi hombro…
Cuando el sueño se acabó, sentí el peso de la noche, y decir el peso de la noche, es decir una palabra como miedo, y regresé.


Mi casa se veía iluminada, toda iluminada, las ventanas abiertas dando luz. Al entrar, me molestó en los ojos el brillo de las lámparas.
Llamé a mi madre.
Nadie respondió, lo que no tenía importancia, yo sabía que ella estaba allí, volví a llamar. En el comedor vi la mesa puesta con el mantel de frutas bordadas que mi madre reservaba para las grandes noches y los platos con las hacinas sonrientes en el fondo. Fui rincón por rincón buscándola a ella que estaba oculta para darme un susto. Vi su cuarto tan vacío como el pueblo. Madre, madre, sé que estás en la casa. Sentí que la puerta se abría no porque la sintiera, no, más bien fue una brisa fría que inundó la casa y un olor a árboles y a campo, como si se tratara del hombre.
No era el hombre, claro; mi madre entró muy hermosa, con el pelo suelto sobre los hombros y la bata larga de tela suave. Tenía la bata llena de hojas e iba descalza con los pies enfangados. Reía entre suspiros.
Hijo, ven, y se arrodilló para abrazarme y darme miles de besos. Con mis manos ordenó su pelo.
-¿Qué ha dicho mi padre? -pregunté.
Cerró los ojos, tan satisfecha que echó la cabeza hacia atrás, todo el júbilo no cabía en su pecho.
-Es feliz -dijo-. Tu padre es feliz allá donde está y quiere que nosotros también lo seamos. Dice que le olvidemos, que no vayamos al cementerio, que vivamos otra vida.
-¿Y el hombre?
-Es su amigo. Él lo envía para que nos cuide.
Entonces salimos al jardín porque mi madre me explicó que necesitaba sentir el frío de la noche, el invierno al fin, y cantar para que mi padre la oyera allá donde estaba, reír sin motivo, reír y ríe tú, hijo, tu padre es feliz y nosotros lo seremos.
El pueblo despertó con nuestra alegría. A nuestras voces se abrieron las ventanas. Por sobre nuestras cabezas volaba y revolaba el pájaro blanco y, cuando al fin desapareció, dejó en el cielo un punto brillante que simulaba una estrella.

La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (compilador), 1996.
 

miércoles, 18 de octubre de 2017

Un día resbaladizo. Carlos Castán.

