jueves, 29 de noviembre de 2018

Olor a rosas invisibles. Laura Restrepo.


Creo que debió servirse un trago: como todo señor de mundo, Luis C. Campos C. —llamado desde los días del colegio Luicé Campocé— tenía en su oficina una neverita con hielo, soda, ¿aceitunas y cerezas marrasquino?, lo necesario para servirse un trago cuando algo lo inquietaba. Se reclinó en su poltrona de cuero,
desvencijada pero imponente, heredada de don Luis C. Campos padre, y la hizo girar hacia los cerros que espejeaban al otro lado del ventanal, para perder en ellos la mirada. Aunque perder sea sólo un decir, porque, a diferencia de mí, él era el tipo de hombre que siempre gana.
Supongo que le sudaron las manos, síntoma inoportuno para nuestra edad y que no sufría desde la sesión de clausura en que recibimos de los jesuitas nuestro diploma de bachilleres. Podría jurar además que tan pronto colgó el teléfono sintió correr por su
despacho, irreverente y resucitado, el viento limpio de esa primavera romana de hacía cuarenta años, que de buenas a primeras regresaba a desordenarle los papeles de escritorio y a alborotarle las canas. Debió hacerle gracia semejante revuelo a estas alturas de la vida: hombres como él no se despelucan con frecuencia. Frenó con una señal brusca de la mano a una secretaria solícita que pretendía interrumpirlo para que firmara alguna cosa: indicio inequívoco de que no quería que se dispersara la inesperada tremolina de recuerdos.
La voz femenina de acento incierto que acababa de escuchar por larga distancia había despertado en él un hormigueo de tiempos idos que aplazaba la urgencia de los negocios del día, invitándolo a interrumpir esa implacable rutina de lugares comunes y gestos calculados que garantiza el diario bienestar de la gente como él.
Me confesó después que en ese momento tuvo que hacer acopio de todo su poder de concentración para arrinconar al ratón hambriento que desde hacía un tiempo roía el queso blando de su memoria. Quería recomponer el escenario para ubicar esa voz de mujer: recuperar cada instante, cada olor, cada tonalidad del cielo...
Fracasó desde luego en el intento. Volvió a esforzarse, ya sin tanta pretensión: si pudiera rescatar al menos algún olor, un color siquiera, ¿del cielo?, ¿del vestido de ella? De sus grandes ojos verdes... Porque eran grandes y eran verdes, de eso estaba seguro, aunque era posible que tiraran a amarillo. No pudo acordarse de nada en concreto, pero sí, dichosamente, de todo en abstracto, y con eso tuvo suficiente para seguir volando en la cálida sensación de vitalidad que le había llegado por entre el cable del teléfono.
Fotografías cuidadosamente alineadas sobre el escritorio —en pesados marcos de plata, añadiría yo—, desde las cuales le sonreían con cariño su esposa, sus hijos y sus nietos, intentaban recordarle cuán lejana y perdida estaba aquella primavera; cuánta vida buena, digna y esforzada había corrido desde esa remotísima temporada romana, cuando aún estaba soltero. Él les devolvió la mirada con afecto infinito (porque amaba a su familia, de eso soy testigo) y les pidió disculpas por el momentáneo aplazamiento: en ese instante de inspiración no podía atenderlos; le resultaba indispensable borrar toda interferencia.
No puedo yo —y creo que tampoco podría él— precisar con claridad la secuencia de impulsos que lo habían llevado a marcar, después de cuarenta años, el indicativo internacional, el prefijo de Suiza, el 31 que comunica con Berna y finalmente el número telefónico de ella. Muchas veces me he preguntado por qué la llamaría justamente ese día, si hasta el anterior ni se le había pasado por la cabeza hacerlo.
¿Por qué de repente volvía a sentirla indispensable y cercana, si cuatro decenios de buen matrimonio con otra mujer admirable habían hecho que, hasta ahora, sólo en las veladas del Automático la recordara?
Me refiero a que en tiempos del Café Automático solíamos reunirnos en ese lugar cinco amigos íntimos, ya entrados en la treintena, que nos divertíamos con el juego agridulce de rememorar viejos amoríos descarriados, y en esas ocasiones Luicé, cuando quería lucirse, nos hablaba de ella. Decía que se llamaba Eloísa, que pertenecía a una familia rica de Chile y que la había conocido por casualidad en una travesía por el Nilo. Con el tiempo, los compinches del Automático llegamos a familiarizarnos con los detalles de ese noviazgo: sabíamos que Luicé vio a su chilena por primera vez en el puerto de Luxor, inclinada sobre la borda y embelesada con la tersura dorada del río, minutos después de que zarpara el barco. Que esa noche se sentó a su lado durante la cena que ofreció el capitán para los pasajeros de primera, y que de ahí en adelante no volvieron a separarse. Todo en ella —según Luicé—
despedía seguridad y desenfado, la suavidad castaña de su melena corta, el acento impecable con que manejaba el italiano y el francés, la agilidad adolescente con que recorría las ruinas luciendo bermudas, botas de excursionista y gafas negras. Al cabo de diez días, frente a las pirámides de El Cairo, Luicé la besó en el cuello y le confesó su amor.
—Sé preciso —interrumpía Herrerita en ese punto del relato—. ¿Frente a cuál de las pirámides la besaste, Keops, Kefrén o Micerino?
Emprendieron juntos el regreso por Roma, de donde él debía volar a Inglaterra para terminar su carrera en la London School of Economics, y ella a Ginebra, donde se especializaba en idiomas. Intentaron despedirse en el aeropuerto pero no fueron capaces; cancelaron sus respectivos pasajes, tomaron un taxi de vuelta a la ciudad y se alojaron en un hotel cercano a la Fontana di Trevi.
—Qué delicioso melodrama de niños ricos —interrumpía Herrerita, y lo callábamos de un pestorejo.
Un mes después, cuando ya era absolutamente impostergable la partida hacia la universidad, fracasaron de nuevo en el intento de separarse y, feriándose el destino, se mudaron a una pensión folclórica del Trastevere donde convivieron durante tres meses más, entregados a un amor alegre y despreocupado y gastando en paseos a Venecia y a Amalfi los recursos que sus respectivas familias, desde América Latina, les enviaban religiosamente, convencidas de que continuaban dedicados a sus estudios.
—Ahora viene lo mejor —se relamía Herrerita, preparándose para el final.
El desenlace de la aventura no se hizo esperar más de veinticuatro horas a partir del momento en que la madre de Eloísa, informada nadie sabe cómo del engaño, aterrizó en Roma acompañada por su severo hermano mayor, dispuesta a rescatar a su hija de los malos pasos así fuera con ayuda de la policía.
