sábado, 30 de marzo de 2024

Cómo ser un paria. Margarita García Robayo.

En la televisión pasaban el comercial del gordo que había adelgazado con un té: mi hijo me pidió que no fuera a su partido de fútbol y yo le pregunté ¿por qué, acaso te doy vergüenza? —el exgordo lloraba, le pedía a la cámara que no lo filmara, la cámara lo filmaba igual—. Inés lagrimeaba con ese comercial. No estaba gorda, nunca había sido gorda, pero el drama del tipo le tocaba alguna fibra.
Esa mañana había intentado hablar con Michel. Desde el día de la mudanza no tenía noticias de él. Le marcó al celular y no contestó; quizá estaba trabajando. Recién le había vuelto a marcar, pero tampoco. Todavía no era mediodía y ya estaba agotada. La noche anterior había soñado que se le caían los dedos de los pies. Últimamente le dolían los pies y a veces los sentía como gangrenados. Era una sensación parecida a la que tuvo aquella vez en Boston, cuando las piernas se le paralizaron. Michel estaba haciendo su posgrado y ella había ido a visitarlo: era invierno. El médico de allá le dijo que tenía graves problemas de circulación. «¡Como cualquier pinche avenida!», contestó Inés, jocosa, pero ni el médico ni Michel se rieron de su chiste.
El exgordo había cambiado de locación y de vestuario; ahora, enfundado en un traje negro, posaba en un balcón con vista a una ciudad con muchas luces: hacía años que no me veía el pene.
Pene —repitió Inés—, qué fea palabra.
Buenos días, señora.
En la puerta del estudio estaba la mujer que limpiaba. Tenía un vestido de botones hasta el cuello, con el calor que hacía. Inés apagó el televisor.
Buen día…
No recordaba el nombre, era la segunda vez que la veía.
Glenda, señora.
Inés asintió. Glenda también asintió, entró al estudio y le dio un sobre que estaba en el buzón.
Gracias.
Inés se incorporó, se aplastó el pelo con las manos. Se sentía áspero, como la barba incipiente de un hombre.
Estaré en la cocina por cualquier cosa.
Glenda se dio vuelta. Era una morena grandota, de voz muy grave.
El sobre traía una tarjeta que decía «Brunch». La enviaban del condominio Las Palmeras y estaba dirigida a Gerardo y a ella, con nombre y apellido. Se preguntó cómo habrían averiguado eso. Llevaba una semana ahí, escasamente.
Salió del estudio con la tarjeta en la mano. Atravesó la sala, abrió las persianas y la luz entró como un chorro de agua con mucha presión. Entrecerró los ojos. Los obreros recién llegaban; estaban arreglando una tubería podrida. El jardín hedía. Era una casa de campo vieja, herencia de una tía soltera de Inés, y en la familia nadie la usaba. Su hermana le había dado la idea de que se instalara allí por un tiempo, mientras terminaba de recuperarse. Michel la había ayudado a mudarse, incluso Gerardo la ayudó. Todos la querían lejos. «Es cáncer, no lepra», les había dicho ella. La miraron ofendidos.
Se sentó en el sofá. Si iba al brunch tendría que hacerse algo en la cabeza.
En la mesita de centro había una revista ¡Salud! —Michel le había llevado algunas para que se distrajera—; la portada era una mujer mayor comiendo frutos secos con el gesto de una ardilla. Pensó que debía ir al brunch y conocer a sus vecinos. Al fin y al cabo iba a vivir allí por un tiempo. Un año. Eso les había dicho a todos. A Michel, a Gerardo, a su hermana. Se abanicó con la revista y miró afuera: los obreros desenfundaban las herramientas lentísimo.
Señora. —Era Glenda. A Inés se le cayó la revista al piso. La mujer había aparecido de la nada—. ¿Va a desayunar?
No, gracias.
¿Ya tomó sus medicinas?
No, más tarde.
Inés se aplastó el pelo con las manos, levantó la revista y la puso en la mesita. ¿Por qué tenía que preguntarle eso?
Yo creo que debe desayunar, señora, no puede tomarse las medicinas con el estómago vacío.
No, pero no quiero.
Glenda se aclaró la garganta:
Muy bien.
Se dio vuelta y condujo su cuerpo bamboleante a la cocina.
Inés sacudió la cabeza. Se levantó del sofá, subió las escaleras despacio. Repasó la ropa que podría ponerse.
Un sombrero, tendría que usar un sombrero.


*


El condominio era un clásico lugar californiano de película. Como de mafioso venido a menos: balcones redondeados, palmeras altas plantadas simétricamente, una al lado de la otra, formando un círculo que contenía una laguna artificial. Después, a cada lado, estaban las casas en hilera, todas iguales, con sus terrazas enfrentadas. Inés estaba en una de esas terrazas, sentada en una silla de mimbre. Un muchacho de bermuda blanca y guayabera celeste se le había sentado al lado. Sorbía su trago. En medio de las dos sillas había una sombrilla azul.
Madre hace unos daiquiris frutales fabulosos —dijo el tipo.
Inés asintió.
¿Madre? ¿Quién hablaba así?
El tipo se llamaba Leonardo y estaría por los cuarenta. Trabajaba en bienes raíces, le había dicho. La anfitriona era su madre, Susana, que se acercaba con dos nuevos vasos coloridos. Le extendió uno:
¿Otro?
Inés alzó la cara para mirarla. Susana se había parado a contraluz. Una aureola tornasolada le rodeaba la cabeza teñida de rojo ciruela.
Gracias.
Recibió el daiquiri que, según habían anunciado, era una mezcla de cítricos. El médico le había dicho que todavía no tomara alcohol. «¿Ni una copita?, le preguntó Inés. Cuánta mezquindad». Entonces le dijo que una copita podía ser, pero que no se excediera porque tenía que recuperar defensas.
Susana se sentó en las piernas de su hijo, revolvió su vaso con el pitillo y se lo tomó todo en un trago largo. Inés probó el suyo, estaba demasiado dulce.
¿Te contó Inés dónde vive, mi amor? —dijo Susana. Leonardo negó con la cabeza—. En esa casa que estaba semiderruida, pero que ahora Inés y su marido, que se dedica a… —Susana frunció el ceño y la miró: tenía delineador azul—. ¿Qué hace exactamente tu marido?
Inés mudó los ojos a su trago dulzón. ¿Cómo podía contestar eso? Uno: ya no era su marido. Dos: nunca entendió qué era lo que hacía. Ella nunca tuvo una respuesta tipo, como la mayoría de mujeres con marido. Había escuchado esas respuestas: nunca debía ser una frase completa como «mi marido se dedica a…»; eso era impreciso y daba la sensación de que se necesitaba demasiado tiempo para pensar algo que debía tenerse claro. Había juegos de preguntas y respuestas en los que esa formulación te quitaba puntos: «Los animales crustáceos son aquellos que cuentan con las siguientes características…». Era trampa. Las posibles respuestas a la pregunta de Susana debían ser directas, cortas, expeditivas: «¿Qué hace exactamente tu marido?». «Estudios de suelo»; o bien: «Manuales de computación»; o bien: «Peceras de acrílico».
Susana se había vuelto hacia su hijo:
En fin, que Inés y su marido arreglaron esa casa y quedó impecable. Es lo que dicen. ¿No es así Inés?
Inés asintió. ¿Quién podía decir eso? Pensó en la tubería podrida que atravesaba su jardín. Después pensó en el comercial del exgordo que llora: era como ser un paria.
—…es un chalet muy sólido y coqueto, aunque… —ahora era Leonardo el que hablaba.
Inés sorbió el trago. El líquido frío le bajó muy rápido por la garganta y quiso toser pero se contuvo. De pronto se sintió mal vestida: era el sombrero, debía parecer una campesina.
—…Tiene problemas en las cañerías y las instalaciones eléctricas.
Leonardo estaba quedándose calvo. El sudor se le acumulaba en las entradas donde no llegaba el pañuelo que cada tanto se pasaba por el contorno de la cara. Las entradas le brillaban y la luz del sol rebotaba dando la sensación de que de su cabeza salían rayos. Pero no era feo: era alto, rubión y tenía una de esas narices grandes y rectas que le dan un aire refinado a ciertos muchachos. Michel tenía la nariz chiquita, pero mucho pelo en la cabeza.
Dicho lo cual —seguía Leonardo—, no entiendo qué te llevó a mudarte allí y no buscar una opción más confortable, dadas las circunstancias.
¿Qué circunstancias?
Susana se paró súbitamente, soltó una risita idiota. Se la veía avergonzada por la pregunta de su hijo.
Hijo —dijo, con la mano en el pecho caído, pero todavía redondo gracias a los implantes—, no puedes preguntarle eso a Inés, por el amor de Dios.
Susana tenía sandalias planas color azul, como su delineador, como la sombrilla, como la camisa de Leonardo. Debía estar por los sesenta y pocos. Inés tenía cincuenta y siete, pero se sentía de cien. Sorbió lo último que quedaba en su vaso. En la piscina había gente flotando en colchones inflables. Inés no decidía si le gustaban o no las piscinas. Gerardo las odiaba —después de estar adentro y sumergirse, ¿uno qué hace?
Susana, con una torpeza monumental, seguía disculpando la imprudencia de su hijo. Inés trató de fijar la vista más allá de las palmeras, que marcaban el recorrido del río y se perdían en un descenso de ladera. Un mesero se acercó con una bandeja de daiquiris. Esta vez también había un whisky. Inés lo agarró:
Creo que seguiré con esto.


