domingo, 8 de octubre de 2017

Abelardo y el radio. Félix Luis Viera.

En El Barrio cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto. Aprender la técnica de canalla en El Barrio es muy fácil, sobran opciones, fuentes donde nutrirse, ejemplos a flor de vista. Por eso hay que tener los ojos bien abiertos con los muchachos, dice mi viejo.


Abelardo Cofia puede convertirse en un canalla, de continuar así.


Aberlardo Cofia es el príncipe de la trampa, creo que de nacimiento; es también avaricioso como un pobre que no se resigna. Por eso digo que, cuando sea grande, puede resultar un hombre canalla, porque tiene dos condiciones especiales: el deseo -inagotable- y la habilidad para engañar y el deseo -inagotable- de tenerlo todo para él, de tener, quiero decir, todo lo poco nuestro que aquí en El Barrio pudiera juntar, para él.


Yo, como casi todos, me desvivo odiándolo; pero sólo a veces, cuando me clava una de sus jugadas. Después lo olvido, o se me olvida, que es más exacto, y sigo de amigo. O sea, que yo no lo odio a cadena perpetua como muchos otros del piquete; y eso me alegra porque odiando se empieza también a ser un hombre canalla, dice el viejo.


Abelardo Cofia también me tiene roña a mí, o no sé si siempre o cuando le hago morder la tierra después que me ha trampeado y reventamos la pelea. Pero sí sé que me tiene porque lo ha dicho al grupo y alguno me lo dice diariamente. Además, él y yo sabemos lo que uno guarda para el otro: un buen tramo de rabia. Eso lo sabemos, lo comprobamos en la gesticulación cuando nos contamos una película, en las discusiones más leves, en las palabras que uno atraviesa, como si no quisiera, en la conversación del otro, cuando os reunimos, noche por noche, junto al poste. Por eso Abelardo Cofia -yo lo he visto- ha sonreído cuando a mí me ocurre algo como caerme de cabeza rastrillando la tierra con el pellejo de la cara o recibir un chapazo en un ojo; y yo, aunque no he sonreído, no he despreciado mirarlo cuando le ha ocurrido algo parecido.


Como Abelardo Cofia es un egoísta, es decir, que todo lo quiere para él, es además el príncipe de la trampa de nacimiento, tiene en estos momentos casi cincuenta tapas de Leche Pasterizada La Vaquita, que son billetes de cien jugando a la baraja, y tiene además cinco bolsas de bolas, hinchadas a todo lo que dan, bajo la mesita que en la sala de su casa aguanta al radio inmenso, casi del tamaño de nosotros y tan pesado como un hombre gordo, que según dicen es el orgullo -no sé por qué- del padre de Abelardo.


Cuando yo he perseguido a Abelardo Cofia -suelta toda mi furia después que él me ha encajado una trampa- y se ha tirado corriendo en la sala de su casa, atravesándola conmigo detrás, yo he querido (¿he pensado como un canalla?) que al correr junto al radio, que está dos o tres pulgadas del paso para el cuarto, lo roce duro, con el hombro, y se vayan los dos al suelo, él abajo.


Sin embargo, ahora dudo. Hace no sé si 15 o 30 segundos que dudo; desde que ocurrió aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido. Abelardo Cofia tiene el radio, inmenso, como un hombre gordo, encima, sobre su hombro izquierdo. Abelardo Cofia tiene una disyuntiva cerrada: si quita el hombro del radio irá al suelo por su propio peso porque no tendría tiempo, partiendo de esa posición, para hacer un giro y abarcarlo ni tendría fuerzas para retenerlo él solo; y entonces el padre le haría comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja barnizada; y si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo.


Abelardo Cofia entró corriendo a la sala, conmigo detrás. Veníamos a esa velocidad ciega que produce la furia, en mi caso, y el temor, en el de él; el temor a que yo lo agarrara por el cuello y lo hiciera mascar la tierra. Cuando fue a girar para meterse en el cuarto y seguir hacia el fondo de la casa, resbaló, se fue de pecho, y en pleno despliegue trató de dar una vuelta para evitar la mesa, pero no logró realizar el gesto íntegramente y la enfiló de espalda, de manera que sólo tuvo tiempo -cuando trató de incorporarse, en pleno movimiento, con un gesto que no pudo afinar del todo, si no más bien intuitivo- para esquivarle el rostro al radio que venía hacia abajo y meter el hombro izquierdo; y quedar así, encorvado, casi agachado, como si fuera a volcarse en cualquier momento hacia el lado que lo empuja el gran cajón barnizado macizo.


¿Por qué venía persiguiéndolo?