Luicé nunca supo qué sucedió esa noche en la reunión entre la muchacha, su tío y su madre; sólo supo que a la madrugada siguiente se presentó en el cuarto de la pensión una Eloísa de ojos enrojecidos por horas de arrepentimiento y llanto, que sin decir
palabra empacó sus pertenencias y se despidió sin mirarlo de frente, mientras sus familiares la esperaban abajo en un taxi con el motor en marcha.
Por su parte, tampoco él pudo impedir que su familia se enterara del enredo, que su padre montara en cólera ante tamaña irresponsabilidad y se negara terminantemente a financiarle más estudios en el exterior, motivo por el cual debió resignarse a regresar a Bogotá, donde obtuvo un modesto título de economista en la Universidad Javeriana, lo que en cualquier caso no fue obstáculo para que entrara a trabajar al enorme negocio de don Luis C. viejo y, tras su muerte, quedara a la cabeza del establecimiento.
Esta Eloísa chilena —burguesita, políglota y avant-garde— llegó a convertirse en una de las grandes favoritas de nuestra galería de amadas perdidas, compitiendo en primacía con la panadera trágica y tísica de Herrerita, la modelo de Christian Dior que Bernardo persiguió por medio mundo, las tres hermanitas putas de Magangué que iniciaron en la cama al Turco Matuk, y una prima universitaria llamada Gloria Eterna con quien soñó Ariel todas las noches sin falta desde los diez hasta los trece años.
Tras el cierre del Café Automático dejé de ver a Herrerita y a los otros, pero mantuve con Luicé una amistad estrecha que nunca se resintió por el hecho de ser él cada vez más rico y yo cada vez más pobre, y que me permitió seguir de cerca el trayecto de su vida. Así, vine a saber que a pesar del abrupto final de su romance con
Eloísa, y de que cada quien organizó su vida por su lado con un océano de por medio —él en Colombia y ella en Suiza—, no perdieron del todo el contacto a lo largo de los años, que les depararon motivos de sobra para felicitarse recíprocamente a través
de breves y más bien impersonales notas de cortesía: primero el matrimonio de él con una muchacha de la sociedad bogotana, luego el de ella con un banquero suizo, el nacimiento de los hijos —dos de él y una de ella— y, tiempo después, la llegada de
los nietos.
Si las añoranzas se incluyeran en el currículum vítae de los altos ejecutivos, bajo el rubro, digamos, de «importantes momentos vividos», esta primera parte de su historia con Eloísa bien podría aparecer en el de Luicé: todo correctísimo y perfectamente presentable, a duras penas una sabrosa locura de juventud enmendada muy a tiempo y transformada en discreta cordialidad entre personas mayores.
Es entonces cuando interviene el destino para alterar el cuadro, al traer por correo una esquela escrita en pulcra letra del colegio Sagrado Corazón sobre papel blanco, no diré que perfumado porque tengo el mejor concepto de Eloísa, a quien siempre admiré sin conocerla. La había enviado ella para contarle a Luicé que dos años antes había muerto su marido tras una larga y dolorosa enfermedad. Duramente golpeada por ese infortunio, ella guardó silencio durante el tiempo del duelo y luego se permitió, en cuatro líneas, romper la distancia acostumbrada y dejar traslucir un apenas perceptible matiz de nostalgia que fue, probablemente, lo que lo motivó a llamarla para darle el pésame de viva voz, después de varios intentos fracasados de producir una carta que no fuera, como las anteriores, redactada por su secretaria.
El día de la conversación telefónica, él regresó a su casa agitado por un raro desasosiego que no le permitió probar bocado del ossobuco que le tenía preparado Solita, su mujer, dada a consentirlo con recetas sacadas de Il talismano della felicità, sin tener en cuenta la dieta recomendada por el médico para el control de sus dolores de gota. Tampoco pudo entregarse en paz al Adagio de Albinoni, que solía llevarlo en barca por aguas serenas hasta la zona más armoniosa de su propio ser. Personaje de cultura más bien decorativa —un Fernando Botero colgado en la pared de la sala era
su mejor diploma de hombre de pro—, Luicé tenía con la música clásica una relación de conveniencia bastante parecida a la que mantenía con la nevera bien surtida de su minibar. Las cadencias de Johann Strauss o los brillos de Tchaikovsky ondulando allá, al fondo y sin interferir, siempre le habían producido la sensación de que las cosas, en general, le estaban saliendo bien, y piezas como la sonata Claro de luna, el Canon de Pachelbel y el Adagio de Albinoni hacían parte de su noción domesticada de felicidad. Sin embargo, y sin darse cuenta a qué horas, con el Adagio había llegado un poco más allá. Jamás lo hacía sonar en público ni toleraba interrupciones mientras lo escuchaba, siempre unos minutos antes de irse a dormir, y así, noche tras noche, la melancolía de esas notas, convertidas en una suerte de pequeño ritual íntimo, dejaba en su alma el sabor de un padrenuestro que él, liberal progresista, ya no sabría pronunciar.
Pero esa noche no; ni siquiera aquel Adagio encontraba la manera de llegar hasta Luicé. Cerca de las diez vino a visitarlo su hijo Juan Emilio, y le comentó cosas acerca del nieto que él intuía importantes pero en las cuales no lograba centrar la atención. Ya entre la cama le preguntó a Solita:
—¿Alérgico?
—¿Qué cosa?
—¿Eso fue lo que dijo Juan que parecía ser Juanito, alérgico?
—Alérgico no, preasmático.
—Mala cosa, mala cosa... ¿Alérgico a qué?
—¿Se puede saber dónde tienes la cabeza esta noche?
—En ningún lado —mintió.
Estuvo inquieto y ausente a lo largo de la semana, como si no se encontrara a gusto dentro de su propio pellejo, y ya empezaba a preocuparse por esa absurda e insistente comezón mental que le estorbaba en sus relaciones familiares y laborales, cuando cayó en cuenta de que sólo le pondría alivio si la llamaba de nuevo. Así lo hizo, y también a la semana siguiente, y a la otra, y cuando vino a darse cuenta todos los lunes en la noche se sorprendía pensando por anticipado en ese telefonazo a Berna que disparaba desde su oficina los miércoles a las doce en punto del mediodía.
Eloísa hablaba el doble que él, en cantidad y en velocidad, y ambos se limitaban a tocar temas de salón, como la marcha de los negocios de ella, las salidas en falso del embajador colombiano en Suiza gracias a su afición al alcohol, las maravillas de una retrospectiva de Van Gogh que ella visitó en Ámsterdam, la gota que a él le estrangulaba el dedo gordo del pie. Eran temas más bien tontos, desde luego, pero me gusta imaginar que cada vez que conversaban el soplo fresco de primavera romana volvía a correr por la oficina de Luicé, alborotándole los papeles y los recuerdos.
Debió ser en agosto, dos o tres meses después de regularizadas las llamadas, cuando mencionaron por primera vez la posibilidad de visitarse. Lo propuso ella de la manera más transparente, al poner su casa en Suiza a disposición de él y de su esposa para las vacaciones de diciembre.