*


La galería era el lugar más fresco de la casa, pero estaba hedionda. Los obreros trabajaban enfrente y el olor de las tuberías podridas pegaba muy fuerte. A Glenda se le había ocurrido sembrar antorchas en el jardín; no era mala idea: las había armado con estacas y pedazos de trapo mojados en citronela, un aceite dulzón y alimonado que espantaba los mosquitos. Había otros trapos que mojaba en una esencia de jazmín y el resultado era un vaho penetrante y ácido, con algunos momentos empalagosos. Un olor horroroso, pero más tolerable que el de la tubería podrida.
Esa mañana nadie había encendido todavía las antorchas. Los obreros debían haber perdido el olfato porque allí estaban, sentados en el pasto, comiendo de unos platos hondos que recién les había llevado Glenda y tragándose ese olor.
¿Va a almorzar, señora?
Glenda la sorprendió. Siempre hacía lo mismo. Era un misterio cómo una mujer tan enorme podía llegar hasta su costado sin hacer ruido.
¿Por qué no han prendido las antorchas? —preguntó Inés.
Ahora las prendo —dijo Glenda. En su cara siempre había una mueca de disgusto—. ¿Quiere que le sirva?
¿Qué hora es?
La una, ¿le sirvo?
¿Qué cocinó?
Resopló:
Pollo al horno y torta de maíz. Era todo lo que quedaba.
Eso está bien, gracias.
No queda nada de comer, señora.
Le diré a Michel que me traiga un mercado.
Llegó esto.
Glenda se sacó un sobre del bolsillo del delantal y se lo extendió. Inés lo abrió: era otra invitación de Susana. Al día siguiente haría una reunión con motivo de las fiestas de la Virgen del Carmen. Glenda seguía allí, el hocico estirado y la mano en la nariz, tapándosela con disimulo.
¿Qué le pasa? —le preguntó Inés.
Nada.
Glenda se fue a la cocina y regresó casi enseguida con una bandeja que ya debía tener servida. La puso en la mesa: un pollo blancuzco con un mazacote amarillo al lado. Todo se veía frío y seco. Inés sintió ganas de vomitar; se llevó una servilleta a la boca y apagó el sonido de un eructo ácido que le quemó la garganta. Le pasaba eso desde los whiskys del condominio, hacía un par de días.
Me imagino que sabe que una no va a venir hasta el martes, señora —dijo Glenda, que seguía allí, tiesa como una momia.
¿Qué dice?
Yo no vengo, y supongo que los muchachos tampoco —señaló a los obreros.
Inés apartó el plato del almuerzo, asqueada.
No entiendo de qué habla, ¿cuándo no van a venir?
Glenda respiró hondo.
Mañana viernes, y hasta el martes. En estos días no se trabaja porque son las fiestas de la Patrona. Y yo pensé… —se volvió a aclarar la garganta.
¿Qué pensó?
Que por ahí quiere decirle a su hijo que venga a acompañarla —y se metió en la cocina sin dejarla contestar.
Michel la había llamado el día anterior. No estaba de acuerdo con que se hubiera ido a esa fiesta en el condominio. «No era una fiesta, era un brunch», le dijo Inés. Y él contestó: «Puedo olerte el tufo por el teléfono». Atrevido. Ella le colgó. No le dijo nada para no pelearse, pero le colgó. Cada vez se parecía más a Gerardo: mandón y prejuicioso. Y ella se había convertido en la hija boba de ambos.
Volvió a mirar el jardín: las antorchas apagadas, los obreros sentados en el piso, tragándose ese olor. Estaba tan cansada. Subió al cuarto, pero le costó; las escaleras parecían más empinadas que de costumbre.


*


Hacía demasiado calor como para tener a Gerardo encima. Inés lo empujaba y le decía que ahora no, que después, cuando refrescara. Pero Gerardo seguía aplastándola con su cuerpo sudado que olía agrio. Inés lo mordió en el pecho y se quedó con un pedazo de carne en la boca, y ni así Gerardo se movió. Se quedó más quieto todavía, como un saco de arena. Inés respiró despacio, aspirando el restito de aire que quedaba entre su cara y el pecho ensangrentado de Gerardo. Volvió a morderlo, a sacarle más pedazos de carne hasta que llegó al corazón, un globo sanguinolento muy inflado que, cuando ella le metió el diente, explotó.
El ruido la despertó: abrió los ojos. Seguía en la tumbona. Tuvo que aspirar bien hondo el aire tibio y hediondo del jardín, porque sintió que se ahogaba. Se tocó la frente con el dorso de la mano: estaba helada, pero se sentía caliente por dentro. Le dolía el pecho, le dolían los pies. ¿De dónde había venido ese ruido? Al lado de la tumbona había un balde que hacía varias horas contenía hielo. Ya no quedaba ni el agua; ella se la había echado encima antes de quedarse dormida.
Se había pasado todo el día en calzones y brasier, aprovechando que estaba sola. Se levantó para buscar más hielo y algo de tomar. Atravesó la galería, entró a la cocina y abrió la nevera: solo había agua. Sacó más hielo del congelador, llenó el balde. Fue al baño de servicio y orinó. Después se metió bajo la ducha, que era ínfima. Pensó que allí no podría bañarse cómodo un insecto. Salió mojada hasta la cocina, agarró un trapo de limpiar y se secó la cara. El trapo olía a cebolla, lo tiró a la basura. Abrió la despensa, sacó una almohadilla de pan y untó una torreja con mayonesa. Era lo primero que comía en el día. Volvió afuera, se paró frente al terreno agrietado. El hueco por el que pasaría la tubería era el corredor sin techo de la casa de un gran topo. No se oía nada, solo pájaros y, cada tanto, la bocina de un bus lejano. Inés volvió a la tumbona. Se acostó y cerró los ojos.
Otra vez, la explosión.
Cuando abrió los ojos descubrió en el cielo puntos de colores. Tardó unos segundos en entender que eran fuegos artificiales. Venían del pueblo. Eran por las fiestas de la Virgen, seguramente. Al rato oyó el citófono. Tenía un timbre rarísimo, apagado y nasal. Era uno de esos aparatos que habían sido modernísimos en los sesenta. Se levantó, atravesó la galería, entró a la cocina y miró el reloj. Las siete. El citófono volvía a sonar.
¿Sí? —contestó.
Señora, soy el celador de la cuadra, vengo a traerle un sobre.
Ya —sintió la boca pastosa—, por favor, déjelo en el buzón.
El hombre dijo que bueno. Ella esperó a que se fuera, salió hasta la puerta y sacó el sobre del buzón. Era una nota de Susana. Decía que había estado llamándola por teléfono, que no había podido comunicarse y que no dejara de ir a la fiesta de esa noche; le enviaría un chofer a las ocho, para asegurarse. Inés entró a la sala y alzó el teléfono. Estaba muerto.
Se bañó. Se puso su vestido turquesa, que era liviano. Se aplastó los pelos y se amarró una pañoleta de seda que le había regalado Michel. Se puso unas sandalias planas, porque los pies no le resistirían otros zapatos: estaban hinchados. Antes de irse alzó el teléfono para ver si tenía tono. Nada.


*


Alguien le hablaba de lejos. Y todavía más lejos, como detrás de un vidrio, se oía otra voz:
¡Gracias a todos los huecos en los que alguna vez enterré mi verga! —Era el amigo de Leonardo.
Inés giró la cabeza y lo vio encuero, en el trampolín de la piscina, usando una botella de micrófono.
Gracias por este premio —ahora alzaba la botella al frente, con ambas manos—, mi culo sabrá disfrutarlo.
Inés se tocó la cabeza, ya no tenía su pañoleta. Se sentía mareada.
Gracias a todos y cada uno de los…
¿Entonces? —Ahora era Leonardo. Estaba sentado en el piso, a su lado—. Me estabas contando de este gordo que adelgazó con un té. ¿Es amigo tuyo?
Inés tenía la garganta seca, las palabras se le atoraban. Sintió un dolor en el muslo: Leonardo la estaba mordiendo. Le apartó la cabeza de un empujón muy débil. Estaba desnuda y él también. Al lado de la tumbona había una mesita con una botella de whisky casi vacía.
¿Dónde está mi pañoleta? —Volvió a tocarse la cabeza.
¿Qué dices? —dijo Leonardo.
En la piscina alguien daba brazadas.
Gracias a todos los labios que supieron succionarme…
No me siento los pies —dijo Inés.
Un rato antes, Inés, Leonardo y el amigo de Leonardo se habían metido en la piscina. Inés recordaba eso y recordaba unos dedos pellizcándole los pezones. Recordaba que había pensado, quizá dicho también, que en el agua el roce de los cuerpos se sentía artificial, como si estuvieran envueltos en papel film. Ahora el amigo de Leonardo y Susana estaban frente a ella, besándose. El tipo tenía la pañoleta de Inés amarrada en el pito: lo tenía encogido, morado, metido hacia adentro como una media. Inés sintió que le ardía algo por dentro. Quiso pedirle que se la quitara y se la devolviera, pero no le salió una palabra. El tipo soltó a Susana y se inclinó sobre la mesita del whisky, vació lo que quedaba en la botella sobre las tetas de Inés y se agachó para lamerla, pero Leonardo lo frenó:
Déjala, no ves que no sabe ni dónde está.
El tipo dijo algo que Inés no entendió y se tiró en la piscina. Al fondo se escuchó la risa de Susana. Inés cerró los ojos y sintió que algo la aplastaba hasta dejarla casi sin aire. Abrió los ojos.
Quietita. —Leonardo estaba trepado de piernas abiertas sobre su vientre. Se lamía la mano y la tocaba abajo—. Tienes el chocho seco y cerrado como una ostra.
Le metió un par de dedos, empujó fuerte y una uña debió rozarla por dentro, porque Inés sintió que sangraba y le ardía.
Por favor… —murmuró.
Quiso decirle algo sobre su cáncer, sus defensas bajas. Pensó que ya se lo había dicho antes.
Leonardo metía y sacaba los dedos como si destapara una cañería y con la otra mano se hacía la paja. Se vino con un bramido y se dejó caer sobre Inés, aplastando con el cuerpo su propio semen.