Yo sabía que aquella faldita de cuadros con los leotardos debajo iba a alterar a María porque a mí mismo, a distancia, ya me había dado un vuelco el corazón. Pude, aun con todo, reaccionar a tiempo y disimuladamente le hice cambiar de acera con un pretexto vago pero urgente que ahora no recuerdo.
No quería que viera a aquella niña que, entre las piernas de una pareja de adultos, se afanaba de puntillas por alcanzar a ver un escaparate iluminado vestida con una ropa tan parecida a la de nuestra hija. No quería que la viera porque esa silueta en el contraluz de la vidriera tenía además su tamaño y sus coletas. Sabía que no podría soportarlo porque yo no podía soportarlo, aunque de hecho no hacía otra cosa más que eso, soportarlo, de la misma manera que quedé cristalizado y sin embargo andaba y gesticulaba, que juraría haber llorado y mis ojos permanecieron secos, que quedé sin habla y no paraba de hablar intentando llamar la atención de mi mujer en dirección opuesta, señalándole sombras de la noche, objetos lejanos, cómo entre la llovizna de octubre las farolas dejaban caer sobre las cosas un débil vapor amarillento. A veces, simplemente no mirar se hace más duro que un penoso esfuerzo físico, no mirar a aquella niña que apoyaba sus manitas en el cristal, volver la vista, renunciar a toda esa dolida ternura y fingir interés por cosas que en realidad resbalan, colocadas en medio de la tarde para resbalar en la mirada. La tarde húmeda de otoño repleta de objetos resbalosos, hecha de calles mojadas resbaladizas y gotas de agua en torno a la luz y en los escaparates deslizándose.
De repente el estrépito y los gritos de los transeúntes nos hicieron volver sobre nuestros pasos. La niña, al tiempo que gritaba “mamá”, había pretendido cruzar la calle en diagonal hacia donde estábamos, se había escurrido en el asfalto y al camión de las gaseosas no le dio tiempo a detenerse. Frenó pero patinó, dijeron. En seguida la gente se arremolinó en la calzada, dejaban sobre los charcos las bolsas con sus compras, se deshacían despreocupadamente de sus paraguas, no tiene importancia, el caso es ayudar, enterarse bien de todo, señalar al culpable, correr al teléfono, ofrecer una tila, no pudo usted hacer nada, ya lo vimos, se le echó encima, a mí casi me ocurre la semana pasada. Al cielo preguntaban a berridos “¿de dónde ha salido esta niña?, ¿de quién es la niña?”. Los presuntos padres de la cría, los que estaban con ella junto al escaparate, pertenecían ahora al grupo de los interrogadores. Caí en la cuenta de esto apenas un instante antes de oír la voz de mi mujer imponerse claramente en el agitado desorden: “¡Es mi hija! ¡Retírense, es mi hija!”.
Es ésta la estación de los patinazos. Resbalan personas y cosas sobre la tierra, acaso también sucesos o días enteros que caen en silencio como esas estrellas viejas que se desploman en mitad de la noche o las hojas de los árboles que se desprenden dejando por todas partes dorados montones de tristeza.
No pudo hacerse nada por ella. Como casi siempre ocurre, también esta vez fue tarde. Compadecidos de nuestro estado nos han facilitado el papeleo, las pastillas y todo lo demás, nos hemos sentido arropados a pesar de no tener familia en este país tan lejano del nuestro. La maestra de la pequeña nos ha dicho que la última semana la niña anduvo lejana y despistada, le extrañó todos los días el mismo vestido gris, y tan tristona, despeinada, dijo, quizá cansada. Nos han llevado en volandas nuevamente al cementerio donde hemos creído morir otra vez mientras nos despedíamos de la niña. Aunque mi mujer y yo juraríamos haberla enterrado dos jueves atrás, haber pasado ya por ese trago, haberlo soportado todo abrazados bajo el mismo paraguas, las náuseas, el temblor de piernas, todo, todo igual que esta tarde.
Hace dos jueves. Todo igual. Hubiéramos asegurado entonces que no era posible sufrir más. Que no era posible volver a sentir alegría pero tampoco un dolor tan punzante como el de ese momento. Ese otro jueves perdido en la lluvia de este mismo otoño resbaladizo la dejamos en este mismo recinto, muy cerca de aquí, en una tumbita pequeña que esta tarde, con tantos nervios y tanta agua y tan poca fuerza en las piernas, no hemos sabido hallar.

 Frío de vivir. Carlos Castán, 2004.

domingo, 15 de octubre de 2017

Cuento de navidad. José María Merino.

En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitirían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
-Mi capitán –transmitió el cabo-. Aquí sólo hay varios civiles refugiaos, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
-Registradlo todo con cuidado.
-Mi capitán –transmitió otra vez el cabo-, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
-A ese me lo traéis bien sujeto.
-Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha puesto de parto.
-Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
-Abrid fuego –ordenó al fin-. No quiero sorpresas.

 
Palabras en la nieve. Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino, 2007.

jueves, 12 de octubre de 2017

Aceite de perro. Ambrose Bierce.

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventajas de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.


Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

Dibujo: María Octavia Russo.
 

martes, 10 de octubre de 2017

Reconciliación. Ángel Olgoso.

A Antonia Pertíñez.

La anciana, que había sobrevivido a sus hijos y a su esposo, se sumergía a diario en el parque como en un baño balsámico, lejos del pisito vacío, de su caja de resonancia donde aún latía vivamente el dolor y la soledad. Siempre ocupaba el mismo asiento. Semienterrada junto al respaldo del banco, una piedra rugosa, gris y salpicada de cardenillo era toda su compañía. La mujer la miraba con atención y dulzura, como a algo cuya simplicidad enternece, y le invadía entonces un sentimiento de gran sosiego, una especial ligereza de corazón, de miel que cicatriza adversidades y sella destinos comunes.
Una mañana, sin saber muy bien por qué, posó su mano sobre la piedra y, concentrando en aquel roce toda la inocencia y dignidad que llevaba, pese a todo, dentro de sí, la acarició con extrema delicadeza. Igual que la semilla no muere bajo la tierra invernal, bastó ese gesto espontáneo para que por primera vez, tras millones de años de aparente inercia, de mutismo inhumano, de naturaleza obstinada y refractaria al trato social, la piedra diera los buenos días.

 La máquina de languidecer. Ángel Olgoso, 2009.

lunes, 9 de octubre de 2017

Artistas del trapecio. Ana María Shua.