—Y si tus nietos quisieran aprender a esquiar —le sugirió—, tráelos también, que yo puedo desde ya ir haciendo arreglos para el alquiler de un par de cabañas en la montaña.
El posible viaje empezó a ocupar cada vez más minutos de la conversación semanal, pasando por diversos lugares y variantes. Él le contó que su esposa tenía deseos de volver a París y convinieron en que bien podría ser ése el punto de encuentro, pero desde luego mejor en primavera que en invierno. Como el tema era más un pretexto para comunicarse que un plan concreto de acción, saltaban sin rigor de una ciudad a otra, de un mes al siguiente, sin precisar lo que decían ni preocuparse por definir. De París saltaron a Miami, donde él tenía unos socios de negocios que convendría visitar; de ahí a Praga, meca a la cual ambos, desde siempre, habían deseado peregrinar; de Praga insensiblemente a Roma, y de Roma, por supuesto, como broche ineludible del periplo imaginario, a Egipto. En algún punto de esta travesía verbal dejaron de referirse a los nietos, y luego, sin saber cómo, de miércoles a miércoles fue quedando borrado de los ires y venires el nombre de Solita, quien jamás había sido informada de los múltiples programas de vacaciones en los cuales, hasta cierto momento, había sido incluida como tercer pasajero.
La sola mención de Egipto, con la carga afectiva que tenía para ellos de hecho remoto pero cumplido, le impuso a la voz de Eloísa un timbre más ansioso, un muy femenino afán por puntualizar, por entrar estrictamente en materia, ya con tarifas de vuelo en mano y con sugerencias específicas de fechas y hoteles, todo lo cual a él, que hablaba por hablar, confiado en que se trataba de un proyecto irrealizable, lo tomó por sorpresa y en buena medida lo fastidió, haciéndolo dudar del terreno que pisaba.
Es obvio que durante todos estos meses escuchar a Eloísa se le había convertido a Luicé en un bálsamo contra los peculiares atropellos que a un hombre de su condición le impone el ingreso a la vejez: el cambio del tenis por el golf, el abandono forzado del cigarrillo, los orificios de más en el cinturón, las dioptrías adicionales en los lentes. Pero de ahí a arriesgar lo que había construido durante toda una vida por irse a recorrer el Nilo con una antigua novia, había un abismo que ni remotamente estaba dispuesto a franquear. Eso era evidente para cualquiera menos para Eloísa; yo no diría que por ilusa sino al contrario, por ser mujer acostumbrada a que se cumpliera su santa voluntad.
Así que a la siguiente llamada se desencontraron en una diferencia de intensidades que ninguno de los dos dejó de percibir. El entusiasmo excesivo de ella fue retrocediendo, cauteloso, ante las respuestas evasivas de él, y al momento de colgar ambos supieron que habían llegado a un punto muerto que no les dejaba más salida
que el regreso a las esporádicas y diplomáticas notas por escrito.
Durante los dos meses siguientes no volvió a repicar el teléfono los miércoles a mediodía en la casa de Berna, y creo lícito presumir que Luicé se fue olvidando del asunto con una resignación destemplada, a medio camino entre la contrariedad y el alivio. Aunque secretamente hubiera preferido limitarse a café con leche y tostadas, pudo volver a disfrutar las recetas italianas que por las noches preparaba Solita, y retomó con alegría su vieja y sedante manía de escuchar el Adagio de Albinoni antes de dormirse.
Esa mañana de domingo en que compró en el kiosco de la esquina el número cinco de una edición en serie llamada Los tesoros del Nilo, lo hizo más por reflejo que por otra cosa, sabiendo de antemano que jamás compraría el número seis. No fue así: no
sólo envió a un mensajero a adquirirlo, sino que le pidió a la secretaria que le consiguiera los cuatro primeros, que ya estaban fuera de circulación. No creo que pensara en Eloísa mientras hojeaba esas páginas sin detenerse en el texto, un poco con la cabeza en otra cosa, como quien da un vistazo a los avisos clasificados sin buscar en ellos nada en particular. Ni él mismo debía saber por qué encontraba intrigante repasar esas grandes láminas a color, aunque pensándolo mejor quizá sólo fuera por
verificar el grado de reblandecimiento de su memoria, que lo hacía desconocer, como si fueran de otro planeta, lugares en los cuales había estado de cuerpo presente. ¿Abu Simbel? No, tal vez hasta allá no había llegado. De Karnak se acordaba un poco más, pero estos gigantes con cabeza de carnero, así sentados en fila india, ¿los había visto?
Si hubiera conservado las fotos, lo habría verificado. Porque se retrataron juntos en las ruinas, entre las excavaciones, en la cubierta del barco y también esa última noche que Herrerita exigía que le contara en detalle, la del baile de gala en que Eloísa apareció deslumbrante, disfrazada de Isis, ¿de Osiris?, en fin, de diosa egipcia.
—Nunca has querido confesarnos de qué estabas disfrazado tú —importunaba Herrerita.
—Hombre, es que no logro acordarme.
—¿De eunuco, tal vez, o de obelisco? ¿De odalisca, de dátil, de legión extranjera?
¡Lo tengo! De tapete persa, o de giba de camello...
Luicé había quemado esas fotos unos días antes de casarse, junto con todas las que incluían presencias femeninas que pudieran, en caso de ser descubiertas, suscitar inquietud en su esposa. Había sido a todas luces una tontería, porque a Solita le divertía que le contara viejas aventuras, y además mantenía en las repisas del cuarto de estar varios álbumes de juventud donde ella misma aparecía de media tobillera, falda rotonda y zapato combinado, riendo y bailando muy desparpajada con otros galanes.
Los tesoros del Nilo ajustaban ya la docena cuando un miércoles, cerca de las dos, cuando salía de su despacho para almorzar, Luicé fue detenido en la puerta por su secretaria.
—Tiene una llamada de larga distancia, señor. De Berna. ¿Digo que lo busquen por la tarde?
Se abalanzó sobre el teléfono con más precipitación de la que hubiera querido que presenciara su secretaria, y me parece de cajón decir que tuvo que aspirar profundo para que su voz entrecortada no delatara los latidos del corazón. Eloísa fue breve y al grano, sin hacerle consultas ni permitirle interrupciones: su hija, fotógrafa, haría una exposición la semana entrante en Nueva York y ella viajaría a acompañarla. Después iría a tomar sol unos días a Miami, donde lo esperaba de hoy en quince a las seis de la tarde, en el gate 27, sección G, del aeropuerto internacional. Si tomaba el vuelo de
American Airlines llegaría puntual a la cita. No debía preocuparse por reservar alojamiento, porque ella tenía todo solucionado. Como suponía que después de tantos años no podría reconocerla, quería que supiera que tendría puesto un vestido de seda color lila.
