domingo, 11 de noviembre de 2018

Una bala caliente. Eduardo Galeano.


Yo no tenía ni edad. Un niño fui para la sierra y un niño vine de allá. Al padrino mío le habían dicho los policías:
-Oye, Tomasito. ¿Quieres que te dure? No lo dejes salir.
Porque yo les metía botellazos y el diablo y ellos nos perseguían a tiros. Todo el mundo era enemigo.
Y el padrino mío me dijo:
-Te voy a mandar para el campo, para Cárdenas.
Pero yo ya había resuelto alzarme. Lo habíamos resuelto con el Conde y con Baltazar. Los tres nos arrojábamos siempre desde el malecón, ¡y cómo nadábamos! Por treinta centavos que nos pagaban los pescadores nos íbamos nadando hasta el horizonte, con los anzuelos colgándonos de los dientes. Entonces Baltazar se reventó contra las rocas en una zambullida y ya sólo la sangre se vio de él, la sangre que subía, y ni el pelo le encontraron.
-Nos vamos para Oriente, Conde. En un camión de carga. Allá en Oriente sí que vamos a inventar.
A los pocos días, encontramos las lomas donde estaba la guerra. El campamento se mudaba todo el tiempo y ya los guerrilleros andaban más allá de Minas de Huesito. Y yo pregunté:
-¿Esto es un campamento? ¿Y dónde duermo? ¿Y qué como?
Y el capitán me dijo:
-¿Pero tú piensas dormir? ¿Tú piensas comer aquí? Aquí, lo que se tira mucho tiro.
-¿Y con qué?
-Eso te lo tienes que ganar.
Y yo pensé: uy. Esto está malo. Malo que está esto. ¿Qué culpa tengo yo de que se les haya ocurrido hacer una revolución sin armas?
Me tocó ir a contar camiones con otro muchacho, Chavito se llamaba, que era todavía más chiquitico que yo pero muy duro, verdá, verdá, ya llevaba rato en la cosa. Escondidos sobre un terraplén, en un desvío de la carretera, contábamos los camiones del ejército de la dictadura. Por allí era que ellos metían la comida y los hierros. A Chavito yo le venía bien para contar los camiones, porque él cuando llegaba a los trece o catorce ya se perdía.

Pasaron los meses en el lomerío. Cada vez teníamos más gente. La bandera nuestra aparecía flameando en los pueblitos de la sierra y los enemigos la descubrían en las tinieblas del amanecer y no sabían cómo.
Un buen día, cerca del Uvero, el capitán nos llamó y nos dijo:
-Oye, hace falta que lleven este mensaje al llano.
El mensaje lo llevaba mi compañero.
-Si te agarran, ya tú sabes, trágatelo.
Lo llevaba debajo de una vendita en la ceja. Le habían echado tintura colorada ahí. Caminamos y caminamos, siempre escondiéndonos, y por fin encontramos a la gente que buscábamos. Eran tres compañeros que venían desde la ciudad.
-Vamos a entrar al monte, que aquí cerca están los casquitos y tienen una batería de morteros.
Uno de los compañeros tenía una Baby Thompson, que se la había arrancado a un guardia. Y yo apuntaba al cielo, está bueno esto, no te lo devuelvo, chico, ¡una Baby Thompson! La verdad es que los yanquis son unos coños de su madre, pero ahí se fabricaron lo sabroso, esa Thompson pequeñita y tan fácil de manipular: tú le metes un pecanazo a uno con la Baby Thompson y no se para más nunca. Ésa sí que convierte a un animal en cazador. Yo ya sabía distinguir lo bueno entre todas las armas. Y sabía otras cosas. Sabía que uno no oye los estampidos cuando está en combate, sino los zumbidos de abeja de las balas que pasan rozándote. Sabía arrojar granadas. La granada es una cosa peligrosa, que tienes que saber estirar el brazo y flexionarte para lanzarla midiendo justo la distancia, porque después que le quitas el seguro, la granada choca con un mosquito en el aire y es seguro que te mata ahí mismo. Todo eso sabía yo. Pero nunca había apretado el gatillo de un fusil. ¡Y aquella Baby Thompson! Yo les estaba apuntando a las nubes y las perseguía por la mira, sin apuro, y les perdonaba la vida a las nubes mientras disfrutaba la Baby Thompson apretada entre las manos y contra la cara y alzaba la mira, la graduaba, contenía la respiración, me figuraba apretando el disparador y lanzando balas calientes contra el cielo con aquella maravilla y hasta sentía el olor a pólvora en el aire y entonces, de golpe, ocurrió la explosión, la explosión en los oídos, y cuando volví a abrir los ojos, me dijeron:
-No te toques allí. No te toques, que tienes todas las tripas para afuera.