*


Al día siguiente Michel le llevó los ingredientes para que hiciera una lasaña. Inés la sirvió en la mesa de la galería. Michel barría las hojas del jardín, era muy torpe con el rastrillo. Las antorchas estaban prendidas.
Ya está el almuerzo, mi amor.
Inés estaba mareada, le dolía mucho la cabeza. Michel se acercó, sirvió coca-cola en dos vasos con hielo.
Esa mañana, cuando volvió del condominio, Inés se había metido en la ducha y se había quedado ahí sentada durante horas. Después llegó Michel con un escándalo porque no le contestaba el teléfono. Está dañado, se defendió Inés. Pero cuando Michel fue y lo revisó, vio que no estaba dañado, sino desenchufado. Eso lo puso peor.
Te veo desmejorada —le decía ahora, masticando—. No fue una buena idea que te mudaras acá.
Inés se rio sin ganas:
¡Pero si todos estaban encantados!
Michel apartó su plato:
Estás insoportable, madre.
¿Madre? Nunca le había dicho así.
Come —dijo Inés—, que se te va a enfriar.
Después probó la lasaña, pero no le pasó de la garganta.
¿Dónde está la señora que viene a limpiar?
Inés alzó los hombros:
No viene sino hasta al martes.
¿Por qué?
Por las fiestas de la Virgen.
¿Qué virgen?
Yo qué sé.
Comieron en silencio. Ella tragaba bocados diminutos con dificultad. Le dolía el cuerpo, le dolía todo. Al poco rato se alborotaron los jejenes y Michel se levantó a atizar una de las antorchas del jardín para que el humo los espantara. El aire podrido que llegaba a la galería fue reemplazado por el olor dulzón de la citronela.
Inés se tocó las sienes, le palpitaban. Michel volvió a hablar:
¿Qué has comido en estos días? No había nada en la nevera.
Ya sé, por eso te pedí que me trajeras un mercado. Acá no es fácil salir a comprar cosas.
Michel terminó su plato y ella le sirvió otra porción. Las manos le temblaban, tenía escalofríos. Se secó el sudor con la manga de la blusa. Michel la miraba y eso la incomodaba, era como si estuviera escaneando cada hueso de su cuerpo maltrecho.
¿Estás tomando las pastillas?
Sí.
¿Las vitaminas también?
Sí.
¿Estás haciendo los estiramientos?
Todos los días.
¿Seguro?
Sí, señor.
Inés había abandonado su plato y miraba el jardín: la llama de una antorcha flameaba por culpa de la brisa y hacía que el humo se elevara en una línea blanca y curva, que al final se disolvía.
Sintió ganas de fumar.
Una vez, a mitad de tratamiento, había sentido la misma urgencia por un cigarrillo. Ella no fumaba, lo que lo hacía más extraño. «Es el modo en que expresas tu deseo de morirte —le había dicho el doctor—, y estás en todo tu derecho de querer morirte». Ella no daba más: se desmayaba cada dos por tres, vomitaba hasta el agua y se sacaba costras ensangrentadas de la cabeza.
Inés se tocó la cabeza.
¿Te duele? —dijo Michel.
No, me molestan estos pelos, me pican.
Ponte la pañoleta que te di, ¿no te gusta?
Aquella vez, cuando casi deja el tratamiento, Michel y Gerardo la esperaron afuera de la habitación: habían insistido en quedarse adentro, pero el médico les dijo que algunas cosas era mejor hablarlas a solas con el paciente. Inés dijo: «Sí, el doctor tiene razón», y ellos la miraron como dos criaturas desamparadas.
«No, doctor, que se le tuerza esa boca, yo no quiero morirme». Y el médico la miró con tristeza, casi decepcionado. Inés le preguntó: «¿Qué tan seguro es que, aun con el tratamiento, no me muera?». El médico alzó los hombros en un gesto que a ella le pareció el summum de la crueldad. Y pensó: «¿Qué le cuesta mentirme?».
Michel se metió un bocado grande de lasaña.
No te ves nada bien, mami —dijo, otra vez masticando. Tragó lento y repitió, severo—: Nada bien.
Sus ojos la evadían, brillantes, rencorosos.
Inés empuñó una mano y golpeó la mesa:
¡Pero por Dios! —dijo—, si estoy perfecta.

Cosas peores, 2014.

viernes, 29 de marzo de 2024

En el suelo limpio que yo acababa de fregar. Svetlana Alexiévich.

Masha Ivanova, ocho años
Actualmente es profesora


Mi familia estaba muy unida. Todos nos queríamos…
Mi padre había luchado en la Guerra Civil. De la guerra salió lisiado, caminaba con muletas. Sin embargo, consiguió dirigir el koljós, que bajo su dirección sobresalió por encima de las demás granjas. Cuando aprendí a leer, él mismo me enseñó los recortes del periódico Pravda en los que se hablaba de nuestro koljós. Antes de que estallara la guerra, incluso lo invitaron, junto con otros presidentes reputados, a asistir a un congreso de miembros destacados de koljós y a la exposición agrícola de Moscú. De aquel viaje me trajo unos libros muy bonitos y una caja de bombones.
Mi madre y yo queríamos mucho a papá. Yo lo adoraba y él nos adoraba a nosotras. A mi madre y a mí. ¿Estoy idealizando mi infancia? Tal vez. Pero mi memoria ha teñido todo lo anterior a la guerra de colores alegres y nítidos. Porque… era mi infancia. Una infancia de verdad…
Recuerdo las canciones. Las mujeres volvían cantando del campo. El sol empezaba a caer, desaparecía más allá del horizonte, y desde lejos se oía: «Ya es la hora de volver, ya es la hora…».
El crepúsculo del atardecer…
Yo corro al encuentro de la canción: mi madre está allí, oigo su voz. Mamá me levanta en brazos, yo la abrazo, luego salto al suelo y corro por delante de la canción que vuela detrás de mí, que lo llena todo a mi alrededor; ¡me siento tan bien, tan feliz!
Y en medio de una infancia tan alegre… De repente… De la noche a la mañana… ¡la guerra!
Mi padre se marchó en los primeros días… Le encomendaron un puesto en la organización clandestina. Tuvo que irse de casa, porque en nuestro pueblo todos lo conocían. Solo venía a vernos de noche.
Una vez lo oí hablando con mamá:
Hoy hemos hecho volar un camión alemán en la carretera…
Yo estaba escondida en la parte de arriba de la estufa y sin querer empecé a toser. Mis padres se asustaron.
Hija, nadie debe saberlo —me avisaron.
Empezó a darme miedo que llegara la noche. Mi padre vendría a vernos, los nazis lo descubrirían y se lo llevarían, se llevarían a mi padre, a quien tanto quería.
Siempre le estaba esperando. Me metía en el rincón más alejado, encima de nuestra gran estufa… Me abrazaba a mi abuela, pero me daba miedo quedarme dormida; si me dormía, me despertaba a menudo. El viento aullaba en la chimenea, la llave del tiro de la chimenea vibraba y tintineaba. Y yo sin poder dejar de pensar: «No puedo dormirme, que entonces no veré a papá cuando llegue».
Un día… de pronto tuve la sensación de que lo que oía no era el viento, sino el llanto de mi madre. Tenía fiebre. Era tifus.
Era noche cerrada; llegó papá. Yo fui la primera en oírlo y llamé a la abuela. Mi padre estaba frío y yo ardía de fiebre; él se sentó a mi lado y no podía irse. Estaba cansado, envejecido, pero yo lo sentía tan mío, tan querido… De repente llamaron a la puerta. Unos golpes sonoros. Mi padre ni siquiera tuvo tiempo de ponerse la zamarra: los policías ya estaban dentro de casa. Lo empujaron afuera; yo me abalancé detrás, él tendió las manos hacia mí y al instante recibió un golpe. Lo pegaban con los fusiles. Le golpeaban la cabeza. Yo fui corriendo, descalza sobre la nieve, hasta la orilla del río y grité: «¡Papá! Papá…». En casa, la abuela se lamentaba: «Pero ¿dónde está Dios? ¿Dónde se esconde?».
Mataron a mi padre…
La abuela no logró sobrevivir a una desgracia tan grande. Su llanto se hizo cada vez más y más grave, y dos semanas después de aquello, una noche, murió. Estábamos encima de la estufa. Yo dormía con ella y abrazaba su cuerpo sin vida. No había nadie más en casa: mi madre y mi hermano estaban escondidos en casa de los vecinos.
Mi madre cambió después de la muerte de mi padre. No salía de casa. Solo hablaba de él… Enseguida se cansaba, y eso que antes de la guerra era una trabajadora infatigable, siempre entre las primeras. Ya no se fijaba nunca en mí, aunque yo trataba de llamar su atención todo el rato. Intentaba alegrarla con lo que fuera. Solo se animaba un poco cuando nos poníamos a recordar a mi padre.
Recuerdo el día en que un grupo de mujeres entraron en casa y dijeron muy contentas:
Han enviado a un chico de la aldea vecina… ¡Dice que la guerra ha acabado! Pronto regresarán nuestros hombres.
Mamá cayó a plomo en el suelo limpio que yo acababa de fregar…

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial.1985. 
 

jueves, 28 de marzo de 2024

El mundo. Charles Simic.