Me pregunto cuál habrá sido su primera reacción ante semejante propuesta, que debió sonarle altamente descabellada. Después de descartar otras hipótesis me quedo con la siguiente, que divido en dos: uno, le produjeron risa el tono tajante y ejecutivo y la resolución sin paliativos con que le transmitían la orden. Y dos, sintió admiración por la audacia de Eloísa, quien a la anterior táctica de él de diluir la situación comprometedora en silencios e indefiniciones, contraatacaba ahora con hechos contundentes como pedradas. Sea como sea, Luicé sólo atinó a decir una cosa antes de
que ella colgara:
—Como mande, señora.
«Como mande, señora.» ¿Cómo interpretar tal frase? Igual que si hubiera dicho «hágase tu voluntad», «donde manda capitán no manda marinero» o cualquier otra fórmula de conveniencia para salir del aprieto sin comprometerse del todo y sin cometer la grosería de negarse. Pero se ve que el asunto quedó dando vueltas entre su cabeza.
Averiguando aquí y allá, vine a saber que ese día el mesero que le sirvió el consomé al jerez a la hora del almuerzo se extrañó de que el señor, siempre tan serio, se riera solo; luego se fijó en que conservaba la sonrisa a todo lo largo del filete de pescado, y a la hora de los postres tuvo que desistir de preguntarle cuál prefería: tan abstraído estaba que simplemente no oía. Así que por su propia cuenta y riesgo el mesero le trajo un flan de caramelo, y lo vio ingerirlo en medio de un ensimismamiento tal, que tuvo la convicción de que le hubiera dado lo mismo el flan que un pato a la naranja o un ramo de perejil.
Pese al humor risueño que le produjo el episodio telefónico, Luicé debió regresar a la oficina decidido a no dejar pasar la tarde sin llamar a Eloísa para disuadirla, pero en vez de hacerlo le pidió a su secretaria que verificara la vigencia de su visa norteamericana.
—Sólo por si acaso —le dijo.
Al día siguiente tuvo que ir a la dentistería para que le sacaran una muela
irrecuperable, y más que por la violencia del forcejeo que implicó la extracción,
quedó maltratado por la respuesta que le dio el odontólogo cuando él quiso saber si habría que reemplazar la pieza perdida por una prótesis.
—No podemos —le dijo, utilizando el humillante plural de misericordia—. No tenemos de dónde agarrarla. Recordemos que los molares vecinos ya se nos fueron...
—¿Me está diciendo que usted también es un viejo desmueletado? —se defendió en el colmo de la indignación, y regresó a su casa con la cara hinchada y trinando del mal genio.
Es fácil comprender que, a su fronteriza edad, Luicé le hubiera dado una importancia excesiva al incidente, el cual, sumado a la gota que le torturaba el pulgar y a la decisión necesaria pero ofensiva de retirarse pronto dejando la oficina en manos jóvenes, parece haber sido el causante de esa rebeldía inmanejable y
empecinada que lo poseyó por esos días, y que su mujer, sorprendida, llamó «de adolescente». Pero que en realidad era de caballo viejo que le tira coces a todo el que intente apretarle la cincha. Le dio por encerrarse en su cuarto a mirar al techo, fumó a
escondidas y se obsesionó con la idea de que le estaban malcriando a los nietos.
—Su papá está hecho el Patas —les comentó Solita a los hijos.
Se mostraba irritable hasta con el ser que despertaba su adoración más incondicional, su hijo Juan Emilio.
—¿Sabes, papá, que ese adagio que tú escuchas en realidad no es de Albinoni? — tuvo el hijo la peregrina idea de preguntar.
—Cómo así —ladró él—. ¿De quién va a ser el Adagio de Albinoni si no es de Albinoni?
Juan Emilio trató de explicar que se trataba de una magistral falsificación de Remo Giazotto, biógrafo de Albinoni, con lo cual no logró sino disgustar aún más a su padre.
—Era lo único que me faltaba —refunfuñó—. Llevo tres años enteros, más de mil noches seguidas, escuchando una vaina, y ahora me vienen con que esa vaina es otra vaina.
Además, había cogido la maña de regañar a las secretarias por tonterías, lo cual era falsamente interpretado en la oficina como intolerancia frente a los errores. Según me daba cuenta, lo que lo lastimaba de ellas era su extrema juventud, esa lozanía fragante de manzana verde que le ponía de presente su propio tránsito hacia la
condición de ciruela pasa.
Como una manifestación más de su solitario movimiento de protesta contra los demás y sobre todo contra sí mismo, aplazaba deliberadamente, día tras día, esa ineludible llamada telefónica a Berna para disculparse. No porque en verdad considerara la posibilidad de ir, sino simplemente por darse el gusto de ser
irresponsable. En este punto, hay que recordar que la única irresponsabilidad importante que hasta la fecha registraba su pasado de hombre probo era precisamente la que había cometido con la muchacha chilena.
Debió pasar horas devanándose los sesos en busca de la manera más amable de negársele a Eloísa, sin ofenderla ni parecer patán, y en cambio tardó sólo dos minutos en improvisar ante su esposa la primera gran mentira de su vida conyugal.
—Qué pereza Miami —le dijo—. Pero no hay remedio, esta transacción tengo que cerrarla allá.
Hay algo que puedo asegurar, aunque mi amigo Luicé no se lo confesara ni a sí mismo, y es que después de pronunciar su coartada debió observar detenidamente a Solita, a quien tanto amaba y necesitaba, y lo que seguramente vio en ella fue un testigo demasiado fiel de su propio deterioro: de la creciente falibilidad de sus erecciones, de la catástrofe de sus muelas, de sus debilidades de carácter, de su hipocondría cada vez más consolidada. Luicé sabía de sobra que no tenía manera de engañar a su esposa con esos súbitos arranques de juventud que le inflamaban el espíritu y al rato se apagaban, porque durante casi medio siglo ella lo había visto
desnudarse noche tras noche de cuerpo y alma, y aunque disimulara —Luicé intuía que ella disimulaba para no lastimarlo— debía llevar en la cabeza una contabilidad meticulosa de su deterioro. Ciertamente Solita, Florence Nightingale de todos sus achaques, no era personaje que él pudiera deslumbrar con renovados trucos de
seducción y magia. Para eso eran indispensables un escenario de estreno, una función de gala y una mujer bella y extraña que alumbrara el instante y que desapareciera sin dejar rastro antes de que se rompiera el hechizo, al sonar las doce campanadas.
Lo primero que hizo al subir al avión, incluso antes de abrocharse el cinturón de seguridad, fue pedir un whisky doble. ¿Para camuflar el sobresalto que le producía la idea de llegar a ese aeropuerto enorme y desapacible? Es comprensible; no tenía un teléfono ni una dirección, ni otra referencia que una cita sujeta a mil avatares, fijada quince días antes y nunca reconfirmada, en busca de un fantasma del pasado envuelto en seda color lila.
