sábado, 24 de noviembre de 2018

Capítulo 10. La lluvia amarilla. Julio Llamazares.


Conmigo dentro todavía de la casa -y con la perra en el portal aullando tristemente-, la muerte ya ha venido a visitarme, de hecho, muchas veces. Vino cuando mi hija volvió una noche por sorpresa para ocupar la habitación que, desde el mismo día de su muerte, había permanecido cerrada con candado. Vino cuando Sabina resucitó una Nochevieja en aquel viejo retrato que las llamas consumieron lentamente y cuando estuvo aquí, velando mi agonía, mientras yo me consumía, devorado por la fiebre y la locura, entre estas sábanas. Y vino, para quedarse ya conmigo para siempre, la noche en que mi madre apareció de pronto en la cocina, después de tantos años enterrada.

Hasta esa noche, yo dudaba todavía de mis ojos y de las propias sombras y silencios de la casa. Pese a la claridad de lo vivido, hasta entonces yo creía todavía -o, al menos, lo intentaba- que la fiebre y el miedo habían provocado y dado forma a unas imágenes que sólo existían ya como recuerdos. Pero, esa noche, la realidad se impuso, brutal e incontestable, a cualquier duda. Esa noche, cuando mi madre abrió la puerta y apareció de pronto en mitad de la cocina, yo estaba allí, sentado junto al fuego, frente a ella, despierto y desvelado igual que ahora, y, al verla, ni siquiera sentí miedo.

Pese a los años transcurridos, apenas me costó reconocerla. Mi madre seguía igual a como yo la recordaba, exactamente igual que cuando aún estaba viva y deambulaba día y noche por la casa atendiendo al ganado y a toda la familia. Llevaba todavía aquel vestido que Sabina y mi hermana le pusieron después de que muriera y aquel pañuelo negro que nunca se quitaba. Y, ahora, sentada en el escaño, junto al fuego, inmóvil y en silencio, igual que siempre, parecía haber venido a demostrarme que era el tiempo, y no ella, el que realmente estaba muerto.

Durante toda la noche, la perra estuvo aullando en el portal, despierta y asustada, como cuando en Ainielle los vecinos aún velaban a sus muertos o como cuando los contrabandistas o los lobos se acercaban hasta el pueblo. Durante la noche, mi madre y yo permanecimos en silencio contemplando cómo el fuego consumía las aliagas y, con ellas, los recuerdos. Después de tantos años, después de tanto tiempo separados por la muerte, los dos estábamos de nuevo frente a frente, sin atrevernos, pese a ello, a reanuudar una conversación interrumpida bruscamente hacía mucho tiempo. Yo ni siquiera me atrevía a mirarla. Sabía que seguía en la cocina por los ladridos asustados de la perra y por la extraña sombra inmóvil que las llamas proyectaban bajo el suelo del escaño. Pero, en ningún momento, sentí miedo. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que mi madre había venido para velar mi propia muerte. Solo al amanecer, cuando una tibia luz me despertó de pronto sentado todavía junto al fuego y comprobé que ella no estaba ya conmigo en la cocina, un negro escalofrío me recorrió por vez primera al recordarme el calendario que aquella que se iba tras los árboles era la última noche de febrero. La misma, exactamente, en que mi madre se había muerto hacía ya cuarenta años.

A partir de aquel día, mi madre volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre hacia la medianoche, cuando el sueño comenzaba ya a rendirme y los troncos a extinguirse entre las brasas de la hoguera. Aparecía siempre en la cocina por sorpresa, sin ruido, sin pisadas, sin que las puertas del pasillo y de la calle anunciasen previamente su llegada. Pero, antes de que entrara en la cocina, antes aún de que su sombra apareciera en la calleja, yo sabía ya que mi madre se acercaba por los ladridos asustados de la perra. Y, a veces, cuando la soledad era más fuerte que la noche, cuando el cansancio y la locura desbordaban los recuerdos, corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como un niño, para no tener que compartirlos con ella.

Una noche, sin embargo, hacia las dos o las tres de la mañana, un extraño murmullo me despertó en la cama de repente. Era una noche fría, de finales de otoño, y la lluvia amarilla cegaba, como ahora, la ventana. Al principio, pensé que aquel murmullo llegaba desde fuera de la casa, que era el ruido del viento al arrastrar las hojas muertas por la calle. Pero, en seguida, me di cuenta de que estaba equivocado. Aquel murmullo extraño no llegaba de la calle. Aquel murmullo extraño llegaba de algún sitio de la casa y era un ruido de voces, de palabras cercanas, como si, en la cocina, hubiera alguien hablando con mi madre.