A ti que me torturas

cada día

con tus crueles herramientas,

estoy a punto de confesarte

una desesperación

más oscura que todas tus noches
más oscuras.


Fue el día que me trajiste

la foto de una mujer

y un niño huyendo

por un camino con una hilera de árboles,

después vi otra foto de ellos dos
con sus cabezas ensangrentadas

en el mismo camino sinuoso.


había un cielo sin nubes

de final de verano

y los árboles se estremecían

con el primer aire frío
fueron los días en que pusimos
toda nuestra confianza en el mundo

sólo para ser engañados.

Una boda en el infierno, 1994.

domingo, 24 de marzo de 2024

El hombre desconocido. Stig Dagerman.

Es la tarde anterior a una noche tormentosa. Una tarde de ver fotografías o escribir cartas. Plácidas, apacibles cartas sobre pequeñas cosas a amigos lejanos o parientes remotos. O de ver fotografías. Una caja entera llena para volcarla en la mesa. En el anochecer parece como si hubiera caído nieve sobre el tablero de caoba porque unas cuantas fotografías han caído del revés. Esas fotos las coge la mujer con las yemas de los dedos y les da la vuelta con un movimiento histérico, como cuando se levanta una piedra plana bajo la cual se espera que pequeños animalitos pululen hacia fuera.
Hace calor en la habitación donde esto ocurre y el hombre dobla su periódico y abre una ventana. De pie, en silencio, mira un rato los altos pinos del jardín y los oscuros abetos. Un álamo invisible cruje al otro lado de la calzada. La mujer levanta los ojos de las fotos y contempla largo rato la espalda del hombre. Es delgada y algo encorvada. La camisa está húmeda y se pega a la espalda como una nueva piel. Invariablemente azul se alza una columna de humo de su cabeza. Sí, eso es lo que se ve, aunque no sea así.
Cuando el hombre se sienta a la mesa frente a ella, un coche toca la bocina muy lejos. Un ligero viento sopla las cortinas hacia el interior de la habitación, pero no llega. Las blancas cortinas vuelven a caer en silencio. Parece como si el viento las aspirase. Si se escuchan todos los sonidos que hay, es el duro ruido de las fotografías que se cogen de la mesa, se examinan y vuelven a dejarse, el más nítido. Otros son un débil chasquido en una tubería del sótano y el de un pájaro que está en un rosal junto a la ventana y de vez en cuando lanza un claro y agudo trino aflautado.
El hombre aparta su silla y se acerca a la radio que está en el rincón debajo del reloj. Pero cuando va a darle al botón, detiene la mano a mitad del movimiento. Se vuelve despacio con una larga inclinación y mira a la esposa y se da cuenta entonces de que ella ha estado contemplándole mientras él estaba de espaldas. Eso le afecta desagradablemente, siente como si le vigilasen y no se atreve a darse la vuelta y poner la radio. Pero, en todo caso, no lo habría hecho. En todo caso no lo habría hecho, piensa, no es la radio lo que quiero oír. Pero si ella no dice algo pronto voy a volverme loco.
Pero la esposa no dice nada. Tiene una fotografía en la mano, entrecierra los ojos al mirarla como si representase un sol que la deslumbrase. Él vuelve a estar sentado a la mesa frente a ella y la mira, mira sus manos, mira sus ojos que, grandes y dulces, descansan sobre un suceso muerto. Coge al azar una foto entre las muchas que hay en la mesa, piensa sólo echarle una ojeada, pero le atrapa el motivo, el suceso olvidado que ya no existe y que sólo ha existido un ratito hace mucho tiempo. Él y la esposa están sentados en un columpio en un parque de atracciones. Tiene que ser un parque de atracciones de pueblo porque es un columpio muy simple y hay poca gente alrededor. Él tiene a su esposa cogida por los hombros porque el columpio es tan estrecho que, si no, no cabrían en él. Al cabo de un rato deja la foto en la mesa y cierra los ojos apoyando dos dedos en ellos para tratar de volver a ver este olvidado parque de atracciones. Tantos parques de atracciones no han visitado juntos, pero, con todo, le es imposible. Por mucho que intente que su fantasía y su memoria construyan parques de atracciones en el pasado, parques de atracciones de pueblo, con columpios primitivos, no consigue reconstruir el de verdad.
Cuando se quita los dedos de los ojos después de haber perdido la esperanza definitivamente, la foto ya no está delante de él. La esposa se la ha quitado y la está mirando. Él se inclina sobre la mesa y contempla inquieto su semblante para ver qué impresión le hace la fotografía. Al principio no nota nada, ella conserva el mismo aire frío, levemente irónico, que se tiene cuando se escucha a otros relatar sus sueños. Los ojos son apacibles y serenos y no revelan ni un asomo de reconocimiento. Pero de súbito ocurre lo increíble. Una intensa alteración ha invadido el rostro de la esposa que expresa de inmediato un vivo interés y los ojos sonríen como cuando uno vuelve a encontrar de repente un rostro querido y desaparecido durante mucho tiempo. A él le parece increíble, pero es que algo, algo que él ya no puede recordar haber vivido, despierta en ella dulces o, en todo caso, placenteros recuerdos. Despacio deja la foto, cruza las manos sobre la mesa y le mira o mira, al menos, en su dirección.
¿Te acuerdas? —dice en voz baja como para que no se rompa con un tono demasiado alto el delgado hilo con el que el ahora, este instante junto a una mesa en un chalet de las afueras, está unido a un instante pasado en un columpio de un parque de atracciones.
Unos segundos le quedan todavía al hombre y estira esos pequeños segundos hasta que casi están a punto de romperse mientras busca febrilmente este recuerdo perdido. Abre millones de cajas. Se encuentra en un almacén de recuerdos de parques de atracciones y busca con manos temblorosas en todas esas cajas que están llenas de parques de atracciones: parques de atracciones bajo la lluvia, parques de atracciones grandes y elegantemente dispuestos en las metrópolis; pequeños pequeños en rincones con gitanos que dicen la buenaventura y un policía rural que anda por allí controlando que ruleteros y artistas de los naipes no estafen a la gente. Cierra los ojos y la oscuridad se rompe en un chillón remolino de columpios, máquinas tragaperras, colas para bailar y casetas de tiro. Pero el parque de atracciones de la foto no lo ve por ninguna parte y ya no puede callar más tiempo. Abre los ojos y encuentra la mirada de la esposa desde el otro lado de la mesa. Su mala conciencia hace que encuentre la mirada esperanzada y curiosa.
No —dice por fin cerrando los ojos, desgraciadamente no.
La habitación queda en silencio durante un rato. Sólo la puerta del garaje chirría débilmente, tal vez un gato la cruzó corriendo. Unos muchachos que pasan en bicicleta juran a gritos por no se sabe qué. La esposa tamborilea en la mesa con un dedo índice. Pues eso sólo lo hacen los hombres, piensa él. Si no lo hiciera ella, podía haberlo hecho yo, estar sentado tamborileando en la mesa hasta que se viera obligada a volver a hablar conmigo. Ahora es ella la que me obliga a mí sólo porque se me ha olvidado una trivial visita a un parque de atracciones hace mucho mucho tiempo.
Él trata de quitarle importancia a lo ocurrido, apartarlo con un gesto gallardo de la cabeza como para retirar el pelo de la frente, pero no acierta. Experimenta una vaga, pero enojosamente nítida, sensación de vergüenza. Es como haber fracasado en una prueba o en un examen, y cuanto más se prolonga el silencio más cargado de vergüenza se vuelve. Por fin comprende que tiene que decir algo, puede ser cualquier cosa, para que la derrota no sea demasiado total.
Precisamente leí hoy en el periódico… —dice dudando mientras busca febrilmente algo que contar, algo notable que pueda arrojar también un resplandor de notabilidad sobre quien lo cuenta.
La esposa detiene el tamborileo, pero al no ser capaz el hombre de llenar el silencio, empieza de nuevo.
¡Ah!, ¿sí? —dice sonriendo fríamente.
Por fin él da con algo.
Los americanos han encontrado una nueva forma de ejecutar a los condenados a muerte —dice, y calla un momento para que la continuación tenga el efecto debido.