Aterrizó en Miami con cinco whiskies adentro, un cuarto de hora de adelanto y un entusiasmo sin sombras que lo condujo derecho hasta la sección G. En la sala señalada encontró unas veinticinco personas, se detuvo a estudiarlas una por una y comprobó con inquietud que ninguna vestía de lila.
Si yo fuera él, habría pasado por alto ese leve contratiempo diciéndome a mí mismo que era demasiado pronto para preocuparse, y que seguramente el avión de Eloísa no habría aterrizado todavía. Pero ¿y si, por el contrario, ella había llegado
antes, y el problema radicaba en que la estaba esperando en la sala equivocada? Hizo lo mismo que hubiera hecho yo: retrocedió hasta la entrada y verificó en el letrero que no había error: se encontraba, en efecto, en el gate 27 de la sección G. Chequeó su Omega de pulsera: apenas las cinco y cuarenta. Salvo sus nervios, todo estaba bajo control.
Pero... ¿y la diferencia de horas? La posibilidad de que fuera una hora más tarde de lo previsto tuvo que congelarle el corazón. Por fortuna, justo enfrente tenía, grande y redondo, un reloj de pared de netos números arábigos que coincidía al segundo con el suyo propio, actualizado, tal vez recordó, durante el vuelo por sugerencia de la voz del capitán.
Visiblemente más tranquilo, ubicó el punto que ofrecía el mayor dominio sobre el tránsito de viajeros, se sentó y, aunque procuró relajarse, el estado de alerta lo fue empujando hacia el borde de la silla. Pasaron diez minutos, veinte. A medida que amainaba el efecto del whisky bajaba también el volumen del entusiasmo, dejándolo expuesto al hostigamiento de una duda cruel: ¿se habría arrepentido Eloísa? O, peor aún, ¿se habría tomado a broma una cita que él, ingenuo, había venido a cumplir religiosamente?
A mí, de estar en su pellejo, me habría producido risa pensar que a mi edad, y por mi propia voluntad, me había montado en semejante vacaloca. Pero la risa se me habría convertido en bocanada de melancolía, y no habría podido controlar las ganas de volver a casa. Tal vez ya imaginaba él la cara que pondría Solita al verlo regresar
de Miami antes de la medianoche del mismo día de la partida, cuando en ésas apareció, al fondo del pasillo, una mujer alta y esbelta que llamó su atención por el vistoso moño que llevaba en la cabeza.
Con andar grácil y resuelto, la mujer avanzó hasta la entrada de la sala y allí se detuvo, de tal manera que él pudo observarla a sus anchas mientras ella oteaba alrededor, como buscando a alguien. Era joven y ciertamente hermosa, y poseía unos rasgos exóticos pero de alguna manera familiares que surtieron en Luicé un efecto
hipnótico.
Hubiera querido seguir así, contemplándola sin ser visto, pero ella posó en él sus ojos, ocasionándole una sorpresa que se volvió turbación cuando notó que la joven le sonreía y empezaba a caminar hacia donde se encontraba. Mientras ella atravesaba los veinte metros que los separaban, siempre mirándolo y sin ocultar la sonrisa, él se fijó en el vuelo ondulante de su vestido amplio y blanco; cuando faltaban cinco metros vio los destellos de sus ojos amarillos; a los cuatro metros se estremeció al caer en cuenta de que el gran moño de seda que llevaba atado a la cabeza era de color lila; cuando faltaban dos metros, fue fulminado por una revelación aterradora: esa mujer era Eloísa.
En pocos segundos —los que tardó ella en caminar los últimos dos metros— él rescató del pantanoso laberinto de su memoria la secuencia de imágenes de la travesía por el Nilo. Allí estaba de nuevo, con lacerante nitidez, el dios Horus con su perfil de halcón, el magnífico obelisco impar que vigila la entrada al templo de Amón, los escarabajos de lapislázuli y malaquita, la procesión viviente de figuras bíblicas a lo largo de las verdes orillas, las cobras entorchadas al cuello de los mercaderes de Asuán. Y en medio de todo aquello resplandecía ella, exactamente igual a como la tenía ahora, cuarenta años después, aquí parada a su lado en el aeropuerto internacional de la ciudad de Miami.
Los años le habían pasado a través como el rayo de luz por el cristal: la habían dejado intacta. Sintió que en el fondo de su pecho nacía por ella un amor perdido y una admiración oceánica, sólo proporcional al fastidio y al menosprecio por su propia persona que empezaron a brotarle a borbotones. Le pareció impresentable su
abultada barriga, trató de alisarse el traje arrugado durante el vuelo, le pesaron más que nunca las bolsas bajo los ojos, supo que el cigarrillo que acababa de fumarse le había dejado un pésimo aliento. Nunca jamás había estado tan desamparado como en ese instante, sintiéndose único habitante del inclemente país del tiempo, víctima solitaria y selecta del correr de los días y las horas, que lo habían molido con sus dientes minúsculos.
—Soy Alejandra, la hija de Eloísa —le dijo ella tendiéndole la mano, sin sospechar siquiera de qué tinieblas abisales lo rescataba.
—La hija de Eloísa... —suspiró él, y añadió, con el alma de nuevo en el cuerpo—: ¡Bendita sea la rama que al tronco sale! Eres idéntica a tu madre. ¿Cómo hiciste para reconocerme?
—Ella me mostró una foto y me dijo: Ponle canas, añádele kilos y gafas, y no se te escapa.
Alejandra le dio explicaciones confusas sobre cómo su madre había tenido que demorarse en Nueva York unas horas adicionales, mandándola adelante al encuentro con él con la misión de no dejar que se preocupara y de hacerle compañía hasta las nueve.
—¿A las nueve llega Eloísa?
—Así es. Si usted quiere, mientras tanto podemos ir alquilando el coche, y si tiene hambre comemos algo.
—¿Ustedes dos se encontraban juntas en Nueva York?
—Sí, pero ella no pudo estar aquí a las seis, por ese problema que le digo — insistió Alejandra, enredándose de nuevo en vagas disculpas que tenían que ver con tarifas aéreas.
Él hubiera necesitado que le precisaran qué problema era el causante del retraso, para recuperar un control al menos aparente de la situación, pero ahora Alejandra le presentaba a un joven afilado y pálido como un puñal, de chaqueta aporreada y aire indiferente, en quien no había reparado antes.
—Éste es Nikos, mi novio.
En desacoplada y tensa comitiva, fueron los tres a alquilar el automóvil y luego a comer algo liviano, entreverando silencios embarazosos con fragmentos de una conversación bastante formal a la cual Nikos ni aportaba palabra ni ayudaba con su actitud displicente. A él le costaba trabajo ocultar su fastidio hacia el tal Nikos, y si no huía de ese aeropuerto donde se sentía actuando de extra en una comedia ajena, era, seguramente, por resignación ante la ineludible cadena de consecuencias que se desprenden de un acto equivocado; había cometido un error al tomar ese avión, o quizá meses antes, al llamar a Eloísa por primera vez, y era demasiado viejo para no conocer cierta ley de la realidad según la cual todo camino recorrido requiere tantos pasos de ida como de vuelta.