Estaba en un hospitalito improvisado, de esos de guano que teníamos en la sierra. Me amarraron las manos a la hamaca de palo. Yo no me acordaba ni de mi nombre, pero no bien pude hablar lo primero que se me ocurrió fue preguntar por la Thompson. La tenía adentro del cuerpo mío. Nos habían hecho volar con un tremendo morterazo y todos habían muerto y la Baby Thompson se me había metido, en pedacitos, por todo el cuerpo. Todavía tengo unos hierros metidos entre los huesos. Figúrate si me habría gustado el arma aquella.
En el hospitalito no había más desinfectante que la gasolina de los camiones. Ése era el olor que yo sentía, el olor a gasolina, y también el olor a podrido que se salía de las heridas. Miraba para el cielo y veía los buitres, con sus alas desplegadas, dando vueltas y esperando. Les veía las cabezas rojas al acecho y los picos abiertos y tan cerca que me parecía que me guiñaban un ojo y me decían: chico, estás sabroso tú. Yo les gritaba:
-¡Desgraciados! ¡Ustedes a mí no me van a comer!
Estaba atado; no podía tirarles piedras ni amenazarlos con el puño.
Tendido y amarrado, me tenían que dar de comer en la boca. Día y noche yo escuchaba las detonaciones y las explosiones de la guerra y pensaba: “No”, pensaba:
-Yo aquí no me quedo.
No bien me desataron, me fui. Me fui junto con el Conde, que también estaba allí porque le habían volado los dedos de una mano. Nos robamos un revólver y nos fuimos.
Llegamos a la columna de Raúl. Nos llevaron al estado mayor y ahí:
-Mira, unos regados.
Nos mandaron a la retaguardia. Yo sólo podía manejar revólveres, y apenas. Se me estaba quedando inútil la mano, con los dedos torcidos que cada vez me dolían más. Con un brazo arrastraba el otro brazo y con un apierna la otra pierna. Uno de los ojos ya no me servía para hacer guiñadas.

Un día me dijeron:
-Oye, ¿tú sabes que tu socio cayó?
¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo estaba vestido? Era el Conde, no era el Conde: era. La cara blanquita, su chivita y un pie de patilla muy finito, que parecía un tipo de teatro. Le habían metido un cañonazo en el pecho, durante un asalto a un convoy.