¡Ah!, ¿sí? —dice la mujer, y deja de tamborilear.
Disparan dos flechas al agua. Al caer se forma un gas. Bastan dos aspiraciones para morir, dicen.
¿Qué clase de flechas? —Quiere saber la esposa.
El hombre piensa un rato, pero en realidad no lo ponía.
No lo sé —dice—, no lo ponía.
Quizá flechas de tómbola. De algún parque de atracciones —dice la esposa mirándole hasta que él vuelve a sentirse confuso y avergonzado.
No sé —dice. No lo ponía.
Y ¿de qué agua se trata, pues? —pregunta la esposa.
¿Qué agua? Qué ridículo, tampoco lo ponía. Sin embargo él debía haber pensado que la persona a quien se lo contara desearía saberlo.
No sé —dice—, no lo ponía.
Otro fracaso. Lo único que ha logrado es hacer su caso aún más desesperado contándole a ella una noticia tan estúpidamente formulada. La estupidez de la noticia le afecta también a él. Se hace una calma total en la habitación, silencio de muerte. La tormenta que se espera para la noche oprime la tierra con una terrible pesadez bochornosa. El pájaro ha levantado el vuelo y se ha ido. De la ciudad no llega ninguno de los ruidos habituales: tranvías que gimen en una curva, descargas o bocinas de coches. Ni un soplo de viento roza las cortinas.
Va a haber tormenta —dice el hombre—, seguro que va a haber tormenta esta noche.
La esposa no dice nada, se limita a volverse y mirar por la ventana abierta. Juega con las fotografías de nuevo, las sostiene delante de los ojos y las deja caer luego en la mesa cuando las ha contemplado lo suficiente. De pronto se detiene en mitad de un movimiento para coger una foto y empieza a mirar al hombre con un asombro enorme. Es que él se ha reído, pero no con una de sus acostumbradas risas circunspectas, azoradas, sino sonora y arrogantemente.
¡Puedes imaginarte nada más ridículo —dice agarrando convulsivamente el borde de la mesa como para extraer fuerza de la madera—, que yo, con mi buena memoria, haya olvidado ese parque de atracciones! Debo de haber estado algo enfermo cuando estuvimos allí, si no, seguro que me acordaría, sin duda alguna. Te apuesto que no hay una sola foto entre las que están en la mesa que yo no recuerde cuándo se hizo.
La esposa coge de un montón unas cuantas fotografías al azar y se las tiende sin decir una palabra. El hombre las recibe con una sonrisa complacida. Por fin una oportunidad de rehabilitarse. La esposa ya no se ocupa de las fotos. Sus manos reposan inmóviles sobre la mesa y los ojos observan fijamente la cara del hombre. Su inesperado interés por las fotografías despierta primero en ella suspicacia. Luego la conmueve. El hombre tiene las fotos en la mano derecha y sonríe mientras se dispone a mirar la primera. De repente la mujer también sonríe, la distancia entre los dos se ha fundido súbitamente y ella se ha convertido en un espejo de las sonrisas del hombre.
Es entonces cuando sucede lo inexplicable. A sus ojos lo que parece es que el hombre de repente ya no sonríe. La sonrisa se congela, se esconde en las comisuras de la boca, que se vuelven amargas y duras. Durante un momento la cara no expresa nada más que falta de sonrisa. Luego se abre la angustia lentamente en ella como una flor.
Al hombre lo que le parece es que está sentado en la sofocante y silenciosa habitación contemplando una fotografía, una imagen de sí mismo y de la esposa. Están juntos, sentados en el estribo de un coche. Él mira hacia el suelo. Su raya al lado izquierdo, muy acusada, parece una línea de tiza en su cabeza. La esposa mira a la cámara, infantilmente expectante con los labios fruncidos. El coche, del que sólo se ve una pequeña parte, da la impresión de ser nuevo y grande. Y hasta aquí, todo está en orden. Lo catastrófico es que por mucho que se esfuerce no puede acordarse de la ocasión en que fue hecha la fotografía. ¿Ha estado él siquiera presente? Parece impensable que, con la buena memoria que tiene, haya podido estar sentado en el estribo del coche de un amigo, de un amigo porque es obvio que uno no se sienta en los estribos de coches de extraños para hacerse fotografías, y que un episodio tan señalado haya podido perderse luego en su memoria. Ni siquiera puede recordar que cuando se hizo la fotografía, y tiene que haber sido hace bastante tiempo porque el papel está amarillo, tuvieran un amigo con coche. Y, sin embargo, allí está su propio rostro como una prueba incontrovertible de la verdad de la fotografía.
Molesto y preocupado, tanto porque la memoria le engañe tan enojosamente como porque la esposa le observa con un interés tan impertinente, fija pues los ojos en la otra fotografía para, rápida y decididamente, desvelar su secreto. Ah, mi oficina, piensa enseguida. La esposa está sentada en su escritorio con las piernas cruzadas colgando. Él está en su silla giratoria y sonríe con una plácida sonrisa de oficina. Todo está en orden. No porque se acuerde de la ocasión en que se tomó la fotografía, pero el lugar, en todo caso, le es familiar. Pero es entonces cuando hace su terrible descubrimiento, el descubrimiento de que no coincide nada. Es, ciertamente, una oficina el lugar donde se encuentran, pero es una oficina ajena, no la oficina de la empresa de muebles donde ha trabajado desde hace casi catorce años. El escritorio, para empezar, no es el suyo, éste es mucho más macizo y cargado de objetos que le son extraños e indiferentes. Y en la pared que está detrás del escritorio, en realidad llena de planchas que representan diferentes tipos de muebles, cuelga un solo cuadro, un cuadro que representa una lancha salvavidas en un mar embravecido, la misma que cuelga o colgaba en las estaciones de ferrocarril sobre las huchas de colectas en favor de los náufragos.
Asustado ante la perspectiva de otro fracaso, agarra, con un movimiento brusco y desabrido, la fotografía número tres. Está ya tan alterado que casi la rompe de pura excitación. El motivo, no obstante, le tranquiliza un poco. Una playa, piensa, y se da a sí mismo una inyección de tranquilidad, nadie puede pretender que yo recuerde todas las playas en las que mi esposa y yo hemos sido fotografiados juntos. Ésta es una playa totalmente imposible de identificar, con arena, hierba en la orilla y sombrillas a distancia. La esposa y él están sentados juntos en la arena, pero no están solos. Si hubieran estado solos, todo se habría podido explicar, pero aquí está él sentado entre dos mujeres, su esposa y una mujer completamente desconocida y si hubieran estado sentados de una manera inocente, normal, no habría sido tan desesperante, ¡pero así! Él tiene sus brazos protectores sobre los hombros de ambas mujeres. La supuesta desconocida no podría ser pues desconocida. Tiene que ser una persona muy cercana. A él jamás se le ocurriría abrazar tan descaradamente a una extraña. Pero por mucho que observa la cara de la otra mujer no es capaz de distinguir en ella un solo rasgo conocido. Es y será la cara de una extraña.
Se resigna entonces con una sorda pesadumbre, la misma pesadumbre que llena la habitación y el sofocante anochecer estival al otro lado de la ventana, y coge la cuarta fotografía, la penúltima brizna de paja del que se está ahogando, la tiene ante los ojos como para hipnotizar su pérfida memoria. Pero no sirve. Contra esto no hay nada que valga. La esposa y él están en una terraza a mucha altura sobre una ciudad, a mucha altura sobre una ciudad desconocida. La esposa se ha subido a la balaustrada y está sentada en ella con el cuerpo vuelto hacia la ciudad mientras se apoya con una mano en el hombro del marido. El hombre se inclina sobre la barrera de piedra y parece beber la vista con los ojos. La foto está sacada de perfil y muy por debajo de ellos se distinguen con claridad las torres y los volúmenes pétreos de la ciudad, la alta chimenea de una fábrica que continúa hacia el borde superior de la fotografía y una iglesia con una torre cortada, como partida por la mitad. De todas las vistas que ha contemplado en todas las ciudades que ha visitado, no hay ninguna que recuerde a ésta. Y, sin embargo, ahí está él junto a su mujer, mirándola con los ojos muy abiertos.