Sé que un dulce atenuante matizaba su malestar, y era la presencia de Alejandra, su sonrisa franca y su empeño conmovedor en hacer de esa cita estrafalaria un maravilloso encuentro de amor para su madre. La vida es ciertamente extraña: esa muchacha preciosa que poco antes había aparecido ante sus ojos como una Afrodita
encarnada ahora despertaba en él una inclinación más paternal que otra cosa, y se deduce que al mirarla no podía evitar pensar en Juan Emilio, porque le dijo en voz baja y tono conspirativo, aprovechando que el cadavérico Nikos había ido por café:
—Cómo me gustaría que alguna vez conocieras a mi hijo menor. Se llama Juan Emilio y es un estupendo tipo. Recién separado, ¿sabes?
Poco antes de las nueve la pareja se despidió de Luicé, dejándolo solo en la sala donde debía esperar a Eloísa. De tantas emociones encontradas no le quedaba sino el cansancio, y se desplomó en la primera silla que encontró a mano con toda la esperanza cifrada en un momento de paz. No habían transcurrido dos minutos cuando
vio que Alejandra regresaba corriendo, desamarraba el etéreo echarpe de seda lila que traía atado a la cabeza y se lo entregaba.
—Devuélvaselo a mi madre, que hace parte de su vestido —le pidió, dándole un beso leve en la mejilla—. Y por favor, pasen unos días muy felices.
La muchacha se alejó corriendo, como había venido, y Luicé quedó de nuevo a solas, con su fatiga a cuestas y el echarpe desmayado entre las manos. Los parlantes anunciaron la salida de algún vuelo y tras un rápido alboroto de gentes y maletines la sala quedó silenciosa y vacía, y él pudo extender las piernas sobre las dos sillas
vecinas. Se fue dejando arrastrar por una modorra blanda, ondulante, hasta llegar a un sueño denso y sin fisuras del cual no lo rescató la oleada de perfume floral que invadió sus narices, ni la risa cascabelera que inundó sus oídos, ni siquiera los toques suaves de una mano en la rodilla. Tiempo después, como quien atraviesa un lago bajo el agua y no se asoma a tomar aire hasta topar con la otra orilla, su conciencia salió a flote devolviéndolo a una cegadora luz neón.
Recorrió el entorno con unos ojos recién nacidos que aún veían más hacia adentro que hacia afuera, y pegó un salto al registrar la proximidad de una señora de cabello rojo que lo observaba.
—Devuélvame esto, señor, que es mío —le dijo ella, soltando la risa y quitándole el echarpe, que era del mismo material y color que el resto de su vestido.
La miró petrificado, como si despertara a un sueño más irreal aún que el anterior, y no atinó a hacer ni decir nada. Ella intentó sonreír y luego se llevó una mano nerviosa al pelo, tal vez achacándole a su aspecto la culpa del marasmo de él.
—Demasiado rojo, ¿verdad? —preguntó.
—¿Qué cosa?
—Mi pelo...
—Un poco rojo, sí.
Consciente de cada uno de sus gestos, torpe y tieso como muñeco de gran guiñol, él se puso en pie y le dio a la mujer un abrazo de obispo que, más que acercamiento y encuentro, fue constatación de la enorme distancia que lo separaba de ella. Mientras permanecía retenido por unos brazos que no daban muestra de querer soltarlo, tomaba nota, creo yo, de la diferencia de volumen entre esta Eloísa de ahora y la del pasado, y sus manos, apoyadas sobre la espalda y la cintura de ella, se percataban de cómo, del otro lado de la seda fría, las formas femeninas se fusionaban en una sola tibieza abundante de carnes acolchadas. Al menos así me hubiera pasado a mí.
Tanto riesgo y tanto viaje, debió pensar, para venir a encontrarme con una señora igualita a la que dejé en casa.
Cuando se zafó del abrazo y pudo ganar unos centímetros de distancia, hizo un enorme esfuerzo por reconocerla. Pero no había nada que hacer. Esta pelirroja envuelta en nubes de perfume floral y seda lila, que tenía las facciones de Eloísa, que hablaba y se reía igual que Eloísa, en realidad no se parecía a nadie, ni al recuerdo de
la Eloísa joven, ni tampoco a Alejandra, ni siquiera a lo que alguien hubiera podido suponer que sería Eloísa entrada en la madurez.
Ella se afanaba por explicar cómo esa mañana, al levantarse, había descubierto ante el espejo que las canas empezaban a asomar bajo la tintura. En Suiza se había hecho arreglar todo, uñas, piel, depilación, tintura, bronceado con rayos infrarrojos, absolutamente todo, y justo esa mañana, como si a propósito hubieran crecido durante la noche, ahí estaban de nuevo, muy taimadas, las espantosas raíces blancas.
—Con tanta cosa que tenía por empacar, cometí el error de dejar el asunto para último momento —seguía ella, incontenible.
—¿Cuál asunto? —preguntó él, con la ilusión, creo yo, de cambiar de tema.
Cuál iba a ser, pues el drama de las canas: ir a que le pintaran de nuevo el pelo y le ocultaran las canas. Pasó por el salón de belleza camino al aeropuerto, ya con el equipaje entre el coche, segura de que no la demorarían más de una hora. Alejandra la esperaba, despachando una revista tras otra y mirando con impaciencia el reloj. En efecto, la peluquera tardó exactamente una hora.
—Y entonces, ¿por qué la demora?
—¡Por el color! Me dejaron fatal, peor de lo que estás viendo. Cuando me vi le dije a la Alejandra: Vete tú para Miami, yo de aquí no me muevo hasta que no me apaguen este relumbrón de la cabeza.
—¿Y el lío con la tarifa de tu pasaje? ¿Pudiste solucionarlo?
—No hubo ningún lío con la tarifa de mi pasaje, tonto. El pelo fue la verdadera razón de mi demora.
Mientras recorrían uno al lado del otro los pasillos del aeropuerto, él intentaba con ahínco traspasar la cortina de palabras que ella iba tendiendo para llegar hasta la Eloísa que alguna vez había amado. Con la fe puesta en la posibilidad de encontrar algún indicio de familiaridad, alguna contraseña secreta que reviviera el vínculo,
espiaba de reojo sus manos de uñas pintadas, su anillo de diamantes, el rápido tijereteo de sus pasos cortos. No, no había señal que abriera una puerta. El pequeño Triángulo de las Bermudas que se había formado en ese brutal cruce de pasado y
presente devoraba todas las identidades: la señora del pelo rojo no era Eloísa, como tampoco era él este señor que caminaba entre sus propios zapatos, ni era suya esta voz que le devolvía un eco ajeno, ni las palabras que le salían directamente de la boca, sin pasar antes por su inteligencia.