Inmóvil en la cama, permanecí escuchando largo rato antes de decidirme a levantarme. La perra había dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que aquel extraño eco de palabras. Más, incluso, que la lluvia de hojas muertas que teñía por completo de amarillo la ventana. Cuando salí al pasillo, el murmullo se detuvo de repente, como si, en la cocina, también a mí me hubieran escuchado. Pero yo ya había cogido ese cuchillo que, desde el día de la muerte de Sabina, llevo siempre en la chaqueta y bajé las escaleras decidido a saber quién estaba en la cocina con mi madre. No lo necesité. Ni siquiera me hubiera servido para nada. Con mi madre, en la cocina sólo había sombras muertas, sombras negras, silenciosas, sentadas en corrillo en torno al fuego, que se volvieron al unísono a mirarme cuando, de pronto, abrí la puerta a sus espaldas, y en las que apenas me costó reconocer los rostros de Sabina y de todos los muertos de la casa.

Salí a la calle sin detenerme siquiera para cerrar la puerta tras mis pasos. Recuerdo que, al salir, un viento frío me golpeó la cara. La calle entera estaba llena de hojas muertas y el viento las llevaba en remolinos por los huertos y los patios de las casas. Junto a la de Bescós, me detuve a tomar aire. Todo había sucedido tan deprisa, tan confusa y bruscamente, que todavía no me hallaba muy seguro de no estar viviendo un sueño: aún sentía en la piel el calor de las sábanas, el viento me cegaba y me empujaba hacia los lados y, sobre los tejados y las tapias de las casas, el cielo era amarillo como en las pesadillas. Pero no. Aquello no era un sueño. Aquello que había visto y oído en la cocina de mi casa era tan cierto como que yo me hallaba ahora en medio de la calle, inmóvil y asustado, oyendo nuevamente extrañas voces a mi espalda.

Durante unos segundos, me quedé paralizado. Durante unos segundos -un tiempo interminable que el viento subrayó azotando con violencia las ventanas y las puertas  de las casas-, pensé que el corazón iba a estallarme. Acababa de salir huyendo de la mía, acababa de dejar detrás de mí el frío y la mirada de la muerte y, ahora, sin saber cómo volvía a encontrarme con la muerte cara a cara. Estaba en la cocina de Bescós, sentada en el escaño, velando junto a un fuego inexistente la memoria de una casa que ya nadie recordaba, justo detrás de la ventana en la que, sin saberlo, yo acababa de apoyarme.

Aterrado, eché a correr por el medio de la calle sin saber tan siquiera a dónde iba. Un sudor frío me recorría todo el cuerpo y las hojas y el viento me cegaban. De repente, todo el pueblo parecía haberse puesto en movimiento: las paredes se apartaban, silenciosas, a mi paso, los tejados flotaban en el aire como sombras desgajadas de sus cuerpos y, sobre el vértice infinito de la noche, el cielo se había vuelto amarillo por completo. Pasé sin detenerme ante la iglesia. Ni siquiera pensé por un instante en refugiarme dentro de ella. La espadaña se inclinaba, amenazante, ante mis ojos y las campanas volvía a sonar como si aún siguieran vivas bajo tierra. En la calleja de Gavín, por el contrario, la fuente parecía haberse muerto de repente. El caño había dejado de manar y, entre las negras sombras de las ovas y los barros, el agua era amarilla igual que el cielo. Corrí hacia Casa Lauro abriéndome camino contra el viento. La ortigas me arañaban y las zarzas se enredaban en mis piernas como si también ellas quisieran detenerme. Pero llegué. Exhausto. Jadeante. A punto de caerme varias veces. Y cuando al fin estuve en campo abierto, lejos ya de las casa y de las tapias de los huertos, me paré a contemplar lo que, a mi alrededor, estaba sucediendo: el cielo y los tejados ardían confundidos en una misma luz incandescente, el viento golpeaba las ventanas y las puertas de las casas y, en medio de la noche, entre el aullido interminable de las hojas y las puertas, un lamento infinito recorría todo el pueblo. No me hizo falta volver sobre mis pasos para saber que todas las cocinas estaban habitadas por sus muertos.