En la última fotografía apenas si se atreve a fijar la mirada. Hace un calor insoportable en la habitación y el sudor se desliza por su cuerpo. Se ve a sí mismo sentado en una silla blanda en esta habitación terriblemente sofocante, se ve a sí mismo con los ojos de su esposa o, en todo caso, con los ojos de otro: sudoroso, rojo de apuro y de vergüenza, con la boca abierta de asombro y miedo, y la mano, espectralmente blanca, que coge la última foto y la alza unos decímetros de la mesa, tiembla.
En cuanto echa una primera mirada preparatoria a la fotografía se siente, de todas maneras, un poco más tranquilo. Son dos personas que están debajo de un árbol, un roble probablemente, cogidas del brazo. A una de esas personas la reconoce, es la esposa, pero la otra, el hombre, le resulta completamente desconocido. Ya es penoso que me falle la memoria respecto a hechos pasados en los que yo mismo intervengo, piensa, pero que no recuerde cosas que yo no he vivido, eso ella no me lo puede reprochar. Siente un vivo rencor porque está sentada frente a él en el silencio más absoluto arrancándole vergüenza y miedo. Con ademán impaciente le tira la foto con el desconocido, ese perfecto extraño cuyo rostro iluminado por el sol no despierta el menor recuerdo en él.
¿Quién es el hombre con quien estás bajo el roble o lo que sea? —le dice a la esposa en un tono casi de reproche.
La esposa mira la foto un solo instante. Luego levanta la vista y el hombre se queda desconcertado ante el asombro inmediato que refleja su rostro.
Tú mismo —dice sin dejar de mirarle.
Entonces él se levanta despacio de la mesa proyectando contra el techo toda la carga aterradora que tiene en la coronilla. Mientras deja la habitación con suma lentitud dice:
Bajo un rato al sótano a hacer leña para la chimenea.
Se vuelve en el vano de la puerta y ve que la esposa le está mirando con una insistencia inquietante. Cuando sale al vestíbulo lo cruza a toda prisa para evitar el espejo. Algo espantoso se le ha ocurrido de repente. Que el recuerdo falle una vez al contemplar una vieja fotografía puede tener su explicación, ser incluso natural quizá. La segunda vez tampoco constituye una catástrofe, pero la tercera es inquietante y de la cuarta y la quinta hay que sacar conclusiones; y no reconocerse siquiera a sí mismo, eso es tan nefasto que todo espejo se convierte en un traidor. ¿Quién sabe de antemano qué rostro reflejará?
En el sótano se sienta en el burro de serrar a descansar después del choque. Al cabo de un rato la esposa oye el rápido rechinar de la sierra que atraviesa la madera seca. Recoge las fotografías y las vuelve a colocar en la caja. Un avión retumba sobre la población a poca altura, como un presagio de la tormenta. Ella se acerca a la ventana y mira hacia fuera. Bancos de nubes inmóviles se condensan sobre el bosque y dejan entrever de vez en cuando un anochecer pesado y oscuro. Cuando el avión desaparece vuelve a hacerse un silencio total. Un perro solitario se acerca por el borde del camino y gruñe inquieto mientras pasa delante de la casa. Por un instante también el sótano se queda en silencio. Y luego se oye el duro y rápido ruido de la madera que se rompe con un hacha afilada. Ella tiene la frente caliente y está cansada como después de pasar una noche en vela; va al dormitorio y abre una ventana.
Cuando yace en la cama llega una leve ráfaga de viento que mueve las cortinas. Ella está desnuda bajo la manta y la aparta para que la ráfaga la refresque, pero ésta es muy corta y no llega hasta ella. El hombre sigue en el sótano. Vuelve a serrar, una madera acerbamente rebelde ahora, el crujido suena descontento y pendenciero. Él no tenía que trabajar tanto rato, preparar un poco de leña para la chimenea no requería tantísimo tiempo. Piensa que él la evita, que permanece abajo en el sótano porque no puede estar en su compañía. Lo ha manifestado ya muchas veces, pero nunca de una manera tan evidente.
Justo durante una pausa entre el serrar y el hendir, llega por fin el primer relámpago. Ella está boca arriba en la cama y lo ve tranquilamente a través de la ventana abierta. Una rama de fuego se dibuja contra la negra pared de nubes y oscuridad, pero tan lejos que ni siquiera se oye ningún estampido. Pero lentamente la tormenta se va acercando. Un agudo rayo que clava su punta ardiente en la densa masa de nubes, seguido de un trueno débil como un carraspeo. Luego los rayos cambian súbitamente de carácter, pierden sus firmes perfiles, desaparecen en una nube de luz, deslumbrantes y reveladores como la luz repentina de un cohete. Al mismo tiempo los truenos se van haciendo más fuertes, se van transformando ellos también, ya no son sordos sino estridentes y desgarradores. Es como si Dios estuviera allí arriba en el espacio a una altura inmensa por encima del chalet, rompiendo sobres gigantescos con iracundos movimientos. Los intervalos entre los momentos de luz y los desgarrones no son prolongados, pero sí lo bastante largos para que ella tenga tiempo de sentir lo que ocurre en la casa.
El hombre ha clavado el hacha en el burro de serrar. No tarda en oírle subir la escalera del sótano, cruzar el vestíbulo y entrar en el cuarto de baño. Cae el agua, ella le oye frotarse las manos. Dentro de poco, hará gárgaras. Durante un largo instante de oscuridad ya no se oye nada en el cuarto de baño, pero de pronto llega un ruido penetrante, horroroso, que la hace sentarse en la cama. Parece como si el hombre hubiera roto un espejo o posiblemente un vaso en el suelo del cuarto de baño, pero no que se le haya caído, sino que lo haya arrojado con toda su fuerza contra las baldosas. Pero todo se calma. Tal vez sólo haya ocurrido un accidente. Ella le oye acercarse deslizándose en zapatillas por el cuarto de estar y abrir con cuidado la puerta del dormitorio, como si supusiera que estaba dormida. Ella se mete debajo de la manta y echa una ojeada a la puerta. Justo entonces el cuarto se ilumina, se llena a rebosar de una luz verde transparente y a esa luz ella le ve de pie delante de la cama, blanca la cara, con los labios muy apretados como para impedir que salga un grito y las manos extendidas ante sí como cuando se anda en la oscuridad.
Cuando la luz se ha apagado y el estampido ha retumbado le oye desvestirse rápidamente y echarse a la cama. Ni siquiera le dice buenas noches, piensa con despecho. Que se acerque a ella o que le acaricie siquiera la cara y el cuello antes de que se duerma, eso, ha dejado de esperarlo hace mucho tiempo. Mientras espera el próximo relámpago le oye dar vueltas en la cama, por lo que se ve, incapaz de dormirse. Por fin se levanta con una excusa hosca cuyas palabras ella no entiende, busca con los pies las zapatillas en la oscuridad, se echa el batín sobre los hombros. Cuando al minuto siguiente estalla la luz, le ve en el hueco de la puerta con la cara vuelta hacia la ventana y un cigarrillo sin encender en la boca. Está quieto hasta que se apaga el trueno y al dejar la habitación le dice a su mujer con voz apenas audible que va a subir a su cuarto a buscar un libro. Ella le oye pararse un momento junto a la chimenea y prender el cigarrillo con una cerilla que ha cogido de la repisa de la chimenea. Luego las zapatillas se deslizan por la habitación, un débil ruido como de un animal que por primera vez le resulta desagradable. Oye crujir la escalera cuando él la sube y luego los crujidos de las tablas cuando está arriba en el piso superior. Cuando se encuentra justo encima de su cabeza el ruido de los pasos furtivos llega hasta ella. Luego hay un relámpago, seguido inmediatamente de un violento estrépito. Los cristales de las ventanas tintinean débilmente. Una puerta se cierra de golpe allá arriba. El hombre ha entrado en su habitación y ha cerrado la puerta tras de sí.