No tengas miedo, volará, heredó nuestros genes, dice el artista del trapecio. Y desde el punto más alto lanza a su hija, un bebé todavía, por el aire, hacia los brazos de la madre aterrada e infiel. No debería temer: por las artes de su verdadero padre, el mago, la niña realmente vuela. O les hace creer que vuela.

domingo, 8 de octubre de 2017

Abelardo y el radio. Félix Luis Viera.

En El Barrio cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto. Aprender la técnica de canalla en El Barrio es muy fácil, sobran opciones, fuentes donde nutrirse, ejemplos a flor de vista. Por eso hay que tener los ojos bien abiertos con los muchachos, dice mi viejo.


Abelardo Cofia puede convertirse en un canalla, de continuar así.


Aberlardo Cofia es el príncipe de la trampa, creo que de nacimiento; es también avaricioso como un pobre que no se resigna. Por eso digo que, cuando sea grande, puede resultar un hombre canalla, porque tiene dos condiciones especiales: el deseo -inagotable- y la habilidad para engañar y el deseo -inagotable- de tenerlo todo para él, de tener, quiero decir, todo lo poco nuestro que aquí en El Barrio pudiera juntar, para él.


Yo, como casi todos, me desvivo odiándolo; pero sólo a veces, cuando me clava una de sus jugadas. Después lo olvido, o se me olvida, que es más exacto, y sigo de amigo. O sea, que yo no lo odio a cadena perpetua como muchos otros del piquete; y eso me alegra porque odiando se empieza también a ser un hombre canalla, dice el viejo.


Abelardo Cofia también me tiene roña a mí, o no sé si siempre o cuando le hago morder la tierra después que me ha trampeado y reventamos la pelea. Pero sí sé que me tiene porque lo ha dicho al grupo y alguno me lo dice diariamente. Además, él y yo sabemos lo que uno guarda para el otro: un buen tramo de rabia. Eso lo sabemos, lo comprobamos en la gesticulación cuando nos contamos una película, en las discusiones más leves, en las palabras que uno atraviesa, como si no quisiera, en la conversación del otro, cuando os reunimos, noche por noche, junto al poste. Por eso Abelardo Cofia -yo lo he visto- ha sonreído cuando a mí me ocurre algo como caerme de cabeza rastrillando la tierra con el pellejo de la cara o recibir un chapazo en un ojo; y yo, aunque no he sonreído, no he despreciado mirarlo cuando le ha ocurrido algo parecido.


Como Abelardo Cofia es un egoísta, es decir, que todo lo quiere para él, es además el príncipe de la trampa de nacimiento, tiene en estos momentos casi cincuenta tapas de Leche Pasterizada La Vaquita, que son billetes de cien jugando a la baraja, y tiene además cinco bolsas de bolas, hinchadas a todo lo que dan, bajo la mesita que en la sala de su casa aguanta al radio inmenso, casi del tamaño de nosotros y tan pesado como un hombre gordo, que según dicen es el orgullo -no sé por qué- del padre de Abelardo.


Cuando yo he perseguido a Abelardo Cofia -suelta toda mi furia después que él me ha encajado una trampa- y se ha tirado corriendo en la sala de su casa, atravesándola conmigo detrás, yo he querido (¿he pensado como un canalla?) que al correr junto al radio, que está dos o tres pulgadas del paso para el cuarto, lo roce duro, con el hombro, y se vayan los dos al suelo, él abajo.


Sin embargo, ahora dudo. Hace no sé si 15 o 30 segundos que dudo; desde que ocurrió aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido. Abelardo Cofia tiene el radio, inmenso, como un hombre gordo, encima, sobre su hombro izquierdo. Abelardo Cofia tiene una disyuntiva cerrada: si quita el hombro del radio irá al suelo por su propio peso porque no tendría tiempo, partiendo de esa posición, para hacer un giro y abarcarlo ni tendría fuerzas para retenerlo él solo; y entonces el padre le haría comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja barnizada; y si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo.


Abelardo Cofia entró corriendo a la sala, conmigo detrás. Veníamos a esa velocidad ciega que produce la furia, en mi caso, y el temor, en el de él; el temor a que yo lo agarrara por el cuello y lo hiciera mascar la tierra. Cuando fue a girar para meterse en el cuarto y seguir hacia el fondo de la casa, resbaló, se fue de pecho, y en pleno despliegue trató de dar una vuelta para evitar la mesa, pero no logró realizar el gesto íntegramente y la enfiló de espalda, de manera que sólo tuvo tiempo -cuando trató de incorporarse, en pleno movimiento, con un gesto que no pudo afinar del todo, si no más bien intuitivo- para esquivarle el rostro al radio que venía hacia abajo y meter el hombro izquierdo; y quedar así, encorvado, casi agachado, como si fuera a volcarse en cualquier momento hacia el lado que lo empuja el gran cajón barnizado macizo.