Durante toda aquella noche, vagué por los caminos sin atreverme a regresar junto a los míos. Durante más de cinco horas, esperé el amanecer temiendo que, tal vez, jamás fuera a llegar. El miedo me arrastraba por los montes sin rumbo y sin sentido y los espinos se agarraban a mis ropas minando poco a poco mi ánimo y mis fuerzas. Pero yo no los sentía. Cegado por el viento, apenas podía verlos y la locura me empujaba más allá de la noche y de la desesperación. Y, así, cuando por fin llegó el amanecer, yo estaba ya lejos del pueblo, en lo alto del Erata, junto al abrevadero abandonado del rebaño que, desde había varios años, no había vuelto a ver.

Aún esperé, no obstante, sentado entre unas zarzas, a que saliera el sol. Sabía que en el pueblo ya nadie me esperaba -mi madre se iba siempre con el amanecer-, pero estaba tan cansado que apenas podía ya tenerme en pie. Poco a poco, sin embargo, me fui recuperando -quizá llegué adormir, incluso, un rato- y, cuando el sol logró por fin romper las negras nubes del Erata, me puse en marcha nuevamente dispuesto a regresar. Monte abajo y a plena luz del día, no tardé en desandar lo andado aquella noche. El viento había cesado y una calma profunda se extendía mansamente por los montes. Abajo, en el hondón del río, los tejados de Ainielle flotaban en la niebla con la misma dulzura de cualquier amanecer. Cerca ya de las casas, la perra se me unió. Apareció, de pronto, al borde del camino, entre unos matorrales, temblando todavía por el miedo y la emoción. La pobre había pasado la noche allí escondida y, ahora, al encontrarme, me miraba en silencio tratando de entender. Pero yo no le podía decir nada. Aunque entendiera mis palabras, no podía explicarle algo que ni yo mismo lograba comprender. Quizá todo, en realidad, no había sido más que un sueño, una turbia y torturada pesadilla nacida del insomnio y de la soledad. O, quizá, no. Quizá lo que había visto y oído aquella noche lo había visto y oído realmente -igual que ahora veía las tapias de los huertos y oía en torno a mí los gritos de los pájaros- y aquellas sombras negras seguían esperando mi regreso en la cocina. La compañía de la perra me dio fuerzas, sin embargo, para adentrarme entre las casas y acercarme lentamente hacia la mía. La puerta de la calle seguía abierta, igual que había quedado, y un profundo silencio brotaba como siempre del fondo del pasillo. No lo dudé un segundo. Ni siquiera me detuve a recordar lo que, en la noche -y en otras muchas noches anteriores-, creía haber vivido. Atravesé el portal y entré en casa convencido de que todo era mentira, de que dentro no había nadie esperando en la cocina y que todo lo ocurrido aquella noche no había sido en realidad sino el fruto torturado del insomnio y la locura. En efecto, no había nadie en la cocina. El escaño estaba solo, igual que siempre, y la ventana proyectaba sobre él la primera luz del día. Pero, en la chimenea, inexplicablemente, el fuego que yo mismo había apagado al acostarme seguía ardiendo todavía envuelto en un extraño y misterioso resplandor.

Pasaron varios meses sin que nada parecido volviera a suceder. Yo esperé cada noche sentado en la cocina, atento a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse sola y mi madre apareciera de nuevo frente a mí. Pero pasó el invierno sin que nada ocurriera, sin que nada turbara la paz de la cocina y de mi corazón. Y, así, cuando llegó la primavera, cuando las nieves comenzaron a fundirse y los días a alargarse dentro de él, yo estaba ya seguro de que nunca volvería porque nunca había existido más que en mi imaginación.

Pero volvió. De noche y por sorpresa. En medio de la lluvia. Recuerdo que noviembre terminaba y que, tras los cristales de la calle, el aire era amarillo. Se sentó en el escaño y se quedó mirándome en silencio, igual que el primer día.

Desde entonces a hoy, mi madre ha regresado muchas noches. A veces, con Sabina. A veces, rodeada de toda la familia. Durante mucho tiempo, me escondí, para no verles, en cualquier lugar del pueblo o vagué durante horas por los montes sin rumbo ni sentido. Durante mucho tiempo, me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo, cada vez más a menudo, y, al final, no tuve otro remedio que resignarme y compartir con ellos mis recuerdos y el calor de la cocina. Y ahora que la muerte ronda ya la puerta de este cuarto y el aire va tiñendo poco a poco mis ojos de amarillo, incluso me consuela pensar que están ahí, sentados junto al fuego, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas.

La lluvia amarilla. Julio Llamazares, 1988.

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