La mujer ya está muy cansada. La tormenta todavía no ha traído ningún alivio. La pesadez sigue, y el calor sofocante. La tormenta sólo ha iluminado el bochorno de la habitación, no lo ha reventado. Ella cierra los ojos y hunde con fuerza la cabeza en la almohada, firmemente decidida a dormirse de una vez. A veces la luz juega sobre sus párpados cerrados, pero los relámpagos ya no la hacen abrir los ojos. Dormirse, ha tenido que dormirse, en todo caso es un estampido lo que la sobresalta y la obliga a abrir los ojos desconcertada. La habitación está completamente a oscuras y un trueno no ha sido, el ruido procedía de algún lugar de la casa. Ella aguza el oído pero no se oye un ruido. Tantea con la mano la cama del marido, pero está vacía. Entonces se acuerda de repente de que el hombre se ha ido a buscar un libro. Es evidente que ahora está bajando después de cerrar la puerta de su cuarto.
Mientras se pregunta medio dormida con qué violencia se habrá cerrado la puerta, los pasos se ponen en marcha súbitamente. El hombre anda sobre su cabeza y, aún no bien despierta, piensa que es extraño que ande tan pesadamente y con pasos tan largos y lentos. De ordinario tiene un andar más bien de pasitos cortos, rápido y femenino. Antes de que él llegue a la escalera, ella levanta la cabeza de la almohada y la sacude como para ahuyentar una impresión desagradable o el recuerdo de un mal sueño. Escucha asombrada los pasos duros y ruidosos en el piso de arriba. Debe de haberse cambiado de calzado en la habitación, piensa, cuando subió sólo llevaba zapatillas. Pero lo que le provoca un violento sobresalto y la obliga a sentarse en la cama con el corazón palpitante es algo que sucede en el rellano mismo de la escalera. Él se ha detenido allí arriba y durante un corto espacio de tiempo no se oye nada, pero de pronto rompe el silencio un terrible ataque de tos, una tos ruidosa que parece resonar en todas las oscuras paredes de la casa y que al final se vuelve histéricamente fuerte. Instintivamente ella se tapa los oídos con las manos por miedo a que los tímpanos no resistan, por absurdo que le parezca ese temor.
La tos del enfermo, porque una persona sana no puede toser de una manera tan espantosa, se interrumpe sin embargo bastante pronto. Ella aparta las manos de los oídos y se deja caer en la cama y en su propio inmenso asombro.
Nunca ha sabido que él esté enfermo y, sobre todo, sus pulmones siempre han estado sanos y fuertes. Mientras oye los pasos golpear los bordes de la escalera se sorprende de que el hombre se haya comprado un par de zapatos nuevos sin saberlo ella y, por si fuera poco, unos zapatos con herraduras que antes siempre ha aborrecido porque son muy indiscretos.
Después de haber pasado el último escalón sigue un momento de un silencio muy profundo, uno de esos silencios que hunde a las personas en la soledad. Por un instante ella cree oír el sonido estridente de un timbre de bicicleta, pero el ruido es tan fugaz que da por hecho haber oído mal. Por eso le resulta casi un alivio que por fin se rompa el silencio. El hombre sufre otro ataque de tos después de bajar el último escalón y ahora, en la misma planta donde está ella, la tos es todavía más espantosa que allá arriba. Sin tener muy claro lo que hace ni por qué lo hace y qué significa que actúe de ese modo, se mete debajo de la manta y se la sube hasta las orejas. Pero la manta no protege su oído. Oye cuando termina por fin el ataque de tos y cuando los pasos, duros y lentos, se acercan a ella.
No quiero verle, piensa, él vive sólo para atormentarme. Hace tanto tiempo que no me acaricia que le odiaría si lo intentara ahora. Ni siquiera es capaz de dar las buenas noches. Por un pequeño crujido que penetra en su oído deduce que se abre la puerta. El hombre está de pie en la habitación y ella se figura que intenta descubrirla en la oscuridad. En la noche no hay un ruido y ahora ella sólo teme a la espantosa tos, pero no se produce. En el silencio el hombre empieza a desvestirse. Se desviste de una manera muy extraña, se le cae un zapato en la alfombra de la cama y a pesar de que cae suavemente produce un ruido considerable, un golpe brutal a sus nervios en tensión.
¿Por qué se ha vestido?, piensa, si salió de aquí en pijama. Al mismo tiempo cae sobre ella un aroma inconfundible, ella aspira mucho aire por la nariz y lo identifica enseguida. Es a humo de cigarro puro, olor de un cigarro puro fuerte. Pero cuando él la dejó, encendió un cigarrillo. Él nunca ha aguantado los puros. Cuando el hombre se ha desnudado, ella oye cómo se acerca a su mesilla de noche y deja algo en ella. El libro, piensa, el libro que iba a buscar. Pero como papel no ha sonado y si no estuviera tan oscuro ella miraría por encima del borde de la manta para ver qué objeto duro ha puesto, bueno, que casi ha soltado sobre la delicada madera de la mesilla. Luego oye sorprendida cómo el hombre con los pies descalzos abandona de pronto la habitación y va hasta la radio que está en el rincón del cuarto de estar y únicamente la pared separa la cabeza de ella del hombre que ha encendido la radio y busca, con mucho alboroto y penetrantes silbidos, emisoras nocturnas. De pronto ha captado música, una oscura melodía de jazz que penetra en la habitación y despierta en ella todo lo que ha estado aletargado. Una alegre voz varonil que con marcado acento americano pronuncia algunos nombres de ciudades alemanas interrumpe la música: Fráncfort, Stuttgart, Múnich, Núremberg. Después, silencio. El hombre ha apagado.
Vuelve a estar de pie en la habitación, pero no mucho rato. Se tira casi al momento en su cama, se echa encima el edredón, rebulle sobre el colchón hasta que encuentra la postura adecuada. La esposa tiene el cuerpo en tensión, yace inmóvil bajo la manta. Si viene muerdo, piensa frotando sin cesar la lengua con los dientes incisivos. Pero él no viene. Parece que se duerme y al cabo de un rato ella escucha asombrada esa respiración, esa respiración desconocida. Muchas veces ha permanecido despierta después de que el hombre se durmiese por las noches, «sobrevivir» suele llamar ella a eso, y ha aprendido a reconocer su respiración entre todas las respiraciones del mundo. Esta respiración es diferente, ocupa más sitio, es más ruidosa. La música de la noche, piensa ella, la ropa, los zapatos, los pasos, los ataques de tos, el puro. Yace completamente inmóvil, apenas se atreve a respirar mientras la espantosa decisión, la única que queda, madura en ella. El calor ahoga como en un horno y por la ventana entra la ardiente oscuridad a oleadas. Después de una larga espera, durante la cual su cuerpo se cubre de sudor y su rostro se inunda de lágrimas silenciosas, se atreve por fin a retirar la manta y salir de la cama. Sin que se haya oído nada está finalmente en la alfombra entre la cama y la ventana abierta y parece que tiene el alma en un hilo. Un rápido ciclista pasa dando bufidos por el camino y a lo lejos se enciende un rayo sobre el bosque, se desliza como una serpiente de fuego entre los árboles. Ella se vuelve rápidamente y alcanza a ver el grueso perfil del cuerpo del hombre, tan diferente que tiene que apoyarse en el alféizar de la ventana para no caer.
Cuando el mundo entero descansa en una inmensa, profunda oscuridad va sigilosamente en torno a su cama y en torno al hombre, hasta llegar a su lado y a su mesilla de noche. Él sigue durmiendo con la misma profundidad, aunque a ella le parece que las palpitaciones de su corazón y el sonido húmedo cuando traga saliva de puro nerviosismo tendrían que haberle despertado hace rato. Coge el objeto que él ha bajado de su habitación. No es un libro; sus dedos le dicen que es un martillo, pesado y con olor a nuevo. Con el mango del martillo convulsamente agarrado en una mano, se inclina sobre el hombre dormido y descubre con cuidado su cabeza como cuando se alza el lienzo del rostro de un muerto para contemplarlo una última vez. Y cuando la habitación se llena de una luz espantosa de una lámpara invisible, ella hunde el martillo con una sensación de liberación en la sien reluciente de sudor del hombre desconocido.