Dos o tres minutos antes había descubierto su última trampa fabricada para mí, hasta ahora. De la manera siguiente:


Abelardo Cofia puso el quilo por la cara del escudo, lo puso un poco más cerca de lo que está en nuestro mercado actualmente. Esto me llamó la atención pero desde la posición de tiro, encima de la acera, me fijé bien y vi que no había truco: el quilo estaba suelto, recostado sobre una piedrita, como marca el reglamento; y comencé a tirarle. Y enseguida afiné la puntería y empecé a darle, a darle y el quilo volaba constantemente cuando una bola lo martillaba, pero caía, lamentablemente, otra vez por la cara del escudo. Y él volvía a ponerlo reclinado sobre la piedrita, sabroso para encentrarlo y volvían las bolas cada vez más precisas a morderlo por los bordes -por donde se les da para que salten mejor- y el quilo a volar, volteándose en el aire, infinitamente, y caía escudo. Y Abelardo a ponerlo y a ponerlo y yo metía la mano en mi bolsita y ya tocaba fondo. De modo que mis bolas se acababan y el quilo no caía por la cara de la estrella y el piquete comenzó a exaltarse porque yo soy el mejor, el de más puntería, en el juego del “virao” y en cualquier juego de bolas. Y el piquete se puso detrás de Abelardo Cofia, se fue cerrando detrás de él, para disfrutar mejor mi quiebra; y fue entonces cuando me llevé la primera señal de que algo andaba mal, que algo sucedía más allá de lo previsto, fue entonces cuando olfateé que Abelardo Cofia tenía una jugada escondida, porque uno, cuyo nombre no voy a hacer público porque así podría conseguir para él el inagotable manantial de trampas de Abelardo Cofia, me hizo una mueca, no una mueca franca y abierta, sino a media cara y casi mirando a otra parte, pero suficiente para sospechar y correr hacia él, convencido de que me había trampeado; correr hacia él por lo tanto con un buen golpe preparado, agarrarlo por la mano que había apresurado a recoger el quilo y comprobar que tenía escudo por las dos caras.


¿Cómo consiguió un quilo con escudo por las dos caras?


Abelardo Cofia confesó, sin soltarle la muñeca: había recortado un quilo exactamente igual, con dimensiones y color semejantes al verdadero, retratado como anuncio en una revista lo había pegado al quilo sonante por la cara de la estrella, había emparejado ambas cara pasándolo por churre, por tierra, le había dado, en fin, mundo suficiente para que pareciera un verdadero quilo por la cara falsa. Y así supe que casi todas mis bolas habían pasado para la bolsa de Abelardo Cofia jugando contra un quilo que jamás caería estrella; y apenas terminó de relatar, sin soltarle la muñeca que le fui apretando mientras hablaba, le envié el golpe que le traía preparado y que fue creciendo y fui estudiando durante su confesión, pero él con la exactitud que lo representan en el mundo, lo esquivó y me fui con el puño al aire, y el cuerpo al suelo mientras él soplaba rumbo a su casa; pero ahora -debo ser honesto para no adentrarme por uno de los quince mil caminos por los que se llega a ser un canalla-, Abelardo Cofia: no se rinde, se mantiene sereno con el radio (que lo va llevando hacia bajo milímetro a milímetro) sobre el hombro izquierdo; y trata con una mano, con la otra, con las dos, pero no puede abarcar la gran caja desde esa posición, no puede, ni tiene espacio suficiente entre su cuerpo y el suelo para realizar un viraje rápido y agarrarlo contra el pecho, de rodillas,ni tendría fuerzas para recibirlo así e incorporarse con él. Abelardo Cofia sigue frente a su disyuntiva: si quita el hombro el radio irá al suelo y entonces el padre seguramente le hará comer, despaciosamente, el polvo de los bombillos y la gran caja barnizada; si no quita el hombro, el radio, su peso, lo irá venciendo poco a poco y se irá con él al piso, él abajo. Pero, para serle justo al tramposo, no dice nada, no se queja. Lo miro de espaldas: charquitos de sudor en la camisa. Él trata de mirarme, lo sé porque a veces intenta mover el cuello hacia atrás, hacia donde sabe que estoy. Pero no me pide ayuda, no habla, no se queja. Sólo resopla a cada rato y sigue tratando de mantener la fuerza y el equilibrio que, lentamente, van aflojando, porque el radio tiembla a veces más, a veces menos, y Abelardo Cofia así agachado, lucha por retenerlo firme en el hombro izquierdo; cimbra levemente al compás de las intenciones del radio; tiemblan los dos. La camisa de Abelardo Cofia almacena más y más sudor, el radio tendría ganas de resbalar por la tela húmeda; al fin doy un paso, pero no sé qué hacer, desde que estamos así, hace quizá tres, cuatro minutos, dudo, aunque en realidad no tengo una idea exacta del tiempo transcurrido: tampoco Abelardo Cofia sabe qué hará: si quita el hombro, o no; repaso con la visa, punto por punto, su espalda, que se va doblando, que continúa aflojando, lentamente; él Abelardo Cofia, el príncipe de la trampa, el insaciable, el avaricioso, visto así tan mansito, tan sudado, tan imposibilitado para un gesto, para una carrera, para una mentira, y me acuerdo del viejo: en El Barrio cualquiera puede convertirse en un canalla puro, líquido, exacto, ¿qué hago? 

 
Abelardo y el radio. Félix Luis Viera. La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (Compilador). 1996.

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