Eloísa —esta Eloísa apócrifa de ahora— lo abrumaba con explicaciones no pedidas sin intuir siquiera hasta qué punto era irracional y oscuro, e independiente de ella, el verdadero motivo por el cual él había venido: buscar una prórroga para el plazo de sus días. No creo que ni él mismo lo supiera a ciencia cierta, pero era por eso que estaba allí, por recuperar juventud, por ganar tiempo, y ella le estaba fallando aparatosamente. Eloísa, sagrada e inmutable depositaria de un pasado idílico, se le presentaba en cambio, como por obra de un maleficio, convertida en fiel espejo del paso de los años.
—Pese a todo, has tenido suerte. Hace tres horas estaba mucho peor; era color rojo semáforo —insistía ella—. Zanahoria fosforescente, algo espantoso, no te puedes imaginar.
Él no veía la hora de que terminara esta conversación para que cesaran las resonancias huecas en su cerebro, pero aún se debatía en el enredo del pelo cuando se vio montado en el problema del equipaje. Parada a la orilla de la banda rotatoria, Eloísa le señalaba una a una sus pertenencias y él intentaba recuperarlas de un tirón, sufriendo por adelantado —como cualquier hombre de nuestra edad— los dolores del lumbago que su hipocondría le predecía.
—¡Esa grande! —gritaba ella—. La azul pequeñita que va allá... Ese bolso de lona... ¡No, ése no! La caja que viene... ¡Se te pasó! No importa, a la próxima vuelta.
Sí, sí, ésa también...
En los papeles de alquiler del coche se especificaba un Chevrolet Impala color borgoña que debieron buscar entre varias decenas de vehículos parqueados frente a sus ojos.
—Éste es.
—No puede ser, no es borgoña.
—Yo diría que sí es borgoña.
—Es cereza; el borgoña debe ser aquel de allá.
—Ése será borgoña, pero no es Chevrolet.
Debió sentirse atrapado, como en un vientre materno, entre la blanda y rojiza tapicería de ese automóvil repleto de equipaje que, conducido por ella, volaba por la autopista a ciento cincuenta kilómetros por hora hacia el distrito de Pompano Beach, donde fatalmente tendría lugar un episodio amoroso ante el cual Luicé tenía serias dudas, anímicas y sobre todo físicas, de poder responder.
La voz de ella, que seguía fluyendo comunicativa y cantarina, penetraba cada vez menos en los oídos de quien había llegado a una conclusión sin apelaciones sobre la inutilidad de hacer esfuerzos para salvar una situación que desde el principio venía haciendo agua y que tarde o temprano se iría a pique tan estrepitosamente como el Titanic.
Mucho más por Eloísa que por él mismo, hubiera deseado que todo saliera bien, que este desangelado encuentro hubiera estado a la altura del esmero que ella había puesto en prepararlo. Pero no había nada que hacer, salvo confiar en que también Eloísa acabara reconociendo que era absurdo forzar así, de buenas a primeras, tan
comprometedora intimidad entre dos personas que sólo tenían en común el recuerdo de un recuerdo.
Ella, sin embargo, parecía tener una idea opuesta sobre cómo se debía manejar este ríspido momento, y se empeñaba con una fogosidad admirable en romper el hielo. Se disculpaba por la cantidad de maletas, ofrecía cigarrillos, hablaba del estupendo
apartamento que había conseguido a la orilla del mar y en medio de campos de golf, de Alejandra y su tortuoso noviazgo con el indescifrable Nikos, de las indicaciones
que debían seguir para llegar sin perderse a Pompano Beach. Pero él la fue doblegando con una táctica eficaz que consistía en combinar comentarios apáticos con respuestas monosilábicas, hasta que ella, aparentemente derrotada, optó por cerrar la boca.
La noche los envolvía como una cueva sin fondo y el Impala, indiferente, devoraba con su aparatosa trompa los cientos de miles de rayitas blancas que marcaban la carretera. Al cabo de muchos kilómetros, alguno de los dos prendió el radio y la voz torrencial de un locutor inundó el coche, disipando artificialmente un aire de soledad que se hacía cada vez más espeso.
El apartamento era un óptimo exponente de ese mundo cómodo, nuevo, climatizado y privado que se nos ha vuelto sinónimo de paraíso, y que parece tener su sede principal en la Florida. Alejandra ya había estado allí, dejándoles todo listo: un enorme florero de rosas blancas a la entrada, un bol con manzanas rojas, la nevera llena, toallas en el baño y camas tendidas, y él pudo constatar, con inmenso alivio, que les había preparado dos cuartos por separado.
Una Eloísa que flotaba más allá de la ilusión, que ya no pretendía mucho y que se había quitado las joyas, el maquillaje y los zapatos, sirvió en la terraza un par de vasos de jugo fresco de naranja. La noche, tibia y oscura, palpitaba en el canto de los grillos y en el rumor de un mar invisible y cercano.
Vio cómo ella, recostada en la baranda, hundía los ojos en la nada y se dejaba arrullar por la negrura sonora, ya desentendida del color de su pelo, que se entregaba a su antojo al soplo de la brisa. La vio instalada sin angustias en la amplitud de su vestido lila, asumiendo la derrota de su cuerpo grande frente al de la mujer esbelta que alguna vez fue. Mientras la observaba de perfil, fijó sus ojos en un detalle mínimo pero propicio, de alguna extraña manera casi redentor: en medio del rostro marcado por el tiempo permanecía intacta, a salvo de la humana contingencia, esa naricita respingada, caprichosa e infantil; la misma, idéntica naricita que había visto asomada, cuarenta años antes, sobre las aguas del Nilo. Sí, es ella, debió admitir conmovido, pero se encontraba demasiado fatigado para percatarse del hilo de viento que abandonaba su refugio entre los muros oxidados del Trastevere para darse una vuelta por este apartamento, dejando los blancos muebles, recién traídos de algún shopping center, sucios con la arena de los siglos.
—Gracias, Eloísa —la llamó por su nombre por primera vez—. Muchas gracias por todo esto.
—Vete a descansar —contestó ella, con amabilidad pero sin el menor rastro de coquetería—. Duerme bien y despreocúpate.
A la mañana siguiente lo despertó el olor que más agradecía en el mundo, el del desayuno recién hecho con pan tostado, café y tocineta dorada, todo dispuesto sobre mantel de flores en la soleada cocina, donde una Eloísa alegre y vestida de sport parecía haber borrado de la memoria los malos ratos del día anterior. En unos campos de ensueño jugaron golf toda la radiante mañana, y él debió exigirse a fondo y empaparse en sudor para estar a la altura de ella, que lo sorprendió con dos birdies en los primeros nueve hoyos.