sábado, 23 de marzo de 2024

El fugitivo. Pascual-Antonio Beño.

Se habían marchado todas –mi abuela, mi tía y mi madre–, creo que a Daimiel, en un carro, a por un cerdo ya sacrificado, que iban a comprar de estraperlo en aquel pueblo, y me habían dejado solo con la Luisa.
Yo jugaba en el corral con un caballo de cartón. Lo había metido en la artesa de madera, donde lavaban, y disfrutaba despedazando el animal, mientras imaginaba que era carnicero y preparaba chuletas, piernas y solomillos. Estaba solo –me habían prohibido jugar con los refugiados– y ya me había cansado de tirar piedras al pozo, esperando, inútilmente, que alguien me respondiera desde allá abajo. Me había cansado de ahogar moscas y resucitarlas luego y había decidido convertirme en carnicero y despachar carne a una clientela imaginaria.
Estaba dedicado a esa tarea cuando, por el portón entreabierto, entró aquel hombre. Por su vestimenta, pronto me di cuenta de que se trataba de un soldado. Di un brinco de alegría. ¡Un soldado! Reconozco que admiraba a los soldados y que ansiaba ser mayor para poder vestir el uniforme caqui, tener un fusil y jugar de verdad a eso de la guerra. Pero aquel soldado tenía cara de pocos amigos, a pesar de ser un muchacho muy joven y, además, barbilampiño. Nada más entrar y verme, me agarró muy fuerte con una mano y, con la otra, me tapó la boca. Me tuvo así durante unos instantes, mientras vigilaba con la mirada la entrada de la casa. Un gran vocerío, seguido de ruidos de motores de vehículos se escuchaban en la calle, pero todo pasó y, cuando retornó el silencio, me liberó de la mordaza para preguntarme:
¿Y tus padres?
Mi padre está en la guerra y mi madre se ha ido con mi abuela y con mi tía a por un gorrino a otro pueblo.
Pero no te habrán dejado solo, ¿verdad? –volvió a preguntarme.
No, la Luisa se ha quedado conmigo.
¿Quién es? ¿Tu hermana?
No. Es la criada.
Pues vamos a verla.
Conduje al soldado hasta la puerta de la cocina que daba al corral. Él la abrió de un puntapié. Luisa, que estaba fregando los cacharros, se volvió hacia nosotros sobresaltada.
No te muevas, muchacha, o te pesará –la amenazó el soldado, muy nervioso.
Ella estuvo a punto de gritar, pero él, que había visto un cuchillo grande, colgado en una de las paredes, se abalanzó sobre él y, en pocos segundos, lo tenía ya junto al cuello de la criada.
¿Y tus amos?
Se han ido a un pueblo de aquí cerca a traerse un cerdo descuartizado en un carro, pero yo no tengo la culpa… No hay apenas nada y necesitábamos comida.
Yo no soy de los que requisan, así que sobran las explicaciones. ¿No te has dado cuenta de que ni siquiera soy de los de esta zona?
La muchacha miró al soldado con más atención, consciente por primera vez de quién se trataba.
¡Jesús, María! ¡Usted debe de ser un huido! ¡Váyase, váyase de aquí!
El soldado perdió de pronto su fiereza. Era un muchacho espigado y rubio, de unos dieciocho años, como mucho. Dejó de amenazar con el cuchillo y, casi gimiendo, confesó:
Si me cogen, me matan, y no quiero morir. He visto a muchos morir en el frente. –Se rehizo enseguida y volvió a esgrimir el cuchillo. Gritó como una fiera acorralada–: Tendrás que ser buena y guardar silencio, porque, de lo contrario, te juro que os mato a los dos, a ti y al niño.
Pero es muy peligroso que te quedes aquí.
¡Calla!
Se oyeron unos golpes en la puerta de la galería. El soldado se puso de pronto muy pálido. Comenzó a temblar y a sudar.
Un rojo intenso alarmante
¡Llaman! –exclamó Luisa, sin disimular su alegría, como pensando «Estoy salvada».
¡No abras!
Debe de ser la Frasquita, la refugiada. No tengo más remedio que abrir. Vive en esta casa y pasará de todos modos.
Está bien. Habla con ella. Pero que no entre aquí. Y luego cierra la puerta con llave. ¡Ah, y que no se te ocurra descubrirme porque entonces seréis tres las personas que tendré que degollar!
La criada salió de la cocina y, atravesando un pasillo, se dirigió a la puerta de la galería.
¿Qué quieres, Frasquita?
¡Hija, pues sí que has tardao en salir!
¡Venga! ¿Qué es lo que quieres? Las señoras no están aquí y tengo mucho que hacer.
Hija, pues sí que te has vuelto tú cumplidera. ¡Ni que fueses a heredar la casa!
¡Déjate de pamplinas y dime a qué has venido!
¿Es que no has oído el alboroto que se ha armao en la calle?
No, estoy muy ocupada y mis señoras no quieren que pierda el tiempo.
Pues si está to el pueblo alborotao. ¿Y no has oído los tiros?
¿Qué es lo que pasa?
Na, que venía un fascista preso en el tren y se ha escapao. Nadie sabe cómo. Han echao a correr detrás de él por el Paseo de la Estación y los milicianos, a un viejo que estaba sacando un carro de una casa, que no tenía na que ver, se lo han cargao y está, el pobrecillo, tirao en la calle, con una manta encima. Dicen que el fascista es joven y muy buen mozo. ¡A mí me dan pena estas cosas!
Luisa se sintió interesada por el asunto.
Pero… ¿lo han cogido ya?
No, pero lo cogerán pronto. El fascista no tiene armas ni na y van tras él lo menos cincuenta. ¿Por qué no te quitas el mandil y nos vamos por ahí, a ver cómo lo cogen?
No puedo, Frasquita. Estoy sola con el niño y, además, lo único que podemos conseguir es que nos peguen otro tiro a nosotras, como al viejo ese que sacaba el carro de su casa.
Pues yo sí que voy a ir. ¡Salú y que sigas tan atareada!
Luisa cerró la puerta de la galería con llave y regresó junto a nosotros.
Ya lo sabes todo –le dijo al soldado.
Ella, superado ya el miedo de los primeros momentos, miró al soldado con lástima. El que tenía ante ella con un cuchillo en la mano no era un ser peligroso, sino un muchacho de su misma edad, cuya vida se había visto envuelta, sin él mismo quererlo, por el torbellino de la guerra. Y, además, estaba acorralado. Él también se humanizó. Dejó de blandir el cuchillo que tenía en la mano, lo abandonó en la encimera de la cocina, sacó su petaca de un bolsillo y comenzó a liar un cigarrillo.
No debes dejar que me cojan, ¿comprendes? Si te portas bien, yo podré escapar de esto y a ti no te pasará nada.
¿Qué debo hacer? –preguntó la muchacha.
¡Callar!
Pero… ¿y si vienen mis amas?
Cuando ellas vengan, yo ya me habré marchado.
El soldado, un poco más relajado, sin la tensión y el coraje que presta el peligro, se dejó caer sobre una silla con un suspiro.
Tengo hambre –dijo.
Luisa sacó medio queso y unas cuantas naranjas.
Es todo cuanto hay –dijo ella–. Pan no tenemos. Lo que sí puedo hacer es freír un huevo.
El muchacho acabó con el queso y las naranjas antes de que Luisa volviera con el huevo frito en un planto.
¿No notarán tus amos la falta de estos alimentos?
No –respondió ella–, porque como hoy nos hemos quedado solos el chico y yo, pensarán que nos lo hemos comido nosotros.
Yo observaba al soldado mientras comía. ¡Cuánta hambre atrasada debía de tener, a juzgar por la rapidez con que masticaba!
Yo tengo un hermano en el frente que se llama Roque –dijo Luisa–. Creo que conduce un tanque. Como tú eres de los fascistas, si alguna vez lo ves, procura no darle un tiro porque tiene novia.
Y tú, ¿no tienes novio?
¡Qué va! ¡Cualquiera se hace novia en estos tiempos! No quiero sufrir. Pero… ¿por qué te has escapado?
Porque me llevaban a Madrid para matarme. Mi padre es coronel y yo soy de la Falange.
Luisa se sintió un poco afligida.
Entonces, si tu padre es coronel, tú serás uno de esos señoritos que llevan corbata, estudian y todo eso, ¿no?
¡Y qué más da! La guerra nos está igualando a todos. ¿Sabes una cosa, muchacha? Pues que eres muy bonita.
La chica se sonrojó. Una tímida sonrisa se dibujó en sus labios y disipó, por unos instantes, la bruma de todos los temores.
¿Cómo te llamas?
Diego. ¿Y tú?
Yo me llamo Luisa.
Cuando Diego terminó de comer, le pidió a Luisa un pantalón y alguna camisa de su señorito.
El señorito está en la otra zona, pero hay en el armario mucha ropa suya.
Diego le pidió también unos calcetines limpios y jabón para lavarse.
En el cuarto de baño está el jabón –dijo Luisa–, también hay brocha y maquinilla, por si quieres afeitarte.
Le acompañó al interior de la casa, mientras yo volví al corral para seguir atendiendo a mi clientela imaginaria en la carnicería. En eso estaba, cuando apareció Rafael, el mayor de los refugiados.
¿Qué haces?
Despachando carne.
Tú eres un niño tonto. Sólo los niños tontos estropean los caballos de cartón.
Y tú, ¿sabes lo que eres? Un rojo maleducado. Hizo bien mi madre cuando me aconsejó que no me juntara contigo ni con tu hermano.
Pues vete a la mierda.
A la mierda tú, piojoso –le dije, mientras regresaba a la cocina.
A la mierda tú y todos los tuyos, ¡so fascista!
Conocía bien los puños del refugiado y su mala sangre, así que lo mejor era desaparecer de su vista cuanto antes.
Recorrí la casa en busca del soldado y de Luisa, pero parecía que se los hubiera tragado la tierra. Al fin escuché murmullos detrás de una puerta. La empujé levemente y vi que estaba abierta, así que decidí entrar. Tardé bastante tiempo en comprender lo que sucedía allí dentro, pero, de momento, me dejó perplejo y confundido. Sobre una cama se hallaban el soldado y Luisa completamente desnudos. Él, tumbado boca arriba, la agarraba furiosamente por las caderas, mientras que ella, que tenía las piernas abiertas, se hallaba sentada sobre su vientre. Me sorprendió extraordinariamente la blancura de sus cuerpos y la extraña forma de moverse. Luisa gemía y temblaba como aquel día en que le dio el ataque, después de que le dijeran que su padre se había ahorcado en la cuadra de las mulas. Ninguno de los dos se dio cuenta de que yo había entrado en el cuarto porque estaban fuera de sí, gritando y sudando como moribundos.
Cuando llamaron a la puerta, Luisa se asomó al balcón.
Sabemos que está ahí, abre la puerta –dijo una voz.
Temblaban los dos al despedirse.
Por el corral, no –le dijo ella–. Mejor, salta por los tejados. ¿Tienes dinero?
Sí, algunos duros.
Entonces, márchate enseguida. Que no te cojan. Y vuelve algún día.
Cuando el muchacho desapareció, trepando por los tejados, Luisa abrió la puerta. Entraron cuatro o cinco hombres con cazadoras de cuero negro, pistola en mano.
Yo estaba con el niño y él me amenazó con un cuchillo. ¡Qué iba a hacer! –se justificó.
Oímos varios disparos.
Ha caído como un gato desde un tejado, mi comisario –dijo uno de los hombres.
Nunca olvidaré aquella escena. Luisa me agarró de la mano y salimos a la calle. Las gentes salían de sus casas y se arremolinaban, en torno a una esquina. Cuando Luisa y yo llegamos allí y nos abrimos paso entre la gente, vimos al soldado tendido en el suelo, completamente inmóvil, con los ojos abiertos. A través de la camisa desgarrada y manchada de sangre podía verse, fuera de su sitio, el paquete intestinal, a causa de los muchos disparos recibidos en el vientre.
Me parecía mentira que aquel cuerpo sin vida fuese el mismo que unos minutos antes había contemplado completamente desnudo, vibrando de deseo y de pasión, abrazado el cuerpo de Luisa.
Ella, al verlo, lanzó un tremendo alarido y, ante la sorpresa de todos los que allí estábamos, se revolcó por el suelo, totalmente fuera de sí, agitando brazos y piernas, gritando como una poseída y arrancándose ella misma mechones de pelo.
Coged a esta muchacha y llevárosla de aquí –dijo uno de los milicianos–. Le ha dado un ataque al ver al muerto.
Yo estaba tan impresionado por lo que acababa de suceder que no acertaba a moverme ni a pronunciar una sola palabra.

Un rojo intenso y alarmante, 2022.