¿Por qué venía persiguiéndolo?


Dos o tres minutos antes había descubierto su última trampa fabricada para mí, hasta ahora. De la manera siguiente:


Abelardo Cofia puso el quilo por la cara del escudo, lo puso un poco más cerca de lo que está en nuestro mercado actualmente. Esto me llamó la atención pero desde la posición de tiro, encima de la acera, me fijé bien y vi que no había truco: el quilo estaba suelto, recostado sobre una piedrita, como marca el reglamento; y comencé a tirarle. Y enseguida afiné la puntería y empecé a darle, a darle y el quilo volaba constantemente cuando una bola lo martillaba, pero caía, lamentablemente, otra vez por la cara del escudo. Y él volvía a ponerlo reclinado sobre la piedrita, sabroso para encentrarlo y volvían las bolas cada vez más precisas a morderlo por los bordes -por donde se les da para que salten mejor- y el quilo a volar, volteándose en el aire, infinitamente, y caía escudo. Y Abelardo a ponerlo y a ponerlo y yo metía la mano en mi bolsita y ya tocaba fondo. De modo que mis bolas se acababan y el quilo no caía por la cara de la estrella y el piquete comenzó a exaltarse porque yo soy el mejor, el de más puntería, en el juego del “virao” y en cualquier juego de bolas. Y el piquete se puso detrás de Abelardo Cofia, se fue cerrando detrás de él, para disfrutar mejor mi quiebra; y fue entonces cuando me llevé la primera señal de que algo andaba mal, que algo sucedía más allá de lo previsto, fue entonces cuando olfateé que Abelardo Cofia tenía una jugada escondida, porque uno, cuyo nombre no voy a hacer público porque así podría conseguir para él el inagotable manantial de trampas de Abelardo Cofia, me hizo una mueca, no una mueca franca y abierta, sino a media cara y casi mirando a otra parte, pero suficiente para sospechar y correr hacia él, convencido de que me había trampeado; correr hacia él por lo tanto con un buen golpe preparado, agarrarlo por la mano que había apresurado a recoger el quilo y comprobar que tenía escudo por las dos caras.


¿Cómo consiguió un quilo con escudo por las dos caras?


Abelardo Cofia confesó, sin soltarle la muñeca: había recortado un quilo exactamente igual, con dimensiones y color semejantes al verdadero, retratado como anuncio en una revista lo había pegado al quilo sonante por la cara de la estrella, había emparejado ambas cara pasándolo por churre, por tierra, le había dado, en fin, mundo suficiente para que pareciera un verdadero quilo por la cara falsa. Y así supe que casi todas mis bolas habían pasado para la bolsa de Abelardo Cofia jugando contra un quilo que jamás caería estrella; y apenas terminó de relatar, sin soltarle la muñeca que le fui apretando mientras hablaba, le envié el golpe que le traía preparado y que fue creciendo y fui estudiando durante su confesión, pero él con la exactitud que lo representan en el mundo, lo esquivó y me fui con el puño al aire, y el cuerpo al suelo mientras él soplaba rumbo a su casa; pero ahora -debo ser honesto para no adentrarme por uno de los quince mil caminos por los que se llega a ser un canalla-, Abelardo Cofia: no se rinde, se mantiene sereno con el radio (que lo va llevando hacia bajo milímetro a milímetro) sobre el hombro izquierdo; y trata con una mano, con la otra, con las dos, pero no puede abarcar la gran caja desde esa posición, no puede, ni tiene espacio suficiente entre su cuerpo y el suelo para realizar un viraje rápido y agarrarlo contra el pecho, de rodillas,ni tendría fuerzas para recibirlo así e incorporarse con él. Abelardo Cofia sigue frente a su disyuntiva: si quita el hombro el radio irá al suelo y entonces el padre seguramente le hará comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja barnizada; si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo. Pero, para serle justo al tramposo, no dice nada, no se queja. Lo miro de espaldas: charquitos de sudor en la camisa. Él trata de mirarme, lo sé porque a veces intenta mover el cuello hacia atrás, hacia donde sabe que estoy. Pero no me pide ayuda, no habla, no se queja. Sólo resopla a cada rato y sigue tratando de mantener la fuerza y el equilibrio que, lentamente, van aflojando, porque el radio tiembla a veces más, a veces menos, y Abelardo Cofia así agachado, lucha por retenerlo firme en el hombro izquierdo; cimbra levemente al compás de las intenciones del radio; tiemblan los dos. La camisa de Abelardo Cofia almacena más y más sudor, el radio tendría ganas de resbalar por la tela húmeda; al fin doy un paso, pero no sé qué hacer, desde que estamos así, hace quizá tres, cuatro minutos, dudo, aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido: tampoco Abelardo Cofia sabe qué hará: si quita el hombro, o no; repaso con la visa, punto por punto, su espalda, que se va doblando, que continúa aflojando, lentamente; él Abelardo Cofia, el príncipe de la trampa, el insaciable, el avaricioso, visto así tan mansito, tan sudado, tan imposibilitado para un gesto, para una carrera, para una mentira, y me acuerdo del viejo: en El Barrio cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto, ¿qué hago? 

