viernes, 2 de noviembre de 2018

Body Painting. Nuria Mendoza.


Era un hombre de pocas palabras.
—Pintarte —musitó, cuando le dije qué quieres de mí.
Así que abrí mi blusa, desabroché la falda, descalcé mis pies, y sostuve a medias su mirada y mi pudor.
Me señaló con el índice manchado de azul y amarillo: entendí que era todo o nada. Acabé de desnudarme y me quedé de pie, los brazos a los lados del cuerpo, sin cubrirme, para qué.
Dio un par de vueltas a mi alrededor. Imaginé gozosa mi palidez retratada, pero él, alargando el silencio, empezó a frotarme las nalgas, a marcarme las vértebras una a una, a perfilar mis omóplatos.
Me mantuve quieta. Ni respirar, quería. Se giró y vi sus manos amarillearme, convertir mis pezones en gominolas de limón, hacer de mi ombligo el centro exacto de una diana azul y verde y violeta, cebrear mis muslos en rojo y gris.
No hablábamos. Yo sólo me inclinaba un poco, o separaba las piernas, para dejarle hacer. Él a veces murmuraba como una letanía, que solía rematar con un suspiro crujiente.
Se oían sus dedos escarbando en los botes de pintura, el chapoteo y un ris-ras, si me cubría impetuoso. Pero otras veces, cuando tomaba el pincel para mayor precisión, o desordenaba mi vello púbico en verde matorral, el silencio era tan oscuro que casi ahogaba.


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