No sé qué ni dónde almorzaron, pero me gusta pensar que fue con salmón y vino blanco en un restaurante sobre la playa, conversando de negocios con la reposada indiferencia de quienes ya tienen todo el dinero que necesitan y no se preocupan por hacer más. A la hora del café, él interrumpió de golpe el tema para soltar una confesión:
—Cuando vi a Alejandra pensé que eras tú, y me sentí terriblemente viejo.
—¿Y cuando me viste a mí?
—Me empeñé en no admitir que los dos estábamos viejos.
Después del almuerzo ella se fue de compras y él se encerró en su cuarto, donde puedo verlo como si yo mismo hubiera estado allí: echado sobre la cama en calzoncillos, devorando noticieros de televisión, comunicándose con su casa y oficina, preguntándole a Juan Emilio por la salud del nieto, tapándose la cabeza con la almohada y durmiendo una siesta larga, pacificadora, roncada a pierna suelta, de la cual despertó de estupendo talante cuando ya brillaban las primeras estrellas en el cielo.
Esa noche, en un aterciopelado y brumoso club nocturno, brindaron con Viuda de Clicquot servida por cabareteras de escasas lentejuelas, y a la tercera copa, hacia la mitad de My Way de Frank Sinatra, él roció con champaña el rescoldo de su antiguo amor y vio con asombro cómo brotaban llamaradas azules.
Compensaron cuarenta años de ausencia compartiendo una semana intensa, alegre y franca. Niño y desnudo, Luicé se zambulló en la risa de ella como en tina de burbujas, se acogió sin reservas a las bondades de algodón y seda de su cuerpo abundante, se alimentó de esa dichosa vocación de libertad que, hoy como ayer, manaba de ella. En el entusiasmo de esa pasión breve y postrera que la vida le regaló con graciosa condescendencia, mi amigo Luicé quemó el manojo de terrores que trae consigo la desangelada tarea de volverse viejo. Son cosas que adivino sin haber obtenido confirmación por parte de él; nuestro intercambio de amadas perdidas y olvidadas tenía leyes inviolables, y era deporte lícito siempre y cuando se evitara mencionar debilidades del alma masculina.
Qué tipo con suerte, Luicé Campocé. También yo hubiera amado a una mujer como Eloísa —es más, la amo de oídas desde los tiempos del Café Automático— y le hubiera agradecido un aventón así en este último recodo de mi camino.
Hay detalles que no vienen al caso porque tienen más que ver conmigo que con Luicé, como el hecho de que en la esquina donde antes quedaba el Automático abrieron una heladería que se llama Sussy’s, con desabridas mesas de fórmica amarilla y altas butacas en cuerina del mismo color. No queda ni el rastro de las lámparas opacas que hundían en luz lechosa y confidencial las tardes de amigos, ni tampoco está ya la gran cafetera cromada que soltaba vapores como una caldera e impregnaba la cuadra del aroma evocador del tinto recién hecho. Sin embargo, yo me obstino en frecuentar esa esquina, me siento en una de las butacas del Sussy’s, al lado de mensajeros engominados a lo John Travolta y de secretarias de minifalda y media pantalón, pido helado de vainilla en vasito y mientras lo como con cuchara de plástico me pongo a pensar en ella, en Eloísa la chilena, el amor de juventud de mi compañero Luicé. Repaso además la memoria velada y dulce de esas otras novias fantasmales, las de ellos y las mías, que mías también las hubo aunque ninguna se llamara Gloria Eterna y pese a que en las tertulias vespertinas no las mencionara para conservarlas intactas en el secreto.
Pero a Eloísa la evoco con mayor empeño. Yo, que siempre encontré más real el olor a rosas invisibles que las rosas mismas; yo, que no supe matar de amor a ninguna panadera, ni hacer gritar de placer a las putas de Magangué: yo sí hubiera adivinado en la Eloísa joven a la mujer espléndida que con los años sería, y hubiera amado en la Eloísa vieja a la joven que fue. Por eso, desde la desolación amarilla del Sussy’s la recuerdo a ella, tan valiente y veraz en su disparatado intento de resurrección en un apartamento de Pompano Beach. Eloísa la chilena, quien durante una semana logró escabullirse de las tripas golosas de ese pasado que con sus ácidos gástricos nos va digiriendo y convirtiendo en sobras. Eloísa, preferida mía, que supo colarse en la contundencia del hoy, tanto más vital y real que Luicé o que yo, encarnada en todo el esplendor y el desatino de su pelo pintado de rojo y su vestido de seda lila.
En cuanto a ella, qué sabor le habrá quedado de ese rastreo de sus propias huellas es algo que nunca podré saber. Pero intuyo que logró salirse con la suya, al redondear según su soberana voluntad de mujer resuelta un viejo capítulo que había quedado en punta por imposición familiar. Esta segunda vez, el desenlace no fue forzado ni teatral como entonces; se desgajó por su propio peso y cayó amortizado por un cierto aplomo de viejos actores que saben que los papeles principales ya no les corresponden. Lo que Eloísa y Luicé no podían prometerse el uno al otro lo tramaron en el penúltimo     atardecer de neón de la Florida, medio en sueños medio en juegos, para sus hijos Alejandra y Juan Emilio, de quienes conversaron ingeniando situaciones hipotéticas para presentarlos, trucos para deshacerse de Nikos, pretextos para que Juan Emilio viajara a Suiza; fantasiosas estratagemas, en fin, para cederles esos días futuros de los cuales ellos mismos no podían disponer para sí.
Lo último que hicieron juntos, intencionalmente, en plena solemnidad, para cerrar una despedida que se sabía para siempre, fue comprar una blusa de pura seda italiana que Luicé le llevaría de regalo a su esposa Solita. Burlándose del gusto de él y desoyendo sus sugerencias, Eloísa escogió, después de probarse más de diez, una costosa y discreta de color blanco perlado con sutiles arabescos en un blanco mate, de corte clásico y manga larga, que hizo envolver en papel fino y colocar entre una caja.
Ya de vuelta en casa, Luicé vio cómo Solita la sacaba de la maleta, se la ponía sobre el camisón de dormir y se observaba detenidamente al espejo.
—Increíble —me contó él que había comentado ella—. Es la primera vez en toda tu vida que me traes de un viaje un regalo que me guste, que se adecúe a mi edad y que me quede bien al cuerpo. Yo misma no la habría comprado distinta. Si no tuviera una
confianza ciega en ti, juraría que esta blusa la escogió otra mujer.
Él sonrió entre las cobijas, arropándose en la tibieza de una paz indulgente. Un poco más tarde, antes de caer dormido, mientras acompasaba su corazón a los hondos latidos del Adagio, supo que Albinoni le hacía señas y lo invitaba a cruzar, liviano ya de reticencias y temores, el umbral que conduce a las mansas praderas de la vejez.
El Adagio es tuyo, viejo Albinoni, debió pensar, con clara convicción. Tuyo y de nadie más.

Pecado. Laura Restrepo, 2016.