Cuando llegó la victoria, entré dormido adentro de un tanque. Llegué dormido y no vi nada.
Aquel gentío, la alegría, las banderas: nada. Me llevaron derechito al hospital, a ponerme platino en la cadera y unas inyecciones en la nuca para mover las piernas. Allá en la sierra me habían ligado mal las tripas y vomitaba todo.
Y vino la limpieza del Escambray y allá me fui. Y vino lo de Playa Girón y Fidel iba en un tanque echando maldiciones. La gente marchaba abrazando el tanque, toda la infantería allí, para cubrirlo, y eso era al revés de lo que debía ser. Yo veía esas caras sin uso, todos esos niños que no se sabía si iban a la gloria o a la muerte o a dónde, y a mí no me dejaban, un oficial me dijo:
-Tú no estás en condiciones.
-¿Qué tú crees? ¿Qué he venido a mirar?
Le dije:
-Coño. ¿Quieres la guerra para ti solo?
Y con la pierna buena golpeaba este suelo.
En la confusión de la cosa, me incorporé a la gente de Efigenio. Tuvimos muchos muertos, porque siempre nos íbamos por encima de las líneas. A los gusanos esos había que machacarlos duro, hasta romperlos. Ellos nos tiraban balas trazadoras como los Garand, se veían las centelladas en la noche, y nosotros avanzando de a cuatro o cinco y buscando las candelitas esas y después no se sabía quién tumbaba a quién. Las nuestras eran balas oscuras, pero salían las lenguas de fuego por las bocas de los fusiles, así que en seguida había que saltar para un costado corriendo del fogonazo. No bien metíamos un tiro ya ellos estaban disparando, bang bang, y yo tirado en el suelo sin casco, no sabía lo que era pelear con casco, cómo me voy a poner un casco si yo no sé. Ellos tiraban pura ráfaga y nosotros tiro a tiro, para no desperdiciar y porque además correr después de una ráfaga no es nada fácil, verdá verdá, sobre todo si ya has estado tirando un rato y el fusil no está muy limpio, la patada tremenda que tiene, ¡bup! ¡bup! ¡bup! ¡Y qué cantidad de granadas! Las granadas flotaban en los pantanos, como los muertos y las ropas. Yo me las arreglaba para todo con la izquierda. La derecha ya era una garra. Como ahora, que cuando algo se me cae, digo: esta mano de mierda. Aunque a veces no es culpa de la mano.
Esta mano ya no me acompaña. La última vez que fui al hospital para que me hicieran una mano de goma, los médicos me la querían picar aquí por la mitad. Había unos que querían abrirme aquí y otros que querían abrirme acá. Me tomaban las medidas y discutían entre ellos sobre cómo me iban a picar la mano y yo me fui corriendo:
-¡Yo no soy conejo de ustedes!
Mientras yo tenga una pierna para correr, ningún médico me atrapa a mí. Ya me operaron siete veces desde que volví de la sierra. ¿No les alcanza?
Sé que no estoy bien. Cualquier día de estos me quedo dormido y no me despierto más. Yo antes no sufría ahogos y ahora hay veces que se me queda la mente en blanco. Así, como si me faltara la vida. A la zafra no vuelvo. Me puse a cortar caña y me ataron. No me dejan ir a repartir el agua. Una vez me escapé a cargar naranjas y se me abrió la herida del vientre, esta que parece una araña gigante. Me agacho y siento la hoja de un cuchillo grande entrándome de a poco.
Pero yo tengo miedo de que los médicos me digan:
-Te quedas en el hospital.
Y me vea trancado y sepa que es lo último. No, no voy ni al dentista yo. Es ver los aparatos y los médicos y toda la gente vendada y me dan unos escalofríos. Yo me muero con los pedacitos de Baby Thompson en el cuerpo, que cuando me duelen, más que dolerme es como si me conversaran. Y si hay otra guerra, me voy a pelear con eso allí.

Lo que anda peor es la mano. Me duele y arde, una candela metida aquí adentro, y a veces se me enfría y el brazo me termina en un bloque de hielo que no es mío. El aire acondicionado me la ataca mucho. A mí me gusta ver las películas diez veces, pero en el cine tengo que meter la mano en el bolsillo del pantalón y apretármela fuerte para darle calor y soportar.
A Mariana, esa chiquita que es de Oriente, le he dicho de ir al cine y me dice:
-Ahora no puedo porque estoy trabajando. Pero mira, mañana sí.
Y entonces resulta que mañana el que no puede soy yo, porque soy yo el que está trabajando y no voy a ir a decirle al administrador:
-Hoy no trabajo porque me voy al cine.
Figúrate.
-Oye, ¿pero en qué país te crees que estás viviendo?
A veces me entra el furor con Mariana, las ganas de decirle dos o tres cosas por lo mucho que me gusta, pero llego hasta donde está y me quedo mudo.
-Tú ibas a decirme algo. Tú tenías algo para decirme.
Y yo le cambio.
Sé que hay unos sapos con los ojos enfocados en la muchachita, y yo: yo soy corto. Aunque ella me presta una atención especial. Pero pienso: ¿Y si fallo? ¿Y si no quiere nada conmigo?
La última vez que me operaron, yo estaba mal, mal. Quería morirme porque la muerte era el fin del dolor que yo sentía. Y cerraba los ojos y la veía a Mariana parada al pie de mi cama, con las manos apoyadas en el barrote de hierro, y ella me decía: vine, viste.
-Supe que estabas enfermo. No me preguntes cómo, pero supe.
Y entonces ella cerraba las manos contra el barrote de hierro y se le ponían blancos los nudillos:
-Vine para decirte que te quiero.
Yo cerraba los ojos y pensaba en esa alegría.

Es seguro que cuando se lo diga, ella me va a decir:
-Pero, ¿y por qué no me lo dijiste antes?
Debe ser la falta de coraje. Pero mañana se lo digo. Y ahora mismo voy a pasar por el trabajo de ella. ¿Qué hora es? Para verla. Para hacerle un chiste y que se ría.

Vagamundo y otros cuentos. Eduardo Galeano. Ed. S. XXI, 1998.
 

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