 
Abelardo y el radio. Félix Luis Viera. La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (Compilador). 1996.

sábado, 7 de octubre de 2017

Alegoría del amor senil. Marco Denevi.

Enamorado de ella hasta los hígados, Apolo le prometió acceder a todo lo que le pidiese.
-¿De veras? -palmoteó Deófilis, una joven bellísima recién admitida de la mano (es un decir, de la mano) del dios en la ciencia amatoria-. Entonces te pido que jamás se apague en mis venas el fuego que tú encendiste.
-Está bien. Concedido.
-¿Puedo pedirte una cosa más?
-¿Qué cosa?
-Vivir tantos años como granos de arena caben en mi puño.
-De acuerdo. Pero no te hagas ilusiones conmigo: pasado un tiempo, tendrás que buscar otros amantes.
-Comprendo. Por suerte, no faltan hombres. Y ahora, un último favor.
Apolo se encolerizó:
-Todas las mujeres son iguales. Cuanto más generoso se es con ellas, más pedigüeñas se ponen. Basta, se acabó. Adiós.
Y se fue volando por los aires.
Se presume que la tercera gracia que Deófilis quería pedirle era la de mantenerse siempre joven.
Setecientos años después Eneas se topó con esta vieja inmunda, que vagaba por los caminos de Italia mendigando el amor de los hombres. Como todos la rechazaban, asqueados, el horrible esqueleto vomitaba injurias atroces, y enseguida vertía lágrimas de un fuego inextinguible.
Varias veces se intentó matarla. Pero aquel espantajo sobrevivía a las lapidaciones, a las horcas, a las hogueras, a los puñales, a los venenos, a la crucifixión, a las dentelladas de los lobos, a las temperaturas hiperbóreas, sobrevivió a un ahogo de tres días bajo el mar.
Como se ignora cuántos granos de arena caben en el puño de una muchacha, tampoco se sabe cuántos años vivió Deófilis.
Un rumor que corría por las tabernas y por los lupanares de Roma sostiene que Eneas, el más misericordioso de los héroes troyanos, se compadeció de ella y satisfizo, por una sola vez, sus apetitos.
De esa unión habrían nacido las moscas.

El jardín de las delicias. Mitos eróticos. Marco Denevi, 1992.
 

viernes, 6 de octubre de 2017

El zorro y el tigre. Fábula China.

Andando de cacería, el tigre cazó al astuto zorro.
-A mí no puedes devorarme -arguyó el zorro- porque el Emperador del Cielo me ha nombrado rey de los animales. Si no me lo crees, acompáñame; pronto verás cómo todos los demás animales huyen en cuanto me ven.
El tigre accedió y confirmó lo que auguraba el zorro; en cuanto los demás animales los veían aparecer, huían despavoridos. 

 

miércoles, 4 de octubre de 2017

¿Cuánta tierra necesita un hombre? León Tolstói.

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.
“Qué te parece -pensó Pahom-. Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”
Así que decidió hablar con su esposa.
-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
“¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.
Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
“Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”
Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo-. Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
“Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”
Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.
-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.
El jefe se echó a reír.
-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?
-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
“¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”
Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.
-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.
-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.
-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
“No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”
Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
“Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
“Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
“Bien -pensó-, debo descansar.”
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
“¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
“No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.
“Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”
El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
“Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.
“